Pestañas

32º domingo del tiempo ordinario - Año C


Entre temores e ilusiones, una sola esperanza
Fernando Armellini

Introducción
La gente de todos los tiempos han debido confrontarse con el enigma angustiante de la muerte y han intentado de todas formas posibles superarlo o al menos exorcizarlo. Los egipcios recurrieron la momificación para conservar el cuerpo sin que se descomponga, crearon ritos, ceremonias, prácticas funerarias complicadas y minuciosas para asegurar al difunto una vida en el mundo de Osiris. La gente de la Mesopotamia hablaban de la muerte como de un descenso al “país sin retorno” y, resignados tuvieron que admitir: “Cuando los dioses crearon la humanidad, hicieron a los hombres mortales manteniendo la vida en manos de ellos”. Otros pensaron sobre la posibilidad de un retorno a la vida de este mundo a través de la sucesión de interminables reencarnaciones.

Todo lo que sucede en nuestra vida: nacemos, crecemos, nos enamoramos, formamos una familia, educamos a los hijos; probamos alegrías y sufrimientos, cultivamos sueños y esperanzas… Luego, un día, parece que todo acaba en la nada de la muerte. Todo acaba, todo desaparece. Los diálogos de amor se interrumpen, los afectos, la comunicación con las personas queridas. ¿Volvemos al vacío después del gesto de amor de nuestros padres que nos crearon? ¿De verdad ha creado Dios al hombre para un destino tan cruel? ¿Qué queda de Abrahán, Isaac y Jacob—solamente el nombre?
Frente a estos interrogantes Dios ha dado una respuesta. “La esperanza cristiana—afirmaba Tertuliano, el conocido Padre de la Iglesia del siglo segundo—es la resurrección de los muertos; todo lo que nosotros somos, lo somos en cuanto creemos en la resurrección”.
* Para interiorizar el mensaje, repetiremos: “Al despertarme, Señor, me saciaré contemplando tu rostro”.
  
Primera Lectura: 2 Macabeos 7,1-2.9-14
Arrestaron a siete hermanos con su madre. El rey los hizo azotar con látigos y nervios de buey para forzarlos a comer carne de cerdo, prohibida por la ley. 2Uno de ellos habló en nombre de los demás: –¿Qué pretendes sacar de nosotros? Estamos dispuestos a morir antes que quebrantar la ley de nuestros padres. 9Y cuando estaba por dar su último suspiro, dijo: –Tú, malvado, nos arrancas la vida presente. Pero el Rey del universo nos resucitará a una vida eterna, ya que nosotros morimos por su ley. 10Después se divertían con el tercero. Invitado a sacar la lengua, lo hizo en seguida, y alargó las manos con gran valor. 11Y habló dignamente: –De Dios las recibí, y por sus leyes las desprecio. Espero recobrarlas del mismo Dios. 12El rey y su corte se asombraron del valor con que el joven despreciaba los tormentos 13Cuando murió éste, torturaron de modo semejante al cuarto. 14Y cuando estaba próximo a su fin, dijo: –Vale la pena morir a manos de los hombres cuando se espera que Dios mismo nos resucitará. En cambio, tú no resucitarás para la vida. – Palabra de Dios

Los primeros libros de la Biblia muestran claramente que, desde los tiempos más antiguos, los israelitas no creían en la otra vida.
Si les hubiésemos preguntado: “¿Habrá una resurrección de los muertos?”, nos habrían respondido: “¡No lo sabemos! Lo que a nosotros nos interesa es la vida en este mundo, vida que queremos que esté llena de alegría y satisfacción”.
Si hubiésemos hecho la misma pregunta a un judío piadoso del tiempo del profeta Isaías, su respuesta hubiera sido aún más explícita: “Los muertos no vivirán, las sombras no se alzarán, porque tú los juzgaste y aniquilaste y extirpaste su memoria” (Is 26,14).
Es idéntica la respuesta de Job: “El hombre nacido de mujer, de vida breve, lleno de inquietudes. Un árbol tiene esperanza: aunque lo corten vuelve a rebrotar y no deja de hechar renuevos; aunque envejezcan sus raíces en la tierra y el tronco se esté pudriendo en el suelo, al olor del agua reverdece y echa follaje como planta joven. Pero el varón muere y queda inmóvil, ¿a dónde va el hombre cuando expira? Falta el agua de los lagos, los ríos se secan y aridecen: así el hombre se acuesta y no se levanta; pasará el cielo y él no despertará ni se levantara de su sueño” (Job 14,1.7-12).
Solo más tarde, esto es, en el siglo segundo antes de Cristo, se comienza a hablar en Israel de un despertar de aquellos que duermen en el polvo de la tierra (cf. Dn 12,2). Precisamente es en este tiempo que se coloca el episodio narrado en la lectura de hoy.
El impío Antíoco Epifanes quería obligar a los israelitas a abandonar la fe y las prácticas religiosas de sus antepasados. Para lograr este objetivo no escatimaba los medios y acudió a la persecución y a la tortura. Un día quiso obligar a una madre y a sus siete hijos a violar la ley obligándoles a comer carne de cerdo. (vv. 1-2).
El texto de hoy recoge la valiente respuesta que le dieron al rey los cuatro primeros hermanos: es una profesión de fe en la resurrección de los muertos. Aun en el Antiguo Testamento se encuentran afirmaciones claras de esta verdad. Los siete hermanos están dispuestos a renunciar a esta vida porque están seguros que Dios les concederá otra (vv. 9.11.14).
Hay que notar que la fe en la existencia de otra vida, no es igual a nuestra afirmación en la resurrección. Ellos estaban convencidos que los justos recibirían de Dios una vida similar a la que—debido a su fidelidad a la ley—les había sido truncada. No esperaban ser introducidos con la muerte a una condición completamente nueva.


