Indagados por los hombres, contemplados
por Dios
P. Fernando
Armellini
Introducción
Sobre una tela blanca nuestra
mirada nota de inmediato un puntito negro, una manchita de tierra. Por un
extraño automatismo nuestros ojos se fijan inmediatamente en lo que disturba.
Pasa que un defecto, una deficiencia, una discapacidad se convierten en
inspiración para apodos, alusiones y bromas, a veces inocentes, otras veces
sarcásticas.
La mirada de la gente es cruel: se
fija, especialmente, en las manchas, los límites, los aspectos defectuosos. Y
¿es también así la mirada de Dios? Si de veras es así, entonces estamos mal
parados porque “ni el cielo es puro a sus ojos; ¡cuánto menos el hombre,
detestado y corrompido, que se bebe como agua la maldad!” (Job 15,15-16).
¿Debemos tener miedo a la mirada de
Dios? ¡Dios te ve! Recordamos este reclamo usado especialmente por los
educadores y los catequistas del pasado para prevenir comportamientos errados.
Aquel triángulo que en el centro tenía el ojo de Dios que escrutaba e infundía
reverencia y temor.
El pensamiento que se ha formado
muchas veces y que hemos creado es el de un Dios “policía”. ¿Es correcto
presentar a Dios de esta manera—aunque sea para obtener buen comportamiento?
¿Es su mirada como la del investigador que busca los motivos para condenar o es
el abrazo tierno del Padre que comprende, excusa, toma siempre y solamente lo
que es bello y amable en sus hijos e hijas?
La respuesta a esta pregunta nos
preocupa.
* Para interiorizar el mensaje,
repetiremos: “Cuando estaba siendo formado en el vientre de mi madre, tus ojos
me han contemplado, Señor”.
Primera Lectura:
Sabiduría 11,22—12,2
Señor,
el mundo entero es ante ti como grano de arena en la balanza, como gota de
rocío mañanero que cae sobre la tierra. 23Pero te compadeces de
todos, porque todo lo puedes, cierras los ojos a los pecados de los hombres
para que se arrepientan. 24Amas a todos los seres y no aborreces
nada de lo que has hecho; si hubieras odiado alguna cosa, no la habrías creado.
25Y, ¿cómo subsistirían las cosas si tú no lo hubieses querido?
¿Cómo conservarían su existencia si tú no las hubieses llamado? 26Pero
a todos perdonas, porque son tuyos, Señor, amigo de la vida. 12,1:
Todos llevan tu soplo incorruptible. 2Por eso corriges poco a poco a
los que caen, les recuerdas su pecado y los reprendes, para que se conviertan y
crean en ti, Señor. – Palabra de Dios
La plegaria matutina de todos los
israelitas devotos comienza con estas palabras: “Recuerda Israel…”.
Israel es un pueblo que no olvida.
Recuerda lo que sus antepasados sufrieron en Egipto: han sido perseguidos,
humillados, sometidos a duros trabajos; luego el Señor los ha liberado
golpeando a sus opresores con duros castigos.
Este artículo fundamental del Credo
israelita parecería una invitación para detestar para siempre a los egipcios.
En vez, ya sea en la tradición de la Biblia o en la tradición judaica los
egipcios no son más despreciados y malditos.
No todos han compartido siempre
estos sentimientos nobles. Muchos en cambio se preguntaban por qué el Señor no
los había aniquilado. ¿Por qué no los había castigado más duramente aun? ¿Por
qué tanta moderación en el trato con ellos?
La lectura de hoy da la respuesta
que un devoto israelita, que vivía en Alejandría de Egipto pocos años antes de
Cristo, a esta pregunta. Para aquellos que consideraban excesiva, injustificada
la paciencia del Señor él trata de hacer entender la razón de tal
comportamiento.
Recuerda primeramente que Dios
tiene una mirada distinta a la nuestra.
Contemplando el cielo estrellado y
los astros del firmamento, el hombre se queda asombrado por la inmensidad de lo
creado. Dios, en cambio ve todo “como grano de arena en la balanza, como gota
de rocío mañanero que cae sobre la tierra” (Sab 11,21-22).
Él se compadece porque es fuerte,
porque es grande y lo puede todo (v. 23a).
