Introducción
“Caza sombras o persigue vientos el
que se fía de sus sueños…magia, adivinación y sueños son una falsedad” (Eclo
34,2.5). Los sueños de los hombres pueden ser también aterradores. Tendido en
su lecho, Nabucodonosor es víctima de imágenes y visiones nocturnas y, para
tener una interpretación, debe recurrir al profeta Daniel.
Los
sueños de Dios son diferentes. Mateo, el único entre los evangelistas, que
introduce los sueños en los relatos de la infancia de Jesús: José recibe en
sueños el anuncio del ángel (Mt 1,20), los magos son avisados en sueños de no
regresar a Herodes (Mt 2,12), José es advertido tres veces en sueños (Mt
2,13.19.22).
Estos
sueños están constituidos solamente de palabras, palabras del Señor que piden
ser escuchadas. Son un artificio literario, un modo de presentar la revelación
de la voluntad de Dios a los dos esposos quienes, por su parte, muestran su
completa disponibilidad a seguirla, prontamente y sin oponer resistencia.
Los
problemas que la sagrada familia ha tenido que afrontar no han sido ni pocos ni
simples. A diferencia de lo que a menudo sucede en nuestras familias y en
nuestras comunidades donde los momentos de crisis, las dificultades y
desventuras son a veces motivo de alejamiento y disgregación, en la sagrada
familia de María y José los obstáculos se convierten en un estímulo al diálogo,
a la unión en el servicio al débil y al necesitado, a mantener la mente y el
corazón vueltos a Dios. Los dos esposos se mueven siempre juntos, han
permanecido en sintonía y han sido unánimes en las decisiones.
El
secreto de su unión: han renunciado a sus sueños y han hecho propio el sueño de
Dios.
* Para interiorizar el mensaje,
repetiremos: “En la escucha de tu Palabra, Señor, nosotros descubrimos tu sueño
sobre nuestras familias”.
Primera Lectura:
Eclesiástico 3,2-6.12-14
2Porque el Señor quiere que el padre
sea respetado por los hijos y afirma la autoridad de la madre sobre ellos. 3El
que honra a su padre alcanza el perdón de sus pecados, 3,4: el que respeta a su
madre amontona tesoros; 5el que honra a su padre se alegrará de sus
hijos, y cuando rece, será escuchado; 6quien honra a su padre tendrá
larga vida, quien obedece al Señor honra a su madre; 12Hijo mío, sé
constante en honrar a tu padre, no lo abandones mientras viva; 13aunque
su inteligencia se vaya debilitando, sé comprensivo; no lo hagas avergonzar
mientras viva. 14La ayuda que diste a tu padre no se olvidará, será
tenida en cuenta para pagar tus pecados. – Palabra de Dios
El
Eclesiástico es un libro del Antiguo Testamento que contiene muchos consejos
buenos y útiles para gran variedad de situaciones de la vida. Enseña el modo de
comportarse con los amigos, con los huéspedes, con las mujeres, cómo
administrar el dinero, qué relación mantener con los jefes, con los siervos,
con los discípulos… Una buena parte del libro está dedicada a la vida familiar,
a las obligaciones del marido y de la mujer, a los deberes de los hijos para
con los padres y viceversa. Puede ser útil leer pasajes bellísimos, como por
ejemplo en Eclesiástico 30,1-13 y 42,9-14, aunque ciertamente algunos consejos
no se pueden aplicar ya a la letra, por tratarse, por ejemplo, de métodos
educativos caducos y obsoletos.
El
autor, un cierto Ben Sirá, de quien toma nombre el libro, es un sabio rabino
que vivió en el año 200 a.C.; como estudioso de la Biblia, ha asimilado su
mensaje y saca consejos útiles para todos.
En
tiempos de Jesús, el Eclesiástico, aun no figurando entre los libros santos de
Israel, era usado por los maestros para educar a los jóvenes. También los
cristianos lo han apreciado siempre, hasta el punto que, después de los Salmos,
fue el libro mas leído de todo el Antiguo Testamento. El nombre mismo con que
se conoció en el pasado, Eclesiástico, significa “libro para leerse en las
iglesias”.
