Fernando
Armellini
Introducción
“Hoy ya no
hay fe, dicen algunos. Antes ¡había tanta!” ¿Cómo se mide la fe? ¿De acuerdo,
quizás, con las estadísticas de todos aquellos que participan en la misa
dominical, que se acercan a los sacramentos, que se casan por la Iglesia, que
envían sus hijos al catecismo? ¿Se tiene en cuenta, acaso, las muchedumbres
imponentes que se reúnen en los grandes encuentros eclesiásticos? ¿Cómo
llegamos a saber si la fe aumenta o disminuye y cuándo sucede esto? ¿Es, quizás
en las solemnes celebraciones, cuidadas hasta el mínimo detalle e
impecablemente ejecutas, donde los cristianos se muestran como la sal de la
tierra y luz del mundo?
Una
espléndida parábola de Jesús (cf. Mt 25,31-46) revela cuán diversamente de
nosotros la valora Dios. Más que en la práctica religiosa, la fidelidad a las
tradiciones, la observancia escrupulosa de los ritos, Dios se muestra
interesado en nuestra adhesión concreta a su proyecto de amor en favor del
hombre. Brillan en el mundo como destellos encantadores de la luz de Dios
aquellos que comparten el pan con el hambriento, el agua con el sediento, que
visten al desnudo y hospedan al que no tiene casa, cuidan al enfermo y
defienden a las víctimas de la injusticia.
El criterio
es clarísimo y, sin embargo, muchos continúan limitando sus relaciones con Dios
al cumplimiento escrupuloso de las prácticas religiosas. Esta actitud podría
revelarse un día como trágica ilusión. Solo la vida de los justos, de aquellos
quienes creen en las bienaventuranzas propuestas por Jesús, es como la luz que
“brilla como la aurora, y se va esclareciendo hasta pleno día” (Prov 4,18).
Para
interiorizar el mensaje, repetiremos: “Es luz quien comparte el pan con el
hambriento, acoge en casa al que no tiene techo, viste al desnudo, libera al
oprimido”.
Primera
Lectura: Isaías 58,7-10
Esto dice el Señor: 7Parte tu pan con el hambriento,
hospeda a los pobres sin techo, viste al que va desnudo, y no te cierres a tu
propio hermano. 8Entonces brillará tu luz como la aurora, tus
heridas sanarán rápidamente; tu justicia te abrirá camino, detrás irá la gloria
del Señor. 9Entonces llamarás al Señor, y te responderá; pedirás
auxilio, y te dirá: Aquí estoy. Si destierras de ti toda opresión, y el señalar
con el dedo, y la palabra maligna; 10si das tu pan al hambriento y
sacias el estómago del necesitado, surgirá tu luz en las tinieblas, tu
oscuridad se volverá mediodía. – Palabra de Dios
La práctica
del ayuno es conocida por casi todos los pueblos. Desde los tiempos más remotos
se ayunaba en épocas de peligro o de calamidades, cuando el granizo o la plaga
de langostas arrasaban las cosechas, cuando las lluvias tardaban. Este
sacrificio voluntario tenía como objetivo conmover a Dios, aplacarlo,
convencerlo de que pusiera fin a sus castigos. Durante los días de ayuno se
usaban vestidos viejos y desgastados, se solía cubrir la cabeza de polvo y
ceniza, se interrumpían las relaciones sexuales, la gente no se bañaba, andaban
descalzos, se dormía en tierra.
La lectura de
hoy se refiere a uno de estos períodos de ayuno. Estamos en el siglo V a.C.,
tiempo del post-exilio. Los desterrados han regresado de Babilonia; sin
embargo, las promesas anunciadas por los profetas tardan en realizarse. En vez
de la suspirada comunidad pacífica, se ha instaurado una sociedad dominada por
arribistas y aprovechadores. Hay violencia por doquier, abusos, discordias.
Para convencer a Dios a que intervenga, se decide un ayuno nacional, riguroso,
severo.
Nada cambia,
sin embargo. Todo continúa como antes y se insinúa en muchos la sospecha que el
ayuno sea ineficaz. ¿Para qué ayunar si el Señor no escucha y es como si no nos
hubiéramos sometido a mortificaciones y renuncias? (cf. Is 58,3).
La lectura de
hoy es la respuesta a este interrogante.
