P. Fernando Armellini
Introducción
Hay
una manera de presentar la figura de María que desalienta en lugar de animar. Se
le conoce como la mujer absolutamente excepcional, exenta del pecado original y
sus consecuencias trágicas, y eso no se debe a su propio mérito, sino a un privilegio
divino único, confirmada en gracia, preservada de cometer errores, bendecida en
todas sus obras.
Nos
preguntamos qué tiene en común esta maravillosa mujer con nosotros. Nosotros, los
pobres descendientes de Adán, obligados a soportar, sin ninguna culpa, un castigo
por el pecado que no hemos cometido. Sentimos envidia por ella, pero poco amor.
Ella está demasiado lejos de nuestra condición; ella no es nuestra compañera de
viaje en el camino de la fe que, con arduo trabajo, tenemos que andar. Ella no comparte
con nosotros dudas, incertidumbres, y también momentos de desconcierto ante la voluntad
de Dios.
Esta
imagen de la madre de Jesús, derivada del afecto y no de la profunda meditación
de los textos sagrados, divide a los hermanos de la fe en lugar de unirlos. Es una
fuente de fricción en el diálogo ecuménico, especialmente con los protestantes y
los ortodoxos.
La
fiesta de hoy nos ofrece la oportunidad de acercarnos a la auténtica figura de María.
Ella brilla claramente en los relatos del Evangelio, libre de continuar con una
devoción no siempre sana que dio lugar a varios malentendidos.
El
dogma de la Inmaculada Concepción, definido por el Papa Pío IX el 8 de diciembre
de 1854, se ha formulado con un lenguaje vinculado a las categorías filosóficas
y teológicas del tiempo, un lenguaje difícil de entender para el hombre y la mujer
del siglo XXI. Si el dogma quiere tener algo que decirnos hoy, debemos releerlo
a la luz de la revelación bíblica.
La
María del Evangelio está muy cerca de nosotros: una niña nacida en las montañas
de la Baja Galilea, enamorada del joven José con quien diseñó una familia según
la tradición de su pueblo. Fue madre, mujer de fe, que cada día tuvo que enfrentar
dificultades y tentaciones similares a las nuestras. Ella no es una excepción, sino
una persona en particular en la que Dios ha encontrado la plena disponibilidad para
realizar su plan de salvación.
Dios
no otorga sus dones para despertar en el favorecido el placer narcisista de sentirse
privilegiado, sino para darle a ella una misión que cumplir. María estaba llena
de gracia porque todos tenemos que crecer en gracia. En ella, el Señor ha manifestado
su buena voluntad porque quería llenarnos con cada bendición.
María
está perfectamente insertada en este diseño. Ella usó todos los dones que ha recibido
libremente de Dios para que podamos alcanzar la salvación. Ella aceptó con gusto
la palabra del Señor y cumplió su difícil vocación. Los evangelios nos recuerdan
sus dudas, preguntas y su conmovedor viaje de fe. Al igual que nosotros, como su
hijo, ella ha sido tentada, pero en todo momento siempre ha podido decir, como Jesús
(2 Cor 1,19), “sí” a Dios.
* Para interiorizar el mensaje,
repetiremos: “No fuiste diferente de nosotros, hermana María. Eres bendecida
porque creíste y te mantuviste fiel.”
Primera Lectura: Génesis
3,9-15.20
9Pero
el Señor Dios llamó al hombre: –¿Dónde estás? 10Él contestó: –Te oí en
el jardín, me entró miedo porque estaba desnudo, y me escondí. 11El Señor
Dios le replicó: –Y, ¿quién te ha dicho que estabas desnudo? ¿A que has comido del
árbol prohibido? 12El hombre respondió: –La mujer que me diste por compañera
me convidó el fruto y comí. 13: El Señor Dios dijo a la mujer: –¿Qué
has hecho? Ella respondió: –La serpiente me engañó y comí. 14El Señor
Dios dijo a la serpiente: –Por haber hecho eso, maldita seas entre todos los animales
domésticos y salvajes; te arrastrarás sobre el vientre y comerás polvo toda tu vida;
15pongo enemistad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya:
ella te herirá la cabeza cuando tú hieras su talón. 20El hombre llamó
a su mujer Eva, por ser la madre de todos los que viven.
