Pestañas

I Domingo de Cuaresma– Año A

La tentación de una felicidad ilusoria
Fernando Armellini

Introducción
En lenguaje corriente, ser tentado significa sentirse atraído por lo prohibido, de ahí que nos parezca extraño que grandes personajes de la Biblia, como los patriarcas, Job hayan sido tentados. De la extrañeza pasamos a la inquietud y al desconcierto frente al relato de las tentaciones de Jesús, especialmente frente a la afirmación del autor de la carta a los Hebreos que, hablando de Cristo declara: “Como él mismo sufrió la prueba puede ayudar a los que son probados” (Heb 2,18). “El sumo sacerdote que tenemos no es insensible a nuestra debilidad ya que, como nosotros, ha sido probado en todo excepto en el pecado” (Heb 4,15). 

La Biblia invita a considerar la tentación (prueba) desde una perspectiva original: como momento de verificar la solidez de nuestras decisiones, como ocasión de crecimiento. La tentación lleva también consigo el riesgo de cometer errores, pero este es un peligro inevitable si se quiere madurar, si queremos convertirnos en “expertos”, en “aprobados”, es decir, haber sido “sometidos a una prueba, a un “examen”, es decir “tentados”, “probados”.
La elección es entre acoger o rechazar el proyecto del Padre.
Dos hombres frente a frente: uno, Adán, decide seguir sus propias opciones engañosas; el otro, Cristo, tiene siempre como punto de referencia la Palabra de Dios. El primero dirige sus pasos hacia un futuro de muerte, el otro se convierte en el autor de la vida.

* Para interiorizar el mensaje, repetiremos: “Crea en mí, oh Dios, un corazón puro, renueva dentro de mí un espíritu recto”.

Primera Lectura: Génesis 2,7-9; 3,1-7
7Entonces el Señor Dios modeló al hombre con arcilla del suelo, sopló en su nariz aliento de vida, y el hombre se convirtió en un ser vivo. 8El Señor Dios plantó un jardín en Edén, hacia el oriente, y colocó en él al hombre que había modelado. 9El Señor Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles hermosos de ver y buenos de comer; además, hizo brotar el árbol de la vida en mitad del jardín y el árbol del conocimiento del bien y del mal. 3,1La serpiente era el animal más astuto de cuantos el Señor Dios había creado; y entabló conversación con la mujer: ¿Conque Dios les ha dicho que no coman de ningún árbol del jardín? 2La mujer contestó a la serpiente: ¡No! Podemos comer de todos los árboles del jardín; 3solamente del árbol que está en medio del jardín Dios nos ha prohibido comer o tocarlo, bajo pena de muerte. 4La serpiente replicó: ¡No, nada de pena de muerte! 5Lo que pasa es que Dios sabe que cuando ustedes coman de ese árbol, se les abrirán los ojos y serán como Dios, conocedores del bien y del mal. 6Entonces la mujer cayó en la cuenta de que el árbol tentaba el apetito, era una delicia de ver y deseable para adquirir conocimiento. Tomó fruta del árbol, comió y se la convidó a su marido, que comió con ella. 7Se les abrieron los ojos a los dos, y descubrieron que estaban desnudos; entrelazaron hojas de higuera y se hicieron unos taparrabos. – Palabra de Dios