Los débiles agreden con violencia a
sus adversarios porque tienen miedo. El que es fuerte no se preocupa, tolera
todo, no se siente amenazado. Dios tiene una mirada indulgente y misericordiosa
porque nada lo atemoriza.
Deja que los hombres actúen con
libertad, mantiene siempre la calma, no se asusta si ve que cometen errores
porque está seguro que el juego no se le escapa de las manos.
La intolerancia frente al
comportamiento de los que pecan, la agresión contra los que piensan o se
comportan de manera diversa, nace de la inseguridad, del miedo, de la sensación
de que las fuerzas del mal puedan llegar a ser incontrolables.
La segunda razón de la moderación
de Dios en el enfrentamiento con los egipcios: Él no los considera porque
cierra los ojos a los pecados de los hombres para que se arrepientan (v. 23b).
Si castiga no es para destruir al
pecador, sino para recuperarlo, para conducirlo al arrepentimiento. Dios no
conoce la venganza, la represalia, el castigo, sino solo el amor y la
salvación. No quiere la muerte del malvado, sino que se convierta de su
conducta y viva (Ez 18,23).
Un profeta anónimo, que vivió unos
cien años antes, anunció un evento inaudito: la conversión de los asirios y de
los egipcios destinados a formar, junto con Israel, un único pueblo. El Señor
de los ejércitos—dice—los bendecirá así: “¡Bendito mi pueblo, Egipto, y la obra
de mis manos, Asiria, y mi herencia, Israel!” (Is 19,25).
El autor del libro de la Sabiduría
ha asimilado esta mentalidad universalista que el Señor trataba pacientemente
de inculcar en su pueblo Israel.
La tercera razón: El Señor observa
con amor todo lo que ha creado porque todo lo que existe es obra suya.
Él no desprecia nada de lo que ha
hecho. No odia a nadie, ama a todos: buenos y malos, porque todos son sus
criaturas y todos, por el mismo hecho de existir, tienen siempre algo de bueno.
Él es el Señor “amante de la vida”
(vv. 24-26). Sus ojos no se acercan al deseo de venganza, como a veces sucede
con los ojos de los hombres.
Contaban los rabinos que, después
del paso del Mar Rojo, los ángeles hubieran deseado añadir sus voces a las de
los israelitas que cantaban que el faraón y su armada habían sido sumergidos en
las aguas. Pero el Señor interviene y dice: “¿Cómo pueden estar cantando cuando
mis hijos están muriendo? ¿Las olas están tragando a mis criaturas y ustedes
quieren entonar un canto?”
La lectura concluye con la
interpretación teológica de los castigos que Dios ha infligido a los egipcios:
no se trata de castigos, sino de medicina (12,1-2). Como se hace con los
medicamentos, ha tratado las heridas en pequeñas dosis. No intenta destruir
sino advertir a los culpables, hacerles recapacitar, hacerles comprender que se
habían apartado del camino recto, persuadirlos para que dejen la maldad y
conducirlos a la fe.
Salmo 144, 1-2.
8-9. 10-11. 13cd-14
R. Te ensalzaré, Dios mío, mi Rey.
Te ensalzaré, Dios mío, mi Rey,
bendeciré tu nombre por siempre jamás.
Día tras día te bendeciré,
y alabaré tu nombre por siempre
jamás. R.
El Señor es clemente y misericordioso,
lento a la cólera y rico en piedad,
el Señor es bueno con todos,
es cariñoso con todas sus
criaturas. R.
Que todas tus criaturas te den gracias, Señor,
que te bendigan tus fieles;
que proclamen la gloria de tu reinado,
que hablen de tus hazañas. R.
El Señor es fiel a sus palabras,
bondadoso en todas sus acciones.
El Señor sostiene a los que van a caer,
endereza a los que ya se doblan. R.
Segunda Lectura: 2
Tesalonicenses 1,11–2,2
Hermanos:
Rezamos continuamente por ustedes, para que nuestro Dios los haga dignos de su
llamado y les permita cumplir eficazmente todo buen propósito y toda acción de
la fe. 12Así el nombre de nuestro Señor Jesús será glorificado por
ustedes y ustedes por él, por la gracia del Dios nuestro y del Señor
Jesucristo. 2,1Hermanos, en cuanto a la venida de nuestro Señor
Jesucristo y a nuestra reunión con él, les pedimos 2que no pierdan
fácilmente la cabeza ni se asusten por profecías o discursos o cartas
falsamente atribuidas a nosotros, como si el día del Señor fuera inminente. –
Palabra de Dios
Los cristianos de tesalónica
estaban atravesando un momento muy difícil: se habían infiltrado en su
comunidad algunos visionarios que anunciaban como inminente el fin del mundo.