–
Palabra de Dios
María
“fue preservada libre de toda mancha del pecado original”. Así lo expresó Pío IX
cuando formuló el dogma de la Inmaculada Concepción. Como todos en su tiempo, este
papa creía que la historia del “pecado original” se refería a la desafortunada historia
de dos personas: el Sr. Adán y la señora Eva. Estaba convencido de que su transgresión
había tenido consecuencias dramáticas para sus descendientes a quienes se transmitía.
Los
estudios bíblicos ahora han establecido, más allá de toda duda, que este pasaje
de Génesis no es un relato de algo que sucedió al principio del mundo, sino una
página de teología, elaborada en respuesta, con imágenes y lenguaje mítico, a la
más perturbadora pregunta del hombre: ¿por qué existe el mal en el mundo?
La
narración del Génesis no cuenta la historia del pecado de un cierto Adán y una cierta
Eva, pero explica las dinámicas que, siempre, las personas acaban por rechazar a
Dios, a cometer el mal y a decretar su propia caída.
No
somos los desafortunados descendientes de Adán y Eva, obligados a cargar con las
consecuencias del pecado de nuestros primeros padres; ‘somos’ el Adán y Eva, puestos
ante Dios y con la responsabilidad de las decisiones que estamos llamados a hacer
en la vida. Si esta es la interpretación del relato del Génesis, entonces la verdad
contenida en el dogma de la Inmaculada Concepción requiere que se la estudie profundamente
y que se la entienda de una manera nueva. Dios había creado todas las cosas buenas;
el mundo salió “bien” de sus manos. Siete veces el autor sagrado repite como un
estribillo: “Y Dios vio que era bueno” el trabajo que había hecho.
Había
armonía entre el hombre y Dios, armonía representada en el libro de Génesis por
la exquisita imagen del Señor y el hombre que paseaba en el jardín del Edén en el
fresco del día (Gen 3,8). Había armonía entre las personas y la naturaleza: el mundo
era amado, respetado y cuidado como un jardín. Había armonía entre el hombre y la
mujer: no había dominio, ni opresión, ni manipulación egoísta, solo la alegría de
sentirse cada uno un regalo para el otro.
Es
en este punto que, desde el comienzo del mundo, la serpiente entra. Convence al
hombre a romper los límites impuestos por su condición de criatura, a dejar a un
lado el plan del Creador y reemplazarlo con su propio proyecto, a seguir sus caprichos
y deseos, aludiéndose a sí mismo para lograr la plena realización personal y la
felicidad.
¿Quién
es la serpiente? Intentemos descifrar esta figura mítica. Al contrario de lo que
podríamos pensar, a lo largo del Antiguo Testamento, este misterioso personaje ya
no aparece. Solo en la época de Jesús, los autores judíos, influenciados por el
pensamiento persa y helenístico, comenzaron a ver en la serpiente, el diablo. Sin
embargo, el texto de Génesis no apunta a esta explicación, más bien declara que
la serpiente es “la más astuta” (v. 1) de las criaturas de Dios.
¿Quién
puede ser? Nos desplazamos a través de los dos primeros capítulos de Génesis. Buscamos
en los seres vivos creados por Dios y llegaremos a la conclusión: es el hombre,
es el más inteligente y ningún otro. Sí, la serpiente es el hombre mismo que, atrapado
por un loco delirio de omnipotencia, piensa en poder reemplazar a Dios y proclama
su autonomía para decidir qué es bueno y qué es malo.
Esta
tentación de autosuficiencia seduce sutilmente, penetra imperceptiblemente, es traicionera
como una serpiente, en la mente y el corazón del hombre y lo induce a tomar decisiones
de muerte. El pecado causa la ruptura de todas las armonías y el pasaje propuesto
en la lectura de hoy presenta, con imágenes, las dramáticas consecuencias.