A primera vista, este relato es tan simple que puede ser comprendido hasta por los niños. Partiendo de este presupuesto, se han deducido conclusiones acerca del “pecado original” que hoy día aparecen para muchos conclusiones problemáticas, frágiles e infundadas.
No es serio pensar que una serpiente haya hablado, que haya existido en alguna parte del mundo el jardín del Edén, que Dios haya paseado por este jardín y que haya dictado prohibiciones tan ridículas como la de no comer una determinada fruta.
Es difícil aceptar que se deban pagar las consecuencias de un error cometido por la primera pareja humana. ¿Por qué y quién ha establecido que esta culpa sea transmitida en herencia? ¿Quién puede todavía creer que todos los sufrimientos dependan del pecado de Adán y Eva?
Se trata de objeciones serias que obligan a revisar y repensar a una cierta interpretación del pecado original. Uno se pregunta si esa interpretación se pueda fundar en el relato bíblico o más bien sea el resultado de la incomprensión del género literario utilizado por el autor sagrado.
¿Son Adán y Eva dos individuos históricos y nosotros sus descendientes o somos nosotros Adán y Eva? En otras palabras: ¿Es el relato del “pecado original” la crónica de un hecho concreto o se trata de la historia de todo hombre y mujer que hoy, como ayer, son tentados y seducidos por las promesas de una ilusoria felicidad?
Se enfrentará con las dificultades que hemos mencionado antes quien siga pensando que el relato es el reportaje de un hecho acaecido al comienzo de nuestra historia y no un mito que quiere explicar lo que nosotros somos hoy. No es una crónica sino una reflexión sapiencial sobre la condición humana, un intento de responder a nuestros enigmas, a nuestros tormentos interiores.
Ha pasado ya el tiempo en que el mito era considerado como perteneciente a una época infantil del pensamiento humano, como una etapa de paso antes de la madurez a la que se habría llegado con el pensamiento racional, con el razonamiento abstracto, con el positivismo científico que todo lo quiere cuantificar y definir. Hoy es ya voz común y aceptada que el mito es un género literario insustituible que sirve para transmitir una verdad que ningún análisis racional está capacitado de expresar.
El razonamiento es frio, estático; el mito, sin embargo, puede ser constantemente reactualizado, provoca intuiciones siempre más profundas, suscita formas de pensamiento siempre nuevas.
Reducir los capítulos 2 y 3 del Génesis al relato simplista de la manzana significa no tomar en serio el mito, equivale a ignorar que en estos capítulos se enseñan cosas muy serias sobre las relaciones del hombre con Dios. Hay que descartar y dejar de atribuir a toda costa un valor histórico al relato asegurando que nada es imposible para Dios (incluso el hacer hablar a las serpientes).
El problema no es saber lo que ocurrió, sino captar en el mito aquellas verdades que llenan de significado nuestra existencia. Tratemos pues de escuchar al mito, de comprender las imágenes, de dejarnos cuestionar y envolver por el relato mítico.
Comienza la narración presentando al hombre en un jardín donde Dios ha hecho germinar toda clase de árboles cargados de frutas agradables a la vista y apetitosas al paladar. En el centro del jardín, sin embargo, hay dos árboles intocables: el de la vida y el del conocimiento del bien y del mal. Ambos pertenecen a Dios, no al hombre. Representan dos límites que no pueden ser traspasados sin provocar desastres.
El primer árbol es simplemente el símbolo de Dios, dispensador de toda vida. La inmortalidad es un fruto hacia el que el hombre no puede extender la mano. Esto equivaldría a rechazar la condición humana. Toda persona “debe” pasar a través de este mundo marcado por innumerables formas de muerte; es extremadamente peligroso rechazar esta realidad y substituirla por la ilusión de creernos inmortales, construyendo así nuestra visa como si este mundo fuera nuestra ciudad permanente (cf. Heb 13,14). El Salmista pide al Señor: “Enséñanos a contar nuestros días y alcanzaremos la sabiduría del corazón” (Sal 90,12).
Esta nuestra condición mortal, sin embargo, no es la última, la definitiva. Un día le será ofrecida al hombre la inmortalidad como don de Dios: “al vencedor le permitiré comer del árbol de la vida que está en el paraíso de Dios” (Ap 2,7). Es una invitación a aceptar la muerte y el dolor del tiempo presente dirigiendo nuestra mirada hacia el mundo donde “ya no habrá muerte, ni pena, ni llanto, ni dolor porque todo lo antiguo habrá pasado” (Ap 21,4).
El segundo árbol del que no podemos tocar los frutos es el del conocimiento del bien y del mal. Si damos un repaso al Antiguo Testamento descubriremos que la “ciencia del bien y del mal” significa “ser dueños de las propias decisiones y acciones”, o sea: la voluntad de ser completamente autónomos en decidir lo que es bueno y lo que es malo. ¡Pretensión temeraria la de querer establecer nosotros solos –desafiando a Dios y olvidando sus palabras de Padre– cuáles sean las correctas decisiones morales! Este “árbol” pertenece a Dios; cuando el hombre se olvida de su condición de criatura, pretendiendo ser como Dios, se convierte en conocedor del bien y del mal, se autodestruye: sigue sus peores instintos, se deja llevar del orgullo, de la ira, de la envidia, de la lujuria, fácilmente “llama al mal bien y al bien mal, toma las tinieblas por luz y la luz por tinieblas, lo amargo por dulce y lo dulce por amargo” (Is 5,20).
Entra ahora en escena la serpiente y nos invita a apoderarnos del fruto prohibido.
Durante siglos Israel no recordó más a este “personaje”. La Biblia lo ignora casi por completo. Solamente en el segundo siglo antes de la venida de Cristo, el autor del libro de la Sabiduría lo identificó con el diablo (cf. Sab 2,23-24). Hay que preguntarse quién es este diablo que seduce y engaña.
La respuesta la da el mismo texto sagrado; la serpiente es la criatura más astuta de entre todos los animales creados por Dios y la obra maestra de todo cuanto creó, es decir, no puede ser sino el hombre. Sí, la serpiente no es otra criatura que el mismo hombre quien, desde el paroxismo de su orgullo, toma conciencia de la propia capacidad, se construye su moral, pretende decidir de manare totalmente autónoma.
La serpiente representa la voluntad de revelarse contra Dios, de llegar a ser Dios. Es la imagen del hombre convencido de poder conseguir la felicidad sirviéndose de su propia astucia. O sea, es esa parte del hombre que le lleva a prescindir de Dios. Nótese la característica de la serpiente: la más astuta, no la más sabia.

