Existe una luz sin ocaso
Fernando Armellini
Introducción
Hay
cosas que logramos ver, otras se nos escapan. Crecen a ritmo vertiginoso los
conocimientos científicos que nos permiten examinar, controlar, cuantificar
todo lo que es material. Despiertan nuestra curiosidad y nos apasionan, nos
hacen sentir orgullosos hasta el punto de inducir a algunos a creer que exista
y sea verdadero solamente lo que puede ser visto con los ojos, contrastado con
los sentidos, verificado con los instrumentos del laboratorio.
Pero
la presunción de tener bajo control toda la realidad deriva de un defecto de
visión, de la privación de aquella mirada interior y espiritual que nos permite
vislumbrar, barruntar los misterios de Dios, el sentido de la vida y la muerte
y el destino último de la historia humana.
Existe
también otra ceguera, la del que cree poseer la luz y saber dar el justo valor
a cada cosa: al dinero, al éxito, a la carrera, a la sexualidad, a la salud y a
la enfermedad, a la juventud y a la vejez, a la familia, a los hijos…pero que
ha sacado sus certezas de la escala de valores de este mundo; las ha deducido
–quizás sin darse cuenta– de las pulsiones y de emociones del momento, de
cálculos interesados, de ideologías y sistemas económicos contaminados por el
pecado, de charlas de salón: luces falsas, destellos poco fiables, fuegos
fatuos, deslumbramientos engañosos.
“La
luz verdadera que ilumina a todo hombre estaba viniendo al mundo” (Jn 1,9):
Cristo, que ha llegado para disipar nuestras tinieblas, iluminar nuestras
noches e introducirnos en la familia de los que son “ciudadanos de la luz y del
día” (1 Tes 5,5).
*
Para interiorizar el mensaje, repetiremos: “Tú eres la luz del mundo. Quien te
sigue tiene la luz de la vida”.
Primera
Lectura: 1 Samuel 16,1b.4a.6-7.10-13a
1Yahvé dijo a Samuel: Llena pues tu
cuerno de aceite y parte. Te envío donde Jesé de Belén, porque me escogí un rey
entre sus hijos». 4 Samuel hizo como le había dicho Yahvé. Cuando
llegó a Belén, los ancianos salieron temblando a su encuentro. Le dijeron:
«¿Vienes en son de paz?». 6Cuando entraron, Samuel divisó a Eliab y
pensó: «Seguramente ése será el que Yahvé va a consagrar». 7Pero
Yahvé dijo a Samuel: «Olvídate de su apariencia y de su gran altura, lo he
descartado. Porque Dios no ve las cosas como los hombres: el hombre se fija en
las apariencias pero Dios ve el corazón». 10Finalmente Jesé hizo
pasar a sus siete hijos ante Samuel, y Samuel decía a Jesé: «Yahvé no ha
elegido a ninguno de estos». 11Entonces Samuel dijo a Jesé: «¿Esos
son todos tus hijos?» Respondió: «Todavía falta el menor, que cuida el rebaño».
Samuel le dijo: «Mándalo a buscar porque no nos sentaremos a la mesa hasta que
no esté aquí». 12Fueron pues a buscarlo y llegó; era rubio con
hermosos ojos y una bella apariencia. Yahvé dijo entonces: «Párate y conságralo;
es él». 13Samuel tomó su cuerno con aceite y lo consagró en medio de
sus hermanos. Desde entonces y en adelante el espíritu de Yahvé se apoderó de
David. – Palabra de Dios
“Los
pensamientos de los mortales son tímidos e inciertas sus reflexiones, porque el
cuerpo mortal es un peso para el alma”. Así el autor del Libro de la Sabiduría
pone en guardia contra el peligro de fiarse excesiva e ingenuamente de los
criterios de juicio del hombre (Sab 9,14).
