Jesús, el “Dios
con nosotros”
Fernando Armellini
Introducción
El hijo de la Virgen María tiene un
doble nombre: el usado por sus contemporáneos – Jesús, quien libera de los
pecados, y aquel que le atribuye el evangelista Mateo – Emmanuel, Dios con
nosotros.
La primera grande herejía fue
introducida por un brillante dialéctico del siglo IV, Apolinar de Laodicea:
sostenía que Jesús sí tenía un cuerpo humano, pero no un alma como la nuestra.
Temía que, acordándole una plena humanidad, resultara ofuscada su divinidad. No
le hacía a Jesús un gran favor: lo alejaba de nuestro mundo, de nuestra condición;
le quitaba el segundo nombre, el de Emmanuel.
En la expresión de Juan la Palabra
se ha hecho carne (Jn 1,14), el término carne no indica solamente la
corporeidad sino todo el ser humano entendido en su dimensión de debilidad,
fragilidad, de limitaciones que se derivan del hecho de ser creatura.
En
María el Unigénito del Padre no está solamente revestido de músculos, sino que
ha tomado plenamente nuestra condición humana.
Ha probado nuestros sentimientos,
nuestras emociones, nuestras pasiones; ha experimentado las alegrías de los
afectos y la desilusión de las traiciones; ha compartido nuestras ansiedades,
nuestros dolores y humillaciones, nuestra ignorancia, nuestra satisfacción de
aprender y también nuestro miedo frente a la muerte. No se ha unido solamente a
un “cuerpo verdadero” sino que se ha hecho “realmente hombre”, en todo como
nosotros menos en el pecado. Por eso es el Emmanuel, Dios con nosotros.
* Para
interiorizar el mensaje, repetiremos: “Has venido entre nosotros, Señor, para
permanecer siempre con nosotros”.
Primera
Lectura: Isaías 7,10-14
10El Señor volvió a hablar a Acaz: 11–Pide
una señal al Señor, tu Dios; en lo hondo del abismo o en lo alto del cielo. 12Respondió
Acaz: –No la pido, no quiero tentar al Señor. 13Entonces dijo Dios:
–Escucha, heredero de David: ¿No les basta cansar a los hombres, que cansan incluso
a mi Dios? 14Por eso el Señor mismo les dará una señal: Miren: la
joven está embarazada y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emanuel. –
Palabra de Dios
El contexto histórico en el que se
ha pronunciado este oráculo es bien conocido. En el año 734 a.C. el rey de Aram
y el de Israel hicieron una alianza con el tentativo de liberarse del yugo
asirio, pretendiendo envolver en su temeraria empresa también a Acaz que
reinaba en Jerusalén. Este rechaza la alianza y entonces los dos reyes deciden
destronarlo, poniendo así fin a su dinastía y estableciendo en el trono a un
soberano favorable a sus proyectos. (Is 7,1-10)
El joven Acaz – ha apenas cumplido
los 20 años – se angustia y se alarma. Es un descendiente de David, pertenece a
aquella noble familia a la cual ha sido prometido un reino eterno. Por boca del
profeta Natán Dios había asegurado: “yo seré para él un padre y él será para mí
un hijo. No le retiraré mi lealtad como se la retiraré a Saúl al que apartaré
de mi presencia. Tu casa y tu reino durarán para siempre en mi presencia. Tu
trono permanecerá para siempre” (2 Sm 7,14-16). El joven rey, por tanto, no
tendría que temer, pero su fe en Dios es frágil, hace cálculos humanos y
comienza a cometer un error detrás de otro. Comete hasta el crimen abominable
de inmolar a los ídolos su único hijo (2Re 16,3); después, consciente de tener
un ejército demasiado débil y que corre peligro de ser vencido, pide auxilio a
Asiria. Cuando Isaías conoce la decisión del rey, interviene.
Los asirios dominan la escena
internacional y no tendrán dificultad en proteger al pequeño reino de Judá pero
pretenderán convertirlo en vasallo; pondrán en peligro sobre todo la fe y la
pureza religiosa del pueblo de Dios.