El
pasaje de la lectura de hoy habla de los deberes de los hijos para con sus
padres. Lo introducimos indicando el primer versículo del capítulo, aunque no
forme parte de la lectura, porque nos permite comprender la identidad del
autor, un padre de familia preocupado por enseñar a sus propios hijos el camino
de la vida: “Escuchen, hijos míos, a su padre, háganlo y se salvarán” (Eclo
3,1).
Salvar
en la Biblia significa “colocar en un lugar amplio y espacioso”. Lo contrario es
reducir a la esclavitud, es decir, confinar (a una persona) en un lugar
estrecho.
Instruido
por la experiencia acumulada a lo largo de los años, Ben Sirá sabe que los
jóvenes corren el peligro de replegarse en su propio mundo, de pensar solo en
sí mismos. Así, por un malentendido anhelo de completa independencia, pueden
caer en la más sutil de las estrecheces, la del egoísmo. Hay un modo para
salvar de la estrechez del corazón: educarlos en el agradecimiento, abrirlos a
las necesidades de los otros, sobre todo a las necesidades de aquellos de los
que han recibido la vida. “Honra a tu padre de todo corazón y no olvides los
dolores de tu madre; recuerda que ellos te engendraron ¿Qué les darás por lo
que te dieron?” (Eclo 7,27-28).
El
primera parte de la lectura (vv. 2-6) Ben Sirá resume en el término honrar el
comportamiento que los hijos deben tener para con sus padres. Repite hasta
cinco veces este verbo y lo aplica indistintamente sea al padre que a la madre.
En un mundo en que la mujer era discriminada y considerada inferior al hombre,
ésta era ciertamente una gran novedad. No se trata de una novedad absoluta
porque Ben Sirá la ha heredado de los libros santos de su pueblo. De hecho, el
primer mandamiento que aparece después de aquellos que se refieren a Dios, es:
“Honra a tu padre y a tu madre” (Ex 20,12; Dt 5,16).
El
primer significado del verbo honrar, el más obvio e inmediato, es hacer honor.
A los hijos se les pide conducir una vida buena, integra y correcta de modo que
los padres puedan sentirse orgullosos de ellos.
El
segundo deber de los hijos, expresado con el verbo honrar, es el de ayudar
económicamente a los padres cuando se encuentran en necesidad. En tiempos de
Ben Sirá, los ancianos no recibían jubilación o pensión alguna y, después de una
vida de fatigas y sacrificios, se veían obligados frecuentemente a vivir en
estrecheces humillantes. Ningún hijo debía soportar ver a los propios padres en
situaciones semejantes.
Existe
finalmente un tercer significado del verbo honrar. En la lengua hebrea puede
significar: tener peso. Los padres deben ser honrados, deben seguir teniendo en
la familia el peso que merecen. Es una experiencia dramática para las personas
ancianas el sentirse marginadas, a veces incluso despreciadas, y experimentar
que sus palabras, sus consejos, sus recomendaciones y sus gestos de afecto no
tienen ya ningún peso, sobre todo en el entorno familiar.
¡Muy
agradable a Dios es el amor de los hijos hacia sus padres! Prueba de ello son
promesas de bendición a favor de los que cuidan del padre y de la madre. Ben
Sirá enumera cinco.
El
amor a los padres – dice – sirve de expiación o para alcanzar el perdón por los
pecados (vv. 3.14). No significa que Dios reduzca el deber que le tenemos en
proporción a los servicios hechos a los padres. Cuidar de los propios padres,
dedicarles cariño y atención, es una oportunidad que se nos da y que no hay que
dejar escapar. Hace madurar, ayuda a descubrir los verdaderos valores de la
vida, nos aleja de lo efímero y del pecado.
El
amor a los padres hace acumular tesoros delante de Dios (v. 4). Quizás para
muchos sea pérdida de tiempo, pueda reducir las oportunidades de éxito y de
acumular bienes en este mundo. El valor a tener en cuenta, sin embargo, no debe
ser el de los hombres, sino el que concede el Señor al final de la vida.
