Pestañas

30º domingo del tiempo ordinario –Año C


El niño pequeño, modelo del cristiano
 P. Fernando Armellini

Introducción
Un día algunas madres presentaban a Jesús sus niños para que los recibiera en sus brazos y los acariciara (Mc 10,13). Los discípulos que juzgaban inconveniente este gesto de demasiada familiaridad las trataban de mal modo y Jesús reacciona: “De los que son como ellos—dice—es el reino de los Dios”. El episodio se encuentra en los tres sinópticos, pero con una ligera y significativa variante. Mientras que Marcos y Mateo hablan de niños, Lucas dice que a Jesús le presentaban niños pequeños (Lc 18,15).

Si estos niños hubieran tenido algún detalle amoroso, podrían de alguna manera, haber “merecido” el amor de sus padres. Los recién nacidos solamente pueden recibir, gratuitamente. Los niños pequeños son puestos por Jesús como modelo de lo que uno debe ser delante de Dios. Están ubicados en las antípodas del fariseo que puede jactarse con orgullo del bien que ha hecho.
No se puede entrar en el reino de Dios—dice Jesús—si uno no se convierte en un niño pequeño, que no se dan cuenta de nada y necesitan que les den siempre de todo para seguir viviendo.
Desde el momento en que uno piensa que puede atribuirse a sí mismo cualquier obra buena, ya no es un niño pequeño y se auto-excluye del reino de Dios. “¿Qué tienes—dice Pablo—que no lo hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?” (1 Cor 4,7).
*Para interiorizar el mensaje, repetiremos:    “Has reservado, Señor, a los pequeños el don del reino de los cielos”.

Primera Lectura: Eclesiástico 35,12-14.16-18
Dios es justo y trata a todos por igual, no favorece a nadie contra el pobre, escucha las súplicas del oprimido, mientras le corren las lágrimas por las mejillas  y el gemido se añade a las lágrimas, sus penas consiguen su favor y su grito alcanza las nubes, el reclamo del pobre atraviesa las nubes y hasta alcanzar a Dios no descansa; no se detiene hasta que Dios lo atiende, y el juez justo le hace justicia. – Palabra de Dios.

La lay es igual para todos, pero no todos pueden tener acceso y pagar a un buen abogado y los jueces no siempre son imparciales.
Dios, que como sabemos, es el que pronunciará el juicio definitivo e inapelable sobre el hombre, ¿se asemeja a los jueces de este mundo?
En el Antiguo Testamento se da esta orden a aquellos que deben administrar justicia en Israel: “No violarás el derecho, no serás parcial ni aceptarás sobornos, que el soborno ciega los ojos de los sabios y falsea la causa del inocente” (Dt 16,19). ¡Muy sabia disposición! Un juez que recibe regalos pone en duda su imparcialidad.
En una sociedad donde es fácil domesticar la sentencia de los procesos con un poco de dinero, podría uno suponer que también Dios, de igual manera que los jueces humanos, podría ser corrupto, que pueda, con algún regalo, quedar socio en los negocios. ¿Cómo?
Tomemos el caso del latifundista que no paga lo debido a sus obreros. Sabe que comete un agravio y que un día deberá dar cuentas al Señor. Entonces, ¿qué hace? Se acerca al templo, da una buena contribución al sacerdote de turno y ofrece un cordero cebado y un toro joven. Está convencido que después de haber hecho esta ofrenda tan generosa, el Señor lo tendrá como amigo, cerrará los ojos sobre la injusticia que comete, no lo castigará, no le mandará ninguna enfermedad, ni granizo para destruir sus cosechas, ni sequías.
El libro del Eclesiástico ataca duramente esta religión falsa: “No pretendas sobornar al Altísimo, porque no lo aceptará, no confíes en sacrificios injustos” (Eclo 35,11). Luego—y haciendo referencia a nuestro texto—explica la razón de su condena: “Porque es un Dios justo y trata a todos por igual” (Eclo 35,12).
Si Dios no comete parcialidad—pensamos—entonces él premia a los buenos y castiga a los malos, sin discriminar entre pobres y ricos. En vez—¡y aquí está la sorpresa!—para Dios el no hacer acepción de personas significa inclinarse por el pobre. ¡Esta es su justicia!
Amistades, parentesco, regalos, amenazas, elevada posición social… nada de esto cuenta delante de Dios. Lo único que lo mueve es la pobreza, la necesidad que pasan las personas: “No favorece a nadie en contra del pobre, escucha las súplicas del oprimido; no desoye los gritos del huérfano o de la viuda cuando repite su queja” (vv. 13-14). “El reclamo del pobre atraviesa las nubes y hasta alcanzar a Dios no descansa; no se detiene hasta que Dios lo atiende” (v. 15).
Cuando se presenta delante de Dios uno que no tiene ningún mérito que exhibir, uno que solo puede contar con su propia miseria, entonces Dios se conmueve y pronuncia siempre una sentencia de salvación.