¿Estará
el profeta, aquel quien el Señor confía sus propios proyectos y revela los
propios misterios, inmune contra mezquinos condicionamientos? No, pues sigue
siendo un hombre al que también le resulta difícil sintonizar sus propios
pensamientos con los de Dios; también el profeta tiene necesidad de purificar
su mirada si quiere ver la realidad con los ojos del Señor. Esto es lo que le
ha sucedido a Samuel, el hombre de Dios enviado a Belén para consagrar a quien
el Señor había escogido como rey.
Corría
el año 1020 a.C. y el pueblo de Israel estaba atravesando un momento difícil a
causa de los Filisteos que lo oprimían por todas partes. ¿Dónde encontrar en
Israel a un hombre valeroso, hábil, inteligente, capaz de contener la
arrogancia de enemigos tan potentes?
Un
día, el Señor hizo saber a Samuel que tenía a ese hombre: un joven de Belén, un
hijo de Jesé. El profeta se pone en camino hacia aquella ciudad, busca la casa
de Jesé, entra y cuenta lo que el Señor le ha revelado. Jesé rebosa de felicidad
porque Dios ha escogido a uno de sus hijos como rey de Israel. Pero ¿cuál de
ellos?, se pregunta, pues tiene muchos hijos. Después de un momento de duda,
piensa: ciertamente el elegido es Eliab, el primogénito; es alto, valiente,
apuesto, no puede ser otro sino él. También Samuel se ve gratamente sorprendido
por el aspecto del joven, por su imponente estatura… pero oye en su interior la
voz del Señor: ¡No, no es él!
Un
poco desilusionado, Jesé presenta al profeta, uno tras otro, a sus siete hijos.
Todos apuestos, gallardos, sagaces, pero ninguno de ellos es el elegido.
Perplejo y desorientado, Samuel pregunta entonces a Jesé: ¿No tienes más hijos?
Sí – responde éste – queda el pequeño. Parece absurdo que Dios le escoja para
una misión tan importante cuando puede contar con personas mejor dotadas. El
profeta (que comienza a ver la realidad con ojos nuevos, los de Dios) responde:
“Manda a buscarlo porque el elegido es él”.
¡Extraña
e ilógica la elección de Dios! Es difícil entender su comportamiento; no es la
primera vez que Dios actúa de manera contraria a nuestros criterios humanos. Ya
al comienzo de la Biblia prefirió Abel sobre Caín. El texto sagrado no explica
el motivo (no dice que Abel era bueno y Caín malo). La razón es otra: Hebel
(Abel) en hebreo significa “vacío, hueco”, lo que no tiene consistencia y, por
tanto, aquel que no cuenta. Abel es hebel, el más débil y pequeño: es decir,
tiene todo aquello que atrae la mirada de Dios. Es esta, en la Biblia, la
primera manifestación de la preferencia de Dios por lo que no tiene valor.
Después
Dios se escogerá a un pueblo. ¿Serán los egipcios, muy religiosos,
constructores de pirámides, conocedores de los secretos de la ciencia? ¿Acaso
los babilonios, ricos, potentes, versados en todos los campos del saber? No,
preferirá a Israel porque…era el más pequeño (cf. Dt 7,7-8). Más tarde, para
liberar a su pueblo de los madianitas llamará a Gedeón que se excusará
diciendo: “Perdón, ¿Cómo podré yo librar a Israel? Precisamente mi familia es
la menor y la más pobre de la tribu de Manasés y yo soy el más pequeño en la
casa de mi padre” (Jue 6,15).
Jesús
se comporta de la misma manera: privilegia a los pequeños, los pecadores, los
pobres, los pastores, las personas despreciadas, quieres serán los primeros
invitados en el banquete del Reino.
