Todos lo esperaban, solo Ana y Simeón lo
reconocieron
Fernando Armellini
Introducción
Han
pasado cuarenta días desde la Navidad y, quizás con un poco de nostalgia,
recordamos aún las emociones que experimentamos en esos días, sobre todo por el
gozoso mensaje que nos trajo el Niño, astro venido del cielo para iluminar
nuestras noches: “nos visitará desde lo alto un amanecer que ilumina a los que
habitan en tinieblas y en sombras de muerte” (Lc 1,78-79). ¿A qué se debe que
la Iglesia nos invite a contemplar de nuevo al Niño Jesús?
La
fiesta de la Presentación del Señor tiene orígenes muy antiguos. En Oriente ya
se celebraba en el siglo IV con el nombre y el significado de Fiesta del
Encuentro: porque evocaba el encuentro de Jesús en el tempo con el Padre, con
Simeón y Ana, representantes del resto de Israel que permaneció fiel a Dios
como Abrahán.
Cuando
en el siglo VII fue introducida en Roma, recibió el nombre de Fiesta de la
purificación de María y, como se caracterizaba por una procesión nocturna con
candelas, tomó también el nombre de la Candelaria.
El
rito de la luz la asociaba a la Navidad, fiesta de Cristo-luz.
En
Belén la gloria del Señor envolvió de luz a los pastores; en los lejanos países
de Oriente la estrella brilló para los Magos; en el templo de Jerusalén ha
aparecido la luz para iluminar a la gente.
Han pasado ya cuarenta días desde
Navidad y pudiera ser que la luz de Belén que “habíamos visto surgir” se haya
ofuscado un poco, que no nos parezca tan fascinante como entonces o que no sea
ya la única en captar nuestra atención. Quizás nos hayamos dejado deslumbrar
por otras estrellas fugaces y más concretas, por otros “astros” que reflejan
mejor nuestros sueños y expectativas. He aquí por qué la Iglesia nos invita a
encontrarnos de nuevo con el Niño: nos invita a recibirlo en los brazos como lo
han hecho Simeón y Ana, los pobres de Israel, personas atentas a la voz del
Espíritu.
* Para interiorizar el mensaje,
repetiremos: Jesús es “la luz del mundo”.
Primera Lectura: Malaquías 3,1-4
1Así dice el Señor: «Miren, yo
envío mi mensajero, a preparar el camino delante de mí. De pronto entrará en el
santuario el Señor que buscan; el mensajero de la alianza que tanto desean,
mirenlo entrar—dice el Señor de los ejércitos. 2¿Quién podrá
resistir el día de su venida?, ¿quién quedará en pie cuando aparezca? Será un
fuego de fundidor, una lejía de lavandero: 3se sentará como un
fundidor que refina la plata, como a plata y a oro refinará a los hijos de
Leví, y presentarán al Señorla ofrenda como es debido. 4Entonces
agradará al Señor la ofrenda de Judá y de Jerusalén, como en los días pasados,
como en los años antiguos». – Palabra de Dios
Un
hombre piadoso ya entrado en años concluye después de hacer el balance de su
vida: “Fui joven, ya soy viejo: nunca he visto a un justo abandonado ni a su
descendencia mendigando pan” (Sal 37,25). Esta afirmación puede servir de
síntesis de la teología tradicional: el Señor envía desventuras a los malvados
y reserva sus bendiciones para los justos.
La
vida, sin embargo, desmiente cada día esta fe ingenua que viene puesta a dura
prueba. No solo los malvados son frecuentemente afortunados—lo cual es en sí un
hecho embarazoso—sino que los justos son víctimas de continuas desventuras, y
esto ya es verdaderamente escandaloso. Surge, pues, espontanea la pregunta: ¿De
parte de quién está Dios?
Corría
el año 450 a.C. y ésta era la pregunta que el pueblo dirigía al profeta
Malaquías en aquella época de grave decadencia religiosa y moral.
