Pestañas

III domingo de adviento– Año A

¿Eres tú el que ha de venir?
P. Fernando Armellini

Introducción
             “Apareció’ un hombre enviado por Dios, llamado Juan” (Juan 1,6) Fue enviado para preparar Israel para la venida del Mesías “arrepiéntanse—decía—que está cerca el Reino de los cielos” (Mt 3,2).
             Su mensaje era claro, el lenguaje duro, la propuesta exigente.
             Austero e irreprensible, daba la impresión de ser un maestro de vida seguro de sí mismo y de las propias certezas, firme, inflexible. Sin embargo—como todos—tenía perplejidades, inquietudes, tormentos interiores.
             Jesús, que le tenía una profunda estima y lo comprendía, un día lo invito examinar sus propias convicciones teológicas y religiosas. Le hizo saber que debía realizar en sí mismo aquella conversión que pedía a los otros.
             El domingo pasado la liturgia nos propuso el mensaje del Bautista, hoy nos presenta su ejemplo.
             Juan no ha enseñado solamente con su palabra, sino que ha mostrado con su vida como debemos estar siempre dispuestos a cuestionar nuestras propias seguridades cuando nos confrontamos con la novedad de Dios.
             Solamente quien, como él, busca apasionadamente la verdad está preparado para encontrar la Verdad.

* Para interiorizar el mensaje, repetiremos: “El Señor no viene para condenar sino para sanar”.

Primera Lectura: Isaías 35,1-6a.8a.10
1El desierto y la tierra reseca se regocijarán, el arenal de alegría florecerá, 2como flor de narciso florecerá, desbordando de gozo y alegría; tiene la gloria del Líbano, la belleza del Carmelo y del Sarón; ellos verán la gloria del Señor, la belleza de nuestro Dios. 3Fortalezcan las manos débiles, afirmen las rodillas vacilantes. 4Digan a los cobardes: Sean fuertes, no teman; ahí está su Dios, que trae el desquite, viene en persona, los desagraviará y los salvará. 5Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, 6saltará como ciervo el tullido, 8Lo cruzará una calzada que llamarán Vía Sacra, 10 y volverán por ella los rescatados del Señor: volverán a Sión con cánticos: en cabeza, alegría perpetua, siguiéndolos, gozo y alegría; pena y aflicción se alejarán. – Palabra de Dios

