Fernando Armellini
Introducción
“Señor no
soy digno”, repetimos antes de acercarnos a recibir la comunión, conscientes de
que la unión con Cristo en la eucaristía lleva consigo compartir su estilo de
vida. “No soy digno”, es decir, no soy capaz de convertirme como tú en pan
compartido y sangre derramada, sin reserva, en favor de los hermanos. Sé que no
tendré la fuerza de dejarme “consumir” por ellos, por eso vengo solo a implorar
tu Espíritu.
La
observancia de los preceptos del Antiguo Testamento era difícil, pero no
imposible; la meta indicada por la Torá estaba al alcance del hombre. Con
justificado orgullo el salmista podía declarar: “El Señor me pagó mi rectitud,
retribuyó la pureza de mis manos, porque seguí los caminos del Señor…tuve
presente sus mandatos y jamás rechacé sus preceptos, mi conducta ante él ha
sido irreprochable” (Sal 18,22-23); Zacarías e Isabel “eran rectos a los ojos
de Dios y vivían irreprochablemente de acuerdo con los mandatos y preceptos del
Señor” (Lc 1,6); Ananías era “hombre piadoso y observante de la ley” (Hch
22,12).
A
diferencia de la moral judía, la cristiana propone, por el contrario, una meta
inalcanzable: la perfección del Padre que está en el Cielo (cf. Mt 5,48). En el
camino hacia la vida, las directrices que ofrecía la Torá, con sus normas
precisas, detalladas y mandamientos bien definidos, ha ya quedado atrás;
delante, se abre el horizonte sin límites de la perfección del Padre, y el
camino se hace al andar. Son los impulsos del Espíritu los que sugieren al
hombre, en todo momento, cómo responder a las necesidades del hermano.
Jesús
avanza a pasos ligeros (cf. Lc 9,51), mientras que los pasos de los discípulos
son pequeños en inciertos. “Seguimos todavía en el exilio, lejos del Señor” (2
Cor 5,6.9), pero predestinados a transformarnos conforme a su imagen (cf. Rom
8,29), a convertirnos en expresión de su amor que no conoce confines de raza o
religión y que se ofrece indistintamente a amigos y enemigos.
* Para
interiorizar el mensaje, repetiremos: “Señor, te repito que no puedo seguirte.
No obstante, acompañado por ti, soy capaz de dar otro paso”
Primera
Lectura: Levítico 19,1-2.17-18
1El Señor habló a Moisés: 2«Habla a la asamblea de los
hijos de Israel y diles: “Seréis santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy
santo. 17No odiarás de corazón a tu hermano. Reprenderás a tu
pariente, para que no cargues tú con su pecado. 18No te vengarás ni
guardarás rencor a tus parientes, sino que amarás a tu prójimo como a ti mismo.
Yo soy el Señor.”» – Palabra de Dios
“Sean
santos porque yo, el Señor su Dios, soy santo” (v. 2). Con esta invitación de
Dios comienza la lectura.
En
lenguaje corriente, santo es aquel que, habiendo vivido una vida ejemplar, ha
ido al cielo y, si es invocado con fe, puede concedernos gracias y milagros. El
verdadero significado de este término es, sin embargo, mucho más amplio:
indica, en primer lugar, aquello que es separado y consagrado a Dios. Eran santos
los templos por ser espacios diferentes, “rescatados” del mundo profano y
reservados a la divinidad. Cruzar el umbral de un santuario equivalía a entrar
en el mundo de Dios, por eso era necesario someterse a numerosos y complicados
ritos purificatorios.
Santos
eran los objetos sagrados que no podían ser destinados a otros usos; santas
eran las personas que vivían de modo original, que asumían comportamientos
fuera de lo ordinario. El más santo era y es Dios, absolutamente distinto de
todo cuanto existe fuera de él. ¿Qué pretendía, pues, el Señor cuando ha
ordenado a su pueblo ser “santo”? ¿Acaso que viviera separado de los demás
pueblos?
Israel
entendió justamente así la orden de Dios y pensó que su deber era evitar todo
contacto con aquellos que pudieran arrastrarle a la idolatría. Para mantener
esta “santidad” multiplicó desmedidamente las prohibiciones, como la de no
entrar en las casas de extranjeros, no comer con ellos, incluso no estrechar la
mano de un pagano.
