P. Fernando Armellini
Esta es la
amenaza que aun usan algunos predicadores para persuadir—cada vez en forma
menos eficaz—a alejarse del mal.
La imagen de un
Dios juez está presente en el Evangelio, especialmente en el de Mateo donde
aparece casi en cada página. ¿Qué sentido tiene?
La rendición de
cuentas al final de los tiempos está demasiado lejano y es muy débil para
ejercer un impacto sobre las decisiones que se toman en el tiempo presente,
sobre todo esa sentencia inapelable, de tipo forense, pronunciada por Dios al
final de la vida no servirá a ninguno: en ese momento será imposible recuperar
el tiempo perdido o usado mal.
A nosotros nos interesa el otro Juicio de Dios: aquel que Él pronuncia en nuestro tiempo presente.
A nosotros nos interesa el otro Juicio de Dios: aquel que Él pronuncia en nuestro tiempo presente.
Delante de las
decisiones que todos nosotros estamos llamados a realizar, escuchamos muchos
“juicios”: el de los amigos, el de la publicidad, el de la moda, de la vanidad,
de los celos, del orgullo, de la moral de nuestros días… y hay también—aunque
débil, silenciado, cubierto por otras “sentencias”—el juicio de Dios, el único
que nos indica el camino de la vida, es el único que al final se descubrirá
válido.
Vigilar quiere
decir saber discernir, estar en grado de acoger el juicio que puntualmente
llegará si bien en modos y en los momentos más inesperados.
* Para
interiorizar el mensaje, repetiremos: “Haz que yo siga, oh Señor, tus juicios”.
Primera Lectura: Isaías 2,1-5
1Visión de Isaías, hijo de Amós, acerca de Judá y de
Jerusalén: 2Al final de los tiempos estará firme el monte de la casa
del Señor, sobresaliendo entre los montes, encumbrado sobre las montañas. Hacia
él confluirán las naciones, 3caminarán pueblos numerosos. Dirán:
Vengan, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob: él nos
instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas, porque de Sión saldrá la
ley; de Jerusalén, la Palabra del Señor. 4Será el árbitro entre las
naciones, el juez de pueblos numerosos. De las espadas forjarán arados; de las
lanzas, hoces. No alzará la espada pueblo contra pueblo, ya no se adiestrarán
para la guerra. 5Casa de Jacob, ven, caminemos a la luz del Señor. –
Palabra de Dios
Los israelitas
al menos una vez al año tenían que visitar el tempo de Jerusalén para
participar en las fiestas, ofrecer sacrificios y cumplir con las promesas.
Isaías—el
profeta nacido y crecido en un ambiente aristocrático y culto de la capital—ha
visto cada día grupos de peregrinos subir al monte del Señor “entre gritos de
júbilo de una multitud en fiesta” (Sal 42,5). Un espectáculo emocionante que ha
suscitado en su ánimo sensible los sueños, la espera y las esperanzas que nos
ha entregado en el magnífico poema que hoy nos propone la Primera Lectura.
Los tiempos son
difíciles, la situación es dramática para el pequeño Reino de Judá ya atacado
por una coalición de pueblos que quieren involucrarlo en una guerra temeraria
contra Siria. El ejército enemigo se acerca y “el corazón del Rey Acaz y el de
su pueblo comienzan a agitarse, como se agitan las ramas del bosque con el
viento” (Is 7,2).
Todos están
aterrados, solo Isaías mantiene la calma e invita a confiar en Dios: Jerusalén
no será conquistada—asegura—y luego como en un rapto de éctasis y con la mirada
fija hacia el futuro lejano, pronuncia su oráculo.
Ahí está—dice—veo
el monte de la casa del Señor, sobresaliendo como el punto más alto de la
tierra; veo una multitud inmensa de peregrinos de cada pueblo, raza, lengua y
nación (v. 2) que se dirigen hacia el Santuario. No van a ofrecer sacrificios,
holocaustos o incienso, sino van a escuchar la Palabra del Señor, quieren
instruirse en sus caminos (v. 3).
El fruto del
acercamiento al monte de la casa del Señor es la paz, descrita con imágenes
sugestivas (v. 4).
Los instrumentos
de muerte—las espadas y las lanzas—se transforman en instrumentos de
producción, en arados y hoces para la cosecha.
Los pueblos
destruyen las armas y ponen fin a las guerras. Es el auspicio del desarme
universal, es el reino de la justicia, de las bendiciones de Dios.
Mensajes
similares—al menos en apariencia—han sido ya pronunciados. Son innumerables las
inscripciones encontradas sobre las lapidas y textos literarios que celebran
las gestas gloriosas de los faraones y de los soberanos del antiguo Medio
Oriente: todos anuncian la paz.
La subida al
trono de un nuevo rey era proclamada siempre como el inicio de una edad de oro.
