De la sanación a
la fe
P.
Fernando Armellini
Introducción
Podemos
correr el riesgo de reducir el mensaje del Evangelio de hoy a una lección de
buenos modales, recordar de dar las gracias a quienes nos ayudan. El leproso
Samaritano es presentado a veces como un modelo de gratitud y nada más. Interpretado
de esta manera, la escena con la que concluye la historia—un grupo de personas
inexplicablemente descorteses y un Jesús no muy contento—comunica más tristeza
que alegría, mientras que cada página del Evangelio nos habla de alegría. El
tema de este pasaje, por tanto, no es la gratitud.
Jesús se
sorprende: un samaritano, un hereje, un no creyente, posee una visión teológica
que los nueve judíos, hijos de su pueblo, educados en la fe y conocedores de
las escrituras, no tuvieron. En el camino, los diez fueron conscientes de que
Jesús era un sanador. Los guías espirituales de Israel estaban bien enterados.
Dios había visitado a su pueblo y enviado a un profeta a la par de Eliseo.
Hasta aquí, los diez leprosos estaban de acuerdo.
Pero una
nueva luz iluminó únicamente la mente y el corazón del samaritano: comprendió
que Jesús era más que un curandero. Al quedar limpio, el leproso capturó el
mensaje de Dios. Él, el hereje que no creía en los profetas, sorprendentemente
había intuido que Dios había enviado a quien los profetas anunciaron: es
Jesús—“abre los ojos de los ciegos, los sordos oyen, los cojos andan, los
muertos resucitan a la vida y los leprosos quedan limpios” (Lc 7:22).
Es el
primero en comprender verdaderamente que Dios no está lejos de los leprosos; no
los rechaza ni se escapa. Jesús venía a decir a quienes habían
institucionalizado, en nombre de Dios, la marginación de los leprosos: ¡Acaben
con la religión que excluye, juzga y condena las personas impuras! En Jesús, el
Señor se apareció en medio de ellos; Jesús los toca y los sana.
El mensaje
de alegría es el siguiente: los impuros, los herejes, los marginados no están
alejados de Dios, sino que llegan a él y a Cristo en primer lugar y de una
manera más auténtica que los demás.
* Para
interiorizar el mensaje, repetiremos: “Haz, señor, que nuestra comunidad
cristiana no margine a los leprosos, sino que los toque y los sane”.
Primera
Lectura: 2 Reyes 5,14-17
En aquellos días, Naamán bajó al Jordán y se bañó siete veces,
como había ordenado el profeta, y su carne quedó limpia, como la de un niño. 15
Volvió con su comitiva y se presentó al hombre de Dios, diciendo: –Ahora
reconozco que no hay Dios en toda la tierra más que el de Israel. Acepta un
regalo de tu servidor. 16 Eliseo contestó: –¡Por la vida del Señor,
a quien sirvo! No aceptaré nada. Y aunque le insistía, lo rehusó. 17
Naamán dijo: –Entonces que a tu servidor le dejen llevar tierra, la carga de un
par de mulas; porque en adelante tu servidor no ofrecerá holocaustos ni sacrificios
de comunión a otros dioses fuera del Señor. – Palabra de Dios
Estamos en
la segunda mitad del siglo IX A.C. Damasco ha extendido su dominio en las
mayores partes de Siria y Palestina. El personaje más famoso y apreciado en el
reino es Naamán, el comandante en jefe del ejército. Hubiera sido el hombre más
feliz y afortunado sólo si no hubiera sido afectado por la lepra, la terrible
enfermedad tenida como uno de los peores castigos de Dios. Un día una chica de
Israel, capturada durante el ataque, le revela que en su tierra hay un profeta
que hace curaciones extraordinarias. Es Eliseo, el discípulo de Elías.
Naamán va
a verlo. Cuando está a punto de llegar a la casa del hombre de Dios, un siervo
viene a su encuentro y le pide que se lave siete veces en el río Jordán. Naamán
está indignado. Él está esperando que le salga al encuentro Eliseo y haga algún
rito, una invocación a su Dios, una imposición de las manos. Nada de eso.