Los
oráculos de este profeta reflejan la situación dramática de la sociedad en que
vive: los ricos acogen en sus casas a atrayentes mujeres extranjeras,
repudiando a la esposa de su juventud y obligándola a cubrir de “lágrimas, de
llanto y de suspiros, el altar del Señor” (Mal 2,2). Los sacerdotes son tan
indignos y corrompidos que Dios cambia en maldiciones las bendiciones que ellos
pronuncian; los pobres son sometidos a continuos abusos e injusticias; los
ricos, insolentes y altaneros, prosperan…y el Señor no interviene.
Descorazonada
y sin ilusión, la gente simple concluye: “No vale la pena servir al Señor, ¿qué
sacamos con guardar sus mandamientos y andar enlutados ante el Señor
Todopoderoso? Hay que felicitar a los arrogantes; los malvados prosperan,
desafían a Dios y quedan sin castigo” (Mal 3,14-15). Los más escépticos
exclaman: “¿Dónde está el Dios de la justicia?” (Mal 2,17).
El
oráculo del profeta que encontramos en la lectura de hoy, contiene la respuesta
de Dios a la pregunta de la gente. “Miren—promete el Señor por boca del
profeta—yo envío a mi mensajero a preparar el camino delante de mí”. Después de
este mensajero aparecerá un segundo, misterioso personaje llamado “el Señor”,
el “Ángel de la Alianza”, el “Señor del Universo” (v. 1). “Éste entrará en el
templo del Señor” y, como el fuego y la lejía, purificará a los hijos de Levi
(v. 3), ministros del culto del templo de Jerusalén.
Había
una urgente necesidad de esta intervención porque los Levitas se comportaban
como funcionarios de lo sagrado; fríos ejecutores de ritos sin valor, no daban
importancia alguna a la sincera adhesión de sus corazones a Dios.
El
oráculo de Malaquías se cumplió con la venida de Jesús. Él ha entrado en el
templo que debería haber sido “casa de oración para toda la gente” y que los
sacerdotes y levitas lo habían convertido en “cueva de ladrones” (Mc 11,17). Lo
ha purificado; ha introducido la religión agradable a Dios, la del corazón, la
del amor al prójimo (cf. Jn 4,21-24).
Toda
práctica religiosa, también la de los cristianos de hoy, tiene siempre
necesidad de ser purificada con el fuego y la lejía del Señor. El pan
eucarístico partido y repartido de nuestras comunidades, no es siempre signo de
una vida puesta al servicio del hermano. Se reduce a veces a un rito alejado de
la vida; no incide en las decisiones; no destruye los egoísmos; no quema la
infidelidad.
Los
profetas del Antiguo Testamento, cuando anunciaban la venida del Señor,
hablaban de un día terrible, difícil de soportar, como el fuego que refina los
metales preciosos y cuya llama quema y “broncea la piel del artesano” (Eclo
38,28). Hablaban de la lejía que vuelve blanca la ropa manchada, penetrando
hasta los rincones más resistentes.
“Ángel
de la Alianza”, “Señor del Universo”, Jesús ha venido a purificar nuestra religiosidad
con el “fuego” y la “lejía” (su palabra, su Espíritu), pero también hoy la
comunidad cristiana se resiste a acoger su venida.
La
fiesta de hoy es una invitación a abrir de par en par las puertas de nuestro
templo al Señor que viene para purificarlo, con el fin de que podamos ofrecer a
Dios “una oblación según justicia” (v.3).
Segunda Lectura: Hebreos 2,14-18
14Así como los hijos de una familia
tienen una misma carne y sangre, también Jesús participó de esa condición, para
anular con su muerte al que controlaba la muerte, es decir, al Diablo, 15y
para liberar a los que, por miedo a la muerte, pasan la vida como esclavos. 16Está
claro que no vino en auxilio de los ángeles, sino de los descendientes de
Abrahán. 17Por eso tenía que ser en todo semejante a sus hermanos:
para poder ser un sumo sacerdote compasivo y fiel en el servicio de Dios para
expiar los pecados del pueblo. 18Como él mismo sufrió la prueba,
puede ayudar a los que son probados. – Palabra de Dios
Las
personas a las que hacemos partícipes de nuestros secretos, a quienes pedimos
consejo o manifestamos nuestras penas y dolores, son siempre escogidas con
esmero. Preferimos abrirnos a quienes han debido afrontar y resolver los mismos
problemas; nos confiamos a los que han atravesado y superado momentos difíciles
como los nuestros.