¿Cómo
explicar estas predilecciones de Dios? La respuesta se encuentra en la parte
central de la lectura de hoy: Él no ve a las personas como las vemos nosotros;
nuestra mirada contempla lo externo, no va más allá de la superficie, se
detiene en lo efímero. La mirada de Dios penetra el corazón. Incluso Samuel, el
hombre de Dios, el profeta del Señor, se ha dejado deslumbrar por las
apariencias. Es fácil que esto suceda, por eso solemos, inconscientemente,
emitir juicios superficiales e injustos sobre ciertas personas. La lectura nos
invita a darnos cuenta de ello y, por tanto, a revisar nuestros juicios a luz
de los juicios y de la mirada del Señor.
Salmo 22, 1-3a. 3b-4.
5. 6
R/. El Señor es mi pastor, nada me falta
El Señor es mi pastor, nada me falta:
en verdes praderas me hace recostar,
me conduce hacia fuentes tranquilas
y repara mis fuerzas. R/.
Me guía por el sendero justo,
por el honor de su nombre.
Aunque camine por cañadas oscuras,
nada temo, porque tú vas conmigo:
tu vara y tu cayado me sosiegan. R/.
Preparas una mesa ante mi,
enfrente de mis enemigos;
me unges la cabeza con perfume,
y mi copa rebosa. R/.
Tu bondad y tu misericordia me acompañan
todos los días de mi vida,
y habitaré en la casa del Señor
por los años sin término. R/.
Segunda
Lectura: Efesios 5,8-14
Hermanos, 8si en otro
tiempo ustedes eran tinieblas, pero ahora son luz en el Señor. Pórtense como
hijos de la luz, 9con bondad, con justicia y según la verdad, pues
ésos son los frutos de la luz. 10Busquen lo que agrada al Señor. 11No
tomen parte en las obras de las tinieblas, donde no hay nada que cosechar; al
contrario, denúncienlas. 12Sólo decir lo que esa gente hace a
escondidas da vergüenza; 13pero al ser denunciado por la luz se
vuelve claro, y lo que se ha aclarado llegará incluso a ser luz. 14Por
eso se dice: «Despierta, tú que duermes, levántate de entre los muertos y la
luz de Cristo brillará sobre ti». – Palabra de Dios
La
lucha entre el bien y el mal es representada frecuentemente en la Biblia con la
antítesis entre luz y tinieblas. “¿Puede la luz convivir con las tinieblas?”
Pregunta retóricamente Pablo a los Corintios (2 Cor 6,14). El drama humano
consiste en que el hombre puede elegir entre las tinieblas (alejamiento de
Dios) y la luz (cf. 1 Jn 1,5.7).
Para
los semitas –que habían asimilado muchos aspectos de las concepciones
dualísticas de Persia– el Oriente, desde donde surge el sol, era el símbolo de
Dios, mientras que el Occidente indicaba al maligno. En una de sus célebres
catequesis bautismales, Cirilo de Jerusalén (IV siglo), recordaba a sus fieles:
“Vueltos hacia occidente ustedes han extendido las manos y renunciado a
Satanás, porque el Occidente es el lugar de la tiniebla densa y el imperio de
satanás está en la oscuridad”.
Las
exhortaciones contenidas en la lectura hay que entenderlas en este contexto.
A
los cristianos se les recuerda que, con el bautismo, han pasado de las
tinieblas a la luz, por tanto, se espera de ellos obras de luz, es decir,
bondad, justicia y verdad. En cuanto a las obras de las tinieblas – continúa
Pablo – son tan vergonzosas que quien las hace se esconde, teme a la luz y
busca instintivamente la oscuridad.
El
Apóstol sugiere, finalmente, cómo enfrentarse a las obras malvadas: con la
denuncia abierta y decidida (v.13); deben ser condenadas con firmeza; no hay
que justificarlas, ni excusarlas ni enmascararlas para hacerlas más aceptables.
El simple hecho de llamarlas por su propio nombre y no con circunloquios
equívocos, significa ponerlas en evidencia, es como proyectar sobre ellas un
rayo de luz que les priva de su más válida protección, las tinieblas. Cuando
hay luz las obras malvadas se encuentran fuera de su ambiente vital.
