Pestañas

34º domingo del tiempo ordinario– Año C


Tiene por trono una Cruz Nuestro Señor el Rey del Universo
P. Fernando Armellini

Introducción
             En Roma gobernaba el emperador Tiberio, cuando en a orilla del río Jordán apareció el bautista. Lo que dice provoca entusiasmo, despierta expectativas, suscita esperanzas. Las autoridades políticas y religiosas se preocupan porque consideran subversivo su mensaje. Dice: ¡El reino de los cielos está cerca! (Mt 3,2). Después de él, Jesús comienza a recorrer ciudades y pueblitos anunciando en todas partes: ¡El tiempo se ha cumplido, el reino de Dios es inminente! (Mc 1,15). A veces dice también: El Reino de Dios está ya en medio de ustedes (Lc 17,21). El reino es el centro de la predicación de Jesús; baste pensar que en el Nuevo Testamento el tema del reino de Dios está presente 122 veces y 90 en boca de Jesús.

             Pocos años después de su muerte encontramos a sus discípulos quienes en todas las provincias del imperio y en la misma Roma, anuncian el reino de Dios (He 28,31). Hubiéramos querido que Jesús y los apóstoles nos hubiesen explicado el significado de esta expresión, pero ninguno de ellos lo ha hecho. Notamos sin embargo que Jesús se distancia de aquellos que dan a su misión una interpretación político-nacionalista (Mt 4,8-9); no obstante su mensaje contiene una innegable carga subversiva para las estructuras existentes en la sociedad. Es considerado un mensaje peligroso por los detentores del poder, sea político como religioso.
             Comenzando como una pequeña semilla, el reino está destinado a crecer y a convertirse en un árbol (Mt 13,31-32); está dotado de una fuerza irresistible y provocará una transformación radical del mundo y del hombre. La realeza de Jesús es difícil de entender, ha puesto en picada hasta la cabeza de Pilatos (Jn 18,33-38). La realeza de Jesús es demasiado diferente a las realezas de este mundo. ¡Cuántas veces a lo largo de la historia ha sido malentendida!

* Para interiorizar el mensaje, repetiremos: “¡Venga a nosotros tu reino!”.

Primera Lectura: 2 Samuel 5,1-3
Todas las tribus de Israel fueron a Hebrón a decirle a David: –Aquí nos tienes Somos de la misma sangre. 2Ya antes, cuando todavía Saúl era nuestro rey, tú eras el verdadero general de Israel. El Señor te dijo: –Tú pastorearás a mi pueblo, Israel; tú serás jefe de Israel. 3Todos los ancianos de Israel fueron a Hebrón para visitar al rey. El rey David hizo un pacto con ellos, en Hebrón, ante el Señor, y ellos ungieron a David rey de Israel. – Palabra de Dios

             David era un pobre pastor de Belén. Desde joven tuvo una vida muy aventurera: se mete a la cabeza de una banda de rezagados, se refugia en el desierto y comienza a luchar contra los filisteos y contra su mismo rey Saúl.
             Impresionados de su capacidad—su inteligencia, su fuerza, y su valor—los miembros de la tribu de Judá lo proclaman rey. Al principio su reino es más bien reducido: se extiende sobre un pequeño territorio al sur de Israel. Todo el norte está ocupado por las otras tribus que permanecen fieles a Saúl.
             La lectura de hoy narra cómo un día los ancianos de las tribus del norte se presentan a David en la ciudad de Hebrón y le dicen: Hemos comprendido que Dios te ha elegido como feje no solo de una tribu sino de todo Israel. Ya antes, cuando reinaba Saúl sobre nosotros, eras tú quien nos guiaba contra los enemigos y nos hacías salir victorioso de todas las batallas. Considéranos ahora súbditos tuyos; nosotros somos “como tus huesos y tu carne”. David acepta y viene ungido como rey de todo Israel. Así comienza el reino de David, un reino grande y potente al cual los pueblos del mundo miran, por algunos decenios, con admiración, temor y respeto.
             Después David muerte y le sucede en el trono su hijo Salomón. Este logra conservar unido el reino de su padre pero muy pronto las tribus se separan de nuevo e Israel vuelve a ser un pueblo insignificante, la burla de las grandes naciones vecinas.
             Reconstruir un día el gran reino de David, llegar a ser dominadores del mundo: este es el sueño de los Israelitas del tiempo de Jesús. Por esto todos los días piden al Señor que envíe su mesías.
             ¿Cómo es que esta pequeña historia viene propuesta como primera lectura en la fiesta de Cristo Rey? Simplemente porque Jesús es la respuesta de Dios a las oraciones y a las expectativas de su pueblo. Él es el mesías, el rey que “dominará de mar a mar, del río al confín de la tierra” (Sal 72,8).
             ¿Si es así por qué entonces los israelitas no lo escucharon? ¿Por qué los ancianos del pueblo lo han hecho matar, en vez de ungirlo como rey como han hecho sus antepasados con David en Hebrón? El Evangelio nos dirá la razón.