Quien
honra a los padres será a su vez honrado por sus hijos (v. 5). ¡Sabia
sentencia! Los hijos, lo sabemos, aprenden más con los ojos que con los oídos.
Ellos ven y no olvidan el comportamiento de sus padres para con los abuelos.
La
atención de los padres hacia los hijos puede ser a veces una manifestación de
amor posesivo; por el contrario, la atención a los abuelos, sobretodo cuando
están necesitados de todo, nunca es equívoca; es siempre una incomparable
lección de vida.
La
oración de quien honra a sus padres será escuchada (v. 5). El amor hacia los
padres produce una sensibilidad interior que acerca a Dios. Cuando falta este
amor, la relación con el Señor se convierte en pura formalidad, en práctica
fría y sin corazón que no interesa a Dios.
Finalmente,
quien honra a los padres tendrá larga vida (v. 6). Solo más tarde (en el siglo
II a.C.) se ha comenzado en Israel a creer en una vida después de la muerte;
antes, se creía solo en esta vida terrena por lo que el sumo bien, era morir
como Abrahán quien: “murió en buena vejez, colmado de años” (Gn 25,8). No podía
faltar, por tanto, la promesa de esta bendición para quien se ocupe de sus
propios padres (Dt 5,16; Ex 20,12).
En
la segunda parte de la lectura (vv. 12-14) viene sugerido el comportamiento a
tener con los padres ancianos. Puede suceder que la debilidad no solo les
afecta físicamente sino también mentalmente. Cuidar de quien ha perdido la
memoria, de quien repite siempre las mismas frases aburridas y, a veces,
inclusive ofensivas, es muy pesado; sin embargo, ese es el momento de
manifestar hasta el fondo el propio amor.
La
lectura habla solo de los deberes de los hijos, y se comprende que sea así
porque…Ben Sirá era ya un anciano cuando escribió estas líneas. Los hijos, por
su parte, es normal que piensen que algunos consejos no les vendrían mal a sus
padres porque – lo sabemos – no siempre son ejemplares. ¿Han de ser honrados
igualmente?
El
amor verdadero es siempre gratuito y sin condiciones. No se ama a una persona
porque es buena, sino que se la hace buena amándola. Si esto es válido para
todos, es válido sobre todo para nuestra relación con nuestros padres. Amarlos
no significa favorecer sus defectos y límites o satisfacer sus caprichos, sino
comprenderlos y ayudarlos. No se “honra” a los padres si no se intenta hacerles
superar ciertos comportamientos ambiguos, ciertos hábitos antipáticos o modos
de hablar poco corteses.
Ante
situaciones que no tienen remedio…solo queda la paciencia.
Salmo 127, 1bc-2.
3. 4-5
R/. Dichosos los que temen al Señor y
siguen sus caminos
Dichoso el que teme al Señor
y sigue sus caminos.
Comerás del fruto de tu trabajo,
serás dichoso, te irá bien. R/.
Tu mujer, como parra fecunda,
en medio de tu casa;
tus hijos, como renuevos de olivo,
alrededor de tu mesa. R/.
Ésta es la bendición del hombre
que teme al Señor.
Que el Señor te bendiga desde Sión,
que veas la prosperidad de Jerusalén
todos los días de tu vida. R/.
12Por tanto, como elegidos de Dios,
consagrados y amados, revístanse de sentimientos de profunda compasión, de
amabilidad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia; 13sopórtense
mutuamente; perdónense si alguien tiene queja de otro; el Señor los ha
perdonado, hagan ustedes lo mismo. 14Y por encima de todo el amor,
que es el broche de la perfección. 15Y que la paz de Cristo dirija
sus corazones, esa paz a la que han sido llamados para formar un cuerpo.