Eliseo ni siquiera sale a saludarlo. Maldiciendo, está a punto de alejarse
cuando sus siervos se acercan y le dan un consejo elemental: Si el profeta le
hubiera pedido que hiciera algo difícil, seguramente lo habría hecho. ¿Por qué
no sigue una simple orden?
Nuestra
lectura se inserta en este momento de la historia. Naamán baja al río Jordán,
se lava siete veces y su carne se convierte como la de un niño; queda
completamente sano (v. 14). Regresa para agradecer a Eliseo con un regalo, pero
Eliseo se niega a aceptarlo: no quiere que pueda surgir algún malentendido. La
curación no debe ser atribuida a él, sino al Señor. Naamán entiende y exclama:
“Ahora reconozco que no hay Dios en toda la tierra, más que el de Israel” (v.
15). Como Eliseo no aceptó ningún regalo, Naamán dijo: “Entonces, que a tu
servidor le dejen llevar tierra…” (v. 17) para construir un altar a Yahvé.
Naamán se
curó no sólo de la lepra corporal sino también del alma. Del paganismo pasa a
la fe en el único Dios. Recibió dos curaciones gratuitamente: son un regalo de
Dios.
La lectura
termina aquí, pero la historia no termina y creo que vale la pena recordar cómo
concluye el diálogo entre Eliseo y Naamán. Este hombre—como hemos visto—ha
decidido adorar al Señor pero está solo al comienzo de su aventura en la fe.
Inmediatamente se da cuenta que hay dificultades. Un problema moral lo perturba
y no le deja la conciencia tranquila y quiere compartir su problema con Eliseo
a quien ya considera su guía espiritual. Escuchemos su confesión conmovedora.
En mi país—dice—tengo la tarea de acompañar al rey durante ceremonias paganas
en el templo de Rimón. “Y que el Señor me perdone: si al entrar mi señor en el
templo de Rimón para adorarlo se apoya en mi mano, y yo también me postro ante
Rimón, que el Señor me perdone ese gesto” (v. 18). Entiende que tiene que hacer
un gesto idólatra… pero ve esta situación como inevitable.
Naamán no
reclama que Eliseo apruebe su acción sino sólo pide comprensión por su
debilidad. Apreciamos la sinceridad con la que Naamán acepta su debilidad pero,
¿qué responderle? ¿Cómo poner de acuerdo la coherencia con los principios
morales y la misericordia hacia el pecador?
La
solución más fácil para Eliseo sería la de recordarle las disposiciones
jurídicas, fríamente, y aplicar las normas y—si esto sucede—amenazar a quien
lleva una vida incoherente. Pero Eliseo, que es un verdadero pastor de almas,
no se comporta de esta manera. Conoce las normas, pero sabe cómo comportarse
frente a una persona que está en una situación difícil y comprometida y que
sería absurdo pretender en Naamán una perfección inmediata. Por eso le dice:
“Vete en paz”. Podemos imaginar estas palabras, dichas con una sonrisa, esa
sonrisa de quien entiende la angustia y el drama espiritual de esta persona.
Salmo
97. 1. 2 3ab. 3cd 4
R. El
Señor revela a las naciones su justicia.
Cantad al Señor un cántico nuevo,
Su diestra le ha dado la victoria,
su santo brazo;
el Señor da a conocer su victoria,
revela a las naciones su justicia:
se acordó de su misericordia y su
fidelidad
en favor
de la casa de Israel. R.
Los confines de la tierra han
contemplado
la victoria de nuestro Dios.
Aclama al Señor, tierra entera,
gritad,
vitoread, tocad. R.
Segunda
Lectura: 2 Timoteo 2,8-13
Querido hermano: Acuérdate de Jesucristo, resucitado de la muerte,
y descendiente de David. Ésta es la Buena Noticia que yo predico 9por
la que sufro y estoy encadenado como malhechor, pero la Palabra de Dios no está
encadenada. 10Yo todo lo sufro por los elegidos de Dios, para que,
por medio de Cristo Jesús, también ellos alcancen la salvación y la gloria
eterna. 11Esta doctrina es digna de fe: Si morimos con él, viviremos
con él; 12si perseveramos, reinaremos con él; si renegamos de él,
renegará de nosotros; 13si le somos infieles, el se mantiene fiel,
porque no puede negarse a sí mismo. – Palabra de Dios
Cuando
Pablo escribe la segunda carta a Timoteo, está en prisión en Roma. Pablo ya
experimentó un primer proceso durante el cual nadie tuvo el coraje de
presentarse a declarar en su favor (2 Tim 4,16). Muchos amigos lo abandonaron o
dieron testimonios contra él (2 Tim 4,9-15). Los paganos lo consideraban un
malhechor y los judíos un traidor. ¡Esta es la suerte que le espera quien se
dedica fielmente a la causa del Evangelio!