¿Cómo explicar esta rebeldía?
Todo comienza con una imagen falsa de Dios que penetra en nuestra mente, como una serpiente que, ágil y sinuosa, se insinúa en la grieta de una roca: no hace ruido, pasa desapercibida, pero es portadora de muerte. Induce a imaginar a Dios como un rival del hombre, como aquel que le impide ser feliz.
El discurso de la serpiente no es otro que el pensamiento que da origen a todo pecado: Dios no quiere el bien del hombre, es celoso de su propio poder y es detestable porque no hace otra cosa que prohibir. Mientras exista, el hombre permanecerá siempre pequeño e inmaduro. Solamente cuando Dios sea eliminado, el hombre podrá alcanzar la madurez, afirmarse a sí mismo, crecer, progresar.

El paso siguiente es el pecado.
La desconfianza con respecto a Dios nos lleva a elegir en contra de sus indicaciones. El pecado no nace de una búsqueda del mal, sino del bien y de la felicidad. El problema está en que, no fiándose de Dios, el hombre apunta hacia el blanco equivocado, falla el objetivo y se autodestruye. Es un error, una falta de sabiduría, una astucia insensata.
La lectura concluye poniendo de relieve el resultado de esta insensatez: el hombre y la mujer se dan cuenta de estar desnudos.
Al final del capítulo segundo, el autor sagrado ya ha aludido al tema de la desnudez: “los dos estaban desnudos, el hombre y la mujer, pero no sentían vergüenza” (Gn 2,25). Después del pecado, sin embargo, no aceptan más con serenidad esta realidad; tratan de esconderla, sienten la necesidad de hacerse un taparrabos con hojas de higuera y cubrirse (cf. Gn 3,7).
En el contexto de este relato, la desnudez no tiene nada que ver con la sexualidad o la perversión de los instintos, como todavía quizás piense alguno. Es simplemente el símbolo de la condición humana. “Desnudo salí del seno de mi madre”, es la expresión de Job para describir su propia realidad de hombre (Job 1,21). A esta misma imagen recurre el Eclesiastés: “como salió del vientre de su madre, así volverá: desnudo” (Ecl 5,14). Despojado de todo lo que pueda ponerse encima, el hombre permanece como lo que es, con todos sus límites, sus debilidades, su fragilidad.
La incapacidad de resolver todos sus problemas, los momentos de abatimiento y depresión, de debilidad física y psicológica, el hándicap, la ignorancia, la enfermedad…no son motivos de vergüenza, no son derrotas: constituyen la desnudez del hombre, su natural condición. El hombre sano no se avergüenza de esta desnude, sino que la acepta y la administra según el proyecto de Dios. Es la serpiente, insinuándose en cada uno de nosotros, la que nos empuja a rechazarla, a considerarla como una desgracia, la que nos susurra que somos perfectos e ilimitados, como Dios.