Funciona
desde hace tiempo un robot programado para llevar a cabo meticulosamente la
visita médica al enfermo; realiza inmediatamente la analítica necesaria,
diagnostica las enfermedades del paciente y prescribe los remedios.
¿Por
qué, entonces, la gente sigue prefiriendo un médico de carne y hueso? La
respuesta es simple: porque el médico es uno de nosotros. Está sometido a
nuestras mismas enfermedades; experimenta nuestros temores y aprensiones; debe
someterse, por ejemplo, al mismo examen histológico, tiembla como todos cuando
le comunican el resultado; es sensible, comprende nuestros miedos y no se
acerca a nuestro dolor con la frialdad de un robot.
La
lectura nos presenta al médico al que podemos en todo momento acudir con
confianza. Es un hermano que tiene en común con nosotros “la carne y la
sangre”, es decir, la debilidad y fragilidad que forman parte de nuestra
naturaleza humana (v. 14).
Es
Jesús, quien se ha hecho en todo semejante a nosotros (v. 17). Ha vivido
nuestros dramas, se ha enfrentado a las mismas preguntas inquietantes, ha sido
asaltado por las dudas, ha superado nuestras mismas tentaciones. También para
él, como para nosotros, ha sido difícil mantenerse fiel a la voluntad del
Padre.
El
autor de la Carta a los Hebreos termina estas afirmaciones con una reflexión
tan simple como eficaz: Cristo no ha sido enviado a socorrer a los ángeles,
sino a nosotros, hijos de Adán (v. 16). Es por esto que se han inmerso en
nuestra realidad de hombres sujetos a la muerte.
Ha
afrontado la muerte y nos ha mostrado que ésta no señala el ingreso en la
obscuridad de una tumba, sino la salida de las tinieblas que cubren de misterio
este mundo. Es el momento de la entrada en la luz, en los espacios infinitos de
la vida bienaventurada de Dios.
Así
nos ha librado del temor a la muerte (vv. 14-15), miedo diabólico porque ofusca
las mentes, impide tomar conciencia de lo transitorio de los bienes de este
mundo y nos imposibilita entregar generosamente la vida por amor.
La
conclusión del pasaje bíblico (vv. 17-18) retoma el tema de la confianza que
debemos tener en Cristo. Él es uno de nosotros, ha sido sometido a la prueba,
ha experimentado nuestros mismos dolores, por eso está capacitado para entender
nuestras debilidades, echarnos una mano y acompañarnos en los momentos de
dificultad.
