Pestañas

II Domingo del Tiempo Ordinario, Año A

Dios: aquel que llama
Fernando Armellini

             Introducción
             No hay página de la Escritura en la que no aparezca de un modo u otro el tema de la vocación. “En el principio” Dios llama las criaturas a la existencia (cf. Sab 11,25), llama al hombre a la vida y cuando Adán se aleja de él le pregunta: “Dónde estás?” (Gen 3,9). Llama a un pueblo y lo escoge entre todos los pueblos de la tierra (Dt 10,14-15); llama a Abrahán, Moisés, los profetas y les confía una misión a cumplir, un plan de salvación que llevar a cabo. Llama por nombre también a las estrellas del firmamento y estas responden: “¡Aquí estamos!” y gozan y brillan de alegría para aquel que les ha creado (Bar 3,34-35). Comprender estas vocaciones equivale a descubrir el proyecto que Dios tiene acerca de sus criaturas y acerca de todo hombre. Ninguno y nada es inútil: cada persona, cada ser tiene una función, una tarea que cumplir.
             “De Egipto he llamado a mi hijo”, declara el Señor por boca de Oseas (Os 11,1) y Mateo (Mt 2,15) aplica esta profecía a Jesús. Sí, también él tiene una vocación: regresar de la tierra de esclavitud, recorrer las etapas del éxodo, superar las tentaciones, y alcanzar con todo el pueblo la libertad.
             ¿Y nuestra vocación?
             “Dios nos ha llamado para una vocación santa” (2 Tim 1,9), nos ha llamado “mediante el evangelio que predicamos a compartir la gloria de Cristo Jesús, nuestro Señor” (2 Tes 2,14).
             Los caminos que conducen a esta meta son diferentes para cada uno de nosotros: existe el camino para quien está casado o soltero, está el camino de los sanos y el de los enfermos, de los viudos, de los separados, de los novios. Lo que importa es escuchar y descubrir dónde Dios quiere conducir a cada uno y caminar de manera que “se muestren dignos de la vocación que han recibido” (Ef 4,1). “Ángel del Señor” es quien se acerca al hermano y lo ayuda a discernir y a seguir el camino trazado para el por Dios.

* Para interiorizar el mensaje, repetiremos: “Ha aparecido la gracia de Dios, portadora de salvación para todos los hombres”.

Primera Lectura: Isaías 49,3.5-6
3El Señor me dijo: “Tú eres mi siervo, de quien estoy orgulloso.” 5Y ahora habla el Señor, que desde el vientre me formó siervo suyo, para que le trajese a Jacob, para que le reuniese a Israel 6tanto me honró el Señor, y mi Dios fue mi fuerza: “Es poco que seas mi siervo y restablezcas las tribus de Jacob y conviertas a los supervivientes de Israel; te hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra.” – Palabra de Dios

