Introducción
“El Señor te ha elegido –dice
Moisés al pueblo de Israel– entre todas las naciones de la tierra como pueblo
de su propiedad” (Dt 14,2). “Solo de sus padres se enamoró el Señor, los amó y
de su descendencia los escogió a ustedes entre todos los pueblos de la tierra”
(Dt 10,15-16). También los cristianos son “estirpe elegida” (1 Pe 2,9). “Nos
consta, hermanos queridos de Dios, que ustedes han sido elegidos” (1 Tes 1,4),
declara Pablo a los Tesalonicenses. Si el Señor, como afirma Pedro, “no hace
diferencia entre las personas” (Hch 10,34) ¿qué sentido tiene hablar de
elección?
Las elecciones de Dios no siguen
los criterios humanos: no presuponen ningún mérito, surgen de su amor gratuito.
Dios se ha unido a Israel no porque fuera el más numeroso de los pueblos –al
contrario, era el más pequeño– sino simplemente por amor (cf. Dt 7,5-8).
Santiago recuerda el comportamiento de Dios a los cristianos de sus
comunidades: ¿”Acaso no escogió Dios a los pobres de este mundo para hacerlos
ricos en la fe y herederos del reino”? (Sant 2,5).
Cuando Dios llama a un hombre,
cuando elige a un pueblo, lo hace para confiarle una tarea, una misión, para
hacerlo portavoz de sus bendiciones destinadas a todos. Así Abrahán se
convertirá en “una bendición para todos los pueblos de la tierra”; Israel, el
siervo del Señor, tiene el encargo de “llevar el derecho a las naciones” (Is
42,1); Pablo, es “mi instrumento elegido para difundir mi nombre entre los
paganos, reyes e israelitas” (Hch 9,15). Las vocaciones de Dios no confieren
ningún privilegio, no ofrecen ningún motivo para sentirse superiores o mejores
que los demás, son una llamada de disponibilidad al servicio, a ser mediadores
de salvación.
* Para interiorizar el mensaje,
repetiremos: “Haznos comprender, Señor, cuán grande y comprometida es la misión
a la que nos has llamado”.
Primera
Lectura: Génesis 12,1-4
1El Señor dijo a Abrán:–Sal de tu tierra nativa y
de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré. 2Haré de ti un
gran pueblo, te bendeciré, haré famoso tu nombre, y servirá de bendición. 3Bendeciré
a los que te bendigan, maldeciré a los que te maldigan. En tu nombre se
bendecirán todas las familias del mundo. 4Abrán marchó, como le
había dicho el Señor, y con él marchó Lot. Abrán tenía setenta y cinco años
cuando salió de Jarán. – Palabra de Dios
Son casi más de dos mil millones
de personas las que consideran a Abrahán su padre en la fe. El destino de este
personaje –cuya figura histórica es difícil de definir porque se pierde en la
noche de los tiempos– es verdaderamente singular: para hebreos, cristianos y
musulmanes es el símbolo del creyente, el modelo del hombre fiel a Dios. Su
nombre, que significa “el padre ama” o “el padre es exaltado”, evoca quizás el
culto al Dios Padre adorado por sus antepasados en Mesopotamia, su tierra de
origen.
Habitaba en Ur de los caldeos. “Mi
padre era un arameo errante” recordará siempre Israel en su profesión de fe (Dt
26,5). El nombre de sus familiares, el cuadro geográfico, las costumbres, las
prácticas jurídicas, el tipo de religión, los relatos de sus emigraciones
sugieren colocar cronológicamente a Abrahán hacia la mitad del segundo milenio
antes de Cristo. En cierto momento de su vida se produjo un cambio radical: se
vio obligado a abandonar su tierra y su familia y ponerse rumbo a un país
desconocido. Podemos intentar reconstruir lo que históricamente sucedió.