Salmo 121,1-2.4-5
R/. Vamos alegres a la casa del Señor
Qué alegría cuando me dijeron:
«Vamos a la casa del Señor»!
Ya están pisando nuestros pies
tus umbrales, Jerusalén. R/.
Allá suben las tribus,
las tribus del Señor,
según la costumbre de Israel,
a celebrar el nombre del Señor;
en ella están los tribunales de justicia,
en el palacio de David. R/.

Segunda Lectura: Colosenses 1,12-20
Hermanos: Con alegría den gracias al Padre que los ha preparado para compartir la suerte de los consagrados en el reino de la luz; 13porque él los arrancó del poder de las tinieblas y los hizo entrar al reino de su Hijo querido, 14por quien obtenemos el rescate, el perdón de los pecados. 15Él es imagen del Dios invisible, primogénito de toda la creación, 16porque por él fue creado todo, en el cielo y en la tierra: lo visible y lo invisible, majestades, señoríos, autoridades y potestades. 17Todo fue creado por él y para él, él es anterior a todo y todo se mantiene en él. 18Él es la cabeza del cuerpo, es decir, de la Iglesia. Él es el principio, el primogénito de los muertos, para ser en todo el primero. 19En él decidió Dios que residiera la plenitud; 20por medio de él quiso reconciliar consigo todo lo que existe, restableciendo la paz por la sangre de la cruz tanto entre las criaturas de la tierra como en las del cielo. – Palabra de Dios

             Pablo está en prisión (Col 4,3.10.18) cuando, del valle del Lico, en Asia Menor, lo viene a visitar Epafras, el gran apóstol que ha fundado y mantiene viva la comunidad en aquella región. Las noticias que trae son alarmantes. Los cristianos se han dejado seducir por falsas doctrinas: creen que los cielos están poblados de potencias, de espíritus que mueven el universo; sostienen que estos espíritus están dotados de una fuerza misteriosa capaz de condicionar la vida de la gente, dan miedo y están convencidos que son superiores a Cristo. Pablo escribe a los colosenses y les recomienda que hagan circular su carta también a la comunidad vecina (Col 4,16).
             Comienza con un himno a Cristo que es el texto de la lectura de hoy. En la primera parte (vv. 12-17) celebra el primado de Cristo sobre todo lo creado.
             En la segunda (vv. 18-20) proclama que Cristo es el primero incluso en la nueva creación, porque él fue el primero en vencer a la muerte y abrir para todos el camino hacia Dios. Así ha sometido a su poder a los Tronos, las Dominaciones, los Principados y la Potestad (estos eran los nombres con que los colosenses nombraban a los espíritus misteriosos que les infundían temor). El miedo a los malos espíritus, a los hechizos, a los maleficios, la creencia en los ritos mágicos, en las supersticiones, no son compatibles con la fe en la victoria y el dominio de Cristo sobre todas las creaturas.