Salmol 50, 3-4. 5-6ab. 12-13. 14 y 17
R/. Misericordia, Señor: hemos pecado

Misericordia, Dios mío, por tu bondad,
por tu inmensa compasión borra mi culpa;
lava del todo mi delito,
limpia mi pecado. R/.

Pues yo reconozco mi culpa,
tengo siempre presente mi pecado.
Contra ti, contra ti solo pequé,
cometí la maldad que aborreces. R/.

Oh, Dios, crea en mi un corazón puro,
renuévame por dentro con espíritu firme.
No me arrojes lejos de tu rostro,
no me quites tu santo espíritu. R/.

Devuélveme la alegría de tu salvación,
afiánzame con espíritu generoso.
Señor, me abrirás los labios,
y mi boca proclamará tu alabanza. R/.

Segunda Lectura: Romanos 5,12-19
12Así como por un hombre penetró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte, así también la muerte se extendió a toda la humanidad, ya que todos pecaron. 13Antes de llegar la ley, el pecado ya estaba en el mundo; pero, como no había ley, el pecado no se tenía en cuenta. 14Con todo, la muerte reinó desde Adán hasta Moisés, también sobre los que no habían pecado imitando la desobediencia de Adán —que es figura del que había de venir. 15Pero el don no es como el delito. Porque si por el delito de uno murieron todos, mucho más abundantes se ofrecerán a todos el favor y el don de Dios, por el favor de un solo hombre, Jesucristo. 16El don no es equivalente al pecado de uno. Ya que por un solo pecado vino la condena, pero por el don de Dios los hombres son declarados libres de sus muchos pecados. 17En efecto, si por el delito de uno solo reinó la muerte, con mayor razón, por medio de uno, Jesucristo, reinarán y vivirán los que reciben abundantemente la gracia y el don de la justicia. 18Así pues, como por el delito de uno se extiende la condena a toda la humanidad, así por el acto de justicia de uno solo se extiende a todos los hombres la sentencia que concede la vida. 19Como por la desobediencia de uno todos resultaron pecadores, así por la obediencia de uno todos resultarán justos. – Palabra de Dios

El largo e intrincado razonamiento que Pablo desarrolla en este pasaje de la Carta a los Romanos, parece contradecir la explicación que hemos presentado del relato del Génesis. Aquí el Apóstol parece presuponer que Adán sea un individuo perfectamente identificable y el responsable del todo el mal. En realidad, él simplemente toma, sin canonizarla, la interpretación de los rabinos de su tiempo. Se sirve de la contraposición entre Adán y Cristo para explicar la obra salvadora de Jesús. Adán quiere ser el señor del bien y del mal y obtiene como resultado la muerte. Cristo, al contrario, reconoce la propia dependencia de Dios, fue siempre fiel y obediente al Padre y se convirtió en el Señor de la vida. Todos aquellos que lo sigan e imiten su obediencia, serán justificados. Cada uno de nosotros es invitado a elegir entre estos dos modelos de ser hombre.