Mesopotamia, tierra muy fértil al
ser bañada por los ríos Tigris y Éufrates era, juntamente con Egipto, la tierra
más rica y avanzada del mundo. Allí se desarrollaron las técnicas agrícolas más
modernas, existían escuelas superiores, una organización estatal eficiente,
leyes muy sabias –baste recordar el famoso código de Hammurabi–, tribunales
donde se administraba justicia con equidad. Hubiera sido una tierra feliz si no
hubiera estado sometida a frecuentes invasiones por parte tribus semi-nómadas
que habitaban al oeste en los márgenes del desierto, o de pueblos venidos del
oriente que descendían de los altiplanos. La inseguridad que seguía a estas
invasiones provocaba emigraciones forzadas de grupos, clanes, tribus, entre las
que seguramente se vio envuelta la familia de Abrahán, hacia los comienzos del
segundo milenio a.C.
¿Cómo ha vivido Abrahán este
cambio brusco que se produjo en su vida?
El texto bíblico nos ofrece una
lectura teológica de los hechos. Abrahán ha sabido discernir la voluntad de
Dios en los acontecimientos a que ha tenido que enfrentarse; ha entendido que
el Señor le llamaba a una gran misión y ha dado su confiado consentimiento; ha
visto en lo que le estaba sucediendo (aunque doloroso, dramático,
desestabilizante) un proyecto del Señor y se ha fiado de él, se ha dejado
conducir por él.
El pasaje que viene propuesto hoy,
ocupa un puesto clave en la historia de la salvación: marca el comienzo de un
capítulo nuevo para toda la humanidad.
Después de los primeros once
capítulos del Génesis que narran la historia de los orígenes del mundo y del
hombre, del pecado, del diluvio y de la torre de Babel, la atención del autor
sagrado se centra en un individuo y en su familia, que ocupará el resto del
libro. De pronto, sin previo aviso, el Señor se dirige a Abrahán con una orden
perentoria: “Sal de tu tierra nativa y de la casa de tu padre y ve a la tierra
que te mostraré” (v. 1). Ninguna alusión en el relato bíblico al tiempo, al
lugar, a las circunstancias, al estado de ánimo con que el patriarca ha vivido
la experiencia de Dios: es una invitación a acoger, en esta vocación, el
fatigoso camino espiritual propuesto a todo creyente.
A través del consejo de un amigo
verdadero; en una comunicación interior; durante un retiro espiritual mientras
se contempla en silencio la caída del sol; en el acontecimiento triste o alegre
que desequilibra proyectos y sueños, Dios habla. Invita quizás a abandonar esa
rutina que más que vivir nos hace sobrevivir; pide cortar con el pasado, con
las costumbres que, aunque no nos honran mucho, al menos nos ofrecen alguna
gratificación. Dios no acepta que el hombre se resigne y se adapte a falsos
equilibrios; interviene, promete una vida nueva, diversa, auténtica, aunque muy
comprometida y acompañada de imprevistos. No hay que extrañarse, por tanto, si
de la tierra dejada atrás permanezca por largo tiempo el recuerdo y hasta la
añoranza.
Dios no revela a Abrahán hacia
dónde lo conduce ni tampoco le indica las etapas difíciles que deberá recorrer
porque tendría miedo y ciertamente se desanimaría. Dios se comporta de la misma
manera con todo hombre: lo llama a la conversión y solo poco a poco le va
indicando los pasos que debe dar. Momento a momento, día a día, lo invita a dar
su respuesta, a pronunciar su “sí” al Padre que lo está guiando.
En el centro del pasaje (vv. 2-3)
nos encontramos con las promesas de Dios, quien no habla sino de bendiciones
desde el principio hasta fin. Cinco veces aparece este término y solo
indirectamente se sugiere la maldición. La bendición se extiende a todas las
familias de la tierra. Nótese bien, es una bendición sin condiciones,
independiente de la respuesta o de la fidelidad del hombre. Dios promete,
simplemente, hacer el bien.
En el contexto del libro del
Génesis este dato es particularmente significativo por estar colocado después
de la narración del pecado del hombre, después de que, en un audaz
antropomorfismo, se haya afirmado: “Al ver el Señor que en la tierra crecía la
maldad del hombre y que toda su actitud era siempre perversa, se arrepintió de
haber creado al hombre en la tierra y le pesó en el corazón” (Gn 6,5-6), y
después de que, en Babel, los hombres habían incluso intentado escalar hasta el
cielo.