El
que se deja seducir por la “serpiente” que está en él termina fuera de lugar. Dios
lo busca, lo llama: “¿Dónde estás?” pero no lo encuentra (vv. 8-10), porque ya no
está donde debería estar. Como padre, el Señor está afligido por el mal que hizo
el hijo. Él está preocupado y, para encontrarlo, lo invita a ser consciente de lo
sucedido.
“¿Dónde
estás?” significa: “¿Dónde terminaste? ¿Qué has hecho con tu vida? ¿Cómo decidiste
actuar por su cuenta?” La respuesta del hombre: “Escuché tu voz en el jardín y tuve
miedo porque estaba desnudo; y por eso me escondí” (v. 10).
Es
el rechazo de la presencia de Dios, que ya no se considera como un amigo, sino como
un oponente que debe evitarse, como un tirano que amenaza la independencia y quita
la libertad. Esconderse del Señor significa abandonar la oración, ignorar la escucha
de la palabra de Dios, distanciarse de la vida de la propia comunidad para no ser
cuestionado, no sentirse obstaculizado en las elecciones. El hombre le teme a Dios
porque teme que Dios lo privará de la felicidad. De hecho, el que se cansa de Dios
cae en el abismo de la confusión más completa.
La
segunda consecuencia de la decisión de distanciarse de Dios en las elecciones morales
es el alejamiento de los hermanos y hermanas (vv. 12-16). Adán acusa a Eva, quien
a su vez culpa a la serpiente. Ambos son reproches a Dios han creado un mundo equivocado.
Tú fuiste—insinúa Adam—el que me pusiste junto a una persona que, en lugar de acercarme
a ti, me ha distraído de tu proyecto. Confié en ella porque la habías puesto a mi
lado.
Esta
reacción es un intento de cambiar la culpa del mal cometido a los chivos expiatorios
que pueden ser la familia en la que uno nace, la sociedad, la educación recibida
y, en última instancia, Dios que ha querido que el hombre solo pueda realizarse
en el encuentro con su semejante que, sin embargo, a menudo en lugar de levantarlo,
lo arrastran hacia abajo.
La
mujer, cuando fue interrogada, a su vez culpó a la serpiente. Dado que la serpiente
no es otra cosa que el otro lado de nuestra humanidad, sus palabras constituyen
una nueva acusación contra Dios: hiciste al hombre capaz de cometer locuras y crímenes.
¿Por qué no lo hiciste diferente, perfecto? ¿Por qué esta serpiente insidiosa que
inyecta veneno mortal en él?
Después
de hablar con el hombre y la mujer, esperaríamos que Dios interrogara a la serpiente.
Él, en cambio, no lo hace porque la serpiente no es una criatura distinta del hombre,
sino que es la contraparte del hombre, lo que se opone a Dios. ¿Saldrá siempre ganando
la serpiente, el mal que está en el hombre?
Desde
nuestro punto de vista, la condición humana parece desesperada y Pablo la describe
en tonos dramáticos: “No puedo explicarme lo que me está pasando porque no hago
lo que quiero, sino todo lo contrario que odio … Así que no soy yo el que lucha
por el mal, sino el pecado que vive en mí … De hecho, no hago el bien que quiero,
sino el mal que odio … Soy un hombre desafortunado … ¿Quién me librará? de este
cuerpo de muerte?” (Rom 7,15-24).
¿Será
definitiva la derrota del hombre? En la última parte del pasaje (vv. 14-15), Dios
responde a esta pregunta preocupante. La lucha entre “la serpiente” y el hombre
continuará hasta el fin del mundo, pero se anticipa el resultado de la confrontación.
La “serpiente” se declara maldita, carece de fuerza sobrenatural y, por lo tanto,
no es irresistible; puede ser vencida y, de hecho, lo será.