Un canto sobre Ramsés IV, en un lenguaje casi mesiánico, proclama: “aquellos
que tenían hambre fueron saciados y están contentos, los desnudos son vestidos
de lino fino y aquellos que eran prisioneros fueron liberados, aquellos que
peleaban en este país se han pacificado”.
Sin embargo, precisamente
en el día en que se autoproclamaba pacificador del mundo, el faraón en una
ceremonia ritual lanzaba una flecha hacia cada punto cardinal: gesto con el
cual quería atemorizar a cualquiera que tuviese en mente atacar a su país.
Prometía la paz, pero continuaba a considerarla posible solo con la amenaza del
uso de la fuerza, con la ostentación del poder de las armas.
Isaías anuncia
una paz diferente que no se basa en astucias, sobre cálculos humanos, sino en
la adhesión de todos los pueblos—convocados en la “ciudad de la paz”—por la
Palabra del Señor.
Esta palabra
cambia el corazón; los que la reciben cesan de construir las torres de Babel y
renuncian para siempre a la agresividad y al uso de las armas.
Los cristianos
han visto realizarse esta profecía cuando en Jesús, ha aparecido en el mundo
“la Palabra” de paz. Porque Cristo “es nuestra paz, el vino y anunció la paz a
ustedes, los que estaban lejos y la paz a aquellos que estaban cerca” (Ef
2,14.17).
Desde los
primeros siglos, los judíos han desmentido esta interpretación. Decían: Jesús
de Nazaret no puede ser el mesías, el pacificador anunciado por el profeta,
porque el mundo nuevo aún no ha llegado.
¿No continúan
acaso los odios, las violencias, las guerras, las desgracias, los lutos y los llantos?
La objeción es
seria, pero nace de un malentendido. El reino de Dios, la paz universal no se
instauran milagrosamente, sin la colaboración por parte del hombre y se
desarrolla lentamente, como la pequeña semilla que requiere años para
convertirse en un árbol grande.
El “final de los
tiempos” de los que habla el profeta (v. 2) se han ya iniciado, las promesas
han comenzado ya a cumplirse en la Navidad. Los Padres de la Iglesia de los
primeros siglos estaban muy conscientes de esto.
“Los otros hombres—declaraba Orígenes—continúan empuñando
la espada y luchan, pero nosotros los cristianos somos un pueblo que rechaza
aprender el arte de la guerra; por medio de Jesús, hemos sido hechos hijos de
paz mediante nuestro Maestro Jesús” (Orígenes, Contra Celsum, V, 33).
Justino
respondiendo al rabino Trifón: “Si bien éramos muy expertos en el arte de la
guerra, de asesinatos y de cada tipo de maldad, hemos transformado sobre toda
la tierra nuestros instrumentos de guerra: las espadas en arados, las lanzas en
hoces; y ahora construimos el temor a Dios, la justicia, la humanidad, la fe y
la esperanza, aquella esperanza que nos viene del Padre” (Justino, Diálogo con
Trifón, 110,2-3).
San Ireneo era aún
más explícito: “Ahora ya no queremos combatir más, pero si alguien nos ataca,
pongamos la otra mejilla. Si todo esto sucede, entonces los profetas no han
hablado de otro sino de Aquel que ha realizado todas estas cosas: Jesús de
Nazaret, nuestro Señor” (Ireneo, Adv Haer., IV 34,4).
Ciertamente el
mundo de paz será instaurado, pero su construcción será más rápida cuanto más
decidida sea la elección de la humanidad de volver a Cristo, y dejarse instruir
por su Palabra.
Salmo 121
¡Qué
alegría cuando me dijeron:
«Vamos
a la casa del Señor»!
Ya
están pisando nuestros pies
tus umbrales, Jerusalén. R/.
Allá
suben las tribus,
las
tribus del Señor,
según
la costumbre de Israel,
a
celebrar el nombre del Señor;
en
ella están los tribunales de justicia,
en el palacio de David. R/.
Desead
la paz a Jerusalén:
«Vivan
seguros los que te aman,
haya
paz dentro de tus muros,
seguridad en tus palacios». R/.
Por
mis hermanos y compañeros,
voy
a decir: «La paz contigo».
Por
la casa del Señor,
nuestro Dios, te deseo todo bien. R/.
