Jesús no
pretende subestimar las buenas obras; no desprecia el trabajo de una persona ni
asume una actitud de arrogancia hacia quien se compromete para hacer lo que es
bueno. Más bien intenta liberar a los discípulos de una forma de egoísmo
peligroso para ellos mismos y para los demás: la autorrealización por sí misma,
demasiada preocupación por la salud, la exposición de una conducta impecable.
Jesús quiere purificar los corazones de impulsos de imitación y de rivalidad
espiritual.
Oración: reconocer a Dios en nuestra
historia
Introducción
La Biblia
no dice que Abrahán haya entrado en un santuario para rezar, pero aun así es
considerado no sólo como el padre de los creyentes, sino también el modelo del
hombre que ora. Es necesario creer para orar, para creer uno necesita rezar.
Toda su vida está marcada por la oración; comenzó a seguir a Dios sólo después
de que oyó la palabra del Señor; dio pasos luego de recibir de su Dios una
indicación sobre el camino.
Su
historia está marcada por un constante diálogo con el señor: “El Señor dijo a
Abrán: Vete… Entonces Abrán partió” (Gén 12,1.4). “Abrán recibió en una visión
la Palabra del Señor… Abrán contestó: Señor, ¿de qué me sirven tus dotes si soy
estéril?” (Gen 15,1.2) “El Señor se apareció a Abrahán junto al encinar de
Mambré” (Gen 18,1-3). “Dios puso a prueba a Abrahán… y Abrahán respondió: Aquí
me tienes” (Gén 22,1). Este diálogo ha alimentado la fe de Abrahán; le preparó
para aceptar la voluntad de Dios. Le hizo creer en su amor a pesar de las
apariencias en lo contrario.
Muchos
acontecimientos de nuestra vida son enigmáticos, incomprensibles, ilógicos y
parecen dar la razón a quien duda si Dios está presente en nuestra vida y nos
acompaña en nuestra historia. Es en estos momentos que nuestra fe se pone dura
prueba y naturalmente clamamos y rogamos al Señor: “Escucha nuestra voz,
atiende nuestro lamento”. Dios siempre escucha nuestra voz aunque es difícil
para nosotros percibir su voz. ¡Haz que escuchemos tu voz, Señor! es la invocación
que debemos dirigirle. Abre nuestros corazones, ayúdanos a renunciar a nuestros
deseos, valores, planes y haz que aceptemos los tuyos. Esta es la fe que salva.
* Para
interiorizar el mensaje, repetiremos: “Haz que escuchemos tu voz, Señor”.
Primera
Lectura: Habacuc 1,2-3; 2,2-4
¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio sin que me escuches? ¿Hasta
cuándo gritaré ¡Violencia!, sin que me salves? 1,3: ¿Por qué me haces ver
crímenes, me enseñas injusticias, me pones delante violencias y destrucción y
surgen discordias y se alzan contiendas? 2,2: El Señor me respondió: –Escribe
la visión, grábala en tablillas, de modo que se lea de corrido: 2,3: la visión
tiene un plazo fijado, camina hacia la meta, no fallará; aunque tarde,
espérala, que llegará sin retraso. 2,4: El ánimo soberbio fracasará; pero el
justo, por su fidelidad, vivirá. – Palabra de Dios
Habacuc es
un contemporáneo de Jeremías. Vivían en la misma situación social, política y
religiosa. La iniquidad imperaba en el país. “Tensan las lenguas como arcos,
dominan el país con la mentira y no con la verdad…. El hermano pone
zancadillas… se estafan unos a otros y no dicen la verdad… fraude sobre fraude,
engaño sobre engaño” (Jer 9,2-5). “Del primero al último sólo buscan
enriquecerse, profetas y sacerdotes se dedican al fraude” (Jer 8,10).
El rey es incapaz, ama el lujo, explota a los trabajadores para construir su
palacio, no protege la causa de los pobres y los miserables (Jer 22,13-17). Las
injusticias, los abusos y las desviaciones son vistas por todos—¡esto es
escandaloso! Dios no responde. Parece estar desinteresado por lo que sucede en
la tierra. ¿Por qué no interviene? ¿Por qué no rescata a los oprimidos?
