Observan
los mandamientos, pero no entran en el reino de los cielos
Fernando
Armellini
Introducción
Los hebreos llaman la Ley a los primeros cinco libros de la
Biblia. Una manera sorprendente de nombrar una colección que contiene sí,
normas, preceptos y mandatos, pero que no es un código de derecho como lo
entendemos hoy. La Biblia es un relato apasionado, una historia de amor entre
Israel y su Dios. Comienza con la creación del mundo y continúa con la llamada
a Abrahán, la historia de los patriarcas, la esclavitud en Egipto y el Éxodo.
Una Ley bastante original.
A decir verdad, el término ley no traduce exactamente el término
Torah que se deriva de la raíz iarah e indica el acto de lanzar una flecha, de
mostrar la dirección. También nosotros nos guiamos en las carreteras por “las
flechas” de las señales de tráfico.
La Torah revelada a Moisés en el Sinaí no era, sin embargo, la
palabra definitiva de Dios. Sobre el monte de las bienaventuranzas Jesús ha
reconocido su validez pero, considerándola solamente como una etapa
transitoria, ha indicado una nueva meta, un horizonte más lejano e ilimitado:
la perfección del Padre que está en los cielos.
Quien no practica la nueva justicia, inmensamente superior a la de
los escribas y fariseos, se para a mitad de camino y no entra en el reino de
Dios.
* Para interiorizar el mensaje, repetiremos: “Indícame Señor el
camino de la vida, lo seguiré hasta el fin”.
Primera Lectura: Eclesiástico 15,15-20
15Si quieres, puedes observar los
mandamientos y cumplir fielmente lo que le agrada. 16El puso ante ti
el fuego y el agua: hacia lo que quieras, extenderás tu mano. 17Ante
los hombres están la vida y la muerte: a cada uno se le dará lo que prefiera. 18Porque
grande es la sabiduría del Señor, él es fuerte y poderoso, y ve todas las
cosas. 19Sus ojos están fijos en aquellos que lo temen y él conoce
todas las obras del hombre. 20A nadie le ordenó ser impío ni dio a
nadie autorización para pecar. – Palabra de Dios
“Observa quien es inteligente, y madruga para visitarlo, que tus
pies desgasten el umbral de su puerta” (Ecl 6,36). Esta frase podría haber sido
escrita a la entrada de la escuela que, a finales del siglo III o comienzos del
II a.C., Ben Sirá (el Sirácide) había abierto en Jerusalén. A los jóvenes
discípulos que seguían sus lecciones, y que por otra parte se sentían atraídos
por las propuestas seductoras del mundo helenístico y fascinados por los cantos
de sirena del mundo pagano, él indicaba el camino de la vida. Enseñaba la
Torah, la sabiduría de Dios.
Ben Sirá era también un poeta. La Torá era para él “como un cedro
del Líbano, como un ciprés sobre el monte del Hebrón, como una planta de
Engadí… deliciosa como las rosas de Jericó” … se saboreaba su perfume “como de
canela y lavanda, como mirra exquisita” … veía la sabiduría brotar de sus
enunciados “como el Jordán durante la cosecha” (Eclo 24,13-24).
Fascinado por la belleza de la ley de Dios, trasmitía su pasión a
sus alumnos. Les decía: “Delante de cada hombre están la vida y la muerte, el
fuego y el agua; cada uno debe elegir, es libre y responsable de sus propias
acciones, puede construir o arruinar su propia existencia. Si toma decisiones
insensatas, la culpa es suya y no de Dios que ha hecho bien todas las cosas.
No existe ninguna constricción interna a pecar. El hombre puede
dominar sus propios instintos (cf. Eclo 21,11), puede controlar sus propios
deseos y pasiones (cf. Eclo 20,30). Si comete el mal, se desvía del sendero
trazado por la Torah y atrae sobre sí desventuras y desgracias (cf. Eclo
40,10), si por el contrario sigue los caminos indicados por el Señor, tendrá
vida y bendiciones.