Segunda Lectura: Romanos 13,11-14
11Reconozcan el momento en que viven, que ya es hora de despertar
del sueño: ahora la salvación está más cerca que cuando abrazamos la fe. 12La
noche está avanzada, el día se acerca: abandonemos las acciones tenebrosas y
vistámonos con la armadura de la luz. 13Actuemos con decencia, como
de día: basta de banquetes y borracheras, basta de lujuria y libertinaje, no
más envidias y peleas. 14Revístanse del Señor Jesucristo y no se
dejen conducir por los deseos del instinto. – Palabra de Dios
Para describir
la vida de los cristianos, Pablo recurre a las imágenes bíblicas de la luz y
las tinieblas. Antes del bautismo—dice—ustedes caminaban en las tinieblas de la
noche y llevaban a cabo aquellas obras que da vergüenza hacerlas a la luz del
sol: basta de banquetes y borracheras, basta de lujurias y libertinaje, no más
envidias y peleas. Son estas las acciones que ofuscan la mente, esclerotizan el
corazón e impiden acoger los juicios de Dios sobre las realidades de este
mundo.
Después del
bautismo los creyentes han abandonado estas obras y han entrado en el reino de
la luz; se han despojado del viejo vestido y han endosado un vestido nuevo:
Cristo. En ellos, hoy es posible contemplar las obras, la mirada, las palabras,
la sonrisa del Maestro porque Jesús les envuelve como un manto.
Pablo, sin embargo,
constata que hay tinieblas aun entre nosotros, que no han desaparecido todavía;
es consciente que una noche obscura pesa todavía sobre el mundo: las guerras
continúan, las venganzas, las envidias…, pero no se deja llevar por el
desaliento como a menudo nos sucede a nosotros.
Sus palabras son
una invitación a la esperanza: ‘la noche esta ya avanzada, es más, está a punto
de terminar,” un nuevo día está surgiendo, una humanidad nueva está surgiendo.
¡Qué confianza
la de Pablo después de tan solo 30 años de cristianismo!
Hoy los
problemas existen y son dramáticos, el mundo está caminando hacia el desastre
ecológico y demográfico—anuncian muchos—y se asiste por doquier a una pérdida
de valores…. Sin embargo, no es posible después de 2000 años de cristianismo
ver solo las tinieblas y contemplar en modo tan pesimista el futuro.
Ya el Qohelet
amonestaba: “No es sabio quien afirma que los tiempos antiguos eran mejores que
los presentes” (Qo 7,10).
Si tuviéramos la
mirada del Apóstol, si creyéramos como él, en la presencia del Espíritu,
descubriríamos aun en los momentos más obscuros los signos luminosos del mundo
nuevo que ha comenzado.
Evangelio: Mateo 24,37-44
37La llegada del Hijo del Hombre será como en tiempos de Noé: 38en
[aquellos] días anteriores al diluvio la gente comía y bebía y se casaban,
hasta que Noé se metió en el arca. 39Y ellos no se enteraron hasta
que vino el diluvio y se los llevó a todos. Así será la llegada del Hijo del
Hombre. 40Estarán dos hombres en un campo: a uno se lo llevarán, al
otro lo dejarán; 41dos mujeres estarán moliendo: a una se la
llevarán, a la otra la dejarán. 42Por tanto estén prevenidos porque
no saben el día que llegará su Señor. 43Ustedes ya saben que si el
dueño de casa supiera a qué hora de la noche va a llegar el ladrón, estaría
vigilando y no permitiría que asalten su casa. 44Por tanto, estén
preparados, porque el Hijo del Hombre llegará cuando menos lo esperen. –
Palabra del Señor
El lenguaje empleado en este pasaje evangélico puede dar lugar a interpretaciones extravagantes (o inclusive especulaciones) sobre el fin del mundo y los castigos de Dios; se puede también reducir a una invitación a estar siempre alertas porque la muerte puede venir de repente y encontrarnos desprevenidos.
Estas
interpretaciones tienen su origen en la incomprensión del género literario
“apocalíptico” que era muy usado en tiempos de Jesús y que resulta bastante
ajeno a nuestra mentalidad y cultura.
Tenemos que
tener siempre presente que: el Evangelio es por su naturaleza, buena noticia,
anuncio de gozo y esperanza.
Quien se sirve
del Evangelio para sembrar miedo y crear angustias—con toda seguridad—lo está
usando de un modo incorrecto y se aleja del auténtico significado del texto.
En el pasaje de
hoy—es cierto—el tono es amenazador: cataclismos, destrucciones, peligros de
muerte. El lenguaje es a propósito duro e incisivo, las imágenes son típicas
del juicio punitivo porque Jesús quiere mantenernos en guardia frente al grave
peligro de perder la oportunidad de salvación que el Señor ofrece. La
negligencia, la ignorancia, la falta de atención a los signos de los tiempos,
la insensibilidad espiritual conducen a la catástrofe. Quien pierde la cabeza
por las realidades de este mundo y se deja absorber por las preocupaciones
mundanas, quien vive adormecido y aturdido, a la búsqueda de placeres, se
encamina a un despertar dramático.
¿Pero qué
significan estas imágenes? Recordemos el contexto del cual procede este pasaje
bíblico.
Un día los
discípulos invitaron al Maestro a admirar la magnífica construcción del Templo.