Atento,
sensible, espiritualmente maduro, Jeremías y Habacuc tratan de entender lo que
está pasando y no tienen miedos de abrir una disputa con Dios. Le preguntan por
la razón por su silencio y de permanecer pasivo: “Aunque tú, Señor, tienes
siempre la razón cuando discuto contigo, quiero proponerte un caso: ¿Por qué
prosperan los malvados y viven en paz los traidores?” (Jer 12,1).
La gente
quiere también una explicación y acuden a Habacuc para que consulte al Señor.
Perturbado y confundido, esa misma noche el profeta permanece en oración y
dirige a Dios las preguntas que figuran en la primera parte de la lectura de
hoy: “¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio sin que me escuches? ¿Hasta cuándo
te gritaré: ¡Violencia!, sin que me salves? ¿Por qué me haces ver crímenes, me
enseñas injusticias, me pones delante violencias y destrucción y surgen
discordias y se alzan contiendas?” (Hab 1,2-3).
¡La
oración de Habacuc es magnífica! Tiene el valor de decirle al Señor que no
concuerda con él, que Dios no entiende su tolerancia hacia los malvados; le
recuerda sobre su actitud pasiva y su silencio; se atreve a pedir cuentas de la
manera con que gobierna el mundo y los acontecimientos de la historia.
Después de
haber expuesto sus quejas y las de la gente, el profeta se queda en silencio.
Es el turno de Dios para responder. Es el Señor quien está llamado a justificar
su trabajo. Habacuc espera como los centinelas que escrutan el horizonte lejano
para capturar hasta el más mínimo movimiento. Espera una señal de que preludie
un cambio (Hab 2,1).
La
respuesta del Señor es inmediata y es la segunda parte de la lectura (Hab
2,2-4). Dios ordena a Habacuc: “Escribe la visión, grábala en tablillas, de
modo que se lea de corrido” (v. 2). Esta es la promesa: en poco tiempo no
pasará nada; no habrá ningún cambio inmediato. Un tiempo pasará antes de que
llegue la liberación. “¡Ay del que acumula lo que no le pertenece… y amontona
objetos empeñados… Ay del que mete en casa ganancias injustas” (vv. 6.9).
Es una
respuesta sorprendente: Dios no da ninguna explicación; sólo pide confianza
incondicional. Entiende las quejas del profeta y del pueblo; sabe que no
entienden las razones de su tolerancia. Sin embargo, asegura que lo que hoy
sucede aparecerá un día claramente para todos. Los inicuos—que al parecer prosperan—en
realidad están sentando las bases de su ruina. Delante del justo, delante de
uno que confía en el señor, se abrirán amplios horizontes de vida.
Salmo
94, 1-2. 6-7. 8-9
Venid, aclamemos al Señor,
demos vítores a la Roca que nos salva;
entremos a su presencia dándole
gracias,
vitoreándolo
al son de instrumentos. R.
Entrad, postrémonos por tierra,
bendiciendo al Señor, creador nuestro.
Porque él es nuestro Dios
y nosotros su pueblo,
el rebaño
que él guía. R.
«No endurezcáis el corazón como en
Meribá,
como el día de Masá en el desierto,
cuando vuestros padres me pusieron a
prueba
y me
tentaron, aunque habían visto mis obras.» R.
Segunda
Lectura: 2 Timoteo 1,6-8.13-14
Querido hermano: Te recuerdo que avives el don de Dios que recibiste
por la imposición de mis manos. 7: Porque el Espíritu que Dios nos
ha dado no es un espíritu de cobardía, sino de fortaleza, amor y templanza. 8:
No te avergüences de dar testimonio de Dios, ni de mí, su prisionero; al contrario,
con la fuerza que Dios te da comparte conmigo los sufrimientos que es necesario
padecer por la Buena Noticia. 13 Consérvate fiel a las enseñanzas
que me escuchaste, con la fe y el amor de Cristo Jesús. 14 Y guarda
el precioso depósito con la ayuda del Espíritu Santo que habita en nosotros. –
Palabra de Dios
La segunda
carta a Timoteo se dirige sobre todo a aquellos que, en la comunidad cristiana,
tienen el ministerio de liderazgo. El pasaje comienza con una invitación a
Timoteo: “Te recuerdo que avives el don de Dios que recibiste por la imposición
de mis manos” (v. 6).