Es
un deber de todo cristiano denunciar con coraje lo que es desorden. Hay siempre
un peligro al acecho, también para los cristianos: el de caer en las redes de
falsos argumentos, que nos llevan a llamar “bien al mal y mal al bien” (Is
5,20).
Evangelio:
Juan 9,1-41
1Al pasar vio un hombre ciego de
nacimiento. 2Los discípulos le preguntaron: Maestro, ¿quién pecó
para que naciera ciego? ¿Él o sus padres? 3Jesús contestó: Ni él
pecó ni sus padres; ha sucedido así para que se muestre en él la obra de Dios. 4Mientras
es de día, tienen que trabajar en las obras del que me envió. Llegará la noche,
cuando nadie puede trabajar. 5Mientras estoy en el mundo, soy la luz
del mundo.
6Dicho esto, escupió en el suelo,
hizo barro con la saliva, se lo puso en los ojos 7y le dijo: Ve a
lavarte a la piscina de Siloé que significa enviado. Fue, se lavó y al regresar
ya veía. 8Los vecinos y los que antes lo habían visto pidiendo
limosna comentaban: ¿No es éste el que se sentaba a pedir limosna? 9Unos
decían: Es él. Otros decían: No es, sino que se le parece. Él respondía: Soy
yo. 10Así que le preguntaron: ¿Cómo pues se te abrieron los ojos? 11Contestó:
Ese hombre que se llama Jesús hizo barro, lo puso sobre mis ojos y me dijo que
fuera a lavarme a la fuente de Siloé. Fui, me lavé y recobré la vista.
12Le preguntaron: ¿Dónde está él?
Responde: No sé. 13Llevaron ante los fariseos al que había sido
ciego. 14Era sábado el día que Jesús hizo barro y le abrió los ojos.
15Los fariseos le preguntaron otra
vez cómo había recobrado la vista. Les respondió: Me aplicó barro a los ojos,
me lavé, y ahora veo. 16Algunos fariseos le dijeron: Ese hombre no
viene de parte de Dios, porque no observa el sábado. Otros decían: ¿Cómo puede
un pecador hacer tales milagros? Y estaban divididos. 17Preguntaron
de nuevo al ciego: Y tú, ¿qué dices del que te abrió los ojos? Contestó: Que es
profeta.
18Los judíos no terminaban de creer
que había sido ciego y había recobrado la vista; así que llamaron a los padres
del que había recobrado la vista 19y les preguntaron: ¿Es éste su
hijo, el que ustedes dicen que nació ciego? ¿Cómo es que ahora ve? 20Contestaron
sus padres: Sabemos que éste es nuestro hijo y que nació ciego; 21pero
cómo es que ahora ve, no lo sabemos; quién le abrió los ojos, no lo sabemos.
Pregúntenle a él, que es mayor de edad y puede dar razón de sí. 22Sus
padres dijeron esto por temor a los judíos; porque los judíos ya habían
decidido que quien lo confesara como Mesías sería expulsado de la sinagoga. 23Por
eso dijeron los padres que tenía edad y que le preguntaran a él.
24Llamaron por segunda vez al hombre
que había sido ciego y le dijeron: Da gloria a Dios. A nosotros nos consta que
aquél es un pecador. 25Les contestó: Si es pecador, no lo sé; de una
cosa estoy seguro, que yo era ciego y ahora veo. 26Le preguntaron de
nuevo: ¿Cómo te abrió los ojos? 27Les contestó: Ya se lo dije y no
me creyeron; ¿para qué quieren oírlo de nuevo? ¿No será que también ustedes
quieren hacerse discípulos suyos? 28Lo insultaron diciendo: ¡Tú
serás discípulo de ese hombre nosotros somos discípulos de Moisés! 29Sabemos
que Dios le habló a Moisés; en cuanto a ése, no sabemos de dónde viene. 30Les
respondió: Eso es lo extraño, que ustedes no saben de dónde viene y a mí me
abrió los ojos. 31Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, sino
que escucha al que es piadoso y cumple su voluntad. 32Jamás se oyó
contar que alguien haya abierto los ojos a un ciego de nacimiento. 33Si
ese hombre no viniera de parte de Dios, no podría hacer nada. 34Le
contestaron: Tú naciste lleno de pecado, ¿y quieres darnos lecciones? Y lo
expulsaron.