En vez de compartir su orgullo justificado, Jesús, les sorprende con una
profecía: “¿Ven todo esto?” “Les aseguro que se derrumbará sin que quede piedra
sobre piedra” (Mt 24,2). Jerusalén rechazando la conversión está decretando la
propia ruina.
Estupefactos,
los discípulos le dirigen entonces dos preguntas: ¿cuándo sucederá esto y
cuáles serán los signos premonitorios? (Mt 24,3).
En vez de
satisfacer la curiosidad de los discípulos, Jesús responde introduciendo una
enseñanza que es de apremiante actualidad para las personas de todos los
tiempos: es necesario mantenerse vigilantes. Para mayor claridad, cita tres
ejemplos:
El primero está
tomado de un relato bíblico (Gen 6,9). En tiempos de Noé vivían dos categorías
de personas: algunos pensaban únicamente a comer, beber y divertirse; no
estaban preparados y perecieron. Otros estaban vigilantes, atentos a lo que
pudiera suceder, se dieron cuenta de que el Diluvio se estaba acercando, se
salvaron y dieron inicio a una nueva humanidad (vv. 37-39).
Como el Diluvio
llego de repente, así—declara Jesús—llegará de repente la ruina de Jerusalén.
Como en tiempos
de Noé muchos perecieron, así muchos judíos que no quisieron reconocer en Él al
enviado de Dios y no escucharon su Palabra, perecerán en la catástrofe de la
ciudad. Aquellos sin embargo que tengan los ojos y el corazón abierto para
reconocer y acoger su mensaje se salvarán y darán comienzo a un nuevo pueblo.
El segundo
ejemplo surge de las actividades que los hombres y las mujeres del pueblo
desarrollaban diariamente: el trabajo de los campos y la preparación de la
harina para hacer el pan (vv. 40-41). Justo mientras se viven las situaciones
más normales y aparentemente más banales, algunos se mantienen atentos, se
comportan como personas inteligentes y perciben al Señor que viene. Otros sin
embargo están distraídos, despreocupados, negligentes y sientan así las bases
de la propia destrucción. Las acciones que desarrollan parecen idénticas: se
empeñan en el trabajo, se ganan la vida, comen, beben, se casan; es la manera
de actuar la que es radicalmente diferente.
Algunos están
atentos, se dejan guiar por la luz de Dios y “serán llevados”, es decir
salvados; otros viven abrumados por las preocupaciones de este mundo, no tienen
presente los “juicios” de Dios y “serán dejados”, es decir no serán participes
de la nueva realidad del Reino de Dios.
La decisión a
tomar es urgente y dramática: se trata de escoger entre la vida y la muerte;
por esto Jesús insiste: “vigilen porque no saben el día en que el Señor vendrá”
(v. 42). Vale la pena repetirlo: Jesús no vendrá al final de nuestras vidas
para pedirnos cuentas: viene hoy, con su juicio salvador.
El tercer
ejemplo es todavía más claro: el ladrón no avisa antes de llegar; es por esto
que el dueño no puede dormirse ni siquiera un instante, debe mantenerse
despierto, de lo contrario corre el riesgo de ver desaparecer todas sus
pertenencias (v. 43).
¡Qué
sorprendente es este Dios! Se comporta como un ladrón y parece querer
aprovecharse del momento en que el hombre no está preparado para ir a
visitarlo.
La imagen
ciertamente es inquietante porque sugiere más la idea de la amenaza que de la
salvación, pero es eficaz; es un timbre de alarma: llama la atención sobre el
peligro inminente que corremos al no darnos cuenta del momento favorable, del
día en que el Señor viene a implicarnos en su paz. También los habitantes de
Jerusalén—quería decir Jesús—habrían podido vigilar para no ser sorprendidos
por la tragedia que se les venía encima. En otra ocasión Jesús ha expresado así
la urgencia de su llamada: “Jerusalén, Jerusalén que matas a los profetas y
apedreas a los enviados! ¡Cuántas veces intenté reunir a tus hijos como la
gallina reúne a los pollitos bajo sus alas y tú te negaste!” (Mt 23,37).
La conclusión
final retoma el tema conductor del pasaje bíblico y lo aplica a los discípulos
de todos los tiempos: “por tanto estén preparados porque el Hijo del hombre
llegará cuando menos lo esperen” (v.44).
Sabemos muy bien
qué es lo que significa perder ocasiones únicas en la vida. Tantas veces lo
hemos experimentado. Cuanto más sorprendentes e inesperadas son esas ocasiones,
cuanto más diferentes y alejadas de los criterios comunes de juicio tanto más
fácil dejarlas escapar.
Las visitas de
Dios en nuestra vida son siempre difíciles de acoger porque no se adecuan a la
“sabiduría humana”, son incompatibles. Contrastan siempre con la mentalidad
común y corriente.