             Hemos ya encontrado en la fiesta del Bautismo de Jesús al “siervo del Señor” del cual se habla en la lectura. Hoy es él mismo quien nos narra su vocación.
             Como otros personajes del Antiguo y Nuevo Testamento (Jeremías: Jer 1,5; el Bautista: Lc 1,15; Pablo: Gal 1,15), también él ha sido elegido por Dios desde el seno materno y enviado a cumplir una gran misión.
             Es difícil establecer si el profeta se refiere a un personaje histórico real (¿Jeremías? ¿Moisés?) o si, por “siervo del Señor” se ha de entender la colectividad de Israel. El primer versículo de la lectura de hoy parece favorecer la segunda interpretación (v. 3) , pero todo lo que sigue después parece contradecirla: Israel hubiera sido enviado por el Señor…ha reunir a Israel (v. 5).
             La identificación más coherente y respetuosa con el texto es, probablemente, aquella que lo considera una personificación del “resto fiel de Israel”. Sería por tanto la imagen de las personas piadosas que en medio a un pueblo que se ha alejado de su Dios, han sabido resistir a las lisonjas del paganismo.
             Estamos en Babilonia en el siglo VI a.C. Desde décadas atrás los israelitas se encontraban humillados y entristecidos en tierra extranjera. Han abandonado ya todos los sueños de grandeza y cuando piensan en su pasado glorioso, experimentan solamente disgusto y desconsuelo. “Cántennos un canto de Sion”, piden aquellos que los han deportado (Sal 137,3). ¿Cómo entonar un himno de victoria, coreado por sus padres en la orilla del mar Rojo, ahora que son esclavos y están alejados de su patria?
             En esta situación humanamente sin esperanza, el pequeño resto, el Israel-fiel es llamado por el Señor, que le encomienda una doble tarea: reunir a todos los hijos de su pueblo dispersos entre las naciones y traerlos de nuevo a la tierra de sus padres (v. 5) y convertirse en luz y signo de salvación hasta los confines de la tierra (v. 6).
             La elección de este Siervo es contraria a toda lógica humana. La tarea para la que ha sido llamado puede ser llevada a cabo solo por alguien que disponga de dotes y medios excepcionales. Por el contrario, es justamente a través de este siervo débil que el Señor ha decidido manifestar “su gloria” (v. 3). Él lo ama y le da su fuerza (v. 5).
             No sabemos en qué personaje histórico se haya inspirado el profeta cuando dibuja la figura del “Siervo del Señor”. Lo cierto es que los primeros cristianos han visto sus características perfectamente reproducidas en Jesús. Como el “Siervo”, Jesús ha desarrollado su misión comenzando por reunir “las ovejas perdidas de la casa de Israel” (Mt 10,6) y ha querido que su luz resplandezca sobre todo en Galilea: en “país de Zabulón y de Neftalí, el pueblo que habitaba en tinieblas vio una gran luz” (Mt 4,15-16). Después, como la del “Siervo de Israel” (Is 49,4), también la actividad de Jesús a favor de Israel se ha cerrado con un fracaso, con una muerte ignominiosa, pero Dios ha intervenido y ha cambiado en triunfo la aparente derrota. Después de la Pascua, la misión de Cristo se ha extendido –como la del “Siervo”– al mundo entero: “Vayan, pues”, ha ordenado a los discípulos; “y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos… y enséñenles a cumplir todo lo que yo les he encomendado a ustedes. Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin de los tiempos” (Mt 28,19-20).

Segunda Lectura: 1 Corintios 1,1-3
1Pablo, apóstol de Cristo Jesús por decisión de Dios que lo ha llamado, y de Sóstenes, nuestro hermano, 2a la Iglesia de Dios que está en Corinto: a ustedes que Dios santificó en Cristo Jesús. Pues fueron llamados a ser santos con todos aquellos que por todas partes invocan el Nombre de Cristo Jesús, Señor nuestro y de ellos. 3Reciban bendición y paz de Dios Padre y de Cristo Jesús, el Señor. – Palabra de Dios

