Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros
Fray Miguel de Burgos Núñez
Este
domingo meditamos sobre el Prólogo solemne del Evangelio de Juan. El Prólogo es
el portón de entrada. Es la primera cosa que se escribe. Es como un resumen
final, puesto al principio. Bajo la forma de una poesía profunda, misteriosa y
muy solemne, Juan ofrece un resumen de todo aquello que dirá sobre Jesús en los
veintiún capítulos de su evangelio. Probablemente esta poesía era de un cántico
de la comunidad, utilizado y adaptado después por Juan. El cántico comunicaba
la experiencia que la comunidad tenía de Jesús, Palabra de Dios. También hoy,
tenemos muchos cantos y poesías que tratan de traducir y comunicar quién es
Jesús para nosotros. Revelan la experiencia que nuestras comunidades tienen de
Jesús. Una poesía es como un espejo. Ayuda a descubrir las cosas que están
dentro de nosotros. Cada vez que escuchamos o repetimos con atención una
poesía, descubrimos cosas nuevas, sea en la poesía misma, como dentro de
nosotros. En el curso de la lectura del prólogo del evangelio de Juan es bueno
activar la propia memoria y tratar de recordar cualquier cántico o poesía sobre
Jesús, de nuestra infancia, una que haya marcado nuestra vida.
Iª
Lectura: Eclesiástico (24,1-12): La Sabiduría, mano de Dios
La
sabiduría hace su propia alabanza, encuentra su honor en Dios y se gloría en
medio de su pueblo. En la asamblea del Altísimo abre su boca y se gloría ante
el Poderoso. «El Creador del universo me dio una orden, el que me había creado
estableció mi morada y me dijo: “Pon tu tienda en Jacob, y fija tu heredad en
Israel”. Desde el principio, antes de los siglos, me creó, y nunca más dejaré
de existir. Ejercí mi ministerio en la Tienda santa delante de él, y así me
establecí en Sión. En la ciudad amada encontré descanso, y en Jerusalén reside
mi poder. Arraigué en un pueblo glorioso, en la porción del Señor, en su
heredad».
I.1. La
primera lectura se toma del libro del Eclesiástico o de la
Sabiduría de Ben Sirá, como se le conoce, técnicamente, por el autor que lo
escribió. Es un libro propio, con un género literario específico,
tanto en el mundo bíblico como en la literatura del Medio Oriente y de Egipto.
Este tipo de obras intenta poner de manifiesto los valores más fundamentales de
la vida, de un comportamiento justo, honrado, humanista; en definitiva, eso es
vivir con sabiduría.
I.2. La
lectura de hoy nos habla de la Sabiduría, con mayúscula; no la del hombre, sino
la de Dios. Es un himno grandioso del papel que tiene la sabiduría en las
relaciones de Dios con el mundo y con los hombres. Debemos tener en cuenta que
los judíos no podían entender que hubiese alguien como Dios; la sabiduría,
aunque personificada, es, en el texto, una criatura como nosotros, aunque es la
mano derecha de Dios, porque es la confidente del saber divino y, por lo mismo,
de su acción creadora, hálito del poder divino en todo el proyecto que El tiene
sobre el mundo. De hecho, en el judaísmo se identificaba a la Sabiduría con la
Torah, la ley. No podía ser de otra forma en un ambiente cerrado a los valores
creativos y proféticos de Dios. Sin embargo, una lectura cristiana de este texto,
lo sabemos, apunta directamente a la Palabra de Dios, a Jesucristo. Y entonces,
la Torah, la ley, quedará en lo que es, un mundo de preceptos que a veces ni
siquiera ponen de manifiesto la voluntad de Dios.
Salmo
147, 12-13. 14-15. 19-20
R/. El Verbo se hizo carne y habitó
entre nosotros
Glorifica al Señor Jerusalén;
alaba a tu Dios, Sión.
Que ha reforzado los cerrojos de tus
puertas,
y ha bendecido a tus hijos dentro de
ti. R/.
Ha puesto paz en tus fronteras,
te sacia con flor de harina.
Él envía su mensaje a la tierra,
y su palabra corre veloz. R/.