Finalmente sean agradecidos. 16La Palabra de Cristo habite en
ustedes con toda su riqueza; instrúyanse y anímense unos a otros con toda
sabiduría. Con corazón agradecido canten a Dios salmos, himnos y cantos
inspirados. 17Todo lo que hagan o digan, háganlo invocando al Señor
Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él. 18Esposas, hagan
caso a sus maridos, como pide el Señor. 19Maridos, amen a sus
esposas y no las traten con aspereza. 20Hijos, obedezcan a sus
padres en todo, como le agrada al Señor. 21Padres, no hagan enojar a
sus hijos, para que no se desanimen. – Palabra de Dios
El
vestido es importante: nos diferencia de los animales que van desnudos, y es
como la prolongación de nuestro cuerpo. Revela nuestros gustos y sentimientos,
muestra si estamos alegres o de luto, si es un día de fiesta o laborable. No
puede ser impuesto porque cada uno tiene el derecho de elegir la imagen que
desea dar de sí mismo.
En
el lenguaje bíblico el vestido es el símbolo que exterioriza las disposiciones
interiores, las decisiones del corazón.
El
cristiano que en bautismo ha resucitado con Cristo, ha recibido una nueva vida
y, por tanto no puede continuar a llevar un vestido viejo. “Despójense de la
conducta pasada, del hombre viejo que se corrompe con sus malos deseos;
renuévense en su espíritu y en su mente; y revístanse del hombre nuevo” (Ef
4,22-24), recomienda Pablo, quien se sirve frecuentemente de la misma imagen:
“revístanse de Jesucristo” (Rom 13,14), “están revestidos de Cristo” (Gal
3,27). La retoma de nuevo en la Carta a los Colosenses: “revestirse del hombre
nuevo” (Col 3,10), desarrollando el tema en los versículos siguientes. Es ésta
nuestra lectura de hoy.
En
la primera parte (vv. 12-15), Pablo hace un elenco de las características del
vestido nuevo del cristiano: “Revístanse de sentimientos de profunda compasión,
de amabilidad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia; sopórtense
mutuamente; perdónense si alguien tiene queja de otro”. La calidad
extraordinaria de la tela de este vestido, la describe Pablo a través de las
siete características que enumera en la lectura, a cual más preciosa; se diría
que es difícil encontrarlas todas en una persona.
Pero
aún no está completa la descripción que hace el apóstol del atuendo del
cristiano. Faltaba ceñirse con un vínculo que de un tono final de elegancia y
refinamiento a todo el conjunto: la caridad. Ésta no se reduce a mero
sentimiento, sino que se manifiesta en una constante actitud de servicio al
hermano, en la disponibilidad y prontitud a sacrificarse por él.
Este
“vestido” precioso no está reservado solo a algunos. Todo cristiano lo debe
llevar; es igual para todos, hombres y mujeres, sacerdotes, religiosas y
laicos; se usa de noche y de día, no podemos quitárnoslo nunca.
En
la parte central de la lectura (vv. 16-17) están indicados algunos medios para
mantener o restaurar la armonía entre los miembros de la familia.
“La
palabra de Cristo habite en Uds. con toda su riqueza” (v. 16). Es una
invitación a meditar juntos el evangelio. La familia que con regularidad llega
a encontrar un momento para dedicarlo a la lectura de una página del evangelio,
pone bases sólidas para llegar siempre a un acuerdo y para tomar decisiones
iluminadas.
“Instrúyanse
y anímense” (v. 16). Cuando el acuerdo es el resultado de haber elegido la
palabra de Cristo como punto de referencia, es siempre posible el diálogo
constructivo. Y así, los consejos y observaciones no se interpretarán como
intromisiones indebidas, como un meternos en lo que no nos importa, sino como lo
que deben ser: manifestaciones de preocupación afectuosa por la persona que se
ama.
“Cantando
a Dios himnos y cantos espirituales”.
Cuántas
intuiciones y cuántas estrategias ponemos en práctica para obtener que en
nuestras familias reine la confianza mutua, la calma y la concordia! Pablo
sugiere su estrategia: la oración en familia.
En
la tercera parte de la lectura (vv. 18-21), Pablo aplica la ley del amor a las
relaciones entre los miembros de la familia cristiana. Dice, sobre todo a las
mujeres, que deben estar sometidas a sus maridos, luego recomienda a éstos de
amar a sus mujeres.
En
general a las mujeres no les gusta para nada este lenguaje de Pablo y se
preguntan por qué no dice igualmente a los maridos: “sométanse a vuestras
mujeres”.