Evangelio: Lucas 2,22-40
22Cuando llegó el día de su
purificación, 23de acuerdo con la ley de Moisés, llevaron a Jesús a
Jerusalén para presentárselo al Señor, como manda la ley del Señor: Todo primogénito
varón será consagrado al Señor; 24además ofrecieron el sacrificio
que manda la ley del Señor: un par de tórtolas o dos pichones. 25Había
en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre honrado y piadoso, que esperaba
la liberación de Israel y se guiaba por el Espíritu Santo. 26Le
había comunicado el Espíritu Santo que no moriría sin antes haber visto al
Mesías del Señor. 27Conducido, por el mismo Espíritu, se dirigió al
templo. Cuando los padres introducían al niño Jesús para cumplir con él lo
mandado en la ley, 28Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios
diciendo: 29—Ahora, Señor, según tu palabra, puedes dejar que tu
sirviente muera en paz 30porque mis ojos han visto a tu salvación, 31la
que has dispuesto ante todos los pueblos 32como luz para iluminar a
los paganos y como gloria de tu pueblo Israel. 33El padre y la madre
estaban admirados de lo que decía acerca del niño. 34Simeón los
bendijo y dijo a María, la madre: Mira, este niño está colocado de modo que
todos en Israel o caigan o se levanten; será signo de contradicción y así se
manifestarán claramente los pensamientos de todos. 35En cuanto a ti,
una espada te atravesará el corazón. 36Estaba allí la profetisa Ana,
hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era de edad avanzada, casada en su
juventud había vivido con su marido siete años, 37desde entonces
había permanecido viuda y tenía ochenta y cuatro años. No se apartaba del
templo, sirviendo noche y día con oraciones y ayunos. 38Se presentó
en aquel momento, dando gracias a Dios y hablando del niño a cuantos esperaban
la liberación de Jerusalén. 39Cumplidos todos los preceptos de la
ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. 40El
niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y el favor de Dios lo
acompañaba. – Palabra del Señor
Israel
ha celosamente custodiado y meditado la profecía de Malaquías que encontramos
en la primera lectura. Por siglos ha invocado y esperado su cumplimiento,
cultivando la certeza de que, un día, Dios manifestaría su fuerza contra los
incumplidores de la ley.
En
el evangelio de hoy Lucas nos narra la desconcertante respuesta del Señor a
esta esperanza. Se imaginaban, quizás, su ingreso triunfal en el santuario,
entre legiones de ángeles, cual juez severo pronto para condenar. He aquí, sin
embargo, su sorprendente ingreso en el templo: es un recién nacido, débil e
indefenso, envuelto en pañales, en brazos de una muchacha poco más que
adolescente, acompañada de su joven marido.
Es
difícil reconocer en aquel niño, en todo igual a los otros, al “fuego y la
lejía” enviados desde el cielo para purificar Israel. Solamente personas muy
sensibles espiritualmente podían vislumbrar en él a la “luz que ilumina a toda
la gente”.
En
la primera parte del relato (vv. 22-24) se narra el episodio de la presentación
de Jesús en el templo.
La
ley judía mandaba que todos los primogénitos, tanto de hombres como de
animales, fueran consagrados al Señor (cf. Ex 13,1-16). Como los niños no
podían ser sacrificados, se los rescataban con la oferta de un animal puro que
venía inmolado en lugar de ellos. Los padres pudientes ofrecían a los
sacerdotes un cordero, los pobres un par de palomas o de tórtolas.
María
y José han cumplido esta prescripción de la Torá y Lucas no pierde la ocasión
para indicar que la familia de Nazaret pertenecía a la categoría de los pobres:
no podía ofrecer un cordero.
El
amor de Dios por los pobres, los pecadores, las personas impuras es un tema
preferido del evangelista. Con un matiz del lenguaje casi imperceptible Lucas,
desde el principio de su evangelio, coloca a la familia de Jesús no solo entre
los pobres sino también entre los impuros.
Según
la ley de Israel (cf. Lv 12) solo la parturienta debía someterse al rito de la
purificación. Lucas, sin embargo, habla de “su (en plural) purificación” (v.
22), como si, en solidaridad con la humanidad pecadora, toda la familia hubiera
ido al templo en busca de purificación.
Un
segundo tema que interesa al evangelista: la observancia escrupulosa, por parte
de la sagrada familia, de las prescripciones de la ley del Señor. Con casi
pedante insistencia se repite el estribillo: “Según la ley de Moisés” (v. 22);
“como está escrito en la ley del Señor” (v. 23); “como prescribe la ley del
Señor” (v. 24); “para cumplir la ley” (v. 27); “según la ley del Señor” (v.
39).
Lucas
quiere presentar Jesús a sus comunidades como modelo de adhesión a la voluntad
del Padre desde los primeros momentos de su vida. Esta sintonía con los
designios de Dios es solo posible para aquellos que, como los miembros de la
Sagrada Familia, han escogido como guía de sus pasos la palabra de la Sagrada
Escritura.