El profeta decide hablar
personalmente a Acaz. Sale a su encuentro, junto a su hijo Sear Yasub hacia el
extremo del Estanque de Arriba, junto al camino del Campo del Tintorero (Is
7,3). Lo encuentra mientras, cada vez
más agitado, está cavilando sobre cómo abastecer de agua a la ciudad ante el
asedio inminente. El profeta habla en nombre de Dios, lo tranquiliza: lo que
temes “no sucederá ni se cumplirá” (Is 7,8). Le pide no poner la confianza en
Asiria sino en el Señor y sus promesas; los enemigos que le llenan de pavor,
que le hacen temblar como si se tratara de un viento impetuoso e irresistible
no son otra cosa que una nubecilla de humo que surge de dos tizones medio
apagados. No hay nada que temer: su dinastía continuará a reinar en Jerusalén,
por siempre, como el Señor ha prometido.
¡Nada que hacer! el rey, duro de
cabeza, se empecina más y más, convencido de que la fuerza de los asirios
merece más confianza que las promesas de Dios.
Pasan unos días e Isaías va de
nuevo a encontrarlo en su palacio. Hemos llegado a nuestra lectura de hoy.
Le
dice: si no crees en mis palabras, si quieres una garantía, ¡pide una
señal! (v.11). Acaz no está dispuesto a volver atrás, por
eso no le interesa ninguna señal.
Lo
quiera o no, Isaías le da igualmente una señal: “Miren, la joven está
embarazada y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel” (v.14).¿Qué
significa esto?
Alguno ha pensado que Isaías está
profetizando, con siete siglos de anticipación, la concepción virginal de
María, sin embargo una señal semejante no habría tenido ningún sentido para
Acaz.
La joven a la que Isaías se refiere
es la mujer del rey. Esta muchacha – asegura el profeta – tendrá un hijo cuyo
nombre será “Emmanuel” que significa “Dios está con nosotros’. Este hijo
sucederá a su padre, dará continuidad a la dinastía y ninguno lo destronara, al
contrario, será un grande rey, un nuevo David.
He explicado detalladamente esta
breve lectura porque el evangelista Mateo ha visto la plena realización de esta
profecía en el nacimiento de Jesús de la Virgen María.
¿Cómo acabó la guerra que Acaz
estaba preparando? Como Isaías lo había previsto, es decir, en un desastre
tanto político como religioso. Asiria intervino e inmediatamente redujo a
“tizones humeantes” a los reyes de Aram y de Israel. Acaz fue humillado, debió
pagar fuertes tributos y el reino de Judá se convirtió en una colonia asiria.
El signo dado por el profeta se
realizó: el hijo de Acaz fue concebido de la joven, nació y se convirtió en el
signo de la presencia de Dios en medio de su pueblo; fue la prueba de la fidelidad
del Señor a sus promesas.
Fue llamado Ezequías a quien se le
pudo justamente aplicar el título de “Emmanuel”, “Dios está con nosotros”. Fue
un rey discretamente bueno, pero no ciertamente el soberado excepcional que
quizás esperaba el mismo Isaías.
Es por esto que en Israel se
comenzó a esperar en otro rey, un hijo también de David que cumpliese
plenamente la profecía, que fuera de verdad el “Dios con nosotros”. En el
evangelio de hoy lo indicará Mateo: es el hijo de la virgen María.
Salmo
23, 1b-2. 3-4ab. 5-6
R/. Va a entrar el Señor, él es el Rey
de la gloria
Del Señor es la tierra y cuanto la
llena,
el orbe y todos sus habitantes:
él la fundó sobre los mares,
él la afianzó sobre los ríos. R/.
¿Quién puede subir al monte del Señor?
¿Quién puede estar en el recinto sacro?
El hombre de manos inocentes y puro
corazón,
que no confía en los ídolos. R/.
Ese recibirá la bendición del Señor,
le hará justicia el Dios de salvación.
Este es la generación que busca al
Señor,
que busca tu rostro, Dios de Jacob. R/.
Segunda
Lectura: Romanos 1,1-7
1Pablo, servidor de Cristo Jesús, llamado a ser
apóstol, elegido para anunciar la Buena Noticia de Dios, 2quién ya
había prometido por medio de sus profetas en las sagradas Escrituras, 3acerca
de su Hijo, nacido por línea carnal del linaje de David, 4y
constituido por el Espíritu Santo Hijo de Dios con poder a partir de la
resurrección: Jesucristo, nuestro Señor. 5Por medio de él recibimos
la gracia del apostolado, para que todos los pueblos respondan con la
obediencia de la fe para gloria de su nombre; 6entre ellos se
encuentran también ustedes, llamados por Jesucristo. 7A todos los
que Dios amó y llamó a ser consagrados, que se encuentran en Roma: Gracia y paz
a ustedes de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo. – Palabra de
Dios
Se inicia con esta larga
introducción la Carta a los romanos, con la manera habitual de las cartas del
tiempo que seguían un esquema fijo: indicación del nombre del remitente seguido
del destinatario, un saludo de buenos deseos (ordinariamente “khairein” (¡salve!) y un breve exordio dictado por las
circunstancias.