Evangelio: Mateo 4,1-11
1Entonces Jesús, movido por el Espíritu, se retiró al desierto para ser tentado por el Diablo. 2Hizo un ayuno de cuarenta días con sus noches y al final sintió hambre. 3Se acercó el Tentador y le dijo: Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en pan. 4Él contestó: Está escrito: No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios. 5Luego el Diablo se lo llevó a la Ciudad Santa, lo colocó en la parte más alta del templo 6y le dijo: Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, pues está escrito: Ha dado órdenes a sus ángeles sobre ti; te llevarán en sus manos para que tu pie no tropiece en la piedra. 7Jesús respondió: También está escrito: No pondrás a prueba al Señor, tu Dios. 8De nuevo se lo llevó el Diablo a una montaña altísima y le mostró todos los reinos del mundo en su esplendor, 9y le dijo: Todo esto te lo daré si te postras para adorarme. 10Entonces Jesús le replicó: ¡Aléjate, Satanás! Que está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, a él sólo darás culto. 11De inmediato lo dejó el Diablo y unos ángeles vinieron a servirle. – Palabra del Señor

En un curso bíblico tenido en África, un catequista me preguntó: “Cuando Jesús fue conducido al pináculo del templo para ser tentado ¿quién caminaba delante, él o el diablo? A esta pregunta podrían seguir muchas otras como: ¿Dónde se encuentra en monte altísimo desde cuya cima se pueden contemplar todos los reinos del mundo? ¿Cómo ha podido Jesús resistir tanto tiempo sin comer ni beber? ¿Qué semblante ha asumido el diablo? ¿Quién le ha contado a Mateo cómo se desarrollaron los acontecimientos? ¿Cómo se puede considerar a Jesús como un hermano “en todo semejante a nosotros” (Heb 2,17), aun en las tentaciones si después viene sometido a pruebas tan distintas de las nuestras?
El elenco de preguntas podría continuar, pero bastan estas muestras para hacernos comprender que no estamos frente a una crónica, sino frente a un texto de teología.
Marcos, el primer evangelista, se limita a recordar que “el Espíritu lo llevó al desierto, donde pasó cuarenta días tentado por satanás” (Mc 1,12-13). Sirviéndose del lenguaje y de las imágenes bíblicas, el evangelista quiere decir que toda la existencia de Jesús, representada por el número cuarenta, ha sido un dramático enfrentamiento con el tentador.
La reflexión de las comunidades cristianas continuó en los años siguientes. Los discípulos recordaban, sobre todo, la más dramática de las tentaciones, la de la cruz, cuando Jesús había gritado a su Padre: “Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15,34). Estas palabras podrían sonar a blasfemia para quienes no sabían que, en aquel momento, Jesús estaba orando: recitaba el Salmo 22. Como lo había hecho durante toda su vida, también en su agonía se acordaba de las Escrituras.
¿Cómo sintetizar en una página de catequesis esta experiencia de tentación, prolongada a través de toda una vida y terminada, in crescendo, en la cruz?
La comunidad cristiana, que conocía bien el Antiguo Testamento, notó pronto el paralelismo entre Israel –el hijo que Dios había llamado de Egipto y que en el desierto había correspondido con infidelidad a la ternura del Padre (cf. Os 11,1-4)– y Jesús, el hijo predilecto, quien, por el contrario, había sido siempre obediente. Sirviéndose de un género literario usado frecuentemente por los rabinos –haggadah midráshica– la comunidad expresó sus reflexiones en tres episodios que posteriormente Mateo, guiado por el Espíritu, retomó y conservó en su evangelio.
Las respuestas de Jesús al tentador se refieren a tres acontecimientos del Éxodo: las murmuraciones del pueblo a causa de la comida y el don del maná (cf. Ex 16); las protestas por la falta de agua (cf. Ex 17) y la idolatría representada por el becerro de oro (Ex 32). Jesús revive, pues, toda la historia de su pueblo, es decir: se ve sometido a las mismas tentaciones… y las supera.
Examinemos cada una de estas tres “parábolas” que representan esquemáticamente la manera errónea de relacionarse con tres realidades: con las cosas, con Dios, con las personas.
