El niño pequeño, modelo del cristiano
P. Fernando Armellini
P. Fernando Armellini
Introducción
Un día
algunas madres presentaban a Jesús sus niños para que los recibiera en sus
brazos y los acariciara (Mc 10,13). Los discípulos que juzgaban inconveniente
este gesto de demasiada familiaridad las trataban de mal modo y Jesús
reacciona: “De los que son como ellos—dice—es el reino de los Dios”. El
episodio se encuentra en los tres sinópticos, pero con una ligera y
significativa variante. Mientras que Marcos y Mateo hablan de niños, Lucas dice
que a Jesús le presentaban niños pequeños (Lc 18,15).
Si estos
niños hubieran tenido algún detalle amoroso, podrían de alguna manera, haber
“merecido” el amor de sus padres. Los recién nacidos solamente pueden recibir,
gratuitamente. Los niños pequeños son puestos por Jesús como modelo de lo que
uno debe ser delante de Dios. Están ubicados en las antípodas del fariseo que
puede jactarse con orgullo del bien que ha hecho.
No se
puede entrar en el reino de Dios—dice Jesús—si uno no se convierte en un niño
pequeño, que no se dan cuenta de nada y necesitan que les den siempre de todo
para seguir viviendo.
Desde el
momento en que uno piensa que puede atribuirse a sí mismo cualquier obra buena,
ya no es un niño pequeño y se auto-excluye del reino de Dios. “¿Qué tienes—dice
Pablo—que no lo hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué te glorías como
si no lo hubieras recibido?” (1 Cor 4,7).
*Para
interiorizar el mensaje, repetiremos: “Has
reservado, Señor, a los pequeños el don del reino de los cielos”.
Primera
Lectura: Eclesiástico 35,12-14.16-18
Dios es justo y trata a todos por igual, no favorece a
nadie contra el pobre, escucha las súplicas del oprimido, mientras le
corren las lágrimas por las mejillas y el gemido se añade a las
lágrimas, sus penas consiguen su favor y su grito alcanza las nubes, el
reclamo del pobre atraviesa las nubes y hasta alcanzar a Dios no descansa; no
se detiene hasta que Dios lo atiende, y el juez justo le hace justicia. –
Palabra de Dios.
La lay es
igual para todos, pero no todos pueden tener acceso y pagar a un buen abogado y
los jueces no siempre son imparciales.
Dios, que
como sabemos, es el que pronunciará el juicio definitivo e inapelable sobre el
hombre, ¿se asemeja a los jueces de este mundo?
En el
Antiguo Testamento se da esta orden a aquellos que deben administrar justicia
en Israel: “No violarás el derecho, no serás parcial ni aceptarás sobornos, que
el soborno ciega los ojos de los sabios y falsea la causa del inocente” (Dt
16,19). ¡Muy sabia disposición! Un juez que recibe regalos pone en duda su
imparcialidad.
En una
sociedad donde es fácil domesticar la sentencia de los procesos con un poco de
dinero, podría uno suponer que también Dios, de igual manera que los jueces
humanos, podría ser corrupto, que pueda, con algún regalo, quedar socio en los
negocios. ¿Cómo?
Tomemos el
caso del latifundista que no paga lo debido a sus obreros. Sabe que comete un
agravio y que un día deberá dar cuentas al Señor. Entonces, ¿qué hace? Se
acerca al templo, da una buena contribución al sacerdote de turno y ofrece un
cordero cebado y un toro joven. Está convencido que después de haber hecho esta
ofrenda tan generosa, el Señor lo tendrá como amigo, cerrará los ojos sobre la
injusticia que comete, no lo castigará, no le mandará ninguna enfermedad, ni
granizo para destruir sus cosechas, ni sequías.
El libro
del Eclesiástico ataca duramente esta religión falsa: “No pretendas sobornar al
Altísimo, porque no lo aceptará, no confíes en sacrificios injustos” (Eclo
35,11). Luego—y haciendo referencia a nuestro texto—explica la razón de su
condena: “Porque es un Dios justo y trata a todos por igual” (Eclo 35,12).
Si Dios no
comete parcialidad—pensamos—entonces él premia a los buenos y castiga a los
malos, sin discriminar entre pobres y ricos. En vez—¡y aquí está la
sorpresa!—para Dios el no hacer acepción de personas significa inclinarse por
el pobre. ¡Esta es su justicia!