Siendo
esta la mentalidad común, es sorprendente constatar que en el libro del
Levítico se encuentra un texto -es el propuesto en la lectura de hoy- en que la “santidad” es entendida de manera
muy diferente: nada de separación material de otras personas, nada de
prescripciones rituales.
Para ser
santo, basta llevar una vida distinta, una vida que encarne las siguientes
disposiciones: honrar al padre y a la madre, observar el sábado, no odiar al
hermano, renunciar al rencor y a la venganza y “amar al prójimo como a sí
mismo” (vv. 3.17-18).
Esta
última cláusula, junto a la famosa recomendación del libro de los Proverbios:
“si tu enemigo tiene hambre dale de comer; si tiene sed dale de beber” (Pro
25,21), representa la cima más alta alcanzada por la moral del Antiguo
Testamento. No obstante, tenía un límite: el amor requerido no era universal;
la interpretación rabínica, de hecho, lo restringía a los miembros del pueblo
de Israel.

Salmo
102, 1-2. 3-4. 8 y 10. 12-13
R/. El Señor es compasivo y
misericordioso
Bendice, alma mía, al Señor,
y todo mi ser a su santo nombre.
Bendice, alma mía, al Señor,
y no olvides sus beneficios. R/.
Él perdona todas tus culpas
y cura todas tus enfermedades;
él rescata tu vida de la fosa
y te colma de gracia y de ternura. R/.
El Señor es compasivo y
misericordioso,
lento a la ira y rico en clemencia.
No nos trata como merecen nuestros
pecados
ni nos paga según nuestras culpas. R/.
Como dista el oriente del ocaso,
así aleja de nosotros nuestros
delitos.
Como un padre siente ternura por sus
hijos,
siente el
Señor ternura por los que lo temen. R/.
Segunda
Lectura: 1 Corintios 3,16-23
16¿No saben que son santuario de Dios y que el Espíritu de Dios
habita en ustedes? 17Si alguien destruye el santuario de Dios, Dios
lo destruirá a él, porque el santuario de Dios, que son ustedes, es sagrado. 18Que
nadie se engañe: si uno se considera sabio en las cosas de este mundo, vuélvase
loco para llegar a sabio; 19porque la sabiduría de este mundo es
locura para Dios, como está escrito: Él sorprende a los sabios con su misma
astucia, 20y también: El Señor conoce los razonamientos de los
sabios y sabe que son vanos. 21En consecuencia que nadie se gloríe
de los hombres. Todo es de ustedes: 22Pablo, Apolo, Cefas, el mundo,
la vida y la muerte, el presente y el futuro. Todo es de ustedes, 23ustedes
son de Cristo, Cristo es de Dios. – Palabra de Dios
Existían
en la comunidad de Corinto discordias, envidias y fanatismos. Comportamientos
comprensibles y excusables entre “niños”, entre recién nacidos a la fe (cf. 1
Cor 3,1-2), pero imperdonables entre cristianos maduros, entre “perfectos”.
Para denunciar la gravedad de la situación, Pablo recurre a la imagen del
templo de Dios (vv. 16-17).
La
comunidad es como santuario separado del mundo profano; quien la mantiene unida
y sólida es el Espíritu; las divisiones que disgregan y amenazan con derrumbar
toda la construcción proceden de un espíritu contrario y devastador. Quien sea
responsable de semejante conducta, será tratado por el Señor con extrema
severidad: “Dios, asegura Pablo, lo destruirá” (v. 17). Es la imagen
tradicional del juicio final que servía, en lenguaje rabínico, no para describir
lo que sucederá al final, sino para poner de relieve la extrema gravedad de una
acción.
En la
segunda parte de la lectura (vv. 18-23), viene retomado el motivo de la
contraposición entre la “sabiduría de Dios” y la “de los hombres”. Las
discordias surgen porque los miembros de la comunidad siguen la “sabiduría de
este mundo”, opuesta a la de Dios.
En el
capítulo primero de la carta, Pablo ha dicho ya que “el evangelio es una locura
a los ojos del mundo” (1 Cor 1,18.21.23), ahora afirma que la sabiduría de los
hombres es locura a los ojos de Dios (v. 19).