Salmo 33, 2-3 17-18. 19 y 23
R. Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha.
Bendigo al Señor en todo momento,
su alabanza está siempre en mi boca,
mi alma se gloría en el Señor:
que los humildes lo escuchen y se alegren. R.

El Señor se enfrenta con los malhechores,
para borrar de la tierra su memoria.
Cuando uno grita, el Señor lo escucha
y lo libra de sus angustias. R.
El Señor está cerca de los atribulados,
salva a los abatidos.
El Señor redime a sus siervos,
no será castigado quien se acoge a él. R.

Segunda Lectura: 2 Timoteo 4,6-8.16-18
Querido hermano: En cuanto a mí, ha llegado la hora del sacrificio y el momento de mi partida es inminente. 4,7: He peleado el buen combate, he terminado la carrera, he mantenido la fe. 4,8: Sólo me espera la corona de la justicia, que el Señor como justo juez me entregará aquel día. Y no sólo a mí, sino a cuantos desean su manifestación. 4,16: En mi primera defensa nadie me asistió, todos me abandonaron; espero que Dios no se lo tome en cuenta. 4,17: El Señor, sí, me asistió y me dio fuerzas para que por mi medio se llevase a cabo la proclamación, de modo que la oyera todo el mundo; así, el Señor me arrancó de la boca del león. 4,18: Él me librará de toda mala partida y me salvará en su reino celeste. A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén. – Palabra de Dios
En la Biblia hay muchos discursos de despedida que se ponen en los labios de los grandes personajes. Lo dicen antes de morir: Jacob, José, Josué, y hasta Jesús (Jn 14—17), Pedro (2 Pe 1,12-14) y Pablo (He 20,17-35). El texto de la Carta a Timoteo que leemos hoy pertenece a este género literario.
El apóstol se encuentra ya anciano y exhausto y en una prisión de Roma. Ve aproximarse el día en que deberá dejar este mundo, hace un balance de su vida y vuelve su mirada hacia el futuro.
El tono es conmovedor y las imágenes muy fuertes.
He peleado el buen combate. Se ha comprometido decididamente en los conflictos dramáticos donde se enfrentaban luz y tinieblas, verdad y mentira, justicia y las fuerzas del pecado y la muerte. Escribiendo a los corintios hizo un elenco dramático de lo que tuvo que soportar en esta lucha por la causa justa: “Cinco veces fui azotado por los judíos con los treinta y nueve golpes, tres veces me azotaron con varas, una vez me apedrearon; tres veces naufragué y pasé un día y una noche en altamar. Cuántos viajes con peligros de ríos, peligros de asaltantes. Peligro de parte de mis compatriotas, peligro de parte de los extranjeros, peligros en las ciudades, peligros en descampado, peligros en el mar, peligros por falsos hermanos. Con fatiga y angustia, sin dormir muchas noches, con hambre y con sed, en frecuentes ayunos, con frio y sin ropa” (2 Cor 11,24-27).
He terminado la carrera. Ha hecho la carrera con honores y está seguro que el Señor le dará la corona de premio.
No habla de méritos, acumulados con esfuerzo y fatiga (es un concepto ajeno a su teología), sino de la certeza de haberse confiado a la persona justa, al Señor Jesús que no lo abandonará a él ni a los otros que “desean su manifestación” (v. 8).
Mantuvo sus compromisos. La fe fue para Pablo un duro trabajo, un nuevo nacimiento, pero una vez conquistada, la mantuvo siempre.
Tuvo una vida íntegra y llevó a cabo la misión de apóstol a la que Cristo lo había llamado.
Su mirada se vuelve al futuro: “Ha llegado la hora del sacrificio y el momento de mi partida es inminente” (v. 6). Su fidelidad a Cristo será convalidada por el gesto de amor más grande: la donación de la vida. Su muerte será, como la del Maestro, un sacrificio expiatorio y su sangre “una libación” sobre el altar de la fe.
La imagen de la nave que recoge las velas muestra la inquebrantable convicción de que la muerte no es un hundimiento, sino un cambio de dirección, una playa espléndida.
Unos treinta años después, Clemente, un emigrante cristiano de Roma, hablará sobre Pablo de esta manera: “Después de haber practicado la justicia con todo el mundo y haber alcanzado los extremos confines de occidente, dio testimonio ante las autoridades, y así fue retirado del mundo y permaneció en lugar santo, convirtiéndose en el más grande ejemplo de perseverancia” (1 Cor V,7).