Las previsiones sobre el futuro del planeta no son halagüeñas, para muchos son claramente catastróficas. La realidad social, política, económica del mundo se presenta llena de tensiones que nadie sabe cómo podrán solucionarse. La crisis de fe, la pérdida de valores, el debilitamiento de tantas certezas presagia años difíciles.
             Esta podría ser, en pocas palabras, una síntesis de las opiniones que circulan entre la gente. Al escuchar las palabras llenas de gozo y de esperanza de la lectura de hoy, quizás pensemos que el profeta las pronunciara en un momento bien diferente de aquel que estamos nosotros atravesando. No es así.
             El autor ha vivido en uno de los periodos más difíciles de la historia de su pueblo: Jerusalén y su templo maravilloso habían sido destruidos, las personas más capaces y preparadas habían sido deportadas a Babilonia y, en la ciudad santa, reducida a un montón de escombros, solo quedaban los ancianos, los enfermos y los niños. Era un panorama sobre el que solo reinaba el silencio y la muerte: ninguna canción, ningún grito de alegría, solo tristeza y tantas lágrimas.
             El monte sobre el que estaba construida la ciudad, devastada y en ruinas, se ha convertido en un desierto donde ya no crece ni un filo de yerba. Frente a una devastación semejante, ¿quien habría tenido el coraje de anunciar una fiesta, de invitar al júbilo y a la alegría?
             Pues bien, justamente ante tal panorama ruinoso, el profeta pronuncia su oráculo lleno de optimismo. Es un hombre sensible, tiene alma de poeta y se exprime con imágenes deliciosas.
             El desierto—dice—está por transformarse en llanura fértil como la de Sarón a lo largo de la costa del Mediterráneo. He aquí que se cubre de árboles frondosos y fuertes como los cedros del Líbano; se transforma en una permanente primavera, en una alfombra de flores y de hierbas aromáticas. Florecen narcisos y lirios, símbolos de la alegría y de los sueños de los enamorados. Por doquier se oyen cantos de alegría y de júbilo (vv. 1-2).
             ¿Delira? ¡No! Contempla la obra maravillosa que Dios está a punto de realizar.
             Si se confía en el Señor, no tienen sentido el desaliento, los brazos caídos, las rodillas vacilantes.
             Quién se resigna frente al mal, quién lo considera ineludible muestra no creer en el amor y en la fidelidad de Dios que esta personalmente comprometido con la historia de su pueblo.
             Quién cree no se desanima nunca, sino que reacciona, está convencido de que donde hoy el desierto se muestra árido e inhóspito, un día florecerá como un jardín. (vv. 3-4).
             En la segunda parte de la lectura (vv. 5-6) el profeta continúa a presentar la prodigiosa transformación del mundo que Dios realizará. Para describirla emplea la imagen de la sanación de enfermedades: se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el tullido, la lengua del mudo cantará.
             Toda enfermedad –física, psíquica, espiritual– es una forma de muerte. Donde llega el “Dios de la vida” desaparece todo mal, toda muerte.
             En el evangelio de hoy Jesús invita al Bautista a caer en la cuenta de que la transformación del mundo ha comenzado ya. La fuerza de su palabra está haciendo “brotar flores en el desierto”.
             Para describir el camino hacia esta nueva realidad, en la última parte de la lectura (vv. 8-10) viene introducida una espléndida imagen: la peregrinación del pueblo desde la tierra de esclavitud hacia el monte Sión, a la inolvidable Jerusalén, la ciudad del gozo y de la libertad. Es el símbolo del camino de la humanidad entera hacia la vida eterna.
             La senda a recorrer será llamada “Camino Santo” porque no podrá ser pisada por pies impuros. Es el camino –hoy lo sabemos– que ha recorrido Jesús y que conduce al don de la vida.
             La imagen es magnífica. El profeta desvela los personajes que participan en ésta procesión: al frente, como guía, avanza la felicidad perenne, seguida del gozo y de la alegría. En el horizonte se divisan dos siluetas obscuras, dos enemigos que se alejan, que huyen derrotados: son la tristeza y el llanto.
             Estas palabras son el desmentido de Dios a los profetas de desventuras.
             A pesar de signos contradictorios, el creyente, reconoce que “el Señor ilumina a los que habitan en tinieblas y en sombras de muerte y endereza nuestros pasos por un camino de paz” (Lc 1,79).

Salmo 145, 6c-7. 8-9a. 9bc-10
R/. Ven, Señor, a salvarnos
El Señor mantiene su fidelidad perpetuamente,
hace justicia a los oprimidos,
da pan a los hambrientos.
El Señor liberta a los cautivos. R/.
El Señor abre los ojos al ciego,
el Señor endereza a los que ya se doblan,
el Señor ama a los justos.
El Señor guarda a los peregrinos. R/.
Sustenta al huérfano y a la viuda
y trastorna el camino de los malvados.
El Señor reina eternamente,
tu Dios, Sión, de edad en edad. R/.

Segunda Lectura: Santiago 5,7-10
7Hermanos, tengan paciencia hasta que vuelva el Señor. Fíjense en el labrador: cómo aguarda con paciencia hasta recibir la lluvia temprana y tardía, con la esperanza del fruto valioso de la tierra. 8Ustedes también, tengan paciencia y anímense, que la llegada del Señor está próxima. 9Hermanos, no se quejen unos de otros, y no serán juzgados: miren que el Juez ya está a la puerta. 10Tomen como ejemplo de sufrimiento y paciencia a los profetas que hablaron en nombre del Señor. – Palabra de Dios