La culpa de
que nada cambie, dice el profeta, no es del Señor, sino de manera errónea de
practicar el ayuno, reducido a un auto-castigo estéril, a una dolorosa
penitencia. Esta clase de ayuno no obtiene ningún resultado porque somete el
cuerpo a privaciones sí, pero no cambia el corazón.
El verdadero
ayuno, aquel que produce resultados prodigiosos, consiste en compartir el
propio pan con el hambriento, hospedar en casa a los indigentes sin techo,
vestir al desnudo y no volver la espalda a tu hermano que vive a tu lado en
condiciones inhumanas, aunque sea diferente el color de su piel, extraña su
cultura y otra su religión (v.7).
Este
comportamiento nuevo produce milagros: cura prontamente las heridas de la
sociedad, resuelve situaciones desagradables, crea relaciones fraternas y hace
nacer una comunidad en que resplandecen la justicia y la gloria de Dios (v. 8).
En la segunda
parte de la lectura (vv. 9-10) viene indicada otra característica del ayuno: el
compromiso a quitar de en medio toda clase de opresión, arrogancia y
prepotencia. No basta hacer la caridad con la limosna, es necesario poner fin a
todas las actitudes de ambiciosa superioridad que causan humillaciones,
injusticias, discriminaciones.
Después de
esta aclaración, el profeta retoma de nuevo, con insistencia casi obsesiva, el
tema de compartir el pan. Quiere que el pueblo asimile el interés, la premura,
la solicitud de Dios por quien tiene hambre.
La conclusión
de la lectura introduce el tema de la luz que aparecerá también en el
evangelio. Si practicas esta nueva justicia “brillará tu luz en las tinieblas,
tu obscuridad se volverá mediodía”. Los Israelitas se creían ser la luz del
mundo por su devoción a Dios, por una práctica religiosa impecable: liturgias
solemnes, cantos, oraciones, sacrificios y holocaustos. No era éste el culto
agradable a Dios; no eran éstas las obras que harían de Israel la luz del
mundo, sino la práctica de la justicia y el amor al prójimo.
Segunda
Lectura: 1 Corintios 2,1-5
Hermanos 1cuando llegué a vosotros, para anunciaros el
misterio de Dios no me presenté con gran elocuencia y sabiduría; 2al
contrario decidí no saber de otra cosa que de Jesucristo, y éste crucificado. 3Débil
y temblando de miedo me presenté ante vosotros; 4mi mensaje y mi
proclamación no se apoyaban en palabras sabias y persuasivas, sino en la
demostración del poder del Espíritu, 5para que vuestra fe no
se fundase en la sabiduría humana, sino en el poder divino. – Palabra de Dios
Los
cristianos de Corinto—lo habíamos señalado la semana pasada—no pertenecían a
clase sociales altas, eran todos de origen humilde, gente que no contaba en la
sociedad (cf. 1 Cor 1,26). Este hecho es interpretado por Pablo como signo de
la preferencia de Dios por las personas depreciadas y sin méritos.
Esta
elección, sin embargo, no ha de ser entendida como una revancha clasista (sería
una nueva discriminación), sino como consecuencia lógica del amor de Dios,
quien no ama al que se vanaglorie de sus méritos, sino a quien tiene necesidad
de su amor.
En el
episodio de hoy, el Apóstol retoma y desarrolla este tema confrontando la
sabiduría humana y la potencia de Dios y aduce el ejemplo de la propia persona.
Comienza con una alusión a su predicación (vv. 1-2). No ha venido a Corinto
para enseñar una nueva doctrina. Si lo hubiera hecho, habría tenido necesidad
de poseer “la sublimidad del lenguaje y de la sabiduría”. En Grecia era muy
apreciada la sabiduría, la capacidad—como decía Platón—“de investigar la verdad
en cuanto verdad; solicitud del alma sostenida por la recta razón”. Todo
discurso sin la base de la demostración racional y de los recursos prestigiosos
de los filósofos, era despreciado y tenido como fruto de la ignorancia, de la
credulidad y de la religiosidad ingenua.