Usando
imágenes vívidas y efectivas, Dios asegura que lamerá el polvo, enfrentará una derrota
humillante (Sal 72,9), se arrastrará en el suelo, como los enemigos derrotados se
ven obligados a hacer ante los vencedores (Sal 72,11), su cabeza será aplastada
y, aunque, hasta el final intente implementar sus peligros mortales, no lo conseguirá.
Es
la promesa de la salvación universal. A la luz de esta lectura, la proclamación
de la Inmaculada Concepción de María adquiere un significado claro, nuevo y estimulante.
Es una invitación a dirigir nuestra mirada a quien, desde su concepción, ha logrado
la armonía perfecta que Dios había soñado en la primera mañana del mundo.
Ella
es inmaculada desde su concepción, es decir, en la totalidad de su existencia. En
ella, la victoria sobre la serpiente fue completa porque en ella el Espíritu divino
que animó a su hijo pudo obrar sus maravillas. Es la señal más clara del triunfo
de Dios sobre el mal.
Salmo 97, 1-4
R/. Cantad al Señor un cántico
nuevo, porque ha hecho maravillas.
Cantad al Señor un cántico nuevo,
porque ha hecho maravillas.
su diestra le ha dado la victoria,
su santo brazo. R/.
El Señor da a conocer su salvación,
revela a las naciones su justicia.
Se acordó de su misericordia y su fidelidad
en favor de la casa de Israel. R/.
Los confines de la tierra han contemplado
la salvación de nuestro Dios.
Aclama al Señor, tierra entera;
gritad, vitoread, tocad. R/.
Segunda Lectura: Efesios
1,3-6.11-12
3¡Bendito
sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo!, quien por medio de Cristo nos bendijo
con toda clase de bendiciones espirituales del cielo. 4Por él, antes
de la creación del mundo, nos eligió para que por el amor fuéramos consagrados e
irreprochables en su presencia. 5Él nos predestinó a ser sus hijos adoptivos
por medio de Jesucristo conforme al beneplácito de su voluntad 6para
alabanza de la gloriosa gracia que nos otorgó por medio de su Hijo muy querido.
11Por medio de él y tal como lo había establecido el que ejecuta todo
según su libre decisión, nos había predestinado a ser herederos 12de
modo que nosotros, los que ya esperábamos en Cristo, fuéramos la alabanza de su
gloria.
– Palabra de Dios
¿Es
la fiesta de hoy solo una invitación a contemplar a la Inmaculada, a regocijarse
por las maravillas que se producen en ella o Dios de alguna manera quiere involucrarnos
en su brillante historia?
El
pasaje que se nos propone en la lectura responde a la pregunta. Es un himno conmovedor,
que brota del corazón de un cristiano de Asia Menor. Se cantaba durante las celebraciones
litúrgicas de las comunidades del primer siglo y se conserva para nosotros por el
autor de la Carta a los Efesios.
Él
exhorta con una bendición de Dios, que ya no se llama “el Dios de Abraham, Isaac
y Jacob”, sino “el Padre de nuestro Señor Jesucristo” (v. 3). Él es bendecido porque
al incorporarnos a Cristo nos hizo partícipes de cada bendición espiritual.
Las
bendiciones prometidas a los patriarcas fueron bendiciones materiales. Dios se mostró
amable con su pueblo cuando dio abundantes cosechas, multiplicó rebaños y manadas,
crió a los niños como plantas de olivo e hizo muy hermosas a las hijas “columnas
esculpidas” (Sal 144,12). Ahora nos llena de bendiciones espirituales, que no están
en oposición a esos materiales, sino que constituyen una nueva realidad, una oferta
de bienes imperecederos, una vida que va más allá de los horizontes de este mundo.
Después
de esta feliz exclamación, el himno tiene, en la primera estrofa, el plan de amor
creado por Dios (vv. 4-6). Él revela la sorpresa que Dios nos había reservado incluso
antes de la creación del mundo: nos ha elegido para ser santos y sin culpa.