El Apóstol
no intenta devaluar o despreciar los esfuerzos y las capacidades de la razón
humana, sino poner en guardia frente a los delirios de omnipotencia y
pretensiones insensatas de quien cree que todo se reduce a lo razón y que, por
tanto, se puede prescindir de la luz de Dios. El evangelio de hoy nos presenta
las interpretaciones nuevas y provocativas que da Jesús a algunos textos del
Antiguo Testamento, interpretaciones que proponen decisiones morales cuya
validez viene garantizada por Dios y no por “la sabiduría de este mundo”.
Evangelio:
Mateo 5,38-48
38Ustedes han oído que se dijo: Ojo por ojo, diente por diente. 39Yo
les digo que no opongan resistencia al que les hace el mal. Antes bien, si uno
te da una bofetada en [tu] mejilla derecha, ofrécele también la otra. 40Al
que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica déjale también el manto. 41Si
uno te obliga a caminar mil pasos, haz con él dos mil. 42Da a quien
te pide y no vuelvas la espalda a quien te pide prestado. 43Ustedes
han oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. 44Pero
yo les digo: Amen a sus enemigos, oren por sus perseguidores. 45Así
serán hijos de su Padre del cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos y
hace llover sobre justos e injustos. 46Si ustedes aman sólo a
quienes los aman, ¿qué premio merecen? También hacen lo mismo los recaudadores
de impuestos. 47Si saludan sólo a sus hermanos, ¿qué hacen de
extraordinario? También hacen lo mismo los paganos. 48Por tanto,
sean perfectos como es perfecto el Padre de ustedes que está en el cielo. –
Palabra del Señor
Habíamos
escuchado el Domingo pasado la interpretación de Jesús de cuatro textos de la
Torá de Israel. El evangelio de hoy nos presenta la de otros dos textos. La
primera se refiere a la manera nueva de hacer justicia. Todos estamos de
acuerdo en que el mal debe ser contenido y combatido, pero ¿cómo?
En las
sociedades arcaicas donde no existía un poder estatal capaz de mantener el
orden, se recurría fácilmente a la venganza, a las represalias sin límites. El
responsable de un delito, si descubierto, era sometido a castigos ejemplares
públicos, tan severos y crueles como para disuadir a otros a no cometer los
mismos errores. La represalia era disuasoria, pero no dejaba de ser un modo
bárbaro de hacer justicia. Lamec, el descendiente de Caín se protegía a sí
mismo sembrando el terror: “yo he matado a un hombre por herirme y a un
muchacho porque me golpeó. Si la venganza de Caín valía por siete, la de Lamec
valdrá por setenta y siete” (Gn 4,23-24).
Para poner
un límite a estos excesos, la Torá había establecido el “ojo por ojo y diente
por diente” (Ex 21,23-25). Quizás sea
ésta la ley más manipulada de toda la historia del derecho. Es citada, por
ejemplo, cuando recibido un desprecio se paga con la misma moneda. “Ojo por ojo
y diente por diente” equivale, en estos casos, a negar toda compasión y
clemencia al culpable. En realidad, la disposición tenía otro significado:
vetaba los así llamados castigos ejemplares y las represalias. Cada uno debía pagar
por la culpa cometida y no por todo el mal presente en el mundo.
Entendida
correctamente, permanece válida también hoy, garantizando la equidad en las
sentencias si se practica correctamente. Jesús no la considera abolida, pero
propone ir más allá de esta justicia rigurosa e invita a afrontar el problema
de la violencia de otra manera (vv. 38-42).
Los
rabinos de su tiempo enseñaban: “Que te maten, pero tú no mates”, añadiendo a
continuación: “sin embargo, si alguno te agrede y quiere quitarte la vida, no
reflexiones, no te digas a ti mismo: a lo mejor me hago culpable de su sangre;
¡mátalo, antes de que sea él quien te mate”!
Esta
interpretación de los rabinos no suscitaba objeciones y podía encontrar
justificación hasta en la Torá. Jesús, sin embargo, no la acepta y,
sorprendentemente, dice a sus discípulos: “Pues yo os digo que no opongan
resistencia al que les haga el mal” (Mt 5,39). En vez de hacer violencia al
hermano, debemos estar dispuestos a soportar la injusticia. Estas palabras no
dan lugar a equívocos; sin embargo, para evitar malentendidos, añade cuatro
ejemplos tomados de la vida cotidiana de su pueblo.