Evangelio: Lucas 23,35-43
En aquel tiempo el pueblo estaba mirando a Jesús y los jefes se burlaban de él diciendo: –Ha salvado a otros, que se salve a sí mismo, si es el Mesías, el predilecto de Dios. 36También los soldados se burlaban de él. Se acercaban a ofrecerle vinagre 37y le decían: –Si eres el rey de los judíos, sálvate. 38Encima de él había una inscripción que decía: Éste es el rey de los judíos. 39Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo: –¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti y a nosotros. 40Pero el otro lo reprendió diciendo: –¿No tienes temor de Dios, tú, que sufres la misma pena? 41Lo nuestro es justo, recibimos la paga de nuestros delitos; pero él, en cambio, no ha cometido ningún crimen. 42Y añadió: –Jesús, cuando llegues a tu reino acuérdate de mí. 43Jesús le contestó: –Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso. – Palabra del Señor

             Los israelitas esperaban un gran rey.
             Lo imaginaban rico, envuelto en ropas preciosas, fuerte, sentado en un trono de oro. Lo querían ver dominando a todos los pueblos y humillando a los enemigos, obligándoles a postrarse a sus pies y a morder el polvo (Sal 72,9-11). Nutrían la esperanza que su reino fuera eterno y universal.
             En la lectura evangélica viene presentada la respuesta a estas expectativas. Estamos sobre el Calvario, Jesús está clavado en la cruz, con dos bandidos a sus lados, sobre su cruz está escrito: Este es el rey de los judíos (v. 38). ¿Será este el hijo esperado de David? No, no es posible: este es solo un desdichado. ¿Dónde están las señales de la realeza?
             No está dominando desde lo alto de un trono de oro, se encuentra clavado en una cruz; no está rodeado de siervos que le sirven, que se inclinan a sus pies; no hay soldados listos para acatar sus órdenes. Se encuentra frente a gente que lo insultan, se burlan de él; no lleva un manto lujoso, está completamente desnudo.
             No amenaza a nadie, habla palabras de amor y de perdón para todos; no obliga a sus enemigos a morder el polvo, es él el que bebe el vinagre. A sus lados no tiene a sus ministros, los generales de su ejército, sino a dos criminales.
             Un día Santiago y Juan le habían pedido: “Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda” (Mt 10,37). Haber sabido lo que estaban pidiendo…