35Oyó Jesús que lo habían expulsado
y, cuando lo encontró, le dijo: ¿Crees en el Hijo del Hombre? 36Contestó:
¿Quién es, Señor, para que crea en él? 37Jesús le dijo: Lo has
visto: es el que está hablando contigo. 38Respondió: Creo, Señor. Y
se postró ante él. 39Jesús dijo: He venido a este mundo para un
juicio, para que los ciegos vean y los que vean queden ciegos. 40Algunos
fariseos que se encontraban con él preguntaron: Y nosotros, ¿estamos ciegos? 41Les
respondió Jesús: Si estuvieran ciegos, no tendrían pecado; pero, como dicen que
ven, su pecado permanece. – Palabra del Señor
El
relato del ciego de nacimiento viene propuesto en la Cuaresma desde los
primeros tiempos de la Iglesia. La razón es fácil de entender: en la historia
del ciego de nacimiento todo cristiano puede fácilmente reconocer su propia
historia. Antes de encontrar a Cristo era ciego, después el Maestro le ha dado
la vista, lo ha iluminado en el agua de la fuente bautismal. Cuando, después de
Constantino, se comenzaron a construir los primeros baptisterios, se les dio el
nombre de photisteria: lugares de la iluminación.
En
el pasaje bíblico de hoy, Juan aprovecha un episodio de la vida de Jesús y lo
utiliza para desarrollar el tema central del mensaje cristiano: la salvación
recibida en Cristo.
Emplea
un lenguaje bíblico: la contraposición tinieblas-luz. Las tinieblas siempre han
tenido una connotación negativa en la Biblia, son el símbolo del poder oscuro
del mal, de la muerte, de la perdición; la luz, por el contrario, representa la
orientación hacia Dios, la elección del bien y de la vida. La curación del
ciego de nacimiento viene colocada en el contexto de la fiesta de las Chozas
(cf. Jn 7,2), la más popular de las fiestas judías, hasta el punto de ser
llamada simplemente “la fiesta”. Duraba una semana y se caracterizaba por la
explosión de alegría popular y las liturgias de la luz y del agua.
Sobre
la explanada del templo, iluminada cada noche por grandes antorchas, había un
pozo del que se sacaba el agua para las abluciones. A este se refería la
profecía de Isaías: “Sacarán agua con gozo del manantial de la salvación” (Is
12,3).
En
el segundo día de la fiesta se celebraba el rito de la “alegría del pozo” con danzas
y canciones. Jesús esperó al “ultimo día, el más solemne de la fiesta” para
ponerse de pie y exclamar con gran voz: “Quien tenga sed venga a mí; y beba
quien crea en mí” (Jn 7,37-38a). Fue durante esta fiesta de la luz que también
dijo: “Yo soy la luz del mundo, quien me siga no caminará en tinieblas, sino
que tendrá la luz de la vida” (Jn 8,12).
Para
comprender la densidad del mensaje del evangelio de hoy hay que tener presente
este contexto festivo y las referencias a la luz y al agua. El ciego llegará a
ver la luz solo después de haberse lavado con el agua del Enviado.
Dividiremos
el pasaje en siete partes, como si se tratase de 7 escenas de una obra teatral.
La
primera escena (vv. 1-5) se abre con un dialogo entre Jesús y sus discípulos cuya
intervención es claramente un artificio literario para ofrecer a Jesús la
oportunidad de dar la clave de lectura del episodio. Si el pasaje se reduce a
un mero reportaje periodístico, no seremos capaces de percibir el simbolismo de
la curación del ciego de nacimiento, perderemos el mensaje central: Jesús “es
la luz del mundo” (vv. 4-5).