La primera: “Di que estas piedras se conviertan en pan” (vv. 1-4). Sin pan no se vive. “Comer” es uno de los verbos más usados en la Biblia: 910 veces en el Antiguo Testamento, lo que demuestra cuán importante es para Dios el que cada uno de sus hijos e hijas tenga suficiente para comer. En el desierto el Señor dijo a Moisés: “Yo les haré llover pan del cielo: que el pueblo salga a recoger la ración de cada día; lo pondré a prueba, a ver si guarda mi ley o no. Moisés dijo a los israelitas: Que nadie guarde para mañana. Pero no le hicieron caso; algunos guardaron para el día siguiente, y entonces salieron gusanos que lo pudrieron” (Ex 16,4.19-20).
Es un caso típico de tentación pedagógica: Dios ha colocado a Israel frente al maná para educarlo en el uso de los bienes terrenales y en la confianza en su misericordia. Enseñando a su pueblo a controlar la avidez, quería liberarlo del frenesí de la posesión y del deseo insaciable de acumular alimentos. No lo consiguió: la seducción de los bienes de este mundo es casi irresistible, es difícil contentarse con “el pan cotidiano” con el fin de permitir a todos tener lo necesario para vivir.
Tentado de servirse de la propia capacidad de producir pan para sí mismo, Jesús reaccionó recurriendo a la Escritura: “el hombre no vive sólo de pan, sino de todo lo que sale de la boca de Dios” (Dt 8,3).
Solo quien considera la propia vida a la luz de la palabra de Dios, solo quien, como Jeremías, la “devora con avidez” y hace de ella, “el gozo y la alegría de su corazón” (Jer 15,16) es capaz de dar el justo valor a las realidades de este mundo. No hay que despreciarlas, destruirlas, rechazarlas pero tampoco considerarlas como ídolos. Son criaturas, caducas y transitorias, no realidades absolutas.
En esta primera escena se identifica y se denuncia la manera equivocada con que el hombre se relaciona con las realidades materiales. El empleo egoísta de las riquezas, el acumular por acumular, el vivir del trabajo de los otros, derrochar en el lujo y en lo superfluo mientras a otros falta lo necesario, son comportamientos dictados por el maligno.
Para los cristianos, la Cuaresma es tiempo de revisión de vida y conversión. La fe en el Resucitado no puede reducirse a dar una limosna o a dejar caer alguna migaja más consistente de nuestras mesas abundantes. Es por el contrario un desafío a evaluar radicalmente la manera de usar los bienes de este mundo. Podemos preguntarnos, por ejemplo, si tenemos clara la línea de demarcación entre la previsión y la avidez; si son compatibles con la elección evangélica y la perspectiva cristiana algunos gastos, ciertos viajes de placer, ciertas cuentas bancarias, ciertas inversiones, ciertas sumas fabulosas dejadas en herencia a los hijos. Tenemos que vivir en este tipo de mundo y es “deshonesta” mucha de la riqueza que tenemos entre las manos (cf. Lc 16,9), pero hay que administrarla teniendo presente las recomendaciones del Maestro: “no anden angustiados por la comida y la bebida…o por la ropa para cubrir el cuerpo… Todo eso buscan ansiosamente los paganos…por eso, no se preocupen del mañana” (Mt 6,25-34).
La segunda tentación: “El Diablo lo colocó en la parte más alta del tempo e le dijo: tírate abajo” (vv. 5-7) La propuesta diabólica se basa inclusive en la Biblia: “está escrito…” dice el tentador. La más sutil de las astucias del mal es la que se presenta con un rostro atractivo, con semblante devoto, piadoso, sirviéndose de la misma Palabra de Dios –quizás adulterada o interpretada de modo insensato– para conducirnos por la vía equivocada.
El objetivo máximo del maligno no es provocar alguna que otra caída moral, fragilidad o alguna debilidad, sino minar la base de la relación con Dios. Este objetivo se consigue cuando en la mente del hombre se insinúa la duda de que el Señor mantenga sus promesas, de que sea fiel a su Palabra, de que asegure su protección y sostenga en los momentos cruciales a quien ha confiado en Él. De esta duda nace la necesidad, de “exigir pruebas”. En el desierto, el pueblo de Israel, extenuado por la sed ha cedido a esta tentación y ha exclamado: “¿Está o no está con nosotros el Señor?” (Ex 17,7). Ha provocado a su Dios diciendo: si está de nuestra parte, si realmente nos acompaña con su amor, que se manifieste dándonos una señal, ¡que haga un milagro! Lo ha desafiado para ver si realmente lo amaba.