             La primera Carta a los Corintios –de donde se sacará la segunda lectura de los próximos seis domingos– fue escrita por Pablo para resolver algunos graves problemas surgidos en aquella comunidad: anarquía y desorden durante las celebraciones eucarísticas, desacuerdos y celos, poca claridad sobre algunas cuestiones morales, confusión de ideas respecto a la resurrección de los muertos. Hoy nos viene propuesta la introducción de esta carta. En ella se indican los remitentes, (Pablo y el hermano Sóstenes) y los destinatarios (la Iglesia que reside en Corinto) y viene dirigida a los fieles el augurio de gracia y paz. Tres versículos solamente, pero en los que se acentúan temas teológicos que vale la pena poner de relieve.
             En primer lugar, Pablo se presenta como apóstol por vocación. Apóstol es aquel que es enviado a predicar el evangelio allí donde todavía no ha sido anunciado, es quien siembra la simiente, de la que nace, germina y crece hasta alcanzar su pleno desarrollo, la Comunidad. Mas adelante en la carta, Pablo empleará justamente esta imagen: “yo planté, Apolo regó, pero el que hizo crecer fue Dios” (1 Cor 3,6).
             Antes de entrar en el asunto de los problemas que intenta afrontar (cosa que hará en términos muy severos) siente la necesidad de hacerles recordar y justificar la propia autoridad.
             A diferencia de los rabinos y maestros de su tiempo, no apela a los estudios que ha hecho, ni a la sabiduría, ni a la experiencia que ha acumulado a lo largo de los años. Apela a su vocación, a la llamada personal que ha recibido de Dios.
             He aquí de nuevo el tema de la vocación que habíamos encontrado en la primera lectura; también Pablo ha sido escogido y se le ha confiado una tarea: ser apóstol. Recuerda esta vocación para preparar a los Corintios a acoger sus palabras, exhortaciones, decisiones: no expone doctrinas propias, sino que habla en el nombre de Dios que lo ha enviado.
             Además, Pablo en el v. 1 cita a Sóstenes. ¿Quién es éste? Los Hechos de los Apóstoles mencionan un cierto Sóstenes, jefe de la Sinagoga de Corinto; este junto a otros judíos, un día han arrastrado Pablo al tribunal para que fuera condenado por blasfemia. Ante el procónsul Galeón, que entre incrédulo y divertido asistía a una discusión de bien poca importancia para él, el debate teológico cada vez más encendido había terminado en pelea. Quien tuvo la peor parte fue justamente Sóstenes quien –no se sabe por qué razón– fue golpeado por sus propios correligionarios (Hch 16,12-17). Si se trata de la misma persona se puede concluir que los golpes recibidos… han servido para hacerle entrar en razón.
             Destinataria de la carta es –como hemos ya hemos indicado– la “Iglesia de Dios que está en Corinto” (v. 2). Es la “Comunidad”, el “grupo de cristianos” de aquella ciudad. Iglesia significa: “gente convocada”, “gente llamada por Dios”. Es de nuevo el tema de la vocación que regresa: si los corintios se han convertido en creyentes es porque Dios los ha “llamado”, los ha “elegido”.
             Los cristianos de Corinto son santos convocados (v. 2). “Santo” significa “separado”, puesto aparte, reservado a Dios. Los corintos son santos porque son diferentes de los paganos. No viven en un gueto, alejados de los otros –esto sería contrario al evangelio que los quiere “sal de la tierra” (Mt 5,13) y “levadura” que hace fermentar la harina (Mt 13,33)– son separados porque llevan una vida guiada por principios diferentes a la de los paganos. Pablo recuerda esta santidad para introducir avisos severos contra comportamientos morales de algunos miembros de aquella comunidad.
             Finalmente es de señalar la insistencia del Apóstol sobre la unidad que debe reinar entre los creyentes de Cristo. Los corintios no pueden olvidar que su comunidad es parte de la iglesia universal. La definición que viene dada de esta iglesia: son todos aquellos que en cualquier lugar invocan el nombre del Señor Jesucristo (v. 2).
             Más adelante se comprenderá (lectura del próximo domingo) la razón de este aviso: está preparando una intervención dura contra las divisiones y los desencuentros que se han manifestado en la comunidad.

Salmo 39, 2 y 4ab. 7-8a. 8b-9. 10
R/. Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad.

Yo esperaba con ansia al Señor;
él se inclinó y escuchó mi grito.
Me puso en la boca un cántico nuevo,
un himno a nuestro Dios. R/.

Tú no quieres sacrificios ni ofrendas,
y, en cambio, me abriste el oído;
no pides holocaustos ni sacrificios expiatorios,
entonces yo digo: «Aquí estoy». R/.

«-Como está escrito en mi libro-
para hacer tu voluntad.
Dios mío, lo quiero, y llevo tu ley en las entrañas». R/.

He proclamado tu justicia
ante la gran asamblea;
no he cerrado los labios, Señor, tú lo sabes. R/.