Evangelio: Lucas 18,9-14
En aquel tiempo, por algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, Jesús les contó esta parábola: 18,10: –Dos hombres subieron al templo a orar: uno era fariseo, el otro recaudador de impuestos. 18,11: El fariseo, de pie, oraba así en voz baja: –Oh Dios, te doy gracias porque no soy como el resto de los hombres, ladrones, injustos, adúlteros, o como ese recaudador de impuestos. 18,12: Ayuno dos veces por semana y doy la décima parte de cuanto poseo. 18,13: El recaudador de impuestos, de pie y a distancia, ni siquiera alzaba los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: –Oh Dios, ten piedad de este pecador. 18,14: Les digo que éste volvió a casa absuelto y el otro no. Porque quien se alaba será humillado y quien se humilla será alabado. – Palabra del Señor

El que cuenta una parábola tiende siempre una especie de trampa a sus interlocutores: los inclina, sin que se den cuenta, a tomar partido por uno u otro personaje de la narración. Luego, cuando ya están completamente imbuidos, saca la conclusión moral.
Leyendo la parábola de hoy se puede perder el mensaje porque se arriesga a tomar partido con el personaje equivocado.
Está claro que no debemos tomar partido con el fariseo hipócrita, antipático, lleno de orgullo y presunción, que desprecia con arrogancia a los demás y se siente justo sin serlo realmente. Nuestra simpatía está de lado del publicano el cual, pobre, ha hecho alguna fechoría, pero tiene un corazón de oro, está arrepentido y por tanto merece amor y comprensión. Estamos convencidos que esta parábola se dirige a aquellos que no sienten aversión por el fariseo.

La parábola no es tan simple como aparece a primera vista.
Contemplemos primeramente al fariseo que, asumiendo una conducta normal no orgullosa) de un judío piadoso, reza de pié (cosa que también hace el publicano). Por tanto no hay ostentación, ninguna hipocresía.
Su monólogo es una plegaria y cuando se dialoga con Dios, cuando uno abre el corazón, no se puede mentir, se dice solo lo que se siente. Basta releer con atención y sin preconceptos los versículos 11-12 y nos damos cuenta inmediatamente que nos encontramos delante de una persona recta, íntegra, honesta, que observa fielmente los preceptos de la ley y evita escrupulosamente el pecado (robos, injusticias, adulterio).