Pablo
usa este formulario y lo adapta al objetivo de la carta. Al nombre del
remitente, el suyo, añade los títulos que le dan el derecho de dirigirse a una
comunidad insigne como la de Roma. Se presenta como apóstol, como heraldo del
evangelio y como siervo de Jesús (v. 1).
Son tres títulos significativos: el
primero para recordar a sus lectores la autoridad que ha recibido directamente
de Cristo, de fundar entre los paganos nuevas Iglesias; el segundo es para él
un motivo de orgullo: se siente honrado de haber sido escogido por Dios para
anunciar la Buena Noticia de la resurrección de Cristo; el tercero – “siervo
del Mesías Jesús” – tiene en el ambiente cultural helenístico un signo
despreciativo: dignos de honor eran los señores, no los esclavos. Pablo, sin
embargo, lo entiende en sentido bíblico. El título de “siervo” se aplica a los
grandes personajes del antiguo testamento, los siervos de Dios: Moisés, Josué,
David y sobretodo el “Siervo del Señor” del cual había hablado el profeta
Isaías.
En la parte central del relato (vv.
2-6) viene presentada la persona de Jesús: ha nacido de la estirpe de David
según la carne, sin embargo su verdadera identidad, la de Hijo de Dios, ha sido
revelada en el día de la Pascua cuando, con un gesto de poder, Dios lo ha
resucitado de entre los muertos. Es el Resucitado que Pablo ha sido llamado a
anunciar.
El versículo conclusivo (v. 7)
menciona a los destinatarios de la carta, los cristianos de Roma – “amados por
Dios” y “santos por vocación” – para terminar saludo típico del estilo
epistolar oriental al cual Pablo añade el deseo de la “paz” que en la cultura
judía equivalía al deseo de todas las bendiciones de Dios.
Evangelio:
Mateo 1,18-24

“El nacimiento de Jesús, el Mesías,
sucedió así”. De esta forma comienza el evangelio de hoy, sin embargo, en vez
de hablar del nacimiento, lo hace del anuncio a José de la maternidad virginal
de su esposa.
Lucas, a diferencia de Mateo, narra
el anuncio del arcángel Gabriel a María y alude solo marginalmente a José
La tentación de fundir los dos
relatos como si fueran reportajes de dos periodistas, es grande pero peligrosa:
de hacerlo, nos pondríamos inevitablemente frente a interrogantes a los que
sería no solo difícil sino casi imposible dar una respuesta, como veremos
después.
Ciertamente
tanto Lucas como Mateo hacen referencia a hechos reales, aunque nos resulte
difícil captarlos en sus detalles; sin embargo, no escriben páginas de crónica
sino que hacen teología: presentan a Jesús tal y como las comunidades
cristianas de finales del siglo primero han llegado a conocerlo, a las luz del
Espíritu, después de la experiencia de la Pascua.
Veremos a continuación como Mateo
estructura su historia y qué mensaje quiere darnos.
En tiempos de Jesús el matrimonio
tenía dos etapas. La primera consistía en el contrato estipulado entre los dos
esposos delante de los respectivos padres y de dos testigos; después de esta
firma, el joven y la joven se convertían en marido y mujer, pero no comenzaban
de inmediato a hacer vida en común sino que dejaban transcurrir todavía un año
durante el cual no podían unirse maritalmente.
Este intervalo servía a las dos
familias para un mejor conocimiento mutuo y a los dos esposos para madurar: se
casaban, de hecho, muy jóvenes, doce-trece años la joven y quince-dieciséis el
joven. Estas serían probablemente las edades respectivas de María y José.
Pasado un año de espera, se
organizaba una fiesta, la esposa era conducida a la casa del marido y los dos
comenzaban la vida en común.