María
y José saben que el niño que llevan en brazos no es suyo: les ha sido confiado
por Dios para que cuiden de él, pero pertenece a Dios. Lo cuidarán con toda
premura y amor hasta el día en que comenzará la extraordinaria misión para la
que ha sido destinado, misión que a ellos no les ha sido revelada y que todavía
permanece totalmente envuelta en el misterio.
Lo
llevan al templo y lo consagran al Señor pues reconocen que es suyo. No se
apropiarán de él, sino que lo prepararán para entregarlo como un don al mundo
en el tiempo establecido por Dios.
María
y José son un modelo para todos los padres a quienes Dios confía sus hijos.
Estos no son criaturas en que replegarse con amor posesivo: los hijos son
regalos del cielo para donarlos al mundo. Los padres son llamados a consagrar
sus hijos al Señor: para así descubrir la misión a la que el Padre los ha
destinado y, por tanto, prepararlos para el cumplimiento de dicha misión.
La
segunda parte del pasaje (vv. 25-35) constituye el centro del evangelio de hoy.
La escena se desarrolla en el templo.
La
inmensa explanada que Herodes el Grande, apenas había terminado de construir,
hervía de peregrinos que venían al lugar santo para orar, para recibir las
instrucciones de los rabinos sentados bajo el pórtico de Salomón, o para
ofrecer holocaustos. Son personas religiosas y devotas que parecen poseer la
condición espiritual ideal para acoger al enviado del Señor.
Sin
embargo, cuando perdidos en medio del gentío, José y María entran en el templo
llevando al hijo en brazos, ninguno se da cuenta del acontecimiento
extraordinario que está sucediendo, ninguno intuye que aquel recién nacido es
“la luz del mundo”.
Solo
Simeón, cuando los ve, se ve invadido de un repentino temblor, de una emoción
incontenible. Se abre paso entre la gente y, dirigiéndose a ellos, toma al niño
en sus brazos, lo levanta al cielo conmovido y exclama: “Ahora Señor, según tu
palabra puedes dejar que tu siervo muera en paz porque mis ojos han visto tu
salvación” (vv. 29-30).
¿Cómo
ha podido Simeón, hombre piadoso que ha pasado tantos años de su vida en el
templo del Señor meditando las Escrituras, reconocer en aquel recién nacido a
“la luz del mundo”? ¿Qué había de diverso en aquel niño respecto a los demás
israelitas presentes en el templo?
Simeón
no era un anciano, como suele ser representado. Lucas lo caracteriza así: “era
justo, devoto y esperaba la consolación de Israel” (v. 25) y más adelante
añade: era un hombre “movido por el Espíritu” (v. 27).
Son
estas las disposiciones interiores que caracterizan a los contemplativos, a
aquellos que saben percibir la verdadera realidad más allá de las apariencias
de este mundo.
No
basta ser personas religiosas y devotas para ver a los hombres y al mundo con
los ojos de Dios.
Simeón
es un hombre ejemplar. Durante toda su vida ha escogido como confidente al
Espíritu del Señor, ha mantenido viva la certeza de que Dios es fiel a sus
promesas y ha vivido a la luz de las Sagradas Escrituras y, por tanto, es un
hombre sereno y feliz. Su mirada va más allá de los estrechos horizontes del
tiempo presente, contempla su destino lejano y pide al Señor de acogerlo en su
paz.
Hay
personas que a medida que avanzan en años se entristecen y a veces se
convierten en intratables. Su insatisfacción depende frecuentemente de la
enfermedad, del declinar de las fuerzas, pero otras veces nace del no haber
gastado la vida por ideales elevados o por el miedo a la muerte. En un último
intento de permanecer agarrados a este mundo, se repliegan más sobre sí mismos,
se lamentan si no ocupan el centro de atención, si todos los demás no
satisfacen inmediatamente sus necesidades.
No
es así Simeón; no piensa en sí mismo sino en los demás, en la entera humanidad,
en la alegría que embargará a los hombres con la instauración del reino de
Dios.