Amistades,
parentesco, regalos, amenazas, elevada posición social… nada de esto cuenta
delante de Dios. Lo único que lo mueve es la pobreza, la necesidad que pasan
las personas: “No favorece a nadie en contra del pobre, escucha las súplicas
del oprimido; no desoye los gritos del huérfano o de la viuda cuando repite su
queja” (vv. 13-14). “El reclamo del pobre atraviesa las nubes y hasta alcanzar
a Dios no descansa; no se detiene hasta que Dios lo atiende” (v. 15).
Cuando se
presenta delante de Dios uno que no tiene ningún mérito que exhibir, uno que
solo puede contar con su propia miseria, entonces Dios se conmueve y pronuncia
siempre una sentencia de salvación.
Salmo
33, 2-3 17-18. 19 y 23
R. Si el
afligido invoca al Señor, él lo escucha.
Bendigo al Señor en todo momento,
su alabanza está siempre en mi boca,
mi alma se gloría en el Señor:
El Señor se enfrenta con los
malhechores,
para borrar de la tierra su memoria.
Cuando uno grita, el Señor lo escucha
y lo libra
de sus angustias. R.
El Señor está cerca de los
atribulados,
salva a los abatidos.
El Señor redime a sus siervos,
no será
castigado quien se acoge a él. R.
Segunda
Lectura: 2 Timoteo 4,6-8.16-18
Querido hermano: En cuanto a mí, ha llegado la hora del sacrificio
y el momento de mi partida es inminente. 4,7: He peleado el buen combate, he
terminado la carrera, he mantenido la fe. 4,8: Sólo me espera la corona de la
justicia, que el Señor como justo juez me entregará aquel día. Y no sólo a mí,
sino a cuantos desean su manifestación. 4,16: En mi primera defensa nadie me
asistió, todos me abandonaron; espero que Dios no se lo tome en cuenta. 4,17:
El Señor, sí, me asistió y me dio fuerzas para que por mi medio se llevase a
cabo la proclamación, de modo que la oyera todo el mundo; así, el Señor me
arrancó de la boca del león. 4,18: Él me librará de toda mala partida y me
salvará en su reino celeste. A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén.
– Palabra de Dios
En la
Biblia hay muchos discursos de despedida que se ponen en los labios de los
grandes personajes. Lo dicen antes de morir: Jacob, José, Josué, y hasta Jesús
(Jn 14—17), Pedro (2 Pe 1,12-14) y Pablo (He 20,17-35). El texto de la Carta a
Timoteo que leemos hoy pertenece a este género literario.
El apóstol
se encuentra ya anciano y exhausto y en una prisión de Roma. Ve aproximarse el
día en que deberá dejar este mundo, hace un balance de su vida y vuelve su
mirada hacia el futuro.
El tono es
conmovedor y las imágenes muy fuertes.
He peleado
el buen combate. Se ha comprometido decididamente en los conflictos dramáticos
donde se enfrentaban luz y tinieblas, verdad y mentira, justicia y las fuerzas
del pecado y la muerte. Escribiendo a los corintios hizo un elenco dramático de
lo que tuvo que soportar en esta lucha por la causa justa: “Cinco veces fui
azotado por los judíos con los treinta y nueve golpes, tres veces me azotaron
con varas, una vez me apedrearon; tres veces naufragué y pasé un día y una
noche en altamar. Cuántos viajes con peligros de ríos, peligros de asaltantes.
Peligro de parte de mis compatriotas, peligro de parte de los extranjeros,
peligros en las ciudades, peligros en descampado, peligros en el mar, peligros
por falsos hermanos. Con fatiga y angustia, sin dormir muchas noches, con
hambre y con sed, en frecuentes ayunos, con frio y sin ropa” (2 Cor 11,24-27).
He
terminado la carrera. Ha hecho la carrera con honores y está seguro que el
Señor le dará la corona de premio.
No habla
de méritos, acumulados con esfuerzo y fatiga (es un concepto ajeno a su
teología), sino de la certeza de haberse confiado a la persona justa, al Señor
Jesús que no lo abandonará a él ni a los otros que “desean su manifestación”
(v. 8).