Evangelio: Juan 1,29-34
29En aquel tiempo, al ver Juan a Jesús que venía hacia él, exclamó: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. 30 Éste es aquel de quien yo dije: Tras de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque existía antes que yo. 31Yo no lo conocía, pero he salido a bautizar con agua, para que sea manifestado a Israel. 32Y Juan dio testimonio diciendo: He contemplado al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma, y se posó sobre él. 33Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: Aquél sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ése es el que ha de bautizar con Espíritu Santo. 34Y yo lo he visto, y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios.” – Palabra del Señor

             Los tres evangelios sinópticos inician el relato de la vida pública de Jesús recordando su bautizo. Juan ignora este episodio y sin embargo dedica un amplio espacio al Bautista. Lo encuadra desde los primeros versículos en una perspectiva original: más que como precursor, lo presenta como “el hombre enviado por Dios a dar testimonio de la luz” (Jn 1,6-8). Su vida y su predicación suscitan interrogantes, expectativas y esperanzas en el pueblo, incluso circula la voz de que él sea el Mesías. Una delegación de sacerdotes y levitas van más allá del Jordán para interrogarlo con el fin de aclarar su identidad y su quehacer. El respondió que no era el Mesías… “yo bautizo con agua, pero entre ustedes hay alguien a quien no conocen, que viene detrás de mí y no soy digno de soltarle la correa de sus sandalias” (Jn 1,19-28).
             Es en este contexto donde se inserta nuestro episodio. Entra en escena el protagonista –Jesús– evocado hace poco por el Bautista en el debate que ha tenido con los enviados de los judíos. Al verlo venir hacia el exclama: “Ahí está el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (v.29).
             Es una afirmación que es –como veremos– densa de significados y evocaciones bíblicas.
             El Bautista muestra haber intuido la identidad, desconocida por muchos todavía, de Jesús. ¿Cómo ha llegado a descubrirla y por qué la define con una imagen tan singular? Nunca en el Antiguo Testamento una persona ha sido llamada “cordero de Dios”. La expresión señala el punto de llegada de su largo y ciertamente fatigoso camino espiritual; ha comenzado de hecho desde la ignorancia más completa: “yo no lo conozco”, repite por dos veces (vv. 31.33).
             Quien quiera alcanzar “la plenitud del conocimiento de Cristo” (Fil 3,8) debe comenzar a tener conciencia de la propia ignorancia. Es extraña –decíamos– la imagen del cordero de Dios. El Bautista tenía a disposición otros términos: pastor, rey, juez severo. Esta última expresión la ha usado también: “viene uno más fuerte que yo…. ya empuña la horquilla para limpiar su cosecha y reunir el trigo en el granero, y quemará la paja en un fuego que no se apaga” (Lc 3,16-17). Pero –en su mentalidad– ninguna resumía su descubrimiento de la identidad de Jesús mejor que aquella de cordero de Dios.
             Educado probablemente entre los monjes esenios de Qumrán, había asimilado la espiritualidad de su pueblo, conocía la historia y estaba familiarizado con las Escrituras. Israelita piadoso, sabía que sus oyentes, al oír citar al cordero, habrían intuido inmediatamente la alusión al cordero pascual cuya sangre puesta sobre los dinteles de las casas en Egipto había librado a sus padres de la masacre del ángel exterminador. El Bautista ha intuido el destino de Jesús: un día sería inmolado como cordero, y su sangre habría quitado a las fuerzas del mal la capacidad de hacer daño; su sacrificio habría liberado al hombre del pecado y de la muerte. Notando que Jesús había sido condenado al mediodía de la vigilia de Pascua (Jn 19,14) el evangelista Juan ha querido señalar ciertamente este mismo simbolismo. Era en realidad la hora en la que en el Templo los sacerdotes comenzaban a inmolar los corderos.
             Hay una segunda alusión en las palabras del Bautista. Quien tiene presente las profecías contenidas en el libro de Isaías –y todo israelita las conocía muy bien– no puede menos de percibir la alusión al fin ignominioso del siervo del Señor del que hemos oído hablar también en la primera lectura de hoy. He aquí como el profeta describe su camino hacia la muerte: “fue llevado cual cordero al matadero, como una oveja que permanece muda cuando la esquilan…ha sido contado entre los pecadores, cuando llevaba sobre sí el pecado de muchos e intercedía por los pecadores” (Is 53,7.12).
