Pestañas

Bautismo del Señor, Año A

 El pasó haciendo el bien
Fernando Armellini


Introducción

Los lugares bíblicos tienen con frecuencia un significado teológico. El mar, el monte, el desierto, la