Salmo 16, 1. 5-6. 8b y 15
R. Al despertar me saciaré de tu semblante, Señor.
Señor, escucha mi apelación,
atiende a mis clamores,
presta oído a mi súplica,
que en mis labios no hay engaño. R.
Mis pies estuvieron firmes en tus caminos,
y no vacilaron mis pasos.
Yo te invoco porque tú me respondes, Dios mío,
inclina el oído y escucha mis palabras. R.
A la sombra de tus alas escóndeme.
Yo con mi apelación vengo a tu presencia,
y al despertar me saciaré de tu semblante. R.


Segunda Lectura: 2 Tesalonicenses 2,16—3,5
Hermanos: Que nuestro Señor Jesucristo y Dios nuestro Padre, que los amó y los favoreció con un consuelo eterno y una esperanza magnífica, 17anime sus corazones y los fortalezca para que todo lo que digan y hagan sea bueno. 3,1Por último, hermanos, oren por nosotros, para que la Palabra del Señor se difunda y sea recibida con honor, como sucedió entre ustedes; 2y para que nos veamos libres de gente malvada y perversa ya que no todos tienen fe. 3El Señor, que es fiel, los fortalecerá y protegerá del Maligno. 4Por lo demás, tenemos en el Señor absoluta confianza que ustedes seguirán haciendo lo que les mandamos como ya lo hacen. 5El Señor los encamine hacia el amor de Dios y les dé la paciencia de Cristo. – Palabra de Dios

Existía entre los cristianos de Tesalónica algunas tensiones, y alguna idea teológica poco correcta. Y también un poco de fanatismo, pero, en su conjunto, la vida de aquella comunidad era suficientemente satisfactoria.
En la primera parte de la lectura ( 2 Tes 2,16-17) Pablo pide al Señor que confirme los corazones de todos con una buena disposición.
En la segunda parte (2 Tes 3,1-5) invita a los tesalonicenses a pedir para que la palabra de Dios que ya ha producido tantas transformaciones entre ellos, se difunda y sea conocida por todos los hombres. Pide que recen también por él, pues tiene que afrontar muchas dificultades, hay muchos que lo odian y que buscan destruir lo que él ha construido.

Evangelio: Lucas 20,27-38
En aquel tiempo se acercaron a Jesús unos saduceos, los que niegan la resurrección, y le preguntaron: 28–Maestro, Moisés nos ordenó que si un hombre casado muere sin hijos, su hermano se case con la viuda, para dar descendencia al hermano difunto. 29Ahora bien, eran siete hermanos. El primero se casó y murió sin dejar hijos. 30Lo mismo el segundo 31y el tercero se casaron con ella; igual los siete, que murieron sin dejar hijos. 32Después murió la mujer. 33Cuando resuciten, ¿de quién será esposa la mujer? Porque los siete fueron maridos suyos. 34Jesús les respondió: –Los que viven en este mundo toman marido o mujer. 35Pero los que sean dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos no tomarán marido ni mujer 36porque ya no pueden morir y son como ángeles; y, habiendo resucitado, son hijos de Dios. 37Y que los muertos resucitan lo indica también Moisés, en lo de la zarza, cuando llama al Señor Dios de Abrahán y Dios de Isaac y Dios de Jacob. 38No es Dios de muertos, sino de vivos, porque para él todos viven. – Palabra del Señor