Es
un mensaje inesperado. Creíamos que solo María era santa e inmaculada, sin embargo,
Pablo nos asegura que esta es la vocación a la que todos somos llamados. Incluso
en nosotros, el mal está obligado a sufrir la derrota que se registró totalmente
en María. El Señor realiza esta obra maravillosa “predestinándonos a ser sus hijos
adoptados a través de Jesucristo” (v. 3). El destino que aguarda a toda la humanidad
no es, por lo tanto, la ruina, sino el gozo sin fin, para la alabanza de su gloriosa
gracia.
En
este punto, el himno introduce una declaración llena de significado y que, desafortunadamente,
nuestra traducción no la traduce: “la gracia que nos dio, de manera gratuita, en
su amado Hijo”. El texto original usa aquí el verbo griego “kharitoo” que significa
“llenar gratuitamente con cada regalo”. En su amado Hijo, Dios nos ha llenado libremente
de sus regalos, sin ningún mérito por nuestra parte.
Ahora,
lo sorprendente es que este verbo se usa solo una vez en la Biblia. Se repite en
el anuncio que Gabriel dirige a María: “Alégrate, llena de gracia. El Señor está
contigo” (Lc 1, 28).
Se
creía que el saludo de este ángel contiene la prueba bíblica de la plenitud de gracia
de María. Es cierto: en María, ninguno de los regalos con los que se llenó se perdió.
El himno de la Carta a los Efesios, sin embargo, nos anuncia las buenas nuevas:
Dios también nos ha llenado con todos sus dones y nos invita a aceptarlos y dejar
que fructifiquen siguiendo el ejemplo de María.
Evangelio: Lucas
1,26-38

–
Palabra del Señor
Desde
los primeros siglos, el saludo del ángel a María ha inspirado a multitud de artistas
cristianos y es un tema figurativo presente en cada iglesia. Las “anunciaciones”
del Beato Angélico destilan gracia y dulzura; celebérrima es la de Simone Martini
con el ángel Gabriel, criatura incorpórea, que casi se disuelve en la luz del fondo
dorado, mientras que María, turbada, se retrae sin perder la serenidad de su espléndido
rostro. Son encantadoras las sensaciones suscitadas por estas obras maestras, como
es intensa la emoción que se siente leyendo esta página evangélica. No obstante,
después de un primer acercamiento al misterio sublime de la encarnación del Hijo
de Dios, es necesario proceder a la búsqueda del mensaje que el evangelista quiere
trasmitirnos. Para que esto sea posible, hay que separar, ante todo, el relato de
Lucas de los evangelios apócrifos en que aparecen muchos detalles legendarios que,
a partir del siglo V, los artistas han reproducido en sus lienzos. A continuación,
hay que precisar con exactitud el género literario del relato, poniendo en evidencia
de que no tiene nada que ver con las fábulas.
Partamos
de una constatación: no es la primera vez que en la Biblia viene anunciado el
nacimiento extraordinario de un niño y si se confrontan estas anunciaciones,
queda claro que los personajes llamados a desarrollar una misión extraordinaria
nacen frecuentemente de manera anormal. Isaac es concebido cuando su madre,
estéril, tiene noventa años y su padre, Abrahán, cien (cf. Gen 17,17); la madre
de Sansón (cf. Jue 13,3) y la de Samuel (1 Sam 1,5) son estériles; los padres del
Bautista son viejos e Isabel es estéril; no sorprende que en los evangelios apócrifos
el nacimiento de María sea presentado según el mismo esquema: Ana y Joaquín son
viejos y ella es estéril. También el nacimiento de Jesús ocurre de modo extraordinario:
María es virgen y no ha tenido relaciones con su marido.
La
Biblia pone de relieve el componente prodigioso de estos nacimientos para mostrar
que no fueron fruto natural de la fecundidad humana, sino un don del cielo. La
salvación, la liberación o la esperanza que estos personajes son destinados a introducir
en el mundo, provienen de Dios.