¡Qué extraña regalía la de Jesús! Es lo opuesto a aquella que la gente está habituada a imaginar. Desgraciadamente muchos cristianos no han cultivado una esperanza distinta a la que tenían los judíos: han identificad el reino de Cristo con las victorias y los triunfos y con el respeto que los jefes de la iglesia lograron imponer a los grandes de este mundo.
             La inscripción puesta sobre la cruz proclama: rey de los judíos a un hombre derrotado, incapaz de defenderse, privado de todo poder. Un rey así hace fracasar todos nuestros proyectos. Vuelve entonces, con insistencia, la misma pregunta: ¿cómo es posible que sea el mesías prometido? Veamos primero las tres escenas que están descritas en el Evangelio de hoy.
             En la primera (vv. 35-37) se introducen tres grupos de personas que se encuentran al pié de la cruz, al pié del “rey”.
             Está presente, primeramente, el pueblo. ¿Cómo se comporta? No hace nada, nada de bien o de mal: están mirando (v. 35). Están asombrados, sin darse cuenta de lo que está acaeciendo. No entienden cómo un hombre que muere sin responder pueda ser el rey tanto tiempo esperado. Es un justo, pero ¿por qué ahora no interviene Dios para salvarlo?
             Hemos notado otras veces en este año litúrgico, que Lucas muestra mucha simpatía hacia los pobres, hacia los últimos, hacia la gente sencilla. Este evangelista presenta al pueblo mudo y perplejo a los pies de la cruz: quiere decir que no son responsables de la muerte de Cristo. Algunos versículos más adelante dice: “Toda la multitud que se había congregado para el espectáculo, al ver lo sucedido, se volvía dándose golpes de pecho” (Lc 23,48).
             El pueblo asombrado representa a toda esa gente bien dispuesta que buscaba entender el proyecto de Dios, pero no lo logra, porque los que deben iluminarlo están, a su vez, ciegos.
             Junto al pueblo, al pie de la cruz se encuentran los jefes. ¡Ellos son los verdaderos responsables! Ellos, como los ancianos de Israel que han ungido a David en Hebrón, deberían reconocer en Jesús al mesías prometido, En vez lo ultrajan: no es el rey que les agrada, es un vencido, es incapaz de salvarse a sí mismo, no desciende de la cruz (v. 35).
             ¿Por qué Jesús no les da la prueba que estaban buscando? ¿Por qué no desciende de la cruz? ¿Por qué no produce el milagro? Si lo hiciera convencería a todos y evitaría un enorme crimen. Si descendiese de la cruz, todos creerían. ¿Pero en qué cosa? En el Dios fuerte y potente, en el Dios que derrota y humilla a los enemigos, que responde culpa por culpa a las provocaciones de los impíos, que infunde temor y respeto… Pero este no es el Dios de Jesús.
             Si descendiese de la cruz traicionaría su misión: reforzaría la falsa idea de Dios que los guías espirituales del pueblo tenían en mente. Confirmarían que el verdadero Dios es aquel que los poderosos de este mundo han adorado siempre porque es similar a ellos: fuerte, arrogante, opresor, vindicativo, armado.
             Este Dios fuerte es incompatible con el que se ha revelado con Jesús en la cruz: el Dios que ama a todos, aun a los  que le persiguen, que perdona siempre, que salva, que se deja vencer por amor.
             Dios no es omnipotente porque con su inmenso poder pueda hacer lo que quiere, sino porque ama de forma inmensa, porque se pone sin límites ni condiciones al servicio del hombre. La suya no es una omnipotencia de dominio, sino de servicio. Lo hemos visto en Jesús que se inclina para lavar los pies de los discípulos: ese es el verdadero rostro de Dios omnipotente, del rey del universo.
             El tercer grupo que se encuentra al pie de la cruz es el de los soldados. Se trata de hombres pobres, separados de sus familias y enviados, por poco dinero, a cometer violencia contra un pueblo de idioma, costumbres y religión diferente. Lejos de sus esposas, de sus hijos, de sus amigos, han suprimido todos los sentimientos humanos y se desenfrenan con aquellos que son más débiles que ellos. Más que culpables, son víctimas de la locura de otros superiores a ellos.
             Solo pueden seguir órdenes, no cuenta su opinión personal, repiten las palabras que han oído decir a sus superiores: “Si eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo” (v. 36).
             Po miedo, por poco dinero, por ignorancia han vendido su conciencia; colaboran con las injusticias a la supresión, a la violencia contra los más débiles. Han sido educados para creer solamente en la fuerza y el que confía en las armas respeta al que vence y desprecia al que pierde. Ahora Jesús está de parte de los vencidos.