No
lamenta el pasado y, aunque sí se da cuenta de que el mal que existe en el mundo
es grande, no cultiva una visión pesimista del presente ni del futuro. Dialoga
con Dios y mira hacia adelante. Sabe que nada cambiará a corto plazo, pero es
igualmente feliz porque ha tenido la fortuna de contemplar la aurora de la
salvación. Se alegra como el campesino que, al término de una jornada de
siembra, sueña ya con las grandes lluvias y la abundancia de la cosecha.
Es
el símbolo del resto del Israel fiel que por tantos siglos ha esperado al
Mesías. No se contenta con tomar a Jesús en sus brazos, sino que lo toma para
donarlo al mundo, para presentarlo a todos como “la luz”. Ha comprendido que el
Mesías no pertenece solo a su pueblo, sino que ha sido enviado para llevar la
salvación a toda la gente, para ser la luz de todas las naciones (vv. 30-32).
Simeón
pronuncia otra profecía, esta vez dirigida a María: Jesús se convertirá en
signo de contradicción (vv. 34-35).
La
imagen de la espada que le traspasará el alma, ha sido interpretada a veces
como el anuncio del dolor que embargará a María a los pies de la cruz. No es
así. La madre de Jesús es entendida aquí como símbolo de todo el pueblo. En la
Biblia el pueblo de Israel es imaginado como la mujer-madre que dará el
Salvador al mundo.
¿Quién
mejor que María podía prefigurar esta madre-Israel?
Es,
pues, a Israel al que Simeón, intuyendo el drama que le espera, se dirige.
Anuncia el surgir de una profunda e inevitable laceración al interior del
pueblo. Frente al Mesías enviado del cielo, habrá israelitas que abran la mente
y el corazón a la salvación; muchos otros, sin embargo, se encerrarán en el
rechazo, decretando así su ruina.
En
la tercera parte (vv. 36-38), Lucas introduce a Ana, la anciana profetisa que
descubre al Señor en el niño considerado por todos como un recién nacido más.
¿Quién le ha dado esta sensibilidad espiritual? ¿Cómo ha llegado a tener una
mirada tan penetrante?
Ana,
explica el evangelista, era una mujer profundamente unida a Dios. En toda su
vida no ha pensado más que en él: “No se alejaba nunca del templo, sirviendo a
Dios noche y día con ayunos y oraciones” (v. 37).
Tenía
84 años y este número (que equivale a 7×12) tiene un significado simbólico: el
7 indica la perfección, 12 el pueblo de Israel. Ana representa al pueblo santo
que, conseguida la plena madurez, entrega al mundo al tan esperado
Salvador.
Ana
pertenecía a la tribu de Aser, la más pequeña e insignificante de las tribus de
Israel.
Lucas
pone de relieve este detalle, quizás sin importancia para los demás, pero no
para Lucas, el evangelista de los pobres, de los últimos y que quiere que los
cristianos de su comunidad se convenzan que los pequeños y los humildes están
mejor dispuestos a reconocer en Jesús al Salvador.
Ana
había permanecido fiel al marido hasta el punto de no volver a casarse. Su
decisión, tiene para el evangelista, un significado teológico. Como Simeón, Ana
representa al Israel fiel. La esposa-Israel ha tenido en su vida un solo amor,
después ha vivido en el luto de la viudez hasta el día en que, en Jesús, ha
reconocido a “su esposo”, el Señor. Entonces, ha comenzado a ser feliz como la
esposa que recupera su único amor.
Ana
no se aleja del templo porque era la casa de “su esposo”.
No
tienen necesidad de otros dioses, pues no buscan amantes los que viven en la
intimidad con el Señor y, como Ana y todos los enamorados, solo hablan de la
persona amada.
El
episodio concluye (vv. 39-40) con el regreso de la sagrada familia a Nazaret y
con una referencia al crecimiento de Jesús. En nada se diferenciaba de los
niños de su aldea, a excepción de que “crecía y se fortalecía, llenándose de
sabiduría; y el favor de Dios lo acompañaba”.