Si
a estos anuncios de nacimientos extraordinarios añadimos también las vocaciones
de Moisés (cf. Ex 2,2-12), de Gedeón (cf. Jue 6,12-22) descubrimos otro dato significativo:
todos estos relatos están estructurados de la misma manera, siguen el mismo esquema,
contienen los mismos elementos, en una palabra, se asemejan los unos a los otros
como ladrillos salidos del mismo molde. En primer lugar, es introducido en escena
el ángel del Señor; después, el destinatario del mensaje experimenta miedo o turbación;
el ángel anuncia el nacimiento de un niño, indicando el nombre y especificando la
misión para la que ha sido llamado; seguidamente, el destinatario presenta una objeción
o dificultad a la que el ángel responde dando una señal que, puntualmente, se cumple.
La
Anunciación a María sigue detalladamente este esquema, por lo que resulta difícil
establecer cuáles son, en el relato, los datos históricos reales y cuáles son los
elementos que dependen del artificio literario. Los hechos podrían haberse desarrollado
exactamente como son presentados y, en ese caso, el evangelista no los podría haber
narrado de distinta manera; pero incluso si la anunciación hubiera sido una experiencia
mística e interna de María, el relato hubiera sido el mismo. Para hacerse comprender
de sus lectores, al evangelista Lucas no le quedaba otra alternativa que recurrir
a esquema de nacimientos milagrosos fijado por la tradición bíblica.
Lo
que sí se puede afirmar sin la menor duda es que Lucas no tenía la intención de
ofrecernos un frio reportaje sobre lo sucedido y que, a diferencia de los
artistas que parecen orientar la atención sobre María y el mensajero celeste, el
evangelista quería que las miradas se concentraran en el hijo de María. A
los creyentes, más que las emociones interiores de la Virgen, les interesa saber
quién era Jesús.
Hechas
estas aclaraciones, vayamos al mensaje.
El
solemne oráculo pronunciado por Natán ha marcado profundamente la historia y la
espiritualidad de Israel. A este oráculo se han referido, en las horas más obscuras,
los profetas Isaías, Jeremías, Amós, Zacarías y –hecho todavía más sorprendente–
justo cuando la dinastía davídica había desaparecido y el templo arrasado, un salmista
propone de nuevo al pueblo la promesa de Dios: “Pacté una alianza con mi elegido,
jurando a David mi siervo: su linaje será perpetuo y su trono como el sol ante mí;
se mantendrá siempre como la luna, testigo fidedigno en las nubes” (Sal 89,4.37-38).
En
una situación irremediablemente desesperanzada como ésta ¿cómo seguir creyendo que
el Señor cumpliría su promesa? Y sin embargo, el salmista estaba convencido de que,
de la misma manera que el Señor había mostrado su poder haciendo fecunda a Sara,
sería ciertamente capaz de hacer nacer el mesías prometido del seno estéril de la
virgen Israel.
Sin
embargo, he aquí la sorpresa: mientras que los ojos de todos aquellos que esperaban
la intervención salvadora del Señor se dirigían hacia Jerusalén, Dios puso su mirada
en un minúsculo pueblito, perdido entre las montañas de Galilea, una aldea
tan insignificante que ni siquiera es nombrada en el Antiguo Testamento. Estaba
habitada por gente simple, poco instruida y considerada, además, impura por su contacto
con los paganos. A Felipe que declaraba entusiasmado su admiración por Jesús de
Nazaret, Natanael responde con sorna e ironía: “¿Acaso puede salir algo bueno
de Nazaret? (Jn 1,46).
Las
sorpresas no han terminado. ¿A quién se dirige Dios? ¿A quién escoge? No a un libertador
valeroso como Gedeón, no a un héroe como Sansón, sino a una mujer, a una virgen.