La
pregunta de los discípulos podría ser también la nuestra: “¿Por qué ha nacido
ciego este hombre?” “¿Quién ha pecado, él o sus padres?” (v. 2).
En
tiempos de Jesús se pensaba que Dios, en su infinita justicia, premiase a los
buenos y castigase a los malos ya en este mundo, de acuerdo con sus obras. Las
desgracias, las enfermedades, los sufrimientos eran considerados como castigos
a causa de los pecados.
Esta
teología, dictada por la lógica y los criterios humanos, nunca fue fácil de
defender. Job se reía de ella: ¿“Por qué siguen vivos los malvados y al
envejecer se hacen más ricos? Su descendencia está segura en su compañía y ven
crecer a sus retoños…Así consumen su vida dulcemente y bajan al sepulcro
serenamente” (Job 21,7-8.13) y a quien le objetaba, respondía: “Dios reserva el
castigo para sus hijos”, respondía: ¡“Que castigue al malvado para que lo
sienta! ¿Qué le importa su casa una vez muerto?” (Job 21,19-21).
A
pesar de estos irrefutables razonamientos, la “justicia retributiva” era
aceptada por todos; para explicar, por ejemplo, el nacimiento de una persona
con impedimento físico, se llegaba incluso a insinuar que hubiese pecado en el
seno materno.
La
opinión de Jesús sobre este tema es clara e iluminadora: “Ni el ciego ni sus
padres han pecado” (v. 3). Es una blasfemia hablar de castigos de Dios; solo
los paganos tienen esta imagen de él. Cuando la Biblia habla de los “castigos
de Dios” usa un lenguaje arcaico que no es más nuestro lenguaje; con ello
pretende denunciar los efectos desastrosos provocados por los pecados, no
ciertamente por Dios. Hoy no se puede usar la metáfora del “castigo de Dios”
sin inmediatamente aclarar su significado.
Frente
al mal, no tiene sentido preguntarse quién es el culpable, lo único que hay que
hacer es comprometerse a eliminarlo, como ha hecho Jesús.
“Ha
sucedido así, dice Jesús, para que se manifieste en él la obra de Dios” (v. 3).
Todos los acontecimientos son ambivalentes. Somos nosotros a catalogarlos como
buenos o como malos; en realidad, cada uno de ellos puede ser bueno o malo. Según
como los vivamos, se transforman en salvación o certifican una derrota.
El
ciego no tiene la culpa de haber nacido así. Aquí entra el simbolismo de Juan: la
ceguera es la condición en la que el hombre nace. No es suya ni de otros la
culpa. Es ciego y no tiene idea de lo que sea la luz; de hecho, ni siquiera le
pasa por la cabeza pedir a Jesús que lo cure. Es Jesús quien toma la iniciativa
de curarlo y, con su gesto, muestra que la salvación (su luz) es un don
completamente gratuito. Donde está él, hay luz, es de día. Su ausencia es noche
profunda (v. 5).
En
la segunda escena (vv. 6-7) se narra de manera muy sintética la curación del
ciego. El método empleado resulta un tanto extraño: el lodo, la saliva…Jesús se
adecua a la mentalidad de la gente de su tiempo para quienes la saliva era como
un concentrado del hálito, del espíritu, de la fuerza de la persona. Este
gesto, realizado otras veces por Jesús (cf. Mc 7,33; 8,23) quizás contenga una
referencia a la creación del hombre narrada en el libro del Génesis (cf. Gn
2,7). El evangelista querría insinuar la idea que del hálito, del Espíritu de
Jesús nace el hombre nuevo, iluminado.
El
ciego no recupera inmediatamente la vista, debe ir a lavarse en el agua de
Siloé y Juan hace notar que este nombre significa Enviado. La referencia a
Jesús, el enviado del Padre, es explícita: es su agua, la prometida a la
samaritana, la que cura la ceguera del mundo.