Los siete hermanos de los cuales habla la primera lectura tenían una concepción de la resurrección muy imperfecta: la imaginaban como una prolongación de la vida en este mundo, nada más. Sobre este tema, aun en el tiempo de Jesús las ideas no eran muy diversas.
Lo fariseos, que profesaban firmemente la fe en la resurrección de los muertos, continuaban interpretándola de una manera bastante tosca.
En la vida futura—decían—las alegrías de esta vida se acrecentarán desmedidamente. En el cielo no habrá hambre, ni enfermedades, ni sufrimientos, ni desgracias; la gente gozará de todos los placeres, habrá pan, carne y vino en abundancia.
El evangelio de hoy introduce un nuevo grupo político-religioso del cual hasta ahora el Evangelio de Lucas no ha hablado: los saduceos. De ellos sabemos que formaban parte de los ricos, que colaboraban con el gobierno romano, que no contaban con una buena reputación con el pueblo y que, desde el punto de vista religioso, eran conservadores. El jefe de los sacerdotes y los sacerdotes (que serán los principales responsables de la muerte de Jesús) pertenecían todos a esta secta.
Uno de los temas teológicos que los ponía en contraste con los fariseos se refería a la fe en la resurrección de los muertos. Mientras que los fariseos la afirmaban, los saduceos sostenían que en la Torá (los únicos libros de la Biblia que reconocían como sagrados) no existía ningún argumento para tal afirmación, y por tanto se declaraban escépticos. Por otro lado, con el dinero que disponían, estaban en situación de gozar del paraíso en este mundo y no tenían ninguna necesidad de soñar en uno en el más allá.
Los fariseos y los saduceos defendían con furia sus convencimientos y buscaban en la Biblia las razones para oponerse a sus adversarios.
El pueblo que admiraba a los fariseos por su piedad y simpatizaba con ellos por sus ideas religiosas, compartía también su fe en la resurrección.
Escuchando a Jesús, los saduceos descubren un día que, sobre este punto, él compartía, al menos en parte, con los fariseos: cree en la vida eterna, aunque da la impresión que Jesús la interpreta de una manera muy original.
Para convencerlo de que cambiara de opinión, recurren a un texto de la Torá que tenía una historia curiosa (vv. 28-33) y se la van a recordar.
La ley de Moisés—dicen—establece que si un hombre muere sin dejar descendencia, su hermano debe casarse con la viuda. Los hijos nacidos de este nuevo matrimonio son considerados hijos del difunto (Dt 25,5-10). Cuentan de una viuda cuyos maridos murieron uno detrás de otro, siete maridos en total. Luego también ella muere. Ahora, si se admite la resurrección de los muertos, la situación se complica: en la vida futura, ¿de quién será esposa la mujer?
No es la primera vez que los saduceos se sirven de esta historia extraña para avergonzar a sus adversarios. Para los fariseos, la obediencia es algo serio, convencidos como están que la vida eterna no será sino el perfeccionamiento de esta. A los fariseos solo les queda bajar los ojos, dar cualquier explicación y alejarse rápidamente al oír los divertidos comentarios de los presentes.
Jesús, que entiende la resurrección de un modo radicalmente diverso de los fariseos, no se siente para nada aludido a la objeción de los saduceos. Toma la palabra y articula su respuesta en dos partes.
La primera: “Los que viven en este mundo toman marido y mujer. Pero los que sean dignos de la vida futura y de la resurrección… son como ángeles… son hijos de Dios” (vv. 34-36).
La objeción de los saduceos se basa en el falso presupuesto que la vida futura sea la continuación (milagrosa y potenciada) de esta vida y Jesús no acepta esto. Jesús no predica una salida del sepulcro para recomenzar la vida anterior. Una cosa así sería ridícula, absurda, cruel de parte de Dios.
No habría ninguna razón para dejar morir para después restituir el mismo cuerpo, la misma vida.
La vida en Dios es una condición completamente nueva: cuando el hombre es introducido a esta vida nueva, y para mantener la propia identidad, se transforma en un ser distinto, inmortal, igual a los ángeles de Dios.
¿Cómo será esta vida con Dios? Este es el interrogante que es necesario responder con mucha circunspección porque está siempre el peligro de proyectar al más allá—como hacían los fariseos y los saduceos—lo que de positivo experimentamos aquí, multiplicado al infinito: alegría placer, satisfacción y—sostenían los rabinos—hasta el retorno a la vida conyugal.