El primero
se refiere a la violencia física: “Si uno te da una bofetada en tu mejilla
derecha, ofrécele también la otra” … (v. 39). Cuando se recibe una bofetada, si
el agresor no es zurdo, es la mejilla izquierda la golpeada. Jesús habla de la
derecha porque la ofensa recibida es mayor: se trata de un “revés” (con el
dorso de la mano), un gesto de desprecio y ofensa gravísima, castigada en
Israel con una multa igual al salario de un mes. Jesús no recomienda al
discípulo ser más bueno o menos exigentes a la hora de recibir la compensación
por el desagravio, exige un comportamiento radicalmente nuevo: “ofrécele
también la otra mejilla”.
¡Buenos
sí, pero no estúpidos!, se suele decir. Ciertamente las palabras de Jesús no
deben ser entendidas literalmente (esto sí que sería una verdadera estupidez).
Cuando él recibió la bofetada no presentó la otra mejilla, sino que protestó
(cf. Jn 18,23). Lo que se exige del discípulo es la disposición interior a
aceptar la injusticia y asumir la humillación antes que reaccionar y hacer daño
al hermano.
El único
modo de romper el círculo diabólico ofensa-violencia es el perdón. Si a la
violencia se reacciona con otra violencia, no solo no viene eliminada la
primera injusticia, sino que se añade otra más. Este círculo solo puede ser
roto con un gesto original, absolutamente nuevo: el perdón. Todo el resto huele
a viejo, es algo “ya visto” y tan repetido desde los comienzos de la
humanidad.
El segundo
ejemplo se refiere a la injusticia económica (v. 40). En Israel hombres y
mujeres se cubrían con dos tipos de vestimenta: una túnica de mangas largas o
cortas que cubría el cuerpo desnudo y una amplia capa. Se envolvían en la capa
(manto) cuando hacía frio y se despojaban de ella para hacer trabajos serviles.
Los pobres la utilizaban también como manta por la noche, por eso la Torá
establecía que la capa, si se dejaba como garantía, tenía que serle devuelta al
pobre antes del anochecer (cf. Ex 22, 25-26).
Jesús
propone un caso límite de injusticia: un discípulo es llevado a los tribunales
porque le quieren embargar también de la túnica, después de haberle quitado ya
todos sus bienes. ¿Qué debe hacer? No otra cosa que manifestar su total e
incondicional rechazo a entrar en litigio. Por eso cede también la túnica, el
último indumento que le queda (aquel que no se podía ser requerido como
garantía), estando dispuesto a permanecer desnudos como su Maestro en la cruz.
El tercer
ejemplo es el abuso de poder (v. 41). Sucedía con frecuencia que soldados
romanos o cualquier cacique local obligaran a los campesinos a hacerles de guía
o llevar sus cargas. Tenemos un ejemplo en el relato de la pasión: Simón de
Cirene es obligado a llevar la cruz de Jesús (cf. Mt 27,32).
Los
zelotes, es decir los revolucionarios de aquel tiempo, incitaban a la
revolución y al recurso a la violencia para oponerse a semejantes abusos.
Epicteto exhortaba a la prudencia: “si un soldado te requisa el asno no
resistas ni te lamentes, de lo contrario te golpearán y al final tendrás que
entregarlo lo mismo”. Jesús no hace ninguna consideración de este tipo, no
apela a la prudencia; a los discípulos les dice simplemente: “Si uno te obliga
a caminar mil pasos, haz con él dos mil”. No dicta ninguna norma de sabiduría,
no sugiere ninguna estrategia apta para convertir al agresor, ni siquiera asegura
que semejante comportamiento sumiso obtenga resultados positivos a corto plazo.
Pide al discípulo que, sin hacer cálculo alguno, mantenga el corazón libre de
resentimientos y se abstenga de cualquier reacción que no sea dictada por el
amor.
El cuarto
caso es el de la persona inoportuna que viene a pedir un préstamo (puede ser un
alojamiento, un apartamento en arriendo, un puesto de trabajo, un precio de
favor…), quizás, como ocurre a menudo, sin un mínimo de discreción.
Jesús dice
al discípulo: “Da a quien te pide y al que te solicite dinero prestado no lo
esquives” (v. 42). No finjas que no entiendes, no busques disculpas, no
inventes necesidades inexistentes, no descargues en otros el problema. Si
puedes hacer algo, hazlo y basta.