Así se exprimía Ben Sirá, el viejo sabio, deseoso de orientar sus
hijos y discípulos hacia el camino trazado por la Ley de Dios.
Salmo
118, 1-2. 4-5. 17-18. 33-34
R/. Dichoso el que
camina en la ley del Señor
camina en la voluntad
del Señor;
dichoso el que,
guardando sus preceptos,
lo busca de todo
corazón. R/.
Tú promulgas tus
mandatos
para que se observen
exactamente.
Ojalá esté firme mi
camino,
para cumplir tus
decretos. R/.
Haz bien a tu siervo:
viviré y cumpliré tus
palabras;
ábreme los ojos,
y contemplaré las
maravillas de tu ley. R/.
Muéstrame, Señor, el
camino de tus decretos,
y lo seguiré
puntualmente;
enséñame a cumplir tu
ley
y a
guardarla de todo corazón. R/.
Segunda Lectura: 1 Corintios 2,6-10
6A los maduros en la fe les
proponemos una sabiduría: no sabiduría de este mundo o de los jefes de este
mundo, que van siendo derribados. 7Proponemos la sabiduría de Dios,
misteriosa y secreta, la que Él preparó desde antiguo para nuestra gloria. 8Ningún
príncipe de este mundo la conoció: porque de haberla conocido, no habrían
crucificado al Señor de la gloria. 9Pero, como está escrito: Ningún
ojo vio, ni oído oyó, ni mente humana concibió, lo que Dios preparó para
quienes lo aman. 10A nosotros nos lo ha revelado Dios por medio del
Espíritu; porque el Espíritu lo escudriña todo, incluso las profundidades de
Dios. – Palabra de Dios
Había en Corinto quien se enorgullecía, quien, para hacerse notar
y en un despliegue de sabiduría, predicaba el evangelio recurriendo a sutiles
razonamientos a la manera de cómo peroraban los filósofos.
Pablo enjuicia severamente a estas personas: quien se comporta
así, afirma, no se ha enterado todavía que, desde el punto de vista humano, la
propuesta de la fe es una locura; es una invitación a hacerse discípulos de un
ajusticiado. Solo los “locos” pueden arriesgar la vida aceptando su propuesta y
solo quien es “todavía más loco” puede decidirse a convertirse en su mensajero
y paladino. Nada de irracional en la fe cristiana, ¡entendámonos!, nada que
repugne a la razón, pero indudablemente la propuesta de dar la vida por la fe
va contra el sentido común.
Existe, sin embargo, continúa Pablo, una “sabiduría” cristiana, no
“de este mundo” naturalmente, sino del mundo de Dios, una sabiduría que solo
puede ser entendida por “los perfectos”, es decir, por los “cristianos adultos”
(v. 6).
El Apóstol, quien acaba de afirmar que se ha presentado a los
corintios “en debilidad y con mucho temor y trepidación”, privado de la
sabiduría que abundaba en los discursos persuasivos de los filósofos (cf. 1 Cor
2,3-4), ahora se sitúa a sí mismo entre los sabios que han recibido por medio
del Espíritu Santo una especial revelación de los misterios de Dios (v. 10).
¿De qué se trata?
De aquella “sabiduría divina, misteriosa, que ha permanecido
escondida, que ninguno de jefes de este mundo ha podido conocer” (vv. 7-8), de
aquella que, en otras palabras, es llamada simplemente “misterio”, “secreto
callado durante siglos y revelado hoy” (Rom 16,25-26), “misterio escondido
durante siglos” (Col 1,26). Es la del designio divino de la salvación
universal, proyecto conocido por Dios desde toda la eternidad. Ninguno podía
imaginar las maravillas que Dios estaba preparando.
Ahora que se está realizando, el “misterio” puede ser contemplado
en su progresivo desvelarse y Pedro afirma que en el cielo los mismos ángeles
tienen su mirada fija sobre el mundo para no perderse nada y gozar de cuanto
Dios está haciendo (cf. 1 Pe 1,12). El autor de la Carta a los efesios expresa
lo mismo con otras palabras. Los ángeles, dice, descubren el misterio de Dios
observando lo que acontece en la Iglesia: “Para que las fuerzas y poderes
celestiales conocieran por medio de la Iglesia la sabiduría de Dios en todas
sus formas” (Ef 3,10).