Y esta es la respuesta de Dios al
pecado: no la resignación, sino la llamada a Abrahán, la elección de un
“elegido” (cf. Neh 9,7), de un siervo fiel a través del cual inaugurar una
nueva historia de amor y hacer llegar su bendición a toda la humanidad.
Durante toda la escena Abrahán ha
permanecido en silencio, no ha pronunciado una palabra, no ha pedido
explicaciones, no ha hecho comentario alguno. Ha escuchado en silencio. El
relato concluye con la anotación lacónica: “Abrahán marchó como le había dicho
el Señor” (v. 4). Pocas palabras, pero las suficientes para expresar la
adhesión completa del patriarca al proyecto de Dios y mostrar su total
confianza en él. Es la actitud de escucha, de docilidad, de conversión, de
disponibilidad a realizar “salidas” valientes que el Señor espera de todo
creyente, especialmente durante la Cuaresma.
Salmo
32, 4-5. 18-19. 20 y 22
R/.
Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti
La
palabra del Señor es sincera,
y
todas sus acciones son leales;
él
ama la justicia y el derecho,
y
su misericordia llena la tierra. R/.
Los
ojos del Señor están puestos en quien lo teme,
en
los que esperan su misericordia,
para
librar sus vidas de la muerte
y
reanimarlos en tiempo de hambre. R/.
Nosotros
aguardamos al Señor:
él
es nuestro auxilio y escudo.
Que
tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros,
como
lo esperamos de ti. R/.
Segunda
Lectura: 2 Timoteo 1,8b-10
8No te avergüences de dar testimonio de Dios, ni de mí, su
prisionero; al contrario, con la fuerza que Dios te da comparte conmigo los
sufrimientos que es necesario padecer por la Buena Noticia. 9Él nos
salvó y llamó, destinándonos a ser santos, no por mérito de nuestras obras,
sino por su propia iniciativa y gracia, que se nos concede desde la eternidad
en nombre de Cristo Jesús 10y que se manifiesta ahora por la
aparición de nuestro salvador Cristo Jesús; quien ha destruido la muerte e
iluminado la vida inmortal por medio de la Buena Noticia. – Palabra de Dios
Timoteo es todavía muy joven
cuando decide dedicar su vida al evangelio. Es un hombre bueno, aunque un poco
tímido, y goza de la estima de todos. Cuando recibe esta carta es ya, desde
hacía algunos años obispo de Éfeso, una de las mayores ciudades del imperio
romano. Las cosas no van bien para las comunidades de toda la región: existen dificultades
serias; han comenzado las primeras persecuciones; muchos cristianos se
tambalean en su fe y comienzan por no acudir a los encuentros comunitarios y
vuelven a poner sus ojos y sus intereses en los bienes de este mundo.
En
el pasaje de la lectura de hoy, el autor quiere animar a aquellos discípulos
duramente probados. Les recuerda que la fidelidad a Cristo lleva consigo
riesgos notables y muchos sufrimientos. Dios no suele conducir a los hombres
por caminos cómodos. No ha sido fácil la vida de Abrahán ni tampoco lo han sido
las de Cristo, Pablo y Timoteo. Tampoco lo será la vida de los cristianos.
En
la segunda parte de la lectura (vv. 9-10) viene puesto de relieve el hecho de
que la vocación cristiana es completamente gratuita: los hombres no pueden
hacer nada para merecerla, es puro don. Esta verdad debe despertar sentimientos
de reconocimiento a Dios y una pronta adhesión a su llamada.
Evangelio:
Mateo 17,1-9

Este pasaje se interpreta a veces
como una breve anticipación de la experiencia del paraíso, concedida por Jesús
a un grupo restringido de amigos para prepararlos a soportar la dura prueba de
su pasión y muerte.
Es necesario ser muy circunspectos
cuando nos acercamos a un texto evangélico porque, lo que a primera vista
parece ser la crónica de un acontecimiento se revela, después de un examen más
atento, como un texto de teología redactado según los cánones del lenguaje
bíblico. El relato de la transfiguración de Jesús, referido casi idénticamente
por Marcos, Mateo y Lucas, es un ejemplo.
Hoy nos viene propuesta la versión
de Mateo. Comienza con una nota aparentemente irrelevante: “Seis días después”.