En este
contexto cultural, Pablo ha anunciado un mensaje humanamente absurdo: ha pedido
que crean en la propuesta de vida hecha por un hombre ajusticiado. No fue
solamente escandaloso el contenido de su predicación. Era su misma persona,
débil, timorata, incapaz de hablar, la menos idónea para llevar adelante con
éxito una misión tan importante (vv. 3-5). A este respecto, circulaba entre los
corintios un comentario mordaz que provocó la reacción resentida de Pablo: “Las
cartas sí, son agresivas y enérgicas, pero cuando está presente físicamente es
un hombre de apariencia insignificante y su palabra es despreciable” (2 Cor
10,10).
Pablo era
consciente de su escasa habilidad oratoria. Lo había experimentado en Atenas
cuando había intentado, sin éxito, de convencer a su audiencia recurriendo al
lenguaje de los antiguos filósofos (cf. Hech 17,16-32). Un año después, en
Tróade, tuvo la confirmación cuando un muchacho que lo escuchaba quedó vencido
por el sueño y se cayó desde una ventana (cf. Hech 20,9).
A pesar de
esta falta de recursos humanos, el evangelio había tenido una notable difusión
en Corinto. ¿Por qué?, se pregunta Pablo, respondiendo él mismo: la palabra de
Dios es potente en sí misma y su penetración en el corazón de los hombres no
depende de mediaciones humanas, sino de la “manifestación del Espíritu y de su
poder”. El Apóstol no se refiere a prodigios y milagros que podrían haber
convencido a los corintios a acoger el evangelio, sino al fruto del Espíritu:
esta forma de vida nueva, a pesar de la miseria y debilidades humanas, había
sido adoptada por muchos miembros de la comunidad.
En
aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos:
13Vosotros sois la sal de la tierra: si la sal se vuelve sosa, ¿con qué se le devolverá su
sabor? Sólo sirve para tirarla y que la pise la gente. 14Vosotros sois
la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad construida sobre un monte. 15No
se enciende una lámpara para meterla en un cajón, sino que se pone en el candelero
para que alumbre a todos en la casa.16Brille igualmente vuestra luz ante los hombres, de modo que cuando ellos vean vuestras buenas obras,
glorifiquen a vuestro Padre que está en el cielo. – Palabra del Señor
Para definir
a los discípulos y su misión, el evangelio de hoy emplea varias imágenes,
especialmente una: la sal de la tierra (v.13).
Los rabinos
de Israel solían repetir: “La Torá—la Ley santa dada por Dios a su pueblo—es
como la sal y el mundo no puede estar sin sal”. Jesús hace suya esta imagen y,
aplicándola a los discípulos, sabe que está usando una expresión que puede
aparecer provocadora. Acepta la convicción de su pueblo que tiene a las
Sagradas Escrituras como la “sal de la tierra”, pero afirma que sus discípulos,
si asimilan la palabra y se dejan guiar de la sabiduría de sus
bienaventuranzas, son también la sal de la tierra.
Son muchas
las funciones de la sal y Jesús probablemente se refiere a todas ellas. La
primera y más inmediata es la de dar sabor a los alimentos. Es por esto que
desde los tiempos antiguos la sal era símbolo de la “sabiduría”. También hoy
decimos que una persona tiene “sal” cuando habla sabiamente o que es “sosa”
(sin sal) cuando su conversación es aburrida, sin contenido. Pablo conoce este
simbolismo cuando recomienda a los colosenses: “que sus conversaciones sean
siempre agradables, condimentadas con sal” (Col 4,6).
Así
entendida, la imagen indica que los discípulos deben difundir en el mundo una
sabiduría capaz de dar sabor y significado a la vida. Sin la sabiduría del
evangelio ¿qué sentido tendría la vida, las alegrías y las penas, las sonrisas
y las lágrimas, las fiestas y los lutos? ¿Qué sueños y esperanzas podrían
alimentar al hombre sobre la tierra? Difícilmente irían más allá de lo que
sugiere el Qohelet: “Esta es mi conclusión: lo bueno es comer, beber y
disfrutar de todo el esfuerzo que uno realiza bajo el sol los pocos años que
Dios le concede” (Ecl 5,17).
Quien está
inspirado por el pensamiento de Cristo, saborea, por el contrario, otras alegrías,
introduce en el mundo experiencias nuevas de felicidad inefable, ofrece a los
hombres la posibilidad de experimentar la misma beatitud y belleza de Dios.