Lo que Dios está haciendo sobrepasa los deseos y esperanzas de los
hombres. Adaptando un versículo del libro de Isaías (cf. Is 64,3), Pablo
describe así la sorpresa que espera a aquellos que han tenido la fortuna de
poder escrutar este misterio: “Ni ojo vio, ni oído oyó ni mente humana concibió
lo que Dios tiene preparado para los que le aman” (v. 9).
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«No creáis que he venido a abolir la Ley y los
profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud. En verdad os digo que
antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra
o tilde de la ley.
El que se salte uno sólo de los preceptos menos
importantes, y se lo enseñe así a los hombres será el menos importante en el
reino de los cielos. Pero quien los cumpla y enseñe será grande en el reino de
los cielos. Porque os digo que si vuestra justicia no es mayor que la de los
escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos.
Habéis oído que se dijo a los antiguos: “No
matarás”, y el que mate será reo de juicio. Pero yo os digo: todo el que se
deja llevar de la cólera contra su hermano será procesado. Y si uno llama a su
hermano “imbécil”, tendrá que comparecer ante el Sanedrín, y si lo llama “necio”,
merece la condena de la “gehenna” del fuego.
Por tanto, si cuando vas a presentar tu ofrenda
sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra
ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano,
y entonces vuelve a presentar tu ofrenda. Con el que te pone pleito, procura
arreglarte enseguida, mientras vais todavía de camino, no sea que te entregue
al juez, y el juez al alguacil, y te metan en la cárcel. En verdad te digo que
no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último céntimo. Habéis oído que se
dijo:
“No cometerás adulterio”. Pero yo os digo: todo el
que mira a una mujer deseándola, ya ha cometido adulterio con ella en su
corazón.
Si tu ojo derecho te induce a pecar, sácatelo y
tíralo. Más te vale perder un miembro que ser echado entero en la “gehenna”. Si
tu mano derecha te induce a pecar, córtatela y tírala, porque más te vale
perder un miembro que ir a parar entero a la “gehenna”.
Se dijo: “El que se repudie a su mujer, que le dé
acta de repudio.” Pero yo os digo que si uno repudia a su mujer -no hablo de
unión ilegítima- la induce a cometer adulterio, y el que se casa con la
repudiada comete adulterio.
También habéis oído que se dijo a los antiguos: “No
jurarás en falso” y “Cumplirás tus juramentos al Señor”.
Pero yo os digo que no juréis en absoluto: ni por
el cielo, que es el trono de Dios; ni por la tierra, que es estrado de sus
pies; ni por Jerusalén, que es la ciudad del Gran Rey. Ni jures por tu cabeza,
pues no puedes volver blanco o negro un solo cabello. Que vuestro hablar sea
sí, sí, no, no. Lo que pasa de ahí viene del Maligno». – Palabra del Señor
“Dichosos nosotros, Israel, porque conocemos lo que agrada al
Señor” (Bar 4,4). Así expresaba Baruc el orgullo de su pueblo y la gratitud al
Señor que había indicado a Israel “el camino de la sabiduría” (Bar 3,27) en la
Torah, en el “libro de los decretos de Dios” (Bar 4,1).
Siendo obra de Dios, la Torah no puede ser desmentida ni
contradicha. “La Escritura no puede fallar”, ha declarado Jesús (Jn 10,35),
porque Dios no puede repensar lo ya pensado ni renegar nada de cuanto ha dicho
en el pasado ni aportar correcciones. El camino trazado por Dios en el Antiguo
Testamente tiene validez perenne.
En la primera frase del evangelio de hoy Jesús confirma esta
verdad: “No piensen que he venido a abolir la Ley o los Profetas. No vine para
abolir sino para cumplir” (v. 17).