Toda persona se ve sometida a enfrentarse con semejantes dudas, todos debemos afrontar esta tentación. Ni siquiera el profeta Jeremías se libró de ello, y un día tuvo la sensación de haber sido traicionado por el Señor. En el colmo de la angustia le gritó: “Te me has vuelto arroyo engañoso, de agua inconstante” (Jer 15,18).
También Jesús fue sometido a esta prueba, pero no cedió. A diferencia de Israel, rechazó, aun en los momentos más dramáticos de su vida, pedir al Padre una prueba de su amor; no dudó nunca de su fidelidad, ni siquiera en la cruz cuando, frente al absurdo de todo cuanto le rodeaba, hubiera podido pensar que también el Señor lo abandonaba.
Nosotros cedemos a esta tentación cada vez que exigimos a Dios signos o señales de su amor, cada vez que le pedimos ser liberados, mediante gracias o milagros, de las dificultades, de las contrariedades, de las desgracias que golpean a otros hombres. En toda situación feliz o dolorosa debemos rezar, sí, pero no para que nos conceda privilegios o modifique sus planes y los adecue a los nuestros, sino para que nos de la luz y la fuerza con el fin salir maduros de cada prueba. No debemos esperar de Dios que nos trate de modo diferente a como trató a su amado Hijo unigénito.
La tercera tentación: “todo esto te lo daré si te postras para adorarme” (vv. 8-11). Es la tentación del poder, del dominio sobre los otros. La elección es entre dominar o servir, entre competir o ser solidarios, entre someter o considerarse siervos. Esta elección se manifiesta en cada actitud y en cada circunstancia de la vida: quien ha conseguido una educación o ha alcanzado una posición de prestigio, puede ayudar a crecer a quien ha sido menos afortunado; pero también puede humillar a los menos dotados. Quien ostenta el poder, quien es rico, puede servir a los más pobres y menos favorecidos; pero, también puede convertirse en déspota.
El ansia de poder es tan irresistible que aun el pobre se siente tentado de dominar a quien es más débil que él. La autoridad es un carisma, un don de Dios a la comunidad para que cada uno pueda colaborar desde su puesto y sentirse realizado. El poder, por el contrario, es diabólico aunque se ejerza en nombre de Dios. Donde quiera que se trate de dominar al prójimo o que se luche para prevalecer sobre los otros o que alguien se vea obligado a arrodillarse o inclinar la frente delante de un semejante, allí está presente la lógica del maligno.
        A Jesús no le faltaban las dotes para sobresalir, para escalar todos los peldaños del poder religioso y político: era inteligente, lúcido, valiente, encantaba a las muchedumbres. Seguramente su vida habría sido todo un éxito…pero con una condición, que “adorara a satanás”, es decir, que se adecuara a los principios de este mundo: entrar en competición, recurrir al uso de las fuerzas y la opresión, aliarse con los poderosos y usar sus métodos. Jesús escogió exactamente lo opuesto: se ha convertido en siervo.
El pueblo de Israel en el desierto se ha cansado de su Dios y ha adorado un becerro de oro: el ídolo material, obra de las manos del hombre. Jesús no se ha inclinado jamás ante ningún ídolo; no se ha dejado seducir por el poder político, por el dinero, por el uso de las armas, por la amistad con los grandes de este mundo, por propuestas de éxitos y gloria. Ha escuchado siempre y solamente la palabra del Padre.
La voz que excita en nosotros la sed de poder, que invita a fomentar el culto a la personalidad es insistente y sutil. La última parte del evangelio de hoy es una invitación a evaluar nuestra vida y tomar conciencia de que los privilegios, los títulos honoríficos, los besamanos no vienen de Dios sino del tentador. A sus hijos, el Padre de Jesús presenta solamente…servicios para ofrecer humildemente a los hermanos.