¿Qué le
consuela al apóstol en esta difícil situación? La idea de que también Cristo
pasó por los mismos sufrimientos y malos entendidos antes de entrar en la
gloria del padre. Por esto dice a Timoteo y se dice a sí mismo: “Acuérdate de
Cristo Jesús” (v. 8). Para llegar a la salvación es necesario caminar por el
mismo camino. “Si hemos muerto con él, también viviremos con él. Si sufrimos
con él, también reinaremos con él” (vv. 11-12).
Lo que le
pasó a Pablo y a Jesús se repite en la vida de cada auténtico discípulo.
Aquellos que se comprometen a favor de su propia comunidad deben aceptar
también las críticas, los malentendidos y hasta las persecuciones y, pese a las
dificultades, deben cultivar la serenidad y alegría, convencidos de que el
mensaje de amor y de paz que anuncian traerá abundantes frutos. “La palabra de
Dios no está encadenada” (v. 9).
Evangelio:
Lucas 17,11-19
11En aquel tiempo, yendo Jesús de camino hacia Jerusalén, atravesaba
Galilea y Samaria. 12Al entrar en un pueblo, le salieron al
encuentro diez leprosos, que se pararon a cierta distancia 13y
alzando la voz, dijeron: –Jesús, Maestro, ten piedad de nosotros. 14Al
verlos, les dijo: –Vayan a presentarse a los sacerdotes. Mientras iban,
quedaron sanos. 15Uno de ellos, viéndose sano, volvió glorificando a
Dios en voz alta, 16y cayó a los pies de Jesús, rostro en tierra,
dándole gracias. Era samaritano. 17Jesús tomó la palabra y dijo:
–¿No recobraron la salud los diez? 18¿Ninguno volvió a dar gloria a
Dios, sino este extranjero? 19Y le dijo: –Ponte de pié y vete, tu fe
te ha salvado. – Palabra del Señor
Había un
dicho en tiempo de Jesús: “Cuatro categorías de personas son como los muertos:
los pobres, el leproso, los ciegos y los que no tienen hijos”.
Los
leprosos no podían aproximarse a las aldeas y lugares habitados porque eran
considerados impuros, igual que los cementerios. Algunos rabinos decían que si
se encontraban con un leproso le tirarían una piedra y le gritarían: “Vuelve a
tu lugar y no contamines a otras personas”. Todas las enfermedades eran
consideradas un castigo por los pecados pero la lepra era el símbolo del pecado
mismo. Decían que Dios castigaba sobre todo a las personas envidiosas,
arrogantes, a los ladrones, a los asesinos, a los que hacían falsas promesas y
a los incestuosos. La curación de la lepra era considerada como un milagro
comparable a la resurrección de un muerto. Sólo el Señor podía curarla. En
primer lugar, el leproso debía expiar todos los pecados que había cometido. Por
eso los leprosos se sentían rechazados por todos: por la gente y por Dios.
Dadas
estas costumbres y esta mentalidad, uno entiende la razón por la que los diez
leprosos se detuvieron a una distancia y gritaban desde lejos: “Jesús, maestro,
ten piedad de nosotros” (v. 13).
Cabe
destacar que los leprosos no le pedían a Jesús que los sanara, sino que solo
tuviera compasión de ellos y quizás que les diera alguna limosna. Tan pronto
como los ve Jesús les dice: “Vayan y preséntense a los sacerdotes” (v. 14). Los
diez leprosos partieron y a lo largo del camino se encontraron sanos.
Hay algo
especial en este milagro: la curación no ocurre inmediatamente. La lepra
desaparece más tarde, cuando los leprosos van por el camino. Esto es similar al
episodio de la historia en la primera lectura. Naamán se curó después de partir
de Eliseo.