El
ministerio al cual fue llamado: dar testimonio de la verdad—requiere fuerza y
coraje. Timoteo, lamentablemente, es tímido y reservado, tanto así que Pablo
recomendó un día a los Corintios que le hagan sentir a gusto (1 Cor 16,10); por
esta razón le recuerda que el Espíritu es la fuente de fortaleza, amor y
templanza, no de timidez (vv. 7-8).
En la
segunda parte de la lectura (vv. 13-14) el apóstol recomienda dos veces a
Timoteo—e indirectamente a todos los ministros de la comunidad—a preservar
íntegramente el depósito de la fe.
Al final
del siglo primero existían falsos maestros que difundían doctrinas erróneas,
extrañas y fantásticas, y comienzan a infiltrarse en las comunidades cristianas.
La adhesión a dicha interpretación errónea del Evangelio trae a graves
desviaciones teológicas y morales. Los líderes de la comunidad tienen que estar
alertas para proteger a los fieles particularmente expuestos y tentados a
adherirse a esta herejía que se avecina.
La
recomendación de permanecer fiel a los principios de la fe no debe confundirse
con inmovilidad espiritual. No es una invitación a cambiar la vida de la
comunidad. La nueva interpretación y el estudio profundizado de la Biblia, las
explicaciones que hacen más comprensible el evangelio a la gente de hoy no son
desviaciones de la fe. Las nuevas formas litúrgicas, los nuevos textos del
catecismo, no son la infidelidad a la tradición. El niño tiene que
desarrollarse, crecer y convertirse en adulto. Sería un acto de violencia
obligarle a permanecer siempre como niño. Así también debe crecer la palabra de
Dios (Hech 12,24) y la fe debe madurar. La fidelidad al evangelio requiere una
continua metamorfosis de la mente y el corazón.
Este cambio
deseado, si es bajo la guía del Espíritu es una expresión y signo de vida.
Evangelio:
Lucas 17,5-10
En aquel tiempo los apóstoles dijeron al Señor: –Auméntanos la fe.
6: El Señor dijo:–Si tuvieran fe como una semilla de mostaza, dirían
a esta morera: Arráncate de raíz y plántate en el mar, y les obedecería. 7:
Supongamos que uno de ustedes tiene un sirviente arando o cuidando los
animales, cuando éste vuelva del campo, ¿le dirá que pase en seguida y se ponga
a la mesa? 8 No le dirá más bien: prepárame de comer, ponte el
delantal y sírveme mientras como y bebo, después comerás y beberás tú. 9
¿Tendrá aquel señor que agradecer al sirviente que haya hecho lo mandado? 10
Así también ustedes: cuando hayan hecho todo lo mandado, digan: Somos simples
sirvientes, solamente hemos cumplido nuestro deber. – Palabra del Señor
El pasaje
del evangelio que nos propone este domingo es difícil. La primera parte donde
habla de la fe (vv. 5-6) y la segunda, que habla de una desconcertante parábola
(vv. 7-9) son bastante enigmáticas y plantean muchas preguntas. Lo mismo se
puede decir del último versículo (v. 10) en el que incluso los más fieles
discípulos son llamados “siervos inútiles”.
Empezamos
con los prodigios que la fe, incluso tan pequeña como un grano de mostaza, es
capaz de producir. Este dicho de Jesús es introducido por una petición de los
discípulos: “Auméntanos nuestra fe”.
¿Es
posible que la fe crezca? Algunos dicen: o crees o no crees. Una cosa o la
otra. En este caso no se trata de más o menos. Esto sería cierto si la fe se
redujese a la aprobación dada a un grupo de verdades.
En
realidad, el creer no concierne sólo a la mente: implica una elección concreta,
implica una confianza completa e incondicional en Cristo y adhesión convencida
a su plan de vida. Por eso es fácil darse cuenta de que la fe puede crecer o
disminuir. El camino del seguimiento del Maestro es a veces más rápido, otras
menos, a veces uno se cansa, frena y se detiene.
La
experiencia de una fe incierta y vacilante sucede todos los días: creemos en
Jesús, pero no confiamos en él totalmente; no tenemos el coraje para llevar a
cabo ciertos cosas, abandonar ciertos hábitos, hacer ciertas renuncias. En este
caso tenemos una fe que debe fortalecerse.