La
virginidad para nosotros es un signo de dignidad y motivo de honor, pero en Israel
era apreciada antes del matrimonio, no después. Era una infamia para una joven permanecer
virgen por toda la vida, era juzgada como incapaz de atraer hacia ella la mirada
de un hombre. La mujer sin hijos era como un árbol seco, sin frutos. El término
virgen tenía resonancias despreciativas: en los momentos más dramáticos de
su historia, Jerusalén derrotada, humillada, destruida y sin esperanza, era llamada
virgen Sion (cf. Jer 31,4; 14,13), porque en ella se había interrumpido la
vida, era incapaz de generar.
María
es virgen no solamente desde el punto de vista biológico, como la iglesia ha creído
siempre, sino también en sentido bíblico: es pobre y es consciente de serlo, se
encuentra en la condición de aquella que solo puede ser “llena de gracia” por Dios.
En la anunciación no celebramos su integridad moral, de lo que ciertamente nadie
duda, sino que contemplamos “las grandes cosas” que en ella ha realizado aquel que
es “Potente” y “Santo es su nombre”.
Quien
considera las maravillas llevadas a cabo por el Señor en “su sierva”, no puede permanecer
en el abatimiento a causa de la propia indignidad, porque comprende que todos están
destinados a llegar a ser, en las manos de Dios, obras maestras de su gracia.
Lucas
es el evangelista de los pobres a quienes quiere infundir alegría y esperanza; es
por esto que, desde la primera página de
su evangelio, pone de relieve la preferencia de Dios por los últimos, por
los que nada cuentan, por todo lo que es despreciado por los hombres. Volviendo
fecundo el seno desértico de la virgen Sion y de María, ha mostrado que no existe
condición de muerte que el Señor no sepa recuperar para la vida. Incluso los corazones
áridos como las arenas del desierto serán convertidos en frondosos jardines e, irrigados
por el agua del Espíritu Santo, los jardines se transformarán en selvas (cf. Is
32,15).
A
este punto estamos ya en grado de captar el mensaje central de este pasaje evangélico.
“Alégrate,
llena de gracia (amada de Dios) el Señor está contigo” (v. 28). Son las
palabras que el mensajero celestial ha dirigido a María. No las ha improvisado a
su llegada a Nazaret ni las ha aprendido en el cielo antes de partir. Este saludo
era bien conocido por María puesto que había sido ya dirigido por los profetas a
la virgen Sion. El primero en formularlo fue Sofonías. Indignado por la corrupción
existente, había pronunciado oráculos terribles de condena contra los pueblos extranjeros
y contra la ciudad santa que se había vuelto “rebelde, manchada y opresora”
(Sof 3,1). La sorpresa vino después: un día, cambia de tono y de las amenazas de
castigo pasa a un lenguaje dulce, a palabras de consolación: “¡Grita, ciudad
de Sion; lanza vítores, Israel; festéjalo exultante, Jerusalén capital!…no temas”
(Sof 3,14-18; Zac 9,9).
¿Por
qué este cambio repentino? ¿Se había convertido quizás la ciudad? En realidad, solo
un pequeño resto, un pueblo humilde y pobre se había dirigido al Señor y había comenzado
a confiar en él; la mayoría continuaba alejada de Dios. Si se hubiera limitado a
considerar el propio pecado, Sión habría tenido todas las razones para desanimarse
totalmente y esperar solo la ruina. Sofonías, sin embargo, la invita a alzar los
ojos y contemplar el amor de su Dios. Esta es la razón de la alegría: “El Señor
está contigo, Salvador potente”.
Poniendo
en la boca del ángel la invitación a alegrarse, Lucas identifica a María
con la virgen Sión que se alegra porque en ella está presente el Señor.
Si
recorremos la Biblia notaremos que cuando el Señor se dirige a alguien, lo llama
por el nombre. En nuestro relato, el nombre de María es substituido por un epíteto:
amada de Dios (llena de gracias). Si Dios le cambia el nombre quiere
decir que la destina para una misión particular. Abram se convirtió en Abrahán porque
sería padre de una multitud de pueblos (cf. Gn 17,4-5) y Sarai fue llamada Sara,
princesa, porque estaba destinada a ser madre de reyes (cf. Gn 17,15-16).