Hace más de lo que está prescrito.
La ley establece que hay que ayunar un día al año (Lev 16,29) y el fariseo ayuna dos veces por semana (martes y jueves) para reparar los pecados de los demás e implora sobre su pueblo la bendición de Dios. La ley establece que, en el momento de la cosecha, el campesino debe entregar inmediatamente a los sacerdotes la décima parte del producto del campo: trigo, mosto, aceite, los primogénitos de las reses y ovejas (Dt 14,22-27). Se trata de la ofrenda destinada a beneficiar a los pobres, sostener los gastos del templo y para la formación de los jóvenes rabinos. Pero los campesinos—y el fariseo lo sabe muy bien—actúan con astucia y, apenas pueden, no cumplen con esta obligación. Para compensar el eventual (o, mejor dicho, ¡probable¡) robo, él paga la décima parte de su propio bolsillo cada vez que adquiere sus productos. En resumen, le puede decir tranquilamente a Dios: “¡Mi Señor, en el mundo hay muchos malvados, pero no los tomes en cuenta ya que hay gente como yo que hace de balance a sus gamberradas!”.
Si buscamos alguna falta en este hombre, no hay nada para reprocharle. Está orgulloso de su rectitud, se contrapone a otros hombres y toma distancia de los pecadores. Esto—es cierto—suscita un cierto fastidio, pero no se trata de algo grave y, por otro lado, tiene razón en sentirse mejor que los otros. ¡Qué sería si no fuese por esta clase de gente, honesta, justa, irreprensibles! Deberíamos perdonarles que sean un poco orgullosos.
Incluso Pablo—que ataca duramente la teología de los fariseos—dice de ellos: “Doy testimonio a su favor que sienten fervor por Dios” (Rom 10,2).
En completo contraste con este primer personaje aparece en escena el segundo, un publicano, el que captó inmediatamente nuestra simpatía por su humildad.
Éste sí que la enreda; no es para nada una persona mansa y buena como aparece a primera vista. Es un ladrón matriculado, un explotador odioso, un chacal.
No quita dinero a los ricos, sino que desangra a los pobres; impone impuestos muy grandes a los más miserables de los campesinos, a aquellos que no tienen el pan para alimentar a sus hijos pequeños. No tiene nada bueno que ofrecer a Dios. Está abarrotado de pecados.
La ley dice que para salvarse este tipo de personas deben restituir todo lo que han robado, más el 20% en intereses y abandonar inmediatamente su profesión infame. Las condiciones son tan difíciles que los rabinos concuerdan en afirmar que la salvación para los publicanos es prácticamente imposible.
Ahora que hemos establecido quienes son los personajes, ¿de parte de quien estamos? Espero que se haya debilitado la simpatía por el publicano y que haya sido redimensionada también la aversión contra el fariseo.
Si esta es nuestra nueva disposición de ánimo, tratemos de explicar la parábola de manera sensata y lógica.
Jesús debía haberse expresado más o menos así: el fariseo se mostró muy poco humilde y no estuvo bien despreciar a los demás, pero por el resto es un modelo a imitar. A través de sus obras y su rectitud ha meritado la justificación. A él le espera el derecho al paraíso.
En cuanto al publicano: su arrepentimiento—por cierto—lo coloca sobre el buen camino, pero no basta bajar la mirada y hacer un acto de dolor genérico para estar en armonía con Dios y con los demás. Se necesita algo más: restituir a los pobres todo lo que ha robado y cumplir las prescripciones de la ley, porque el castigo de Dios vendrá sobre él y le caerá de manera segura y repentina.
Si estamos de acuerdo con esta conclusión de la parábola, ya estamos en condición de recibir la enseñanza de Jesús: “Les digo que este volvió a su casa absuelto y el otro no”. No podemos estar de acuerdo con esta sentencia. ¿Cómo se puede condenar al que se portó bien y declarar justo a un pecador? Nuestros criterios de justicia quedan trastornados. Tratemos de aclararlo.
El resultado del juicio no se fija en el comportamiento moral de los dos implicados.
Jesús no dice que el publicano era bueno y el fariseo dañino y embustero. No dice que uno era fundamentalmente virtuoso, mientras que el otro era un pecador que quería apartarse de su culpa. Dice solamente que el publicano “fue justificado”, esto es, fue hecho justo delante de Dios, mientras que el fariseo regresó a su casa como había venido, con todas sus innegables obras buenas, pero sin que Dios tuviera necesidad de declararlo justo. Éste es el punto.