Es
obligatorio reconocer que las mujeres tienen a veces buenas razones para
lamentarse; de todas formas hay que saber lo que Pablo quiere realmente
afirmar. Es verdad que no usa para los maridos la palabra servir, sino que
emplea otra que significa exactamente la misma cosa amar. ¿Acaso “amar” para un
cristiano no significa “convertirse en siervo”? El Maestro ha dictado a sus
discípulos, mujeres y hombres por igual, la norma que debe orientar los
comportamientos: “Quien quiere ser el primero que se haga sirviente de los
demás. Lo mismo que el Hijo del hombre no vino a ser servido sino a servir” (Mt
20,27-28).
El
versículo conclusivo de Pablo recomienda a los hijos la obediencia. A
diferencia de Ben Sirá, el apóstol tiene también una palabra para los padres:
estén atentos a no caer en el autoritarismo que no educa, sino que produce
rigidez, desconfianza y exaspera a los hijos.
Evangelio: Mateo
2,13-15.19-23
13Cuando se fueron, un ángel del Señor
se apareció en sueños a José y le dijo: —Levántate, toma al niño y a su madre,
huye a Egipto y quédate allí hasta que te avise, porque Herodes va a buscar al
niño para matarlo. 14Se levantó, todavía de noche, tomó al niño y a
su madre y partió hacia Egipto, 15donde residió hasta la muerte de
Herodes. Así se cumplió lo que anunció el Señor por el profeta: De Egipto llamé
a mi hijo. 19A la muerte de Herodes, el ángel del Señor se apareció
en sueños a José en Egipto 20y le dijo: —Levántate, toma al niño y a
su madre y regresa a Israel, pues han muerto los que atentaban contra la vida
del niño. 21Se levantó, tomó al niño y a su madre y se volvió a
Israel. 22Pero, al enterarse de que Arquelao había sucedido a su
padre Herodes como rey de Judea, tuvo miedo de ir allí. Y avisado en sueños, se
retiró a la provincia de Galilea 23y se estableció en una población
llamada Nazaret, para que se cumpliera lo anunciado por los profetas: —Será
llamado Nazareno. – Palabra del Señor
Un
profesor de religión está hablando en una clase de escuela primaria de la huida
de la sagrada familia a Egipto. Atento e involucrado en el relato, el más
vivaracho de los alumnos no puede aguantarse y hace una pregunta inocente.
“¿Profe, por qué el ángel no ha avisado también a los padres de los otros niños
de Belén?”
Quien
ponga esta objeción se olvida de que los primeros capítulos del evangelio de
Mateo son páginas de teología y no una crónica o menos aún, una fábula.
En
sintonía con la cultura y el modo de expresarse de su pueblo, Mateo presenta a
Cristo, su identidad, su misión y su destino no mediante razonamientos
abstractos, disquisiciones, fórmulas dogmáticas (como harán después los
teólogos), sino a través de relatos.
En
el pasaje de hoy viene propuesta una historia compuesta por dos escenas: la
huida a Egipto (vv. 13-15) y el regreso a la tierra de Israel (vv. 19-23). Cada
una de las partes se concluye con una citación bíblica.
Parece
una historia simple, conmovedora y, por tanto, abierta a ser completada con
detalles anecdóticos, llenos de gracia como los que abundan en los evangelios
“apócrifos”: leones y dragones que se postran en adoración ante de la sagrada
familia; bueyes, asnos y bestias de carga que transportan los escasos
utensilios; las palmas que se doblan para permitir a María agarrar los frutos;
las plantas medicinales de bálsamo perfumado que crecen donde han sido lavados
los pañales del Santo Niño; las estatuas de los ídolos egipcios que caen a
tierra hechas pedazos a su llegada…
El
peligro es justamente este: pensar que estamos ante un relato que linda con la
fábula, con final feliz. En realidad, nos encontramos frente a una página de
teología redactada en forma de historia.
Para
captar el mensaje comencemos con la cita del profeta Ósea, que concluye la
primera parte: “De Egipto he llamado a mi hijo” (v. 15).