Mantuvo
sus compromisos. La fe fue para Pablo un duro trabajo, un nuevo nacimiento,
pero una vez conquistada, la mantuvo siempre.
Tuvo una
vida íntegra y llevó a cabo la misión de apóstol a la que Cristo lo había
llamado.
Su mirada
se vuelve al futuro: “Ha llegado la hora del sacrificio y el momento de mi
partida es inminente” (v. 6). Su fidelidad a Cristo será convalidada por el
gesto de amor más grande: la donación de la vida. Su muerte será, como la del
Maestro, un sacrificio expiatorio y su sangre “una libación” sobre el altar de
la fe.
La imagen
de la nave que recoge las velas muestra la inquebrantable convicción de que la
muerte no es un hundimiento, sino un cambio de dirección, una playa espléndida.
Unos
treinta años después, Clemente, un emigrante cristiano de Roma, hablará sobre
Pablo de esta manera: “Después de haber practicado la justicia con todo el
mundo y haber alcanzado los extremos confines de occidente, dio testimonio ante
las autoridades, y así fue retirado del mundo y permaneció en lugar santo,
convirtiéndose en el más grande ejemplo de perseverancia” (1 Cor V,7).
Evangelio:
Lucas 18,9-14
En aquel tiempo, por algunos que se tenían por justos y
despreciaban a los demás, Jesús les contó esta parábola: 18,10: –Dos hombres
subieron al templo a orar: uno era fariseo, el otro recaudador de impuestos.
18,11: El fariseo, de pie, oraba así en voz baja: –Oh Dios, te doy gracias
porque no soy como el resto de los hombres, ladrones, injustos, adúlteros, o
como ese recaudador de impuestos. 18,12: Ayuno dos veces por semana y doy la
décima parte de cuanto poseo. 18,13: El recaudador de impuestos, de pie y a
distancia, ni siquiera alzaba los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho
diciendo: –Oh Dios, ten piedad de este pecador. 18,14: Les digo que éste volvió
a casa absuelto y el otro no. Porque quien se alaba será humillado y quien se
humilla será alabado. – Palabra del Señor
El que
cuenta una parábola tiende siempre una especie de trampa a sus interlocutores:
los inclina, sin que se den cuenta, a tomar partido por uno u otro personaje de
la narración. Luego, cuando ya están completamente imbuidos, saca la conclusión
moral.
Leyendo la
parábola de hoy se puede perder el mensaje porque se arriesga a tomar partido
con el personaje equivocado.
Está claro
que no debemos tomar partido con el fariseo hipócrita, antipático, lleno de
orgullo y presunción, que desprecia con arrogancia a los demás y se siente
justo sin serlo realmente. Nuestra simpatía está de lado del publicano el cual,
pobre, ha hecho alguna fechoría, pero tiene un corazón de oro, está arrepentido
y por tanto merece amor y comprensión. Estamos convencidos que esta parábola se
dirige a aquellos que no sienten aversión por el fariseo.
La
parábola no es tan simple como aparece a primera vista.
Contemplemos
primeramente al fariseo que, asumiendo una conducta normal no orgullosa) de un
judío piadoso, reza de pié (cosa que también hace el publicano). Por tanto no
hay ostentación, ninguna hipocresía.
Su
monólogo es una plegaria y cuando se dialoga con Dios, cuando uno abre el
corazón, no se puede mentir, se dice solo lo que se siente. Basta releer con
atención y sin preconceptos los versículos 11-12 y nos damos cuenta
inmediatamente que nos encontramos delante de una persona recta, íntegra,
honesta, que observa fielmente los preceptos de la ley y evita escrupulosamente
el pecado (robos, injusticias, adulterio).
Hace más
de lo que está prescrito.
La ley
establece que hay que ayunar un día al año (Lev 16,29) y el fariseo ayuna dos
veces por semana (martes y jueves) para reparar los pecados de los demás e
implora sobre su pueblo la bendición de Dios. La ley establece que, en el
momento de la cosecha, el campesino debe entregar inmediatamente a los
sacerdotes la décima parte del producto del campo: trigo, mosto, aceite, los
primogénitos de las reses y ovejas (Dt 14,22-27). Se trata de la ofrenda
destinada a beneficiar a los pobres, sostener los gastos del templo y para la
formación de los jóvenes rabinos. Pero los campesinos—y el fariseo lo sabe muy
bien—actúan con astucia y, apenas pueden, no cumplen con esta obligación. Para
compensar el eventual (o, mejor dicho, ¡probable¡) robo, él paga la décima
parte de su propio bolsillo cada vez que adquiere sus productos. En resumen, le
puede decir tranquilamente a Dios: “¡Mi Señor, en el mundo hay muchos malvados,
pero no los tomes en cuenta ya que hay gente como yo que hace de balance a sus
gamberradas!”.