La
solicitud de los apóstoles revela la convicción que tienen; se han dado cuenta
que la madurez espiritual no es un fruto de su esfuerzo y de su compromiso,
sino que es un regalo de Dios. Por eso le pidieron a Jesús que los haga más
convencidos y generosos en la elección de seguirlo.
Desde el
contexto se intuye también la razón por la que se dirigen a Jesús con esta
petición. Jesús les ha propuesto el difícil camino que les espera: tienen que
entrar por la puerta estrecha (Lc 13,24), dispuestos a “odiar” padre y madre
(Lc 14,26), renunciar a todos sus bienes (Lc 14:33) y— como está escrito en los
versículos inmediatamente anteriores a nuestro texto—deben ser capaces de
perdonar sin límites y sin condiciones (Lc 17,5-6). Ante tal panorama es
comprensible que sientan la falta de fuerzas.
La
tentación de cuestionar decisiones hechas y dar un paso atrás es grande.
Probablemente pueden decir lo que muchos ya habían dicho y hecho: “Este
discurso es bien duro ¿quién podrá escucharlo?” (Jn 6,60). Tienen miedo de no
lograrlo y por tanto, les nace espontáneamente dentro la petición de ayuda:
Auméntanos la fe.
En lugar
de escucharlos, Jesús comienza a describir las maravillas que produce la fe.
Emplea una imagen muy extraña y paradójica para nuestra cultura: habla de un
árbol—no se sabe bien si es una mora o un sicómoro—que podría ser
milagrosamente desarraigado de la tierra. Jesús dice que la fe es capaz de
realizar también lo imposible: desarraigar a un sicómoro o dejar crecer una
mora en el mar.
Mateo y
Marcos no hablan de un árbol sino de una montaña que puede ser movida con fe
(Mt 17,29; Mc 11,23). Debió ser una imagen muy familiar y proverbial utilizada
por Pablo (1 Cor 13,2). Sin embargo, el mensaje es el mismo y se puede resumir
con las palabras pronunciadas por Jesús en otro contexto: “Todo es posible para
quien cree” (Mc 9,23).
Surge
espontáneamente una pregunta: ¿por qué nadie ha hecho tales milagros? Jesús no
los hizo, tampoco María, ni Abrahán o los grandes santos. No lo han hecho—y no
es difícil de entenderlo—porque Jesús estaba hablando de una manera
hiperbólica.
Los
milagros de los cuales habló Jesús son los cambios esperados en los creen. Son
las transformaciones inexplicables, absolutamente imprevisibles que se verifican
en la sociedad y en el mundo cuando realmente confiamos en la palabra del
Evangelio y la ponemos en práctica.
Algunos
ejemplos pueden darnos luz: ante el odio, rencores y prejuicios que
caracterizan las relaciones entre los pueblos, ¿quién no ha pensado que es algo
inevitable? ¿Quién no ha pensado que determinados conflictos familiares son
irreconciliables? ¿Quién no ha estado convencido, al menos una vez, que las
raíces de la enemistad son tan profundas que no cabría solución posible?
Para quien
cree—dice Jesús—no existen situaciones irremediables. Los que confían en su
palabra presenciarán milagros extraordinarios e inesperados; verán cumplido los
cambios prodigiosos anunciados por los profetas: el desierto florecerá (Is
32,15) y convertirá su desierto en un edén (Is 51,3).
Esta
afirmación es seguida por una parábola (vv. 7-9) que nos deja un poco amargados
y desilusionados. No es fácil entender por qué Jesús habló de esta manera.
Cuenta de
un esclavo que, después del duro trabajo del día, regresa a casa muy cansado y
con la cara quemada por el sol. El maestro, en lugar de felicitarlo por el
servicio hecho invitándolo a sentarse y comer un pedazo de pan, le habla con
dureza: “Prepárame de comer, ponte el delantal y sírveme mientras como y bebo, después
comerás y beberás tú”.
Puesto que
el maestro representa a Dios y nosotros somos los sirvientes, tenemos algo de
qué preocuparnos: ¿al final de nuestra vida seremos realmente recibidos de esta
manera?