¿Cuál es el error del fariseo? Se equivoca porque se presenta delante del Señor de manera descortés: llega al templo llevando consigo un carro de buenas obras acumuladas con rigorosa penitencia y con la observancia escrupulosa de todos los mandamientos. Está convencido que esto basta para merecer la justificación. Es como si le dijera al Señor: ¡Mira qué vida más maravillosa te presento! Di la verdad: ¡te he sorprendido! ¡No te esperabas tener un adorador tan fiel—declara que soy “justo”!
Notemos que el fariseo no le pide a Dios que lo declare justo. Solo quiere que Dios lo declare, que reconozca—como lo haría un notario intachable—la justicia que él supo construir con sus propio esfuerzo. No entiende que todas sus buenas obras y su cosecha, no le confieren ningún derecho a la salvación. Hacer el bien no amerita absolutamente nada, solo se debe dar gracias al Señor que lo ha guiado por el camino de la felicidad. No son las obras buenas lo que hacen a uno justo. Son solo las señales que el Señor nos ha justificado. Las buenas obras son como el fruto que revelan que el árbol está lleno de frutas. Delante de Dios el hombre se encuentra siempre con las manos vacías. No puede exhibir nada suyo, no tiene nada que lo haga digno de la bondad divina.
El que reacciona como el fariseo no es malo, es ingenuo. Se comporta como el hijo que piensa que “merece” la herencia del padre porque es una persona ejemplar, no se droga, no comete ninguna maldad. Si actúa correctamente se está haciendo solamente el propio bien y debe agradecer al padre que lo ha educado. La herencia le pertenece al padre y puede ser recibida solamente como donación, no algo merecido.
El publicano no es un modelo de vida virtuosa. Es el pobre que solo le puede ofrecer a Dios su corazón “arrepentido y humillado” que—como dice el Salmo—el Señor no lo desprecia (Sal 51,19). Es el famélico el que sale colmado de bienes, mientras que el rico sale con las manos vacías (Lc 1,53). Ellos no corren el peligro de sentirse aludidos por buenas obras que le confieran el derecho de reclamarlas, porque no las tienen.
El fariseo no debe renunciar a su vida irreprensible, sino a la falsa imagen de Dios que lleva en su cabeza: un administrador que toma nota de las obras buenas y malas de los hombres, un distribuidor de premios y castigos. De esta imagen deformada de Dios derivan todas las demás falsedades y lo primero que hace es crear una barrera divisoria entre los justos y los pecadores. El mismo nombre “fariseo” significa “separado”.
El que piensa que es posible acumular méritos delante de Dios acaba inevitablemente por despreciar a los demás, no quieren saber más nada con los culpables. El que se siente justo está convencido que puede incluso implicar a Dios en esta separación, quiere ratificarlo en su propio grupo, en el club de los justos, quiere convertirlo en un fariseo. Ahí Dios no existe. Si Dios debe elegir… se queda con los pecadores.
La última frase: “Quien se alaba será humillado y quien se humilla será alabado” (v. 14) es una invitación a considerar efímeros los éxitos en este mundo y a cultivar la esperanza que en la vida futura los valores serán los opuestos. En el contexto en que fue colocada, la afirmación de Jesús está dirigida a los que se confían en sus propios méritos, al fariseo que se exalta por sus buenas obras y las considera un motivo de ventaja delante de Dios. Por tanto, si no quiere encontrarse con las manos vacías (ser humillado), debe aceptar hacerse pequeño, pobre con los pobres, deudor con los deudores. Solo cuando llegue a esta postura estará en condición de obtener los dones del Señor, como le aconteció a María, la pobre y humilde sierva en la cual el Omnipotente ha obrado maravillas (Lc 1,48-49).
A esta altura tienen mucha importancia el primer versículo de la lectura (v. 9) que aclara a quién se dirige esta parábola.
Los destinatarios son “algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás”. No se trata de los fariseos del tiempo de Jesús, sino de los cristianos de la comunidad de Lucas. Es en éstos que ha penetrado la peligrosa mentalidad farisaica. La parábola está dirigida a los cristianos de todos los tiempos porque la idea de que podemos “ameritar” delante de Dios está profundamente arraigada en nosotros. Nadie está completamente inmune a esta “levadura” que contamina y corrompe la vida de la comunidad (Mc 8,16).