Si
buscamos alguna falta en este hombre, no hay nada para reprocharle. Está orgulloso
de su rectitud, se contrapone a otros hombres y toma distancia de los
pecadores. Esto—es cierto—suscita un cierto fastidio, pero no se trata de algo
grave y, por otro lado, tiene razón en sentirse mejor que los otros. ¡Qué sería
si no fuese por esta clase de gente, honesta, justa, irreprensibles! Deberíamos
perdonarles que sean un poco orgullosos.
Incluso
Pablo—que ataca duramente la teología de los fariseos—dice de ellos: “Doy
testimonio a su favor que sienten fervor por Dios” (Rom 10,2).
En completo
contraste con este primer personaje aparece en escena el segundo, un publicano,
el que captó inmediatamente nuestra simpatía por su humildad.
Éste sí
que la enreda; no es para nada una persona mansa y buena como aparece a primera
vista. Es un ladrón matriculado, un explotador odioso, un chacal.
No quita
dinero a los ricos, sino que desangra a los pobres; impone impuestos muy
grandes a los más miserables de los campesinos, a aquellos que no tienen el pan
para alimentar a sus hijos pequeños. No tiene nada bueno que ofrecer a Dios.
Está abarrotado de pecados.
La ley
dice que para salvarse este tipo de personas deben restituir todo lo que han
robado, más el 20% en intereses y abandonar inmediatamente su profesión infame.
Las condiciones son tan difíciles que los rabinos concuerdan en afirmar que la
salvación para los publicanos es prácticamente imposible.
Ahora que
hemos establecido quienes son los personajes, ¿de parte de quien estamos?
Espero que se haya debilitado la simpatía por el publicano y que haya sido
redimensionada también la aversión contra el fariseo.
Si esta es
nuestra nueva disposición de ánimo, tratemos de explicar la parábola de manera
sensata y lógica.
Jesús
debía haberse expresado más o menos así: el fariseo se mostró muy poco humilde
y no estuvo bien despreciar a los demás, pero por el resto es un modelo a
imitar. A través de sus obras y su rectitud ha meritado la justificación. A él
le espera el derecho al paraíso.
En cuanto
al publicano: su arrepentimiento—por cierto—lo coloca sobre el buen camino,
pero no basta bajar la mirada y hacer un acto de dolor genérico para estar en
armonía con Dios y con los demás. Se necesita algo más: restituir a los pobres
todo lo que ha robado y cumplir las prescripciones de la ley, porque el castigo
de Dios vendrá sobre él y le caerá de manera segura y repentina.
Si estamos
de acuerdo con esta conclusión de la parábola, ya estamos en condición de
recibir la enseñanza de Jesús: “Les digo que este volvió a su casa absuelto y
el otro no”. No podemos estar de acuerdo con esta sentencia. ¿Cómo se puede
condenar al que se portó bien y declarar justo a un pecador? Nuestros criterios
de justicia quedan trastornados. Tratemos de aclararlo.
El
resultado del juicio no se fija en el comportamiento moral de los dos
implicados.
Jesús no
dice que el publicano era bueno y el fariseo dañino y embustero. No dice que
uno era fundamentalmente virtuoso, mientras que el otro era un pecador que
quería apartarse de su culpa. Dice solamente que el publicano “fue justificado”,
esto es, fue hecho justo delante de Dios, mientras que el fariseo regresó a su
casa como había venido, con todas sus innegables obras buenas, pero sin que
Dios tuviera necesidad de declararlo justo. Éste es el punto.
¿Cuál es
el error del fariseo? Se equivoca porque se presenta delante del Señor de
manera descortés: llega al templo llevando consigo un carro de buenas obras
acumuladas con rigorosa penitencia y con la observancia escrupulosa de todos
los mandamientos. Está convencido que esto basta para merecer la justificación.