Se siente la necesidad de clarificar su posición, significa que
alguno ha tenido la impresión que él, con sus palabras y su comportamiento,
está desmantelando las convicciones, las expectativas y la esperanza de Israel
basadas en los escritos sagrados.
Jesús se mostraba respetuoso de las leyes e instituciones de su
pueblo, pero las interpretaba de manera original; su punto de referencia no era
la letra pura y dura del precepto, sino el bien de hombre. Por amor al hombre
no dudaba en violar aun el sábado; y esta libertad suscitaba estupor,
perplejidad y también irritación en las autoridades religiosas. Sin embargo,
más aún que la falta de observancia de las prescripciones de los rabinos, lo
que verdaderamente creaba desconcierto era su mensaje, la nueva Torah que, a
juicios de sus contrarios, demolía los principios y valores sobre los que se
basaba la institución religiosa y civil de Israel.
Moisés había prometido: “Todos los pueblos de la tierra…te
temerán; que el Señor te abra su rico tesoro del cielo…que el Señor te ponga en
el primer lugar, no en el último; que siempre estés encima de los demás, nunca
debajo” (Dt 28,10-13). ¿Cómo podía Jesús afirmar de estar in sintonía con el
Antiguo Testamento si declaraba bienaventurados a los pobres, a los
perseguidos, a los oprimidos y si anunciaba dificultades, sufrimientos y
persecuciones para sus seguidores? Su mensaje parecía estar en claro contraste
con la Escritura.
Leyendo a los profetas, Israel se había convencido de que el
Mesías vendría a inaugurar un reino eterno, glorioso; “para consolar a los
afligidos, para cambiar su ceniza en corona” mientras que promulgaría para los
enemigos “el día del desquite de nuestro Dios” (Is 61,2-3). En los momentos más
dramáticos de su historia, Israel encontraba en estas promesas la razón para
seguir creyendo y esperando en un futuro mejor.
¿Es cierto que Jesús tiraba por tierra estas expectativas? He aquí
cómo aclara su postura y sus compromisos: las promesas de Dios, explica, se
cumplirán todas, ni una sola dejará de cumplirse. Antes de que termine el
mundo, todo cuanto está escrito se realizará, pero de manera totalmente
inesperada, la sorpresa será tan grande que incluso personas piadosas, devotas
y sinceras como el Bautista, correrán el riesgo de ver vacilar la propia fe y
de escandalizarse (cf. Mt 11,6).
Es desde esta luz desde la que hay que entender las palabras de
Jesús, que cierran la primera parte del evangelio de hoy, respecto a la
observancia de los preceptos, aun de los más pequeños y de la justicia superior
a la de los escribas y fariseos (vv. 19-20). Los preceptos de la nueva justicia
a que hace referencia, no son los de la antigua ley sino las bienaventuranzas.
Son éstas la nueva propuesta, la nueva justicia que lleva a su cumplimiento y
perfección la antigua ley que los escribas y fariseos, hay que reconocerlo,
practicaban de modo ejemplar.
Como en la práctica de la antigua ley había quien se contentaba
con ser fiel a los preceptos más importantes olvidándose de los otros, así
también en la adhesión a la propuesta de las bienaventuranzas los hay quienes
las admiran, las aprueban y apoyan a quienes tienen en coraje de practicarlas,
pero se contentan con lo mínimo. Está también el que es coherente hasta el
fondo, el que toma decisiones decisivas y radicales. A los ojos de Dios,
declara Jesús con ironía, los primeros aparecerán como los “mínimos”, mientras
que los otros serán tenidos por grandes, serán considerados como “rabinos” en
el reino de los cielos, serán personas a quienes proponer como modelos para los
demás discípulos.