Viéndose
curado, uno de los diez leprosos vuelve, encuentra al Maestro y cae de rodillas
para darle las gracias. Es un samaritano. Jesús se maravillas que sólo un
desconocido, sintió la necesidad de dar gloria a Dios. Lo levanta y le dice:
“Levántate y vete; tu fe te ha salvado”.
Nos damos
cuenta ante todo que la historia no habla de uno, sino diez leprosos. Lucas no
subraya este particular como dato pasajero. El número diez en la Biblia tiene
un valor simbólico: indica la totalidad (las manos tienen diez dedos). Los
leprosos del Evangelio representan por lo tanto, a toda la gente, la humanidad
entera lejos de Dios. Todos nosotros—nos viene a decir Lucas—somos leprosos y
necesitamos encontrar a Jesús. Nadie es puro; todos llevamos en nuestra piel
los signos de muerte que sólo la palabra de Cristo puede curar.
Quien no
es consciente de su condición de ser un pecador termina considerándose a sí
mismo como justo y con la obligación de condenar a otros a la marginación. Dios
no ha creado dos mundos: uno para los buenos y el otro para los malvados, sino
un mundo único en el cual llama a todos sus hijos e hijas a vivir juntos,
siendo todos pecadores salvados por su amor.
El mismo
mensaje está contenido en una segunda paradoja: la lepra pone juntos judíos y
samaritanos, une a las personas que, gozando de buena salud, se desprecian,
odian y luchan entre sí. La conciencia de la común desgracia y sufrimiento hace
amigos y hace entrar en solidaridad.
Y esto es
exactamente lo que sucede en el campo espiritual: Si uno se considera justo y
perfecto, inevitablemente pone barreras y vallas de protección delante de los
“leprosos”. Quien se siente a sí mismo como leproso no se sentirá superior, no
juzgará, no pondrá distancia, no mirará a otros despectivamente sino que estará
en solidaridad con los buenos y con los malos.
Jesús no
tiene miedo de ser considerado un pecador. No es un “fariseo” que se distancia
de los impuros. Al final de la historia del leproso curado, el evangelista
Marcos señala que, después de tocar y curar al leproso Jesús ya no podía entrar
públicamente en la aldea sino que debió quedarse fuera en lugares apartados (Mc
1,45). Jesús sabía que al tocar al leproso quedaba impuro y por eso tuvo que
distanciarse de la sociedad de los puros. Sabiendo esto lo tocó y decidió
compartir la condición de los marginados y excluidos.
La tercera
paradoja tiene que ver con la solidaridad entre las personas: los diez leprosos
no tratan de acercarse a Jesús cada uno por su cuenta. Van juntos en busca de
Jesús. Su oración común es: “Jesús, Maestro, tu que comprendes nuestra condición,
ten piedad de nosotros”.
Esta
oración es una condenación de la invocación seudo-espiritual, individualista,
intimista predicada por los que buscan “la salvación de su alma”. La salvación
puede llegar solamente junto con la de los hermanos. Los grandes personajes de
la Biblia están siempre en solidaridad con su pueblo. Azarías, un joven de vida
ejemplar, reza: “Porque hemos cometido toda clase de pecados, alejándonos de
ti, rebelándonos contra ti, hemos cometido toda clase de pecados, hemos
quebrantado los preceptos de la lay; no hemos puesto por obra lo que nos has
mandado para nuestro bien” (Dan 3,29-30). Moisés se vuelve al señor diciendo:
“Ahora, o perdonas su pecado o me borras de tu registro” (Ex 32,32). Pablo
incluso pronuncia la frase paradójica: “Hasta desearía ser aborrecido de Dios y
separado de Cristo si así pudiera favorecer a mis hermanos, los de mi linaje”
(Rom 9,3).
En el
paraíso no habrá nadie, ni siquiera Dios será feliz, hasta que el último ser
humano se libere de la “lepra” que los separa de Dios y de los hermanos.
La cuarta
paradoja de la narración es una invitación a reflexionar sobre la eficacia
salvífica de la palabra pronunciada por Jesús. Los leprosos lo invocan desde la
distancia (vv. 11-12). No pueden acercarse a él. ¿Será capaz Jesús de oír su
grito desesperado? ¿Hará algo en su favor o la distancia lo bloqueará para
intervenir? Estas son las dudas, los temores acosan no solo a los diez
leprosos, sino también a la comunidad de los cristianos de Lucas. No pueden
acercarse materialmente al Maestro; y también dudan lo cual es otro obstáculo.