La sal no
sirve solamente para dar sabor a los alimentos. También es usada para
conservarlos, para impedir que se echen a perder. Esto nos hace pensar en la
corrupción moral y, por asociación de ideas, en las fuerzas negativas, en los
espíritus malignos. Contra éstos, los antiguos orientales se protegían usando
la sal. Es de esta convicción atávica de donde se deriva, todavía hoy, el rito
de esparcir sal para inmunizarse de maleficios y mal de ojo.
El cristiano
es sal de la tierra: con su presencia está llamado a impedir la corrupción, a
no permitir que la sociedad, guiada de principios malvados, se descomponga y
caiga en decadencia. No es difícil constatar, por ejemplo, que donde no hay
quien dé la voz de alarma, quien no haga presente los valores evangélicos, se
difunde más rápidamente la disolución de costumbres, el odio, la violencia, la
prepotencia. En un mundo donde se cuestiona la inviolabilidad de vida humana
desde el nacer hasta el morir, el cristiano es la sal que nos hace recordar que
la vida de toda persona es sagrada. Donde se banaliza la sexualidad, donde los
adulterios y la promiscuidad no son llamados ya por sus propios nombres, el
cristiano afirma la santidad de la relación hombre-mujer y el proyecto de Dios
sobre el amor conyugal. Donde su busca el propio interés, el discípulo es la
sal que conserva, recordando a todos la propuesta, heroica a veces, del don de
sí.
La sal era
también usada para confirmar la inviolabilidad de los pactos y acuerdos: los
contrayentes cumplían el rito de comer juntos pan y sal o solamente sal. El
pacto o acuerdo era llamado “acuerdo de sal”. Con este nombre se alude a la
alianza eterna estipulada por Dios con la dinastía de David (cf. 2 Cr 13,5).
También en este sentido los cristianos son la sal de la tierra cuando
testimonian la indefectibilidad del amor de Dios, cuando anuncian que ningún
pecado podrá jamás romper el pacto de fidelidad que une a Dios con el hombre, y
con sus propias vidas demuestran que es posible corresponder a este amor divino
si nos dejamos guiar por el Espíritu.
La “parábola”
de sal concluye con una llamada a los discípulos a no volverse “insípidos”. La
imagen asume una connotación sorprendente: los químicos afirman que la sal no
se corrompe, y sin embargo Jesús pone en guardia a los discípulos del peligro
de perder el propio sabor. Por extraño que pueda aparecer, Jesús los considera
capaz de perpetrar cualquier absurdo, de hacer lo imposible como es corromper
la sal, es decir, pueden hacer que el evangelio pierda su sabor.
Existe solo
una manera de combinar este desastre: mesclar la sal con otra substancia que
altere su pureza y genuinidad. El evangelio tiene su gusto y es necesario no
alterarlo ni desnaturalizarlo, de lo contario, no es más evangelio.
La parábola
de la sal es narrada inmediatamente después de la propuesta de “las
bienaventuranzas”. El cristiano es sal si acoge íntegramente las propuestas del
Maestro, sin añadir ni modificar nada, sin “peros”, sin condiciones con que
intentamos ablandar el evangelio, hacerlo menos exigente, más practicable. Por
ejemplo, Jesús enseña que debemos compartir nuestros bienes, que se debe
ofrecer la otra mejilla, perdonar setenta veces siete…y este es el gusto
característico de la sal evangélica. Siempre nos ronda la tentación de añadir
al evangelio un poco de “sentido común”: no se debe exagerar, es necesario
también pensar en uno mismo, si se perdona demasiado los otros se aprovechan,
no se debe recurrir a la violencia cuando no sea estrictamente necesario…. Es
así como el evangelio viene “azucarado”, se hace “practicable” …pero pierde su
sabor. Es la derrota de la misión indicada metafóricamente con la imagen de la
sal arrojada al camino: viene pisada como el polvo al que nadie presta atención
ni da ningún valor.
La segunda
función asignada a los discípulos es aquella de ser la ciudad colocada en el
monte (v.14).
Todavía hoy,
la mirada de quien recorre las carreteras de la alta Galilea es atraída por las
numerosas aldeas colocadas sobre la cima de los montes y los declives de las
colinas. Es imposible no darse cuenta, especialmente en primavera cuando el
bermellón de las anémonas recubre el campo; es un auténtico placer para la
vista. Las excavaciones arqueológicas demuestran constantemente que las cimas
en donde surgen las aldeas, han estado habitadas desde tiempos muy remotos.