Anuncia su palabra a Jacob,
sus decretos y mandatos a Israel;
con ninguna nación obró así,
ni les dio a conocer sus mandatos. R/.
2ª
Lectura: Efesios (1,3-6.15-18): Elegidos, “en Cristo”, para ser hijos
Bendito
sea el Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con
toda clase de bendiciones espirituales en los cielos.
Él
nos eligió en Cristo, antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos
e intachables ante él por el amor. Él nos ha destinado por medio de Jesucristo,
según el beneplácito de su voluntad, a ser sus hijos, para alabanza de la
gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en el Amado.
Por
eso, habiendo oído hablar de vuestra fe en Cristo y de vuestro amor a todos los
santos, no ceso de dar gracias por vosotros, recordándoos en mis oraciones, a
fin de que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé
espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo, e ilumine los ojos de vuestro
corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la
riqueza de gloria que da en herencia a los santos.
II.1.
Este es un escrito de una gran densidad teológica;
una especie de circular para las comunidades cristianas de Asia Menor, cuya
capital era Éfeso. En realidad lo que hoy nos toca proclamar de esta lectura es
el famoso himno con el que casi se abre la epístola. Es un himno o eulogía
(alabanza), a Dios, probablemente de origen bautismal, como sucede con muchos
himnos del NT; desde luego ha nacido en la liturgia de las comunidades
cristianas. Su autor, como Pablo hizo con Flp 2,5-11, lo ha incardinado a su
escrito por la fuerza que tiene y porque no encontró otras palabras mejores
para alabar a Dios.
II.2. Se
necesitaría un análisis exegético de más alcance para poder decir algo
sustancial de esta pieza liturgia cristiana. Estamos ante un
himno que es como una sola frase, de principio a fin, aunque con su ritmo
literario y su estética teológica. Canta la exuberante gracia que Dios ha
derramado, por Cristo, en sus elegidos. Vemos que, propiamente hablando, Dios
es el sujeto de todas las acciones: elección, liberación, redención, recapitulación,
predestinación a ser hijos. Es verdad: son fórmulas teológicas de cuño
litúrgico las que nos describe este misterio. Pero todo esto acontece en
Cristo, en quien tenemos la gracia y el perdón de los pecados. Y por medio de
Él recibimos la herencia prometida. Y en Cristo hemos sido marcados con el
sello del Espíritu hasta llegar a experimentar la misma gloria de Dios en los
tiempos finales.
II.3. ¿Qué
podemos retener del mismo? Entre las muchas posibilidades de lectura podríamos
fijarnos en lo que sigue: que Dios, desde siempre, nos ha contemplado a
nosotros, desde su Hijo. Dios mira a la humanidad desde su Hijo y por eso no
nos ha condenado, ni nos condenará jamás a la ignominia. Hay en el texto toda
una “mirada” del Dios vivo. El es un Dios de gracia y de amor. La teología de
la gracia es, pues, una de las claves de comprensión de este himno. Sin la
gracia de Dios no podemos tener la verdadera experiencia de ser hijos de Dios.
El himno define la acción amorosa de Dios como una acción en favor de todos los
hombres. Estamos, pues, predestinados a ser hijos. Este es el “misterio” que
quiere cantar esta alabanza a Dios. Se canta por eso; se da gracias por ello:
ser hijos es lo contrario de ser esclavos, de ser una cifra o un número del
universo. Este es el efecto de la elección y de la redención “en Cristo”.
En
el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era
Dios. Él estaba en el principio junto a Dios. Por medio de él se hizo todo, y
sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho. En él estaba la vida, y la vida
era la luz de los hombres. Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo
recibió.
Surgió
un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para
dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. No era él la
luz, sino el que daba testimonio de la luz.
El
Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo. En el
mundo estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció. Vino
a su casa, y los suyos no lo recibieron. Pero a cuantos lo recibieron, les dio
poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre. Estos no han nacido
de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino que han nacido de
Dios. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su
gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.
Juan
da testimonio de él y grita diciendo: «Este es de quien dije: el que viene
detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo». Pues de
su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia. Porque la ley se dio por
medio de Moisés, la gracia y la verdad nos ha llegado por medio de Jesucristo.