             La segunda escena (v. 38) ocupa el centro del relato. Presenta lo que está escrito sobre la cabeza de Jesús.
             Lucas presenta una invitación a sus cristianos y también a nuestras comunidades: ¡Contemplen lo que está escrito sobre la cruz! Delante de esto es ridículo todo deseo de gloria, toda voluntad de dominio, todo deseo de ocupar los primeros puestos. Desde lo alto de la cruz Jesús indica a todos que es el rey escogido por Dios: es él el que acepta la humillación, que sabe que la única manera de dar gloria a Dios es buscar el último puesto para servir al pobre.
             Hemos contemplado lo que sucede al pie de la cruz, y luego hemos considerado la inscripción puesta arriba.
             La tercera escena (vv. 39-43) se desarrolla a los costados de Jesús, donde están crucificados dos malhechores. Igual que el pueblo, como los jefes, como los soldados, uno de ellos no comprende nada. Lo único que espera del Mesías es la liberación del suplicio al que está sometido; Jesús no lo ayuda, se muestra incapaz de escuchar su pedido.
             El segundo criminal es el único que reconoce en Jesús al rey esperado: “Jesús, acuérdate de mi cuando entres en tu reino”. Lo llama por su nombre. Ha entendido que con él puede usar esta confidencia. Lo siente amigo, el amigo de quien ha tenido una vida devastada. No lo considera un “señor”, sino un compañero de viaje, uno que ha aceptado seguir, aunque siendo justo, la suerte de los impíos.
             No espera de Jesús una liberación milagrosa, quiere solamente consumar con él el último paso de la vida, de esa vida que ha sido una sucesión de errores y de crímenes.

             Jesús le promete: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”.
             La historia de este criminal, es la historia de todos: ¿Quién no se ha comportado como él? ¿Quién alguna vez no ha truncado la vida de algún hermano con el odio, la calumnia, la injusticia? ¿Quién no ha provocado pequeños o grandes desastres en la sociedad, en la familia, en la comunidad cristiana?
             En el fondo muchos continúan pensando que, sobre la cruz, la realeza de Jesús no ha sido la correcta. Piensan que eso fue solamente un momento infausto; que la verdadera manifestación vendrá más tarde, al fin del mundo, en el momento de rendir cuenta. Allí se verá brillar la gloria de Cristo: él resurgirá con su ejército de ángeles y mostrará a todos su potencia, especialmente a aquellos que lo han crucificado.
             Antes de morir, Jesús pronunció una sentencia de absolución frente a sus torturadores. ¿Será válida hasta el final o se trata de una afirmación provisoria y susceptible a revisión? ¿Será cierto que aquellos que lo han condenado y matado no sabían lo que estaban haciendo (Lc 23, 34)? Quizás alguno piense que en el calvario Jesús no estaba en condición ideal para valorar objetivamente la responsabilidad de aquellos que lo estaban crucificando y, mucho menos, para manifestar toda su gloria.
             Pues bien, si todavía cultivamos pensamientos semejantes, es porque no hemos captado el rostro de Dios que Jesús ha revelado.
             El proceso contra los que mataron a Jesús—¡que quede bien claro!—no será reabierto; no se hará una revisión de la sentencia. Jesús ha pronunciado su juicio definitivo: ha absuelto a sus torturadores, los ha salvado en el momento más glorioso de su vida: cuando, sobre la cruz, ha manifestado su máximo amor. Para nosotros, un rey triunfa cuando vence, derrota, humilla. Tratamos de muchas maneras de adecuar la imagen de Cristo-rey a aquella de los reyes de este mundo. No queremos creer que él triunfa en el momento que pierde, en  el momento que dona su vida. Este soberano que reina desde lo alto de una cruz nos disturba porque exige un cambio radical de opciones en nuestra vida. Exige, por ejemplo, que se ofrezca el perdón incondicional a todos aquellos que hacen el mal.
             En esta perspectiva el juicio final no debe ser temido, sino que debe ser esperado con alegría porque… estará invertido. Al final no será Dios quien nos juzgue, sino nosotros quienes le “juzguemos”.
             Despojados de la miseria, mezquindad, avaricia que han aquejado nuestra mente y obstinado nuestro corazón, curados de la ceguera espiritual que nos ha impedido comprender la Escritura (Lc 24,25), “contemplaremos su rostro” (Ap 22,4), “lo veremos como él es” (1 Jn 3,2). Entonces estaremos en condición de hacer un “juicio” objetivo sobre él. Asombrados estaremos forzados a admitir: “Dios es más grande que nuestro corazón (1 Jn 3,20).