En el
último (el sexto) ejemplo Jesús hace referencia a un doble mandamiento “Ama a
tu prójimo y odia a tu enemigo (vv. 43-48). En el Antiguo Testamento, el
primero se encontraba en el Levítico (Lv 19,18), pero el segundo no.
Probablemente Jesús no se refiere a un texto específico de la Torá sino a la
mentalidad que se había creado en Israel a partir de algunos textos bíblicos.
En las Sagradas Escrituras se habla, a veces, de guerras santas (cf. Dt 7,2;
20,16), aparecen a veces sentimientos de venganza (cf. Sal 137,7-9) que se
manifiestan incluso en afirmaciones de adhesión al Señor, aunque en lenguaje
muy arcaico: ¿No odio, acaso, a tus enemigos, Señor? Los detesto con odio
implacable” (Sal 139,12-22). Expresión de este odio es la invitación que los
monjes esenios dirigían a sus adeptos: “Amen a todos los hijos de la luz, odien
a todos los hijos de las tinieblas, a cada uno según su culpa, en la venganza
de Dios”.
Existen
también en la Biblia -bueno es también recordarlo- algunos textos que amonestan
a no devolver mal por mal (cf. Prov. 24,29) y recomiendan el amor al enemigo:
“Cuando veas el asno de adversario caído bajo la carga, no pases de largo
préstale ayuda” (Ex 23,5). Basándose en estos textos, algunos rabinos opinaban
que el mandamiento “Ama al prójimo como a ti mismo” (Lv 19,18) había que
extenderlo también al enemigo.
En este
contexto religioso, el doble mandamiento de Jesús suena paradójico: “Amen a sus
enemigos y recen por los que les persiguen”. He aquí la cima de la ética
cristiana: la exigencia de amor gratuito e incondicional que no espera ninguna
contrapartida y que, como el amor de Dios, llega hasta quien hace el mal.
Algunos
sabios de la antigüedad han presentado propuestas elevadas de moralidad:
“Compórtense de manera que puedan transformar sus enemigos en amigos”
(Diógenes); “Propio del hombre es amar aun a aquellos que le persiguen” (Marco
Aurelio); pero el imperativo: amen a sus enemigos es propio de Jesús.
El segundo
mandato, “recen”, indica el medio que nos capacitará a amar a “quien nos
persigue”, a quien nos hace la vida imposible. Este medio es la “oración” que
eleva al cielo, une con el Señor, purifica la mente y el corazón de
pensamientos y sentimientos dictados por la lógica de este mundo y nos permite
ver al malvado con los ojos de Dios, quien no tiene enemigos. Jesús nos invita
a mostrarnos como hijos y pide a sus discípulos dejar transparentar en sus
comportamientos la índole del Padre celeste “que hace salir su sol sobre malos
y buenos y hace llover sobre justos e injustos”. La distinción entre malos y
buenos y la violencia contra el contrario llevada a cabo en nombre de Dios es
una blasfemia.
Dos
ejemplos (vv. 46-47) enfrentan el comportamiento habitual de los hombres con la
novedad de vida de quien ha asimilado los pensamientos, los sentimientos y las
obras del Padre que está en los cielos. La característica de los “hijos de
Dios” es el amor ofrecido a quien no lo merece, el saludo dirigido a quien se
comporta como enemigo. La fórmula de saludo era Shalom, augurio de paz y todo
bien, y esto es lo que el discípulo debe desear de todo corazón a quien lo
odia; y debe empeñarse, olvidando toda injuria, a que se haga realidad en sus
enemigos.
La
conclusión apunta a la meta inalcanzable: “Sean perfectos como su Padre
celestial es perfecto” (v. 48). La perfección para el israelita consistía en la
observancia exacta de la Torá. Para el cristiano, es el amor sin límites, como
el amor del Padre. Perfecto es aquel que es íntegro, que no tiene el corazón
dividido entre Dios y los hombres. La disponibilidad a dar todo, a no retener
nada para sí, a ponerse totalmente al servicio de los demás, incluidos los
enemigos, nos hace caminar tras las huellas de Cristo, conduciéndonos a la
perfección del Padre que nos da todo y que no excluye a nadie de su amor.