Es como si le dijera al Señor: ¡Mira qué vida más maravillosa te presento! Di
la verdad: ¡te he sorprendido! ¡No te esperabas tener un adorador tan
fiel—declara que soy “justo”!
Notemos
que el fariseo no le pide a Dios que lo declare justo. Solo quiere que Dios lo
declare, que reconozca—como lo haría un notario intachable—la justicia que él
supo construir con sus propio esfuerzo. No entiende que todas sus buenas obras
y su cosecha, no le confieren ningún derecho a la salvación. Hacer el bien no
amerita absolutamente nada, solo se debe dar gracias al Señor que lo ha guiado
por el camino de la felicidad. No son las obras buenas lo que hacen a uno
justo. Son solo las señales que el Señor nos ha justificado. Las buenas obras
son como el fruto que revelan que el árbol está lleno de frutas. Delante de
Dios el hombre se encuentra siempre con las manos vacías. No puede exhibir nada
suyo, no tiene nada que lo haga digno de la bondad divina.
El que
reacciona como el fariseo no es malo, es ingenuo. Se comporta como el hijo que
piensa que “merece” la herencia del padre porque es una persona ejemplar, no se
droga, no comete ninguna maldad. Si actúa correctamente se está haciendo
solamente el propio bien y debe agradecer al padre que lo ha educado. La
herencia le pertenece al padre y puede ser recibida solamente como donación, no
algo merecido.
El
publicano no es un modelo de vida virtuosa. Es el pobre que solo le puede
ofrecer a Dios su corazón “arrepentido y humillado” que—como dice el Salmo—el
Señor no lo desprecia (Sal 51,19). Es el famélico el que sale colmado de
bienes, mientras que el rico sale con las manos vacías (Lc 1,53). Ellos no
corren el peligro de sentirse aludidos por buenas obras que le confieran el
derecho de reclamarlas, porque no las tienen.
El fariseo
no debe renunciar a su vida irreprensible, sino a la falsa imagen de Dios que
lleva en su cabeza: un administrador que toma nota de las obras buenas y malas
de los hombres, un distribuidor de premios y castigos. De esta imagen deformada
de Dios derivan todas las demás falsedades y lo primero que hace es crear una
barrera divisoria entre los justos y los pecadores. El mismo nombre “fariseo”
significa “separado”.
El que
piensa que es posible acumular méritos delante de Dios acaba inevitablemente
por despreciar a los demás, no quieren saber más nada con los culpables. El que
se siente justo está convencido que puede incluso implicar a Dios en esta
separación, quiere ratificarlo en su propio grupo, en el club de los justos,
quiere convertirlo en un fariseo. Ahí Dios no existe. Si Dios debe elegir… se
queda con los pecadores.
La última
frase: “Quien se alaba será humillado y quien se humilla será alabado” (v. 14)
es una invitación a considerar efímeros los éxitos en este mundo y a cultivar
la esperanza que en la vida futura los valores serán los opuestos. En el
contexto en que fue colocada, la afirmación de Jesús está dirigida a los que se
confían en sus propios méritos, al fariseo que se exalta por sus buenas obras y
las considera un motivo de ventaja delante de Dios. Por tanto, si no quiere
encontrarse con las manos vacías (ser humillado), debe aceptar hacerse pequeño,
pobre con los pobres, deudor con los deudores. Solo cuando llegue a esta
postura estará en condición de obtener los dones del Señor, como le aconteció a
María, la pobre y humilde sierva en la cual el Omnipotente ha obrado maravillas
(Lc 1,48-49).
A esta
altura tienen mucha importancia el primer versículo de la lectura (v. 9) que
aclara a quién se dirige esta parábola.
Los
destinatarios son “algunos que se tenían por justos y despreciaban a los
demás”. No se trata de los fariseos del tiempo de Jesús, sino de los cristianos
de la comunidad de Lucas. Es en éstos que ha penetrado la peligrosa mentalidad
farisaica. La parábola está dirigida a los cristianos de todos los tiempos
porque la idea de que podemos “ameritar” delante de Dios está profundamente
arraigada en nosotros. Nadie está completamente inmune a esta “levadura” que
contamina y corrompe la vida de la comunidad (Mc 8,16).