¿Después de qué? No viene dicho, pero probablemente se refiere al debate sobre
la identidad de Jesús que tuvo lugar en la región de Cesárea de Felipe (cf. Mt
16,13-20). Uno se pregunta por qué Jesús tomó consigo solamente tres discípulos
y por qué subió a un monte.
Comencemos por este último
detalle. Es curioso, sobre todo en el evangelio de san Mateo, que cuando Jesús
quiere decir algo verdaderamente importante sube a un monte: la última
tentación tiene lugar en un monte (cf. Mt 4,8); las bienaventuranzas son
proclamadas en un monte (cf. Mt 5,1); es en un monte donde se realiza la
multiplicación de los panes (cf. Mt 15,29) y, al final del evangelio, cuando
los discípulos se encuentran con el Resucitado y son enviados al mundo entero,
están “en el monte que les había indicado Jesús” (Mt 28,16).
Basta recorrer las páginas del
Antiguo Testamento para comprender tanta insistencia. El monte, en la Biblia
como también en la mayoría de los pueblos antiguos, era el lugar del encuentro
con Dios: fue en el Sinaí donde Moisés tuvo la manifestación de Dios y recibió
la revelación que después transmitió a su pueblo, y fue en la cima del Oreb
donde Elías tuvo el encuentro con el Señor. Es más: en Éxodo 24 leemos que
Moisés subió “después de seis días” al monte, acompañado de Aarón, Nadab y
Abihu (cf. Ex 24,1.9), y fue envuelto por una nube. En el monte, incluso su
rostro se transfiguró por el esplendor de la gloria divina (cf. Ex 30,34). A la
luz de estos textos queda claro el objetivo del evangelista: intenta presentar
a Jesús como el nuevo Moisés, como el que entrega al nuevo pueblo, representado
por los tres discípulos, la nueva ley; Jesús es la revelación definitiva de
Dios.
El rostro resplandeciente y la
ropa blanca como la luz (v.2). Estos son también motivos recurrentes en la
Biblia. “Te revistes de belleza y esplendor. Te vistes de luz como de un manto”
(Sal 104,1-2). Son imágenes con que viene afirmada la presencia de Dios en la
persona de Jesús. Idéntico es el significado de la nube luminosa que envuelve a
todos con su sombra (v. 5). En el libro del Éxodo se habla de una nube luminosa
que protegía al pueblo de Israel en el desierto (cf. Ex 13,21), signo de la presencia
de Dios que acompañaba a su pueblo en el camino. Cuando Moisés recibió la ley,
el monte quedó envuelto en una nube (cf. Ex 24,15-16) y él descendió con el
rostro resplandeciente (Ex 39,29-35). Nube y rostro resplandeciente son, por
tanto, el reflejo de la presencia de Dios.
Sirviéndose de estas imágenes
Mateo afirma que Pedro, Santiago y Juan, en un momento particularmente
significativo de sus vidas, han sido introducidos en el mundo de Dios y han
gozado de una iluminación que les ha hecho comprender la verdadera identidad
del Maestro y la meta de su camino: no había de ser el mesías glorioso que
ellos esperaban, sino un mesías que, después de un duro conflicto con el poder
religioso, sería hostigado, perseguido y matado. Se han dado cuenta también de
que sus destinos personales no serían diferentes del destino del Maestro.
La voz del cielo (v. 5). Es una
expresión literaria utilizada frecuentemente por los rabinos cuando, para
concluir una larga discusión sobre un tema, querían presentar el pensamiento de
Dios.
El argumento del capítulo
precedente (cf. Mt 16) había versado sobre la identidad de Jesús. El mismo
Maestro había abierto el debate con la pregunta: “¿Quién dice la gente que es
el Hijo del Hombre?” (Mt 16,13). Después de exponer las distintas opiniones,
los apóstoles, por boca de Pedro, habían manifestado su convicción: él era el
esperado mesías. La voz del cielo declara ahora el parecer de Dios: “Jesús es
el predilecto”, el siervo fiel en el que se complace el Señor (cf. Is 42,1).