¿Cuál
era, pues, la misión confiada a la “Amada de Dios”? La de proclamar al mundo lo
que Dios hace en los pobres que confían en su amor.
Después del saludo, el ángel anuncia a María el
nacimiento de un hijo al quien “el Señor le dará el trono de David, su padre,
para que reine sobre la Casa de Jacob por siempre y su reino no tenga fin” (vv.
32-33).
Tampoco
estas palabras han sido inventadas por Lucas; se encuentran, casi idénticas en boca
de Natán (cf. 2 Sam 7,12-17). Poniéndolas en los labios del ángel, el evangelista
declara que en el hijo de María, se ha cumplido la profecía hecha a David: Jesús
es el esperado mesías destinado a reinar eternamente.
Aparece
de nuevo en las palabras del mensajero celeste el tema de los pequeños convertidos
en grandes por la misericordia de Dios. David era un pastor, el más pequeño de sus
hermanos; Dios lo tomó de los pastos donde custodiaba las ovejas e hizo de él un
rey glorioso. Ahora el Señor vuelve a actuar desde una situación de pobreza: la
familia de David ha caído en decadencia, el reino ha sido destruido, pero el “Potente”
interviene, toma un retoño, un hijo de David, y a él le entrega el reino que no
tendrá fin.
Es
una invitación a no dejarse seducir por otros mesías, a no esperar otros salvadores
porque ninguno, jamás, podrá substituir a Jesús. Muchos vendrán después de él y
se presentaran diciendo: “soy yo el Cristo” (Mt 24,5); “harán milagros
y prodigios, hasta el punto de engañar, si fuera posible, también a los elegidos”
(Mt 24,24). Tendrán su momento de éxito pero, asegura el evangelista, solo
a Jesús le ha sido prometido un reino eterno.
A
la objeción de María, el ángel responde: “La fuerza del Altísimo te cubrirá con
su sombra” (v. 35). En el Antiguo Testamento la sombra y la nube son signos
de la presencia de Dios. Durante el Éxodo, Dios precedía a su pueblo en una columna
de humo (cf. Ex 13,21), una nube cubría la tienda donde Moisés entraba para encontrarse
con Dios (cf. Ex 40,34-35), y cuando el Señor descendía sobre el Sinaí para hablar
con Moisés, el monte se cubría con una densa nube (cf. Ex 19,16).
Afirmando
que sobre María se ha posado la sombra del Altísimo, Lucas declara que en ella se
ha hecho presente el mismo Dios. Estamos frente a una profesión de fe de
este evangelista en la divinidad del hijo de María.
Las
últimas palabras del ángel son: “nada es imposible para Dios” (v. 37), las
mismas que Dios dirigió a Abrahán cuando le anunció el nacimiento de Isaac (cf.
Gn 18,14). Es una afirmación frecuentemente usada y que viene dirigida, con ternura,
especialmente a aquellos que se sienten demasiado pobres, demasiado indignos, que
han perdido ya esperanza de recuperación y de salvación. “Nada es imposible para
Dios”.
“Yo
soy la esclava del Señor, que se cumpla en mí según tu palabra” (v. 38). Es
la respuesta de María a la llamada de Dios.

Que
se cumpla, sin embargo, no significa aceptación resignada. El verbo griego genoito
es un optativo y exprime el deseo gozoso de María, el ansia de ver pronto realizado
en ella el proyecto del Señor.
A
donde llega Dios, allí siempre llega también la alegría. El relato, iniciado con
“Alégrate”, se concluye con el grito de gozo de la Virgen.
Ninguno
había entendido el proyecto de Dios, no lo habían entendido David, Natán, Salomón,
los reyes de Israel. Todos habían antepuesto sus propios sueños y solo esperaban
de Dios la ayuda para realizarlos. María no se comporta como ellos, no antepone
a Dios ningún proyecto suyo, le pide solamente cuál es el rol que quiere confiarle
y, gozosa, acoge su iniciativa.