Para defender más fácilmente esta
posición insana estos predicadores afirmaban que se hacían eco del pensamiento
de Pablo y, como prueba, mostraban algunas cartas que aseguraban habían
recibido de él (2,2).
El Apóstol recomienda a los
cristianos de Tesalónica a que estén atentos para no dejarse influir por estos
fanáticos que, en vez de anunciar el Evangelio, difundían “visones” e
“inspiraciones personales”.
La difícil situación de aquel mundo
constituía el terreno ideal para encontrar crédito estos alucinados que
predicaban sus fantasías. Se trata de gente que quiere escaparse de las
dificultades de la vida.
Pablo pide a Dios que los
tesalonicenses puedan entender dónde está la verdad y quiere que el Señor sea
glorificado no por medio de la palabrería de gente ilusa, sino del testimonio
de amor concreto del cual dan prueba los miembros de la comunidad.
Evangelio: Lucas
19,1-10
En
aquel tiempo, Jesús entró en Jericó y atravesó la ciudad, 2allí
vivía un hombre llamado Zaqueo, jefe de recaudadores de impuestos y muy rico, 3intentaba
ver quién era Jesús; pero a causa del gentío, no lo conseguía, porque era bajo
de estatura. 4Se adelantó de una carrera y se subió a un árbol para verlo,
pues iba a pasar por allí. 5Cuando Jesús llegó al sitio, alzó la
vista y le dijo: –Zaqueo, baja pronto, porque hoy tengo que hospedarme en tu
casa. 6Bajó rápidamente y lo recibió muy contento. 7Al
verlo, murmuraban todos porque entraba a hospedarse en casa de un pecador. 8Pero
Zaqueo se puso en pie y dijo al Señor: –Mira, Señor, la mitad de mis bienes se
la doy a los pobres, y a quien haya defraudado le devolveré cuatro veces más. 9Jesús
le dijo: –Hoy ha llegado la salvación a esta casa, ya que también él es hijo de
Abrahán. 10Porque el Hijo del Hombre vino a buscar y salvar lo
perdido. – Palabra del Señor
En tiempos de Jesús, la gente comía
solo una vez al día, por la tarde: es comprensible que los israelitas hayan
imaginado el reino de Dios como una cena eterna donde todos, finalmente,
pudieran comer abundantemente. La profecía a la cual hacían referencia estaba
en el libro de Isaías: “El Señor Todopoderoso ofrece a todos los pueblos, en
este monte, un festín de manjares opulentos, un festín de vinos añejados,
manjares deliciosos, vinos generosos” (Is 25,6).
Por tanto si los banquetes de este
mundo eran una imagen del mundo futuro, el reunir en una misma mesa a justos y
pecadores era considerada una blasfemia contra la santidad de Dios que los
quería separados. La exclusión debía ser un recordatorio constante a los
malvados para que se conviertan.
Esta convicción era compartida por
todos los israelitas, por eso la sorpresa suscitada por el comportamiento de
Jesús.
El relato comienza presentando al
Maestro entrando en Jericó y atravesando la ciudad, acompañado de la multitud y
de los discípulos (v. 1). A la entrada de la ciudad ya había sanado a un
mendigo ciego que le suplicaba: “Señor, que pueda ver” (Lc 18,35-43). La
reunión de estos dos acontecimientos no es casual. La sanación del ciego y la
“recuperación” de Zaqueo se enriquecen e iluminan mutuamente.
Tanto el ciego como Zaqueo desean
ver a Jesús y Jesús que realiza para ellos un prodigio, les cambia la condición
que era considerada irrecuperable. En ambos casos se habla de una multitud que
sigue al Maestro, pero que no le comprende, lo critica, se opone a sus
actitudes y a su obra salvífica. Ambos casos se cierran recordando los efectos
impactantes—la visión nueva del mundo y de la vida—resultado del encuentro con
la luz dada por Jesús.