En la segunda parte del evangelio (vv. 27-30) vienen presentados
cuatro ejemplos del “paso hacia adelante” exigido a todos los que quieren
entrar en el reino de los cielos. Se trata de cuatro disposiciones que se
encuentran en el Antiguo Testamento y que no son invalidadas sino explicadas de
modo original. Jesús pone en evidencia todas sus implicaciones: comienza por la
Torá de Moisés, que era algo así como el vértice alcanzado por la “justicia” de
los escribas y fariseos, y va más allá, propone la última meta de esta ley. Los
ejemplos aportados son seis, pero el evangelio de hoy presenta solamente
cuatro, los otros dos se presentarán el próximo domingo. Todos son introducidos
por la misma típica fórmula: “Habéis oído lo que Dios ha dicho a los
antiguos…Ahora yo les digo…”
No matar (vv.21-26)
Es el primer caso tomado en consideración. Se trata de una
exigencia clara que no admite excepciones y que condena cualquier clase de
homicidio (cf. Gn 9,5-6). El hombre no tiene poder sobre la vida de sus
semejantes, aunque ese semejante sea un criminal (cg. Gn 4,15). La vida humana
es sagrada e intocable desde el momento que aparece hasta que se apaga
naturalmente. Esto estaba ya claro en la Torah antigua, sin embargo, para
entrar en el reino de los cielos es necesario saber que el no matar implica
mucho más. Existen otros modos sutiles, sofisticados, camuflados, de matar.
Si existieran rayos X capaces de revelar el cementerio que
llevamos oculto en nuestros corazones, nos llenaríamos de espanto. Entre los
que hemos “matado” encontraríamos aquellos a los que hemos jurado no dirigir
nunca la palabra, aquellos a quienes hemos negado el perdón, a quienes seguimos
echándoles en cara los errores cometidos, a los que hemos quitado el buen
nombre con la maledicencia o calumnia, a quienes hemos privado del amor y de la
alegría de vivir…
Jesús enseña que el mandamiento que ordena no matar lleva consigo
muchas implicaciones que van más allá de la agresión física. Quien usa palabras
ofensivas o se deja llevar por la ira, quien alimenta sentimientos de odio, ha
matado ya a su hermano (v. 22).
El homicidio parte siempre del corazón. No se puede odiar a una
persona y continuar uno a sentirse en paz consigo mismo. No se llega a matar
sin un proceso previo de auto-convencimiento de que nuestra posible víctima no
es persona humana, no merece vivir y por tanto deber ser eliminada. Este
trabajo de auto-convencimiento se lleva a cabo a través de la repetición
constante, como un estribillo despiadado, de frases como: “Es un estúpido”, “es
un loco”, “es un sin Dios”. Así se llega a acallar los remordimientos y
pronunciar la sentencia final: merece “la hoguera”.
Este corazón cruel e injusto, enseña Jesús, es el que tiene que
ser desarmado. A la demonización del adversario, Jesús contrapone su juicio: es
un hermano. Tres veces repite esta palabra (vv. 22-24) como un antídoto para
sanar el corazón del veneno del odio, mantenido vivo y engordado por palabras
maliciosas. Después, afronta la raíz de los conflictos, introduciendo el tema
de la reconciliación.
Resalta, ante todo, el deber y la importancia de ésta (vv. 23-24).
Para ello, aprovecha el motivo de alguna práctica religiosa de Israel. Por
ejemplo, antes de entrar en el templo para ofrecer sacrificios era necesario
someterse a meticulosas purificaciones. Jesús declara que no es el cuerpo el
que tiene necesidad de purificación, sino el corazón: la reconciliación con el
hermano substituye todos los ritos purificatorios.
Enseñaban los rabinos que la más importante de las oraciones
judías, la Shemá Israel, una vez comenzada no podía ser interrumpida por
ninguna razón, ni en el caso de que una serpiente se estuviera enroscando en la
pierna del orante. Jesús afirma que, con el fin de reconciliarse con el hermano
se debe interrumpir no solo la Shemá Israel sino hasta la mismísima ofrenda del
sacrificio del templo.
Es difícil dar en la cultura hebrea con una imagen más eficaz que
ésta para llamar la atención sobre la importancia de la reconciliación. Quien
la rechaza, quien no la busca por todos los medios, se autoexcluye del “reino
de los cielos”.