Fue durante este intervalo que tuvo
lugar la anunciación a María y su embarazo por obra del Espíritu Santo.
Mateo resalta este hecho desde el
principio de su relato para despejar toda la duda sobre el hecho de que Jesús
fue concebido sin intervención de hombre.
El espíritu, en este relato, no
representa el elemento masculino (de hecho, ruah-espíritu en hebreo es
femenino), sino que indica una fuerza, un divino soplo creador. “Envías tu
aliento y los creas y renuevas la faz de la tierra” dice el salmista (Sal
104,30), quien piensa probablemente al Espíritu de Dios que se movía sobre la
superficie de las aguas al principio del mundo (Gn 1,2).
La concepción virginal,
explícitamente citada por Lucas (Lc 1,26-39), no tiene como finalidad resaltar
la superioridad moral de María ni menos aún significa un menosprecio de la
sexualidad. Está ahí para “revelar” una verdad fundamental a todo creyente:
Jesús no es únicamente hombre. Él viene de lo alto, es el mismo Señor que ha
asumido forma humana. Para hacer comprender esta realidad ambos, Mateo y Lucas,
apuntan a un acto creativo de Dios.
Lo que sucedió a continuación no es
fácil establecerlo, y suscita algunos interrogantes. Parece imposible que José,
a pesar de su rectitud, piense en tomar decisiones drásticas respecto a María
sin ni siquiera haberla consultado. ¿Cómo pudo sospechar que ella le había sido
infiel? ¿En qué sentido era José “justo”? ¿A caso porque quería separarse de
María? No existía, en Israel, ninguna ley que obligara al marido a divorciar a
la esposa infiel. Por otra parte, no era ciertamente un gesto elegante el que
José estaba para realizar aunque pensara hacerlo “en secreto”. ¿Por qué María no ha dicho nada a José del
anuncio que había recibido del Arcángel? O si se lo comunicó ¿por qué José no
la creyó?
Algunos responden a estas preguntas
diciendo que: probablemente María habría informado a José de que el niño que
esperaba venia de Dios; no tenía ningún motivo para mantener en secreto un
hecho que José tenía el derecho a saber. La duda de José, por tanto, no seria
sobre la fidelidad o infidelidad de su esposa, sino sobre su propio rol en este
acontecimiento tan extraordinario. ¿Cómo podría dar nombre a un hijo no suyo?
¿No sería inmiscuirse indebidamente en un proyecto de Dios? No sabiendo cómo
comportarse, habría decidido retirarse para esperar que Dios le hiciese conocer
su voluntad.
Mientras andada meditando sobre
estas cosas, el Señor le reveló su proyecto y la misión a la que le llamaba:
debía poner nombre a Jesús, pues así el hijo de María entraría por derecho en
su familia, convirtiéndose en descendiente de David “según la carne” como ha
dicho Pablo en la segunda lectura.
Esta explicación es interesante y
contiene elementos seguramente aceptables, como por ejemplo el hecho que José
sea llamado “justo” por haber decidido hacerse a un lado para no poner
obstáculos al plan de Dios que él no acertaba a comprender. Tiene, sin embargo,
la dificultad de ser una mera suposición a la que el texto evangélico ofrece solamente
un frágil fundamento.
Es mejor no intentar buscar en el
evangelio respuestas a interrogantes que nosotros legítimamente nos ponemos
pero que a Mateo no le interesaban para nada.
El evangelista no está interesado
en darnos información o en satisfacer nuestra curiosidad. Lo único que le
interesaba es hacernos saber que el hijo de María era el heredero del trono de
David, prometido por los profetas.
La conclusión del relato es
solemne. Todo relato evangélico parece que haya sido escrito para mostrar el
cumplimiento de lo que había dicho el Señor por medio del profeta: “He aquí, la
virgen concebirá y dará a luz un hijo quien será llamado Emmanuel, que
significa Dios con nosotros” (vv. 22-23).
Hemos visto ya cual es el
significado literal de esta profecía: el anuncio del nacimiento del hijo de
Acaz, Ezequías, quien fue realmente un “Emmanuel”, es decir, una señal de que
Dios protegía a su pueblo y a la dinastía de David, pero que no respondió a las
expectativas que se habían puesto en él. Ezequías no realizó las promesas de
felicidad, de bienestar y de paz descritas por el profeta Isaías ni fue
“Consejero maravilloso, Guerrero divino, Jefe perpetuo, Príncipe de la
paz…”(Is 9,5-6).