A
Dios nadie lo ha visto jamás: Dios Unigénito, que está en el seno del Padre, es
quien lo ha dado a conocer.
Este
segundo domingo de Navidad, después de la fiesta de María Madre de Dios, con
que abrimos el año nuevo, es una profundización en los valores más vivos de lo
que significa la encarnación del Hijo de Dios.
III.1.
Esta es una de las páginas más gloriosas, profundas y teológicas que se hayan
escrito para decir algo de lo que es Dios, de lo que es Jesucristo, y de lo que
es el hecho de la encarnación, en esa expresión tan inaudita: el “Verbo se hizo
carne y habitó entre nosotros”. La encarnación se expresa mediante lo más
profundo que Dios tiene: su Palabra; con ella crea todas las cosas, como se
pone de manifiesto en el relato de la creación de Génesis 1; con ella llama,
como le sucede a Abrahán, el padre de los creyentes; con ella libera al pueblo
de la esclavitud de Egipto; con ella anuncia los tiempos nuevos, como ocurre en
las palabras de los profetas auténticos de Israel; con ella salva, como
acontece con Jesucristo que nos revela el amor de este Dios. El evangelio de
Juan, pues, no dispone de una tradición como la de Lucas para hablarnos de la
anunciación y del nacimiento de Jesús, pero ha podido introducirse
teológicamente en esos misterios mediante su teología de la Palabra. También,
en nosotros, es muy importante la palabra, como en Dios. Con ella podemos crear
situaciones nuevas de fraternidad; con nuestra palabra podemos dar vida a quien
esté en la muerte del abandono y la ignominia, o muerte a quien esté buscando
algo nuevo mediante compromisos de amor y justicia. Jesús, pues, también se ha
encarnado para hacer nuestra palabra (que expresa nuestros sentimientos y
pensamientos, nuestro yo más profundo, lo que sale del corazón) una palabra de
luz y de misericordia; de perdón y de acogida. El ha puesto su tienda entre
nosotros... para ser nuestro confidente de Dios.
III.2. El
himno y las sentencias que lo constituyen se relaciona con las especulaciones
sapienciales judías. El filósofo judío de la religión, Filón de Alejandría, que
vivió en tiempos de Jesús, hizo suyas aquellas reflexiones, pero en vez de
sabiduría habló de la Palabra divina, del Logos. En el judaísmo «sabiduría» y
«palabra de Dios» significaban prácticamente lo mismo. Sobre este tema
desarrolló Filón una serie de profundas ideas. En el himno al Logos de Juan han
podido influir otras corrientes conceptuales de aquella época. Fuera como
fuere, en el texto joánico la idea del Logos tiene una acuñación cristiana
propia, una forma inconfundible ligada a la persona de Jesús. Se interpreta, en
efecto, esta persona, mediante los conceptos ya existentes sobre la Palabra de
Dios, de una manera no por supuesto absolutamente nueva, pero sí profundizada.
III.3. El
Logos, en griego, la Palabra divina, se ha hecho carne, es nuestra luz. Quizás
parece demasiado especulativa la expresión. Pero recorriendo el himno al Verbo,
descubrimos toda una reflexión navideña del cuarto evangelio. El Verbo ilumina
con su luz. La iniciativa no parte de la perentoria necesidad humana, sino del
mismo Dios que contempla la situación en la que se encuentra la humanidad. Suya
es la iniciativa, suyo el proyecto. En el Verbo estaba la vida y la vida es la
luz de los hombres. Por eso viene a los suyos, que somos nosotros. La
especulación deja de ser altisonante para hacerse verdaderamente antropológica,
humana. Pone su tienda entre nosotros, el Logos, la Sabiduría, el Hijo, Dios
mismo en definitiva. ¿Cómo? No como en el el AT, en la tienda del tabernáculo
en el desierto, ni en un “Sancta Sanctorum”, sino en la humanidad misma que era
la que verdaderamente necesitaba ser dignificada. El hombre es imagen de Dios,
y esa imagen se pierde si la luz no nos llega. Y esa luz es la Palabra,
Jesucristo.