Detrás de ciertas afirmaciones, ciertas oraciones, ciertos interrogantes de muchos cristianos de hoy se percibe todavía, por desgracia, un concepto de la “resurrección de los muertos” similar a la de los fariseos. La resurrección de la cual habla Jesús—aquella que compara al hombre a los “ángeles de Dios”—es completamente diversa. Para Jesús, el hombre vive sobre la tierra una gestación, se prepara para un nuevo nacimiento después del cual no habrá otro, porque el mundo en el que entrará será definitivo. Allí no estará presente ninguna forma de muerte.
Como el bebé en el seno de su madre no puede figurarse el mundo que le espera, así el hombre no puede vislumbrar cómo será la vida con Dios. Es un misterio que no ha sido revelado, no porque el Señor quiere aumentar el suspense y la sorpresa, sino simplemente porque nuestra mente no está capacitada para entenderlo: “el cuerpo mortal es un peso para el alma y la tienda terrestre abruma la mente que reflexiona. A duras penas adivinamos lo que hay en la tierra y con trabajo encontramos lo que está a nuestro alcance: ¿quién podrá rastrear las cosas del cielo” (Sab 9,15-16).
Podemos asomarnos a esta realidad sublime e inefable solamente mediante la fe, creyendo que “como está escrito: Ningún ojo vio, ni oído oyó, ni mente humana concibió, lo que Dios preparó para quienes lo aman” (1 Cor 2,9).
En vez de indagar aquello que no estamos en disposición de entender, es mejor afirmarse sobre la certeza que la resurrección de Cristo ofrece: en particular el hecho que no existen dos vidas—la presente y la futura—sino una única vida que continúa bajo dos formas completamente diferente.
La muerte—entendida como aniquilación de la persona—no existe, ha sido vencida, destruida por la muerte y resurrección de Cristo.
Lo que llamamos muerte es simplemente el abandono de la forma de vida—débil, frágil, caduca—que llevamos en este mundo para ser recibidos en el mundo de Dios.
El cuerpo mortal que se enferma, se desvanece, envejece y camina hacia la disolución no se introduce en el mundo definitivo, permanece en este mundo: la persona se reviste de otro cuerpo “incorruptible, glorioso, lleno de fuerza, espiritual” (1 Cor 15,42-43).
La segunda respuesta es que la resurrección de Cristo ha hecho caer todas las barreras que separaban a los vivos de los difuntos. Un enlace íntimo y profundo lo unirá todo. Cuando, en este mundo, nosotros, los vivientes, nos reunimos en torno al banquete eucarístico sabemos que estamos en comunión con los hermanos del cielo. Sabemos que nuestro recuerdo los alegra, se agranda nuestro amor y el amor de ellos, se reaviva nuestro deseo y nuestra esperanza de poder un día reunirnos con Cristo y con ellos.
Con nuestra oración expresamos a las personas que nos han precedido a la casa del Padre, que nos hace felices saber que están con Dios, aunque continúa vivo el dolor por su partida. Les decimos que recordamos solamente el bien que han hecho, sus gestos de amor, su generosidad, la ayuda que han prestado. Sus defectos, errores, debilidades han sido totalmente purificados por el encuentro con el “fuego” del amor de Dios. No queda en ellos ninguna forma de mal ni de muerte.
La segunda parte de la respuesta de Jesús (vv. 37-38) constituye una afirmación clara sobre la verdad de la resurrección.
No podemos imaginarnos cómo será la vida con Dios, pero la fe nos da la certeza que, después de la muerte, la persona continúa viviendo.
La prueba que Jesús aporta para convencer a los saduceos es la siguiente: “El Señor, Dios de Abrahán, Dios de Isaac y Dios de Jacob no es un Dios de muertos, sino de vivos; porque todos viven por él”. ¿Qué es lo quiere decir?
Jesús apela a la autoridad de la sagrada Escritura. Dice que Moisés, que vivió muchos siglos después de los patriarcas, llama al Señor: “Dios de Abrahán, de Isaac, de Jacob”.
Esto significa que estaban todavía vivos, de lo contrario Moisés, y detrás de él, todos los israelitas habrían invocado un Dios de muertos.
¿Cómo se puede imaginar un Dios que crea a los hombres, establece una alianza con ellos, les hace una promesa, los defiende de sus adversarios, se considera su amigo y luego un día los abandona, deja que desaparezcan en el polvo, que retornen a la nulidad? Si se comportara de esta manera sería el autor de un proyecto de muerte. Él en vez—dice Jesús—no es un Dios de los muertos, sino de vivos, porque de él todos reciben la vida. Él es “amante de la vida” (Sab 11,26), “no ha creado la muerte y no se alegra con la ruina de los vivos” (Sab 1,13). Nada de lo que tiene alguna relevancia con la muerte puede venir de Dios.