La
tercera escena introduce el primero de los interrogantes dirigidos al ciego
(vv.8-12).
Iluminado
por Jesús se ha vuelto irreconocible, ha cambiado; tanto es así que sus vecinos
de toda la vida se preguntan: “¿es él o no es él?”
Es
la imagen del hombre que, desde el día en que se ha convertido en discípulo, ha
sido trasformado hasta el punto de no parecer la misma persona. Antes llevaba
una vida corrompida, era intratable, egoísta, ávido, calculador; ahora ya no,
ha cambiado su modo de reaccionar a las provocaciones. El agua, que es la
palabra de Cristo, le ha abierto los ojos, le ha hecho descubrir el sinsentido
de la vida que llevaba. Ha creado un hombre nuevo, iluminado.
El
camino del discípulo hacia la luz plena es, sin embargo, largo y fatigoso. El
evangelista lo presenta con la imagen del ciego que comienza su recorrido en el
momento en que encuentra al hombre Jesús. “Ese hombre que se llama Jesús, dice,
hizo barro” y a quien le pregunta, “¿Dónde está?”, responde: “No lo sé”.
Confiesa la propia ignorancia, reconoce no saber todavía nada de él.
El
punto de partida del camino espiritual del discípulo es la toma de conciencia
de no conocer a Cristo y de sentir la necesidad de saber más y más.
En
la cuarta escena (vv.13-17) intervienen las autoridades religiosas que someten
al ciego a un segundo interrogatorio. No se preocupan de verificar lo sucedido.
Han decidido ya que deben condenar a Jesús porque no se adecua a la idea que
ellos tienen de un hombre religioso. Arrogándose el derecho de hablar en nombre
de Dios, lo clasifican entre los malvados, entre los enemigos del Señor en base
a las normas y criterios establecidos pos ellos mismos.
Esta
seguridad de estar en lo cierto y de no tener necesidad de otra luz, el rechazo
a cuestionar las propias certezas teológicas, les lleva a afirmar con
altanería: “Sabemos que este hombre no viene de Dios…” (v. 16). Son ciegos
convencidos de que ven.
La
posición asumida por estos fariseos es una llamada de atención del peligro que
corren los que comienzan a conocer a Cristo. Si siguen aferrados a las certezas
y convicciones propias, si rechazan obstinadamente todo cambio, permanecerán en
las tinieblas.
El
ciego, consciente de “no saber”, da un paso más. A los fariseos que le
preguntan: “Y tu ¿qué dices del que te abrió los ojos?” , él contesta: “Que es
un profeta” (v. 17). Antes pensaba que era un simple hombre, ahora ha
comprendido que hay algo más en él: es un profeta.
La
quinta escena (vv. 18-32) narra un nuevo interrogatorio. Esta vez las
autoridades llaman a declarar a los padres del ciego. Detentan el poder y no
pueden tolerar que alguien cuestione sus convicciones y prestigio. Quien se
atreva a oponerse debe ser eliminado. Son tan poderosos que incluso los padres
del ciego tienen miedo de ponerse de parte del hijo.
Es
la historia de todo aquel que ha sido iluminado por Cristo: se convierte en un
incomprendido, es abandonado, a veces traicionado por las personas más
queridas, aquellas de las que podría esperar ánimos y apoyo.
Es
siempre difícil y arriesgado ponerse de parte de la verdad: el miedo de perder
la amistad de la gente que cuenta o las simpatías de los que ostentan el poder,
induce con frecuencia a no intervenir cuando es necesario hacerlo, provocando
así reticencias y silencios culpables.
En
la sexta escena (vv. 24-34) de nuevo llaman a declarar al ciego. En sus
respuestas, en su actitud, se adivinan las características que distinguen a
quien ha sido iluminado por Cristo.