Los primeros cristianos habían asimilado bien esta lección. El
autor de la Carta a los Efesios recomienda “que la puesta del sol no les
sorprenda en su enojo” (Ef 4,26); unos años antes, en la joven comunidad de
Antioquía de Siria había sido establecida esta norma: “En el día del Señor,
quien está en discordia con su prójimo no se una a ustedes antes de haberse
reconciliado, para que vuestro sacrificio no sea contaminado (Didajé 14,1-2).
Dos siglos después, un obispo de la misma región exhortaba a sus hermanos en el
episcopado con estas palabras: “Pronuncien sus sentencias el lunes con el fin
de tener tiempo hasta el sábado para dirimir las disensiones (entre los
miembros de sus comunidades) y así poder pacificar el Domingo a los divididos
por la discordia” (Didascalia 2, 59, 2).
Después de haber llamado al deber de la reconciliación, Jesús
resalta su urgencia (vv. 25-26). No se puede dejar para más tarde.
Nunca un cristiano tendría que recurrir a los tribunales para
obtener justicia, debería intentar antes ponerse de acuerdo con su hermano. En
todo caso, si prefiere recurrir a los tribunales en vez de soportar la
injusticia, debe tener presente que si se presenta ante Dios en desacuerdo con
su hermano, Dios no lo reconocerá como hijo. Las imágenes severas de la
prisión, de los guardias, de la obligación de pagar hasta el último centavo no
hay que entenderlas al pie de la letra. Son imágenes típicas de la cultura
semítica y del lenguaje de los rabinos. Son usadas aquí para resaltar, de
manera enérgica, la necesidad improrrogable de la reconciliación. Para
obtenerla, el discípulo tiene que estar dispuesto a cualquier renuncia.
Después de haber hablado del mandamiento de no matar, Jesús pasa
al problema del adulterio. La letra de la Torah parecía prohibir solamente las
malas acciones. Jesús, como suele hacer, va derecho al corazón y presenta las
exigencias más profundas de este mandamiento. Hay amistades, sentimientos,
relaciones que son ya adúlteras. Pisamos un terreno en el que, con mucha
facilidad uno puede ser arrastrado por los instintos y pasiones que pueden
provocar serios problemas a uno mismo, a la propia familia y a las de otros.
Jesús insiste: frente a estas situaciones es necesario tener el coraje de
cortar por lo sano, aunque sea doloroso, antes que los malos deseos se
transformen en adulterios de hecho.
Dos son los miembros del cuerpo que es necesario estar dispuestos
a amputar: el ojo derecho y la mano derecha. En este contexto, son el símbolo de
que aquello que despierta la libídine (miradas) y los contactos peligrosos (la
mano). Hay que renunciar, antes que perder la vida, a todo aquello que, hoy
día, gran parte de la opinión pública retiene, quizás, como meras experiencias
enriquecedoras, conquistas gratificantes, u ocasiones a no desaprovechar. La
parte derecha era considerada como la más noble, la preferida (cf. Sal 137,5).
No se trata de mutilaciones materiales, sino del fatigoso autocontrol del que
también habla Pablo: “entreno mi cuerpo y lo someto, no sea que, después de
predicar a los otros, quede yo descalificado” (1 Cor 9,27).
La Gehena es el valle que delimita al suroeste la ciudad de
Jerusalén; era el basurero de la ciudad, el lugar maldito donde se habían
sacrificado y quemado niños en honor al dios Moloc; se creía que allí se
encontraba la puerta de entrada al mundo de los demonios.
Quien no sabe imponerse renuncias en el campo de la sexualidad,
corre el peligro de arrojar todo el cuerpo (la propia persona) a la Gehena (la
basura). No es esto un castigo de Dios sino la consecuencia misma del pecado.
El tercer caso se refiere al divorcio (vv. 31-32).