             Jesús ha denunciado los peligros de la riqueza, ha llamado estúpido a quien acumula bienes de este mundo, pero nunca ha lanzado invectivas contra nadie por el simple hecho de ser rico. He aquí, sin embargo, lo que dice Santiago a los ricos: “lloren y griten por las desgracias que van a sufrir. Su riqueza está podrida, sus ropas apolilladas, su plata y su oro herrumbrados; y su herrumbre atestigua contra Uds. Y consumirá sus cuerpos como fuego. Uds. han amontonado riquezas ahora que es el tiempo final. El salario de los obreros, que no pagaron a los que trabajaron en sus campos, alza el grito; el clamor de los asalariados ha llegado a los oídos del Señor Todopoderoso. Uds. llevaron en la tierra una vida de lujos y placeres; han engordado y se acerca el día de la matanza. Han condenado y matado al inocente sin que este opusiera resistencia.” (Sant 5,1-6).
             Después de haber atacado de esta manera a los ricos, Santiago se dirige a los pobres: es el pasaje bíblico que se incluye en la lectura de hoy. ¿Qué les recomienda? ¿Qué aconseja a quien ha sido explotado? ¿La revuelta, la venganza? No….la paciencia. Esta palabra viene mencionada cuatro veces. “sean pacientes” (vv. 7-8), “no se quejen!” (v. 9), “aguanten!” (v. 10). Parecen exhortaciones irritantes, inquietantes, provocativas.

Santiago no es el tipo que tolera la injusticia contra los pobres, no obstante, se da cuenta que existen situaciones en las que después de haber hecho todo lo posible, no queda otra cosa que esperar con paciencia.
             Para explicar su pensamiento cita el ejemplo del campesino. ¿Qué hace el agricultor? No se sienta a contemplar el campo esperando que produzca por si’ mismo. Se empeña al máximo: trabaja, cava, siembra, riega, arranca la hierba mala…pero sabe también esperar; conoce la fuerza irresistible de las semillas; se fía de la tierra que no le ha traicionado nunca, cree que también el Señor hará su parte enviando la lluvia benéfica que fecunda la tierra en otoño y primavera.
             El campesino no se desalienta, aunque transcurran meses antes que aparezca la espiga madura.
             Santiago concluye sugiriendo a los pobres: en vuestro dolor hagan lo que puedan, se esfuercen en obtener justicia, pero no cometan violencia contra los que los oprimen y no se lamenten con sus vecinos (v. 9). Sucede a menudo que el pobre, humillado por su patrón, reaccione y se vuelva agresivo y duro contra su “prójimo”: la esposa, los hijos, las personas más débiles que están cerca de él.
             El pobre alimenta la esperanza que su Señor intervendrá para cambiar su situación; su “venida” esta próxima.

Evangelio: Mateo 11,2-11
2Juan oyó hablar en la cárcel de la actividad del Mesías y le envió este mensaje por medio de sus discípulos: 3–¿Eres tú el que había de venir o tenemos que esperar a otro? 4Jesús respondió: –Vayan a contar a Juan lo que ustedes ven y oyen: 5los ciegos recobran la vista, los cojos caminan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, los pobres reciben la Buena Noticia; 6y, ¡feliz el que no tropieza por mi causa! 7Cuando se fueron, se puso Jesús a hablar de Juan a la multitud: –¿Qué salieron a contemplar en el desierto? ¿Una caña sacudida por el viento? 8¿Qué salieron a ver? ¿Un hombre elegantemente vestido? Miren, los que visten elegantemente habitan en los palacios reales.  Entonces, ¿qué salieron a ver? ¿Un profeta? Les digo que sí, y más que profeta.  10A éste se refiere lo que e para que te prepare el camino. 11Les aseguro, de los nacidos de mujer no ha surgido aún alguien mayor que Juan el Bautista. Y, sin embargo, el último en el reino de los cielos es mayor que él. – Palabra del Señor