Jesús,
crecido en una de estas aldeas, las ha presentado a los discípulos como imagen
de su misión: con sus vidas, basadas sobre principios nuevos, deberán atraer la
atención del mundo. No es una invitación a hacerse notar, a ponerse en un
pedestal. Una actitud semejante contradiría la recomendación a no practicar el
bien delante de los hombres para ser notados, a no tocar la trompeta para
llamar la atención cuando se da una limosna (cf. Mt 6,1-2).
El aviso de
Jesús hace referencia a un famoso testo de Isaías, donde se anuncia que el
templo del Señor “será erigido sobre la cima de los montes y a él afluirán
todas las gentes. Vendrán muchos pueblos… Pues de Jerusalén saldrá la palabra
del Señor” (Is 2,2-5). De aquí en adelante—asegura Jesús—no será más a
Jerusalén a donde dirijan su mirada los pueblos, sino a las comunidades de sus
discípulos. Serán ellas las que atraigan los ojos admirados de los hombres…si
tienen el coraje de ajustar su vida a las bienaventuranzas.
Asociada a la
imagen del monte otra imagen es la de la luz (vv.14-16).
Los rabinos
decían: “como el aceite lleva la luz al mundo, así Israel es luz para el mundo”
o bien “Jerusalén es luz para las naciones de la tierra”. Se referían a la
convicción de que Israel era el depositario de la sabiduría de la ley que Dios,
por boca de Moisés, había revelado a su pueblo.
Algún rabino
había intuido, sin embargo, que no solamente las palabras de las Escrituras,
sino también las obras de misericordia eran la luz que surgió por orden de Dios
al comienzo de la creación: “Que exista la luz”, se refería no solamente a la
luz natural, sino también a las obras de los justos.
Llamando a
sus discípulos “luz del mundo” Jesús declara que la misión confiada por Dios a
Israel estaba destinada a continuar a través de ellos. Aparecería en todo su esplendor
en sus obras de amor, concretas y verificables. Son estas obras las que Jesús
recomienda que “hagan ver”. No quiere que sus discípulos se limiten a anunciar
su palabra sin comprometerse, sin jugarse la vida por esta palabra.
La prueba de
que los hombres han sido iluminados por esta luz tendrá lugar cuando den gloria
al Padre que está en los cielos. Su respuesta, sin embargo, puede ser
sorprendentemente la opuesta. Puede que les molesten las buenas obras de los
cristianos y reaccionen con indiferencia y desprecio. No se debe concluir
precipitadamente que esto sea así a causa de su condición malvada. En general
no es el bien el que molesta, sino la percepción de alguna sombra de
exhibicionismo, de cierta concesión a la ambición, a la vanidad, a la autocomplacencia.
Estos fallos menores, quizás inconscientes, que acompañan hasta los gestos más
nobles, privan a la buena acción de su característica más exquisita, más
sublime, más “divina”: el suave perfume del desinterés y de la más absoluta
gratuidad.
Los
discípulos son llamados a hacer el bien sin esperar ningún aplauso, sin
despertar ninguna admiración: “no sepa tu mano izquierda lo que hace tu
derecha” (Mt 6,3). No es a ellos a quienes se debe dirigir la alabanza sino a
Dios.
La última
imagen es deliciosa. Nos introduce en la humilde morada de un campesino de la
alta Galilea donde, al caer la tarde, se enciende una lámpara de aceite hecha
de barro, se la coloca sobre un soporte de hierro, situándola en alto para que
ilumine hasta los rincones más recónditos de la habitación. A nadie le vendría
en mente ponerla debajo de ningún recipiente.
La invitación
es a no ocultar, a no esconder la parte más exigente y comprometida del
evangelio. Los discípulos no se deben preocupar de defender o justificar las propuestas
de Jesús, deben solamente anunciarlas, sin miedo, sin temor a verse
ridiculizados o perseguidos. Esas propuestas serán para los hombres como una
lámpara que “alumbra en la oscuridad hasta que despunte el día y amanezca el
astro matutino en sus corazones” (2 Pe 1,19).