*
Ante todo es libre: no se vende a ninguno, dice lo que piensa. “Es un profeta”,
afirma refiriéndose a Jesús; y cuando le objetan: “Nosotros sabemos que este
hombre es un pecador”, el ciego se permite contestar con ironía: “Si es
pecador, no lo sé; de una cosa estoy seguro, de que yo era ciego y ahora veo, e
inmediatamente añade en tono desafiante: “Eso es lo extraño, que ustedes no
sepan de donde viene…”
*
Es valiente: rechaza toda forma de servilismo, no se deja intimidar por
aquellos que, abusando de su poder, insultan, amenazan, recurren a la violencia
(vv. 24ss).
*
Es sincero: no renuncia a decir la verdad, aunque ésta sea incomoda o desagrade
a los de arriba, es decir, a los que están acostumbrados a recibir solamente la
aprobación y aplausos de los aduladores.
*
Es simple como una paloma, pero también prudente. Las autoridades le tienden
una trampa forzándole a admitir que se ha puesto de parte de “quien no observa
el sábado”, pero él se escabulle con habilidad: “Ya se lo dije y no me
creyeron, ¿para qué quieren oírlo de nuevo?” y, a continuación, les asesta una
estocada irónica: “¿No será que también ustedes quieren hacerse discípulos
suyos?” (v. 27).
*
Se mantiene constantemente en una actitud de búsqueda: sabe de haber barruntado
algo, de haber captado parte de la verdad, pero es consciente de que todavía
muchas cosas se le escapan. Las autoridades, por el contrario, creen que todo
lo tienen ya claro, están convencidas de saberlo todo: “Este hombre no viene de
parte de Dios” (v. 16). “A nosotros nos consta que es un pecador” (v. 24).
“Sabemos que Dios habló a Moisés” (v. 29). El ciego, sin embargo, ha reconocido
siempre su propio límite: Donde está, “no lo sé” (v. 12); “si es un pecador, no
lo sé” (v. 25). Cuando Jesús le pedirá si cree en el Hijo del hombre, le
responderá “¿Quién es?”, reconociendo una vez más la propia ignorancia (v. 36).
*
Finalmente resiste a las presiones y al miedo. Sufre el acoso de las
autoridades, pero no renuncia a la luz recibida. Antes que obrar contra
conciencia, prefiere ser expulsado de la institución (v. 34).
En
la última escena (vv. 35-41) reaparece Jesús.
Todo
se ha desarrollado hasta ahora como si Jesús no existiese. No ha intervenido,
ha dejado que el ciego se las arregle solo en medio a las dificultades y los
conflictos.
El
discípulo iluminado no tiene necesidad de la presencia física del Maestro, le
basta la fuerza de su luz para mantenerse firme en la fe y tomar decisiones
coherentes.
Al
final, Jesús interviene y pronuncia su sentencia, la única que cuenta cuando se
trata de decidir sobre el éxito o fracaso de la vida de un hombre. Al principio
había un hombre ciego y muchos presuntamente videntes. Ahora la situación ha
cambiado por completo, aquellos que estaban convencidos de ver, en realidad son
ciegos incurables; por el contrario, aquel que era consciente de la propia
ceguera, ahora ve.
Es
interesante notar cómo ha sido llamado Jesús a lo largo de todo el relato: para
las autoridades (los supuestos “videntes”) él es “ese tal”, “aquel hombre”,
“ese”; los jefes no se dignan ni siquiera de llamarlo por el nombre; tienen
ojos, pero no quieren ver quién es él.
El
ciego realiza un itinerario de fe que corresponde al de todo discípulo: al
principio, Jesús es para él un simple “hombre” (v. 11); después se convierte en
un “profeta” (v. 17); seguidamente es “un hombre de Dios” (vv. 32-33);
finalmente es “el Señor” (v. 38). Este último título es el más importante,
aquel con que los cristianos proclamaban su fe. Antes de la inmersión en las
aguas del photistérion, durante la solemne vigilia de la noche de Pascua, todo
catecúmeno declaraba ante la comunidad: Creo que Jesús es el Señor”. Desde
aquel momento era recibido entre los “iluminados”.