En la lectura de hoy el que quiere
ver es un publicano rico que se llama Zaqueo.
Por una extraña coincidencia del
destino, el nombre que lleva significa el puro, el justo. Los publicanos son
considerados por todos—y con razón—de ladrones y Zaqueo no es solamente un
publicano sino el jefe de los publicanos. Lucas se inventa un nuevo término
para definirlo mejor: lo llama archipublicano—un término que en griego no
existe—como decir archiladrón. ¡Vaya el puro este!
Además del nombre, el evangelista
anota otro particular: era pequeño de estatura. No se trata de una afirmación
banal sobre el físico de Zaqueo. Es una imagen de cómo aparecía a los ojos de
todos: una mancha insignificante, un fastidioso puntito negro en una sociedad
inmaculada, uno de los excluidos del banquete del reino de Dios.
Zaqueo es bien consciente de su
situación, pero la exclusión del consejo de los justos no le preocupa en
absoluto. Estaba convencido que el estar rodeado de gente que observaban
escrupulosamente la ley, pero que eran hipócritas, arrogantes, complacidos de
su propia justicia, no lo aventajaban mucho.
Por otro lado quería,
efectivamente, tomar distancia del grupo de pecadores en el cual estaba
justamente catalogado, ¿pero cuál era la alternativa? ¿La adhesión a la secta
de los fariseos? No encontraba respuesta a sus tormentos, a su inquietud.
Ha tenido todo en la vida, pero
está profundamente insatisfecho. Ha participado en tantos banquetes, pero está
ahora en la búsqueda del alimento que sacia. Lo que busca es tan grande, tan
irreprimible que para encontrarlo está dispuesto a desafiar las divertidas
bromas de una muchedumbre que no le tiene simpatía.
Quiere ver a Jesús porque—piensa—es
el único que puede entender su angustia y su drama interior y, para poderlo ver
se sube a un sicomoro (v. 3).
Sorprende el hecho de que se haya
subido a un sicomoro. Por qué no ha subido a la terraza de algunas de las casas
de las cuales se podía ver el camino. Puede ser que ninguno haya querido
recibirlo, no sólo no le ha abierto alguna puerta, sino que tampoco le han
permitido subir la escalera que desde el exterior sube hasta la terraza.
Aquí está Zaqueo: el inmundo, el
pecador, el separado de todos. Busca desesperadamente a Jesús porque ha sentido
hablar de él. Conoce los fuertes juicios que ha pronunciado sobre la riqueza,
más sabe también que es “amigo de publicanos y pecadores”. Le han dicho que
Jesús no vino a salvar a los justos sino a los pecadores para que se
conviertan. (Lc 5,32), por eso quiere saber “quién es”. También Herodes se
preguntó: “¿quién es éste” y quería verlo (Lc 9,9), pero con una disposición de
ánimo completamente diversa: lo buscaba de una manera indiferente solamente
para tener un esclarecimiento respecto a su identidad. Zaqueo, por el
contrario, está dispuesto a dejarse cuestionar, aspira a un cambio radical de
su existencia.
En esta afanosa búsqueda interviene
la muchedumbre que acompañaba a Jesús. Como ha sucedido con el ciego de Jericó
(Lc 18,39), en vez de favorecer el encuentro con el Maestro se oponen,
resultando un impedimento. No entienden que son precisamente “los pequeños”,
“los impuros”, los marginados a quienes está buscando Jesús.
La razón de esta situación es un
defecto de visión.
Los que siguen a Jesús ven solamente
en Zaqueo al publicano, al pecador, al usurero, nada más; son incapaces de
descubrir en él nada de bueno y de positivo. Rechazan a los publicanos pero no
los pueden eliminar físicamente, los arrinconan, los desprecian no les dirigen
ni siquiera la palabra y esta es la manera de irlos matando. Este
comportamiento es discriminatorio igual que el de los fariseos.
La visión de esta gente “pura” es
tan defectuosa que ven el mal aun donde no está: en Jesús.
Le critican y condenan a Jesús
porque—piensan—al ir “a alojarse con un pecador”, ha quedado impuro (v. 7).
Observemos ahora cómo está limpia y pura la mirada de Jesús. Cuando llega al
lugar, alza la vista y le dice: “Zaqueo, baja pronto porque hoy tengo que
hospedarme en tu casa” (v. 5). Nadie de la muchedumbre ha pronunciado este
nombre porque Zaqueo es “el impuro”. Solamente Jesús lo llama: “¡Zaqueo—puro!”