Dios ha querido el matrimonio monógamo e indisoluble. La Biblia lo
afirma con claridad desde las primeras páginas: “los dos serán una sola carne”
(Gn 2,24). Por la dureza del corazón del hombre, sin embargo, ha entrado
también el divorcio en Israel. Contra las costumbres, las tradiciones y las
interpretaciones de los rabinos, Jesús devuelve el matrimonio a la pureza de
los orígenes y excluye la posibilidad de separar lo que Dios ha establecido que
permanezca unido. La cláusula “excepto en caso de concubinato”, que parece
dejar una puerta abierta al divorcio, se refiere en realidad a las uniones
ilegítimas e irregulares. Ni la infidelidad, ni las incomprensiones ni ninguna
otra dificultad matrimonial pueden legitimar un nuevo matrimonio. Cualquier
unión de este tipo es definida por Jesús como adulterio, no como una mancha que
se puede lavar con una buena confesión, sino como una decisión de muerte.
El discípulo debe estar atento porque la mentalidad corriente, el
permisivismo, la banalización de la sexualidad, la disolución de las costumbres
puede fácilmente hacer olvidar las palabras del Maestro, hacer tambalear hasta
las convicciones más sólidas e inducir a creer que es normal, humano y
apreciable lo que, en realidad, es replegarse, un expediente dictado por la
“sabiduría de este mundo”.
No es leal, no se hace ningún servicio a quien se le ocultan las
exigencias de la moral cristiana; es desleal quien se muestra complaciente y no
da importancia a posibles convivencias que inevitablemente van acompañadas de
dolorosos conflictos interiores. Hay que dejar siempre claro que la moralidad
evangélica implica la renuncia, el sacrificio, la cruz y también el heroísmo de
la virginidad de quien, como dice Jesús: “hay eunucos que así mismo se hicieron
eunucos por el reino de los cielos” (Mt 19,12).
Las palabras claras de Jesús, sin embargo, no dan a ningún
discípulo la licencia de juzgar, criticar, condenar, humillar y marginar a
aquellos que han fracasado en su vida matrimonial. Se trata, en general, de
personas que han pasado a través de grandes sufrimientos y vivido situaciones
dramáticas. A muchas de esas personas les resulta imposible realizar el
proyecto cristiano del matrimonio. La comunidad es llamada a manifestarles la
ternura y la compasión del Maestro que no ha apagado la mecha vacilante ni roto
la caña quebrada (cf. Is 42,3).
Durante el exilio de Babilonia los Israelitas habían asimilado de
los babilonios, entre otras malas costumbres, la de jurar sin motivo, hasta el
punto de no proferir ninguna afirmación sin acompañarla de juramentos e
increpaciones. Para evitar pronunciar el nombre de Dios, recurrían fórmulas
menos comprometidas: juraban por el cielo, por el templo, por la tierra, por
los padres, por sus mismas cabezas. Un sabio del siglo II a.C. recomendaba: “No
te acostumbres a pronunciar juramentos, ni pronuncies a la ligera el Nombre
Santo (Eclo 23,9).
Jesús se posiciona contra esta desconsiderada costumbre y lo hace
son su acostumbrada radicalidad: “No juren en absoluto…Que tu palabra sea sí,
sí, no…no. Lo que se añada luego viene del Maligno” (vv. 33-37).
No era tanto la profanación del nombre del Señor lo que le
preocupaba. Existen otros elementos que hacen inaceptable el juramento para
Jesús. En primer lugar, eso presupone una concepción pagana de Dios, quien es
imaginado como un vengador, pronto a lanzar rayos y centellas contra los
mentirosos y perjuros; refleja también el tipo de sociedad en la que vivimos y
en la que reinan la desconfianza, la deslealtad, las sospechas mutuas.
En la comunidad de los discípulos de Jesús, el juramento es
inconcebible puesto que se trata de una comunidad constituida por personas de
“corazón puro” (Mt 5,8) y guiada por el espíritu de la verdad (cf. Jn 14,17;
16,13) que ha desterrado de su vida toda mentira, como recomienda Pablo:
“Eliminen la mentira y díganse la verdad unos a otros ya que todos somos
miembros del mismo cuerpo” (Ef 4,25; cf. 1 Pe 2,1).