No es fácil reconocer al Mesías de Dios.
             Educado por los profetas, Israel lo ha esperado durante siglos, sin embargo, cuando ha llegado, hasta a las personas espiritualmente más preparadas y mejor dispuestas les ha costado entenderlo y aceptarlo. El mismo Bautista fue presa del desconcierto.
             Un Mesías, por otra parte, que no sorprende, que no suscita interrogantes e incluso incredulidad no puede venir de Dios pues sería demasiado semejante a nuestra lógica y a nuestras expectativas, y Dios piensa en modo muy diferente de nuestro modo de pensar.
             En la primera parte del evangelio de hoy (vv. 2-6) vienen presentadas la duda que un día surge en la mente del precursor y la respuesta que Jesús le dio.
             Juan se encuentra en prisión y Mateo 14,1-12 nos dice el porqué: Juan ha denunciado el comportamiento moral de Herodes quien ha tomado la mujer de su hermano. En la fortaleza de Maqueronte donde, según el historiador Flavio Josefo había sido encerrado, es tratado con respeto, puede recibir la visita de sus discípulos y, deseando participar en el acontecimiento del Reino de Dios, se mantiene informado de cómo se está comportando aquel Jesús de Nazaret a quien ‘el se ha dirigido como al Mesías.
             En este intervalo, sin embargo, su fe comienza a vacilar. Alguien sostiene que las dudas no son de Juan sino de sus discípulos. No es así. Del evangelio resulta claro que Juan ha dudado que Jesús fuera el Mesías.
             Por esta razón ha enviado sus discípulos a preguntarle: “¿Eres tu el que ha de venir o debemos esperar a otro?” (v. 3).
             ¿Cómo ha surgido en él la perplejidad? La respuesta es muy simple. Basta tener presente la imagen del Mesías que desde pequeño Juan había asimilado de los líderes espirituales de su pueblo.
             Está en prisión y, consciente de cuanto han anunciado los profetas, espera el “libertador” (Is 61,1), el encargado de restablecer en el mundo la justicia y la verdad. No entiende por qué Jesús no se decide a intervenir en su favor.
             Espera un Mesías juez riguroso que arremeta contra los malvados. Y he aquí sin embargo la sorpresa: Jesús no solo no condena a los pecadores, sino que come con ellos y se jacta de ser su amigo (Lc 7,34). Recomienda no apagar la llama que aun humea y pide de cuidar de la “caña doblada”; no destruye nada, recupera y restaura lo que se ha roto. No destruye a los pecadores, sino que cambia su corazón y los quiere felices a cualquier precio; tiene palabras de salvación para aquellos sin esperanza a quien todos evitan como a leprosos. No se desanima frente a ningún problema humano, no se rinde ni siquiera frente a la muerte.
             A los enviados de Juan el Bautista Jesús se presente como el Mesías, enumerando los signos que se pueden deducir de algunos escritos de Isaías (Is 35,5-6; 26,19; 61,1), el profeta de la esperanza que había predicho: “y nadie más en la ciudad dirá: estoy enfermo” (Is 33,24).
             El Bautista es invitado a tomar conciencia de seis nuevas realidades: la curación de los ciegos, de los sordos, de los leprosos, de los tullidos, la resurrección de los muertos y el anuncio del evangelio a los pobres. Son signos de salvación, ninguno es de condena.
             Ha surgido, pues, un mundo nuevo: quien caminaba en la obscuridad y había perdido la orientación en la vida, ahora ha sido iluminado por el evangelio.
             Quien estaba tullido y no era capaz de dar un paso hacia el Señor y hacia los hermanos ahora camina veloz; quien era sordo a la Palabra de Dios, ahora la escucha y se deja guiar por ella; quien sentía vergüenza de si’ mismo a causa de la lepra del pecado que lo mantenía alejado de Dios y de los hermanos, ahora se siente purificado; quien hacía solamente obras de muerte ahora vive en la plenitud de su existencia; quien pensaba ser un miserable sin esperanza ha escuchado la bella noticia: “ también para ti hay salvación”.