Mateo afirma que: Jesús es quien ha
cumplido estas profecías y que es Él el hijo de la virgen anunciado por el
profeta. Él es realmente el “Emmanuel”, el “Dios con nosotros”. A Él le será
dado un reino eterno y en Él se cumplirán todas las esperanzas de Israel.
Estamos al comienzo del evangelio
de Mateo. El tema del “Emmanuel” aparece también al final del libro en cuyo
último capítulo se dice que, después de la resurrección, Jesús se manifestó a
sus discípulos en el monte de Galilea, los envió al mundo entero a hacer
discípulas a todas las naciones y añadió: “yo estaré con ustedes siempre (…Yo
soy el “Emmanuel”), hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). La referencia al “Dios
con nosotros” abre y cierra toda la obra de Mateo porque –nos dice el
evangelista- en Jesús, Dios se ha situado y permanecerá para siempre junto al
hombre.
En esta conclusión del relato
aparece de nuevo el tema de la “virgen”. Hemos ya explicado la concepción
virginal de María. Recordemos ahora otras implicaciones bíblicas de la palabra
virgen.
Para nosotros “virgen” significa
“admirable, digna de estima”. En la Biblia, sin embargo, tiene un significado
diferente. La virginidad de una mujer
era apreciada antes del matrimonio, pero aquella que permanecía virgen toda su
vida mostraba solo la incapacidad de atraer sobre sí la mirada de un hombre.
Digna de alabanza en Israel era la mujer casada que tenía hijos; la virgen era
considerada como un árbol sin fruto, digna de lástima (Is 56,3-6).
Este término aparece a menudo en la
Biblia en sentido figurativo para indicar una condición despreciable. La
expresión virgen Sion no quiere decir “Jerusalén pura, inmaculada, sin mancha”
sino “pobre, despreciada, sin vida” (Jer 31,4; 14,13). La tierra de Israel
asolada por los asirios es comparada por Amos a una virgen que no ha podido
realizar su sueño de ser madre: “Cayó para no levantarse la virgen de Israel; está
arrojada en el suelo y nadie la levanta (Am 5,2). Babilonia, la sanguinaria, es
maldecida por el profeta: “Baja, siéntate en el polvo virgen Babilonia” (Is
47,1).
¿Y María?… Ella habla de sí misma
como si fuera la “virgen Sion”, despreciada y sin valor (“se ha fijado en la
humildad de su sierva”) y reconoce que todo cuanto ha sucedido en ella es obra
del “Poderoso” quien ha hecho grandes cosas en mí” (Lc 1,48-49).
María-Virgen es la prueba de la
grandeza y de la fuerza del amor de Dios, pues solo Él es capaz de hacer
germinar la vida en un útero estéril.
Cuando celebramos la “virginidad”
de María, nos alegramos porque comprobamos en ella lo que el Señor sabe hacer
con “las vírgenes”, es decir, con los que no tienen valor, con quienes solo
pueden ofrecerle la propia indigencia y simplicidad. El Señor ha hecho en María
una obra maestra. Un artista como Dios
solamente sabe hacer obras maestras, independientemente de la poquedad y
pobreza del material a su disposición. Todo hombre y toda mujer están
destinados a ser obras maestras de Dios.
En este
tiempo de Adviento, María-Virgen nos invita a contemplar lo que el Señor ha
realizado en ella, y a creer en la victoria de la vida allí donde solamente se
ven señales de muerte.
El término virgen en la Biblia
asume también otro significado metafórico: indica la persona que ama con
corazón no dividido.
La infidelidad de Israel es
comparada con la prostitución (Jer 5,7); su contaminación con los ídolos es
considerada un adulterio, una división del corazón entre el Señor, el único
Esposo, y los ídolos de las naciones, sus amantes (Os 2).
La virginidad es el símbolo del
amor total hacia el Señor.
Este sentido es el que Pablo da al
término cuando escribe a los Corintios: “Tengo celos de ustedes, celos de Dios:
porque los he prometido a un solo marido, Cristo, para presentarlos a él cómo
virgen intacta. (2Cor 11, 2).
María ha ciertamente llevado a la
perfección este ideal de virginidad.
Es, para todo cristiano, el modelo
por excelencia de amor total e indiviso a Dios.