Sabemos que cuando Jesús estaba cerca, cuando estaba caminando por los caminos
de Palestina, era posible acercarse a él, tocarlo, hablar con él. Prestó
atención a todos, escuchando a cada solicitud de ayuda y con su palabra, curaba
todas las enfermedades. ¿Pero ahora que ya no es visible en este mundo y está
“muy lejos”: ¿se inclinará para escucharnos? ¿Está aún interesado en nuestra
“lepra”? ¿Será capaz de sanar también “a distancia”?
La
respuesta de Lucas a sus cristianos y también para nosotros es simple: no es la
distancia la que puede impedir que nuestras oraciones lleguen a él. No existen
circunstancias desesperadas en las que, con su palabra, aun pronunciadas “a
distancia” no pueda resolver. La palabra que sana toda clase de “lepra”
continúa siendo anunciada y su eficacia se mantiene intacta. Es suficiente
confiar en él, como ese leproso samaritano a quien Jesús le dice: “Tu fe te ha
salvado” (v. 19).
Los diez
leprosos fueron curados en el camino. ¿Por qué Jesús no los curó
inmediatamente—como siempre lo hace—y luego enviarlos a los sacerdotes para la
verificación según prescribía la ley? ¿Quiere poner a prueba la gratitud de los
leprosos? Un mensaje teológico está ciertamente ligado a este detalle del
episodio. En el Nuevo Testamento, la vida cristiana se compara con un
“Itinerario”, un viaje largo y tedioso. La curación de la “lepra” que hace que
nos sintamos lejos de Dios, rechazados por las hermanos/as y despreciados por
nuestra propia conciencia—según sabemos y lo verificamos cada día—no ocurre de
repente; sucede progresivamente y requiere toda una vida. Jesús nos invita a
caminar este camino con paciencia, serenidad, optimismo y guiado a cada paso
por su palabra. En el camino, aquellos que tienen fe verificarán el prodigio.
Poco a poco verán “su piel cada vez más como la de un niño” como sucedió a
Naamán.
Llegamos
al punto más difícil del relato: ¿Por qué sólo uno regresó para dar gracias?
¿Por qué Jesús se queja del comportamiento de los otros nueve cuando él les
ordenó ir y mostrarse a los sacerdotes? ¿Quiénes desobedecieron? ¿No fue tal
vez el samaritano?
Cabe
suponer que los otros nueve regresaron también más tarde para dar las gracias.
Primero fueron a los sacerdotes para las “formalidades” de verificación de su
salud y para volver a ser admitidos a la vida comunitaria. Luego habrán
regresado a sus familias y seguramente también regresaron a dar las gracias a
Jesús. Esta es la única reconstrucción de los hechos. Pero ¿por qué se lamenta
Jesús?
Aquí no se
trata de acción de gracias; Jesús no está triste porque vio una la falta de
gratitud. Dice Jesús que sólo el samaritano “dio gloria a Dios”, es decir, el
único que comprendió inmediatamente que la salvación de Dios viene a nosotros
por medio de Cristo. Es el único que reconoce no sólo el bien recibido, sino
también al intermediario elegido por Dios para comunicar sus dones. El leproso
samaritano curado deseaba proclamar ante todos su gratitud y su descubrimiento.
Los otros no eran malos, sólo que no estaban inmediatamente conscientes de la
novedad. Siguieron el camino tradicional: pensaban que uno llegaba a Dios a
través de las prácticas religiosas antiguas, a través de los sacerdotes del
templo.
Jesús se
sigue sorprendiendo de que sus compatriotas judíos, aunque suelen leer las
sagradas escrituras y están educados por los profetas, fueron precedidos por un
samaritano en reconocer al Mesías de Dios.
El hecho
de la curación de los diez leprosos es releído por Lucas como una parábola,
como una imagen de lo que sucedió en su tiempo: los herejes, paganos, pecadores
fueron los primeros en reconocer en Jesús el mediador de la salvación de Dios.