Ya en el momento de su bautismo
fue oída esta “voz” pronunciando las mismas palabras: Este es mi Hijo
predilecto” (Mt 3,17); ahora, se añade la exhortación: “¡Escúchenle!”.
Escúchenle aun cuando parezca que propone caminos demasiado comprometidos,
estrechos y escabrosos, elecciones paradójicas y humanamente absurdas.
En la Biblia, el verbo “escuchar”
no significa solo “oír” sino que frecuentemente equivale a “obedecer” (cf. Ex
6,12; Mt 18,15-16). La recomendación que el Padre dirige a Pedro, Santiago y
Juan y, a través de ellos, a todos los discípulos, es de “poner en práctica” lo
que Jesús enseña. Es una invitación a orientar la vida de acuerdo con las
propuestas de las bienaventuranzas.
¿Quiénes son Moisés y Elías? El
primero es quien ha dado la ley a su pueblo; el otro era considerado como el
primero de los profetas. Estos dos personajes representaban las sagradas
Escrituras para los israelitas. Todos los libros santos de Israel tienen el
objetivo de dialogar con Jesús, están orientados hacia él. Sin Jesús, el
Antiguo Testamento es incomprensible, pero también Jesús permanece en el
misterio sin el Antiguo Testamento. En el día de Pascua, para hacer comprender
a sus discípulos el significado de su muerte y resurrección, Jesús recurre al
Antiguo Testamento: “Y comenzando por Moisés y siguiendo por todos los
profetas, les explicó lo que en toda la Escritura se refería a él” (Lc 24,27).
El significado de la imagen de las
tres tiendas no es fácil de determinar. Ciertamente hacen referencia al camino
del éxodo e indican, quizás, el deseo de Pedro de pararse para perpetuar el
gozo experimentado en un momento de intimidad espiritual con el Maestro. Quien
construye una tienda intenta fijar su morada en un lugar y no moverse, al menos
por un cierto tiempo. Jesús, por el contrario, está siempre de camino: se
dirige a una meta y los discípulos deben seguirle.
Nuestra misma experiencia
espiritual nos puede ayudar a entenderlo mejor: después de haber dialogado
largamente con Dios, no deseamos volver a la rutina de cada día. Los problemas,
conflictos sociales, divisiones familiares, los dramas que tenemos que afrontar
nos dan miedo; sabemos, sin embargo, que la escucha de la palabra de Dios no lo
es todo. No podemos pasar la vida en la iglesia ni en los oasis de retiros
espirituales: es necesario salir para servir a los hermanos, para ayudar a
quien sufre, para estar cerca de quien tiene necesidad de amor.
Después de haber descubierto en la
oración el camino a recorrer, es necesario seguir a Cristo que sube a Jerusalén
para dar la vida.
Resumamos el significado de la
escena: todo el Antiguo Testamento (Moisés y Elías) cobra su significado en
Jesús, pero Pedro no sabe el significado lo que está sucediendo.
Aunque proclame de palabra que
Jesús es “el Cristo” (cf. Mt 16,16), sigue totalmente convencido de que sea
solamente un gran personaje, un hombre del nivel de Moisés y Elías, por esto
sugiere que se construyan tres tiendas iguales.
Interviene Dios para corregir esta
falsa interpretación de Pedro: Jesús no es solo un gran legislador o un simple
profeta sino el “Hijo predilecto” del Padre.
Los tres personajes no pueden ya
continuar juntos: Jesús se destaca netamente de los otros dos, es absolutamente
superior. Israel había escuchado la voz del Señor a través de Moisés y los
profetas. Ahora, esta voz –declara el Padre– llega a los hombres a través de
Cristo. Es a él y solo a él a quien los discípulos deben escuchar, por eso el
relato hace notar que, cuando los tres discípulos abren los ojos, no ven a otro
que Jesús. Moisés y Elías han desaparecido, han cumplido ya su misión, es
decir, han presentado el Mesías, el nuevo legislador, el nuevo profeta, al
mundo.
Se ha realizado de modo
sorprendente la promesa hecha por Moisés al pueblo antes de morir: “El Señor tu
Dios te suscitará un profeta como yo, lo hará surgir de entre ustedes, de entre
tus hermanos; y es a él a quien escucharán” (Dt 18,15).