¡Para Jesús Zaqueo es “puro” y también un hijo de Abrahán!” (v. 9).
Desde lo alto buscaba ver a Jesús,
pero ahora es Jesús quien, desde abajo, lo ve primero. Frente al pecador, Jesús
siempre alza la vista, porque su posición es la del siervo que se ha humillado
a sí mismo “haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz” (Fil 2,7-8).
También cuando se queda solo con la adúltera, Jesús levanta la cabeza hacia
ella (Jn 8,10), la mira desde abajo porque el que ama no se atreve a juzgar,
abraza, se queda en el último lugar, se inclina delante de la persona amada
para lavarle los pies.
En Jericó Jesús se encuentra entre
los “justos” que lo siguen, que escuchan su palabra, que lo aplauden. Sin
embargo, por instinto, apenas Jesús ve un “pequeño”, se aparta inmediatamente
del grupo de “fieles” y dirige su atención al pecador.
No se preocupa de “la
inconveniencia social” ni de las “santas disposiciones” impartidas por los
jefes religiosos. Siente una necesidad irreprimible de acercarse a los alejados
y despreciados. “Yo tengo—dice—que hospedarme en tu casa”. Tengo, es para mí
una necesidad interior: si esta noche no ceno contigo, no podré reconciliar el
sueño.
¿Qué es lo que han logrado los que
observaban a Zaqueo que estaba en lo alto? Nada. Con su condena sin apelación
no han hecho otra cosa que perderlo.
La mirada severa y atroz de los
censores, sus juicios, sus acusaciones les impidieron precisamente encontrase
con la única mirada que salva, aquella mirada compasiva de Jesús.
El acontecimiento concluye con una
cena.
La carrera hacia delante de Zaqueo
(v. 4) indica un verbo de movimiento (entrar, atravesar, correr, salir, subir
apresuradamente) es lo que caracteriza la primera parte del relato (vv. 1-7)
tienen como meta la “casa del pecador” a donde se dirige Jesús (v. 7). La
fiesta ha comenzado con la llegada de Jesús y también el banquete del reino de
Dios anunciado por Isaías.
Observemos quienes están dentro y
quienes están fuera, quienes están de fiesta y quienes están tristes. Dentro
deberían estar “los justos” en vez están fuera murmurando, con rabia porque no
están de acuerdo con el tipo de invitados con que Jesús ha querido que se llenase
la sala.
Dentro están los “impuros” para
quienes ha venido Jesús. Está Zaqueo, el jefe de los pecadores, para quien no
había esperanza de salvación porque era publicano y rico (v. 2). Jesús mismo
había dicho que “es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que
un rico entre en reino de Dios” (Lc 18,25). Pero, “lo que es imposible para los
hombres es posible para Dios” (Lc 18,27).
La salvación no ha llegado de
manera automática: ha sido ofrecida, sí, gratuitamente, pero Zaqueo debió aceptarla
en su casa. Fue solo así como, finalmente, descubrió la verdadera alegría que
estaba buscando.
Es en este punto donde el amor
genera otro amor: Zaqueo, amado gratuitamente, se da cuenta que existen otros
que también tienen necesidad de amor. Se acuerda de los pobres. “Mira Señor—le
dice—la mitad de mis bienes se la doy a los pobres, y a quien haya defraudado
le devolveré cuatro veces más” (v. 8).
A diferencia de lo que ha hecho con
el joven rico (Lc 18,18-23), Jesús no le pidió a Zaqueo que “vendiera todo y
distribuyera sus bienes a los pobres”. No le ha pedido nada especial, no le
puso ninguna condición. Solo le pidió que lo reciba.
Zaqueo no ha sido recibido en el
banquete del reino porque fuera bueno, se convirtió en una persona buena
después, cuando fue invitado a la fiesta. Se convirtió cuando se dio cuenta que
Dios le amaba aunque fuera impuro, pobre, pequeño, y precisamente porque era
pequeño.
El descubrimiento de este amor
gratuito ha sido la luz que ha disipado las tinieblas que envolvían su vida y
la que le hizo comprender que solamente el amor y el darse son fuente de
alegría.