La
parábola también sorprende porque algunos domingos atrás, oímos que Jesús habló
de una manera muy diferente: “Bienaventurados aquellos siervos a los cuales el
maestro a su regreso los encontrará despierto; les aseguro que él mismo
recogerá su túnica, los hará sentarse a la mesa y les irá sirviendo” (Lc
12,37). ¡Algo estupendo!
La
comparación utilizada en el pasaje de hoy no corresponde a nuestra sensibilidad
actual; nos irrita. Tenemos que ponerla en el contexto cultural de la época,
cuando el esclavo era considerado propiedad del dueño y no podía reclamar nada.
Jesús no discute esta situación, la toma como un hecho. Un día Jesús
establecerá los principios innovadores en los que se basará la nueva sociedad
propuesta por él.
Tenemos
que recordar lo que se les pidió a los discípulos durante la última cena: “Los
reyes de las naciones paganas gobiernan sobre ellos como señores, y se hacen
llamar benefactores. Ustedes no sean así, al contrario, el más importante entre
ustedes compórtese como si fuera el último y el que manda como el que sirve.
¿Quién es mayor? ¿El que está a la mesa o el que sirve? ¿No lo es, acaso, el
que está a la mesa? Pero yo estoy en medio de ustedes como el que sirve” (Lc
22,25-27).
Jesús no
tiene intención de enfrentar el problema de la esclavitud. Hace uso de un
ejemplo para transmitir su mensaje teológico. Quiere corregir la manera
engañosa cómo los fariseos (de aquella época y hoy) entienden la relación con
Dios.
Los guías
espirituales de aquel momento predicaban la religión de méritos. Decían: al
final de la vida, Dios premiará basado en el rendimiento de cada uno. Por eso
es importante lograr el máximo número posible de buenas obras: oración, ayuno,
limosna, sacrificios, prácticas religiosas y escrupulosa observancia de los
mandamientos y preceptos. Para tener derecho a una recompensa mayor.
Esta
manera de entender la relación con el Señor corresponde perfectamente a nuestra
lógica. Creemos que es correcto pensar en un Dios así, pero no somos
conscientes de que estamos razonando exactamente como los fariseos. El
hombre—que es polvo y ceniza—no podrá reclamar ningún derecho ante Dios, de
quien recibe todo gratuitamente.
Esta
religión de méritos es perjudicial para quien la practica; establece falsos
datos, marcados por un egoísmo sutil entre las personas y deforman la relación
con Dios. No se aprecia realmente a la persona que hace el bien con un
objetivo—no tan oculto—de acumular méritos ante Dios. Esa persona se pone en el
centro de sus propios intereses, ayuda a los hermanos solo para mejorar su
propia vida espiritual.
Jesús
quiere que el discípulo deje de lado cualquier tipo de egoísmo, también el
egoísmo espiritual. Quien ama de manera incondicional y gratuita como el Padre
que está en el cielo entra en el Reino de Dios.
Los
principales problemas provocados por la religión del mérito es reducir a Dios
para que sea como un contador encargado de mantener los libros de cuentas en
orden y firmar con precisión los débitos y los créditos de cada uno. La
parábola quiere destruir esta imagen de Dios.
No nos
gusta; incluso nos irrita porque también está arraigada la idea que al hacer el
bien adquirimos méritos ante Dios. Es demasiado profundo como la raíz del
sicómoro.
El
versículo que concluye la lectura—ya muy difícil—se hace aún más difícil por
algunas traducciones inexactas que hablan de “siervos inútiles”. Es mejor
traducirlo: “Somos simples sirvientes, solamente hemos cumplido nuestro deber”
(v. 10).
No hay que
competir para conseguir el favor y el amor de Dios: hay una abundancia de este
amor para todos.
Jesús
quiere que entiendan que el comportamiento del fariseo que muestra sus propios
méritos es una tontería porque el bien no es el resultado de una persona, sino
que es siempre y completamente un regalo gratuito de Dios. “¿Qué tienes que no
hayas recibido? –dice Pablo– y si lo has recibido, ¿por qué te glorías como si
no lo hubieras recibido? Si lo has recibido, ¿por qué estás orgulloso de ello
como si no lo has recibido?” (1 Cor 4,7).