             El Mesías de Dios no tiene nada que ver con el personaje enérgico y severo que Juan esperaba. Su modo de proceder ha escandalizado al Precursor y continúa a escandalizarnos también hoy.
             Los hay todavía quienes piden al Señor intervenir para castigar a los impíos; quienes interpretan como castigos de Dios las desgracias que se abaten sobre el que ha hecho el mal ¿podrá Dios sin embargo enojarse y probar placer viendo a sus hijos (aunque sean malos) sufrir?
             Jesús concluye su respuesta con una bienaventuranza, la decima que se encuentra en el evangelio de Mateo: “bienaventurado quien no se escandaliza de mi”. He aquí una dulce invitación al Bautista a reconsiderar sus convicciones teológicas.
             Un Dios bueno para con todos contradecía la opinión que Juan se había hecho de Dios. Como nosotros, también, el Bautista se imaginaba a un Dios fuerte y, de pronto, se encuentra con un Dios débil; se esperaba intervenciones clamorosas y sin embargo los acontecimientos continuaban a sucederse como si el Mesías no hubiera venido.
             ¡Bienaventurado quien acoge a Dios como él es, no como quisiéramos que fuera!; la fe en el Dios que se revela en Jesús va siempre acompañada de dudas, incertidumbres y de dificultad en creer.
             El Bautista es la figura del verdadero creyente: se debate entre muchas perplejidades, se cuestiona, pero no reniega del Mesías porque no se adecua a sus criterios; duda de sus propias convicciones.
             No es causa de preocupación quien tiene dificultad en creer, quien se siente perdido frente al misterio y los enigmas de la existencia, quien dice no entender los pensamientos y el proceder de Dios. Si’ es causa de preocupación, por el contrario, quien confunde las propias certezas con la verdad de Dios, quien tiene una respuesta inmediata para todas las preguntas, quien tiene siempre a mano algún dogma que imponer, quien no se deja nunca cuestionar. Una fe semejante a veces raya en el fanatismo.
             Cuando regresaron los discípulos de Juan, Jesús pronuncia su juicio sobre él con tres interrogantes retóricos. Es la segunda parte del evangelio de hoy (vv. 7-11).
             Las respuestas a los dos primeros son obvias: el Bautista no es como las cañas silvestres que crecen junto al Jordán, símbolos de volubilidad porque se doblan según la dirección del viento. Juan no es un oportunista que se adecua a todas las situaciones y se inclina frente al potente de turno. Al contrario, es uno que se opone resueltamente a los mismísimos jefes políticos, que se enfrenta a pecho descubierto al rey, y que no teme decir lo que piensa.
             Juan no es un corrompido que piensa al propio interés, que acumula dinero sin escrúpulos y lo derrocha en diversiones, en vestidos elegantes y refinados. Los corrompido –dice Jesús– son el rey y los cortesanos, los ricos y los jefes que lo han puesto en prisión.
             La tercera pregunta requiere una respuesta positiva: Juan es un profeta, y más que un profeta. Ninguno en el Antiguo testamento ha llevado a cabo una misión superior a la suya. Mas que Moisés, él es “un ángel” enviado a abrir el camino a la venida liberadora del Señor.
             Es significativa la nota final: “el más pequeño en el reino de los cielos es más grande que Juan (v 11).
             Jesús no establece un escalafón basado sobre la santidad y la perfección personal, sino que invita a verificar la superioridad de las condiciones del discípulo. Quien pertenece al reino de los cielos esta en grado de ver mas allá de lo que el Bautista vio’. Quien ha descubierto el rostro nuevo de Dios, quien ha comprendido que el Mesías ha venido al encuentro del hombre para perdonarlo, acogerlo, amarlo sin condiciones, ha entrado en un nuevo horizonte, en el horizonte de Dios.
             Lo que nosotros hoy, independiente de nuestra santidad personal, podemos ver y entender, el Bautista lo ha solamente barruntado o intuido porque se ha quedado en el umbral de los tiempos nuevos.