             En este texto la imagen del cordero es asociada a la destrucción del pecado.
             Jesús –quería decir el Bautista– tomará sobre sí todas las debilidades, todas las miserias, toda la iniquidad de los hombres y con su mansedumbre y con el don de su vida, las aniquilará. No eliminará el mal concediendo una especie de amnistía, una sanación, un perdón; lo vencerá introduciendo en el mundo un dinamismo nuevo, una fuerza irresistible –su espíritu– que llevará los hombres al bien y a la vida.
             El Bautista tiene en mente una tercera resonancia bíblica: el cordero se asocia también al sacrificio de Abrahán. Isaac mientras caminaba junto a su padre hacia el monte Moria, pregunta: “he aquí el fuego y la leña, pero ¿dónde está el cordero para el holocausto? Abrahán responde: “Dios mismo proveerá el cordero” (Gen 22,7-8).
             “¡He aquí el cordero de Dios!” –responde ahora el Bautista– es Jesús, dado por Dios al mundo para que sea sacrificado en sustitución del hombre pecador merecedor de castigo.
             También los detalles del relato del Génesis (cf. Gen 22,1-18) son bien conocidos y el Bautista los aplica a Jesús. Como Isaac, él es ahora hijo único, el bien Amado, aquel que lleva la leña dirigiéndose al lugar del sacrificio. A él se adaptan también los detalles añadidos por los rabinos. Isaac –decían estos– se había ofrecido espontáneamente, en vez de huir se había entregado al Padre para ser amarrado sobre el altar. También Jesús ha dado libremente su vida por amor.
             En este punto surge la pregunta si de verdad el Bautista habría tenido presente todas estas alusiones bíblicas cuando por dos veces, dirigiéndose a Jesús, había declarado: “He aquí el cordero de Dios” (Jn 1,29.36).
             Él, quizás no, pero ciertamente los tenía presente el evangelista Juan que quería ofrecer una catequesis a los cristianos de sus comunidades y a nosotros.
             En la segunda parte del pasaje bíblico (vv.32-34) viene presentado el testimonio del Bautista: él reconoce como “hijo de Dios” a aquel sobre el que ha visto descender y posarse el Espíritu. Se refiere a la escena del bautismo narrada por los sinópticos (cf. Mc 1,9-11). Juan introduce sin embargo un detalle significativo: el Espíritu es visto no solo descender sobre Jesús, sino permanecer en él.
             En el Antiguo Testamento se habla a menudo del Espíritu de Dios que toma posesión de los hombres dándoles fuerza, determinación, coraje, hasta hacerlos irresistibles. Se habla que ha bajado sobre los profetas que son habilitados para hablar en nombre de Dios; pero la característica de este Espíritu es ser provisorio: permanece en estas personas privilegiadas hasta que han llevado a término su misión, después las deja y ellas regresan a la normalidad, desaparece su habilidad, inteligencia, sabiduría, fuerza superior. En Jesús por el contrario el Espíritu permanece de modo duradero, estable. La estabilidad en la Biblia es atribuida solo a Dios: solo Él es “el viviente que permanece para siempre” (Dn 6,27); solo su palabra “permanece para siempre” (1 P 1,25).
             A través de Jesús el Espíritu ha entrado en el mundo. Ninguna fuerza adversaria lo podrá jamás expulsar o vencer y desde él será difundido sobre cada persona. Es el bautismo, “en el Espíritu Santo”, anunciado por el Bautista (v. 33). Unidos íntimamente a Cristo como los sarmientos a una vid vigorosa y llena de savia, los creyentes producirán frutos abundantes (cf. Jn 15,5), morarán en Dios y Dios en ellos (cf. 1 Jn 4,16), recibirán la estabilidad del bien que es propia de Dios, porque mientras “el mundo pasa con su codicia quien hace la voluntad de Dios permanece para siempre” (1 Jn 2,17).
             Es este el mensaje de esperanza y alegría que, a través del Bautista, Juan desde la primera página de su Evangelio quiere anunciar a sus discípulos. No obstante, el evidente poder sobrecogedor del mal en el mundo, lo que le espera a la humanidad es la comunión de vida, “con el Padre y con su Hijo Jesucristo”. Estas cosas –dice Juan– las escribo para que “la alegría de ustedes sea perfecta” (1 Jn 1,3-4).