En
la Biblia el “hijo primogénito de Dios” era Israel (Ez 4,22), el pueblo que
Dios había sacado de Egipto para hacer de él su propio pueblo. Aplicando a
Jesús esta expresión, Mateo invita a sus lectores a identificarlo con este
“hijo”, quien está a punto de revivir la historia de su pueblo. En él está para
repetirse la suerte de Israel: como habían hecho los hijos de Jacob, Jesús baja
a Egipto y de allí regresa cuando el Señor lo llama de nuevo a la tierra
prometida.
Es
así como Mateo nos brinda una primera clave de lectura de todo el evangelio:
Jesús ha abrazado nuestra condición de esclavitud para realizar juntamente con
nosotros el éxodo hacia la libertad. El drama de Israel oprimido por el Faraón,
es nuestro propio drama y Jesús ha venido a vivirlo junto a nosotros.
Una
segunda clave de lectura se deriva del evidente paralelismo que Mateo establece
entre Jesús y Moisés.
Antes
de morir este grande libertador había asegurado a su pueblo: “El Señor, tu Dios
te suscitará un profeta como yo, lo hará surgir de entre ustedes, de entre tus
hermanos; y es a Él a quién escucharán” (Dt 18,15). Nació así la esperanza de
un nuevo Moisés. Cuando apareció el Bautista en la otra orilla del Jordán,
muchos pensaron que él era el profeta anunciado (Jn 1,21).
No
lo era. Es Jesús el esperado libertador. Mateo expone esta verdad sirviéndose
de un género literario familiar entre los rabinos de su tiempo: la “haggadah
midráshica”. Dos palabras difíciles, pero que significan simplemente: un relato
calcado en un texto del Antiguo Testamento, en nuestro caso calcado de la vida
de Moisés. He aquí los detalles comunes a las historias de los dos personajes.
Para
debilitar al pueblo de Israel, el faraón impartió la orden de echar al río a
todos los hijos de los hebreos (Ex 1,15-22) y Herodes hizo matar a todos los
niños de Belén.
Moisés
fue el único que se salvó de la masacre (Ex 2,1-10) y también Jesús fue el
único que se salvo.
Mas
tarde Moisés huyó al extranjero para evitar que lo mataran (Ex 2,15) y Jesús
hizo lo mismo.
Finalmente
cuando murió el faraón, Dios dijo a Moisés: “vuelve a Egipto, que han muerto
los que intentaban matarte. Moisés tomó a su mujer y a sus hijos, los montó en
asnos y se encaminó a Egipto” (Ex 4,19-20). Son las mismas palabras que repite
literalmente Mateo y que se encuentran en el evangelio de hoy (v. 20). Para
resaltar mejor el paralelismo, el evangelista renuncia hasta la corrección del
uso impropio del plural. Era uno solo -Herodes- quien quería matar a Jesús,
pero Mateo mantiene la expresión usada a propósito de Moisés: “han muerto
aquellos…”
Es
curioso también el hecho de que la tradición popular y los pintores hayan
introducido en la historia de la huida al Egipto al asno, del que el evangelio
no habla, pero que sí aparece en el relato de Moisés, prueba evidente de que
nuestros antepasados ya sabían del paralelismo entre los dos personajes, Jesús
y Moisés.
El mensaje que Mateo quiere dar,
resulta ahora claro: el nuevo Moisés va a comenzar un nuevo éxodo.
Aun
después de haberse instalado en la tierra prometida, Israel no había llegado a
ser libre. La tierra prometida no era ningún lugar material, sino el reino de
Dios. Es al reino de Dios, la verdadera tierra prometida, a donde los hombres
deben ser conducidos para llegar a ser realmente libres.
Sirviéndose
de una haggadah midráshica, Mateo señala desde el principio de su evangelio al
guía, al libertador: es Jesús que entra en escena como un niño frágil e
indefenso. Las fuerzas del mal parecen que están en grado de suprimirlo
fácilmente, sin embargo, al final será Él, el vencedor como sucedió con Moisés.
Junto a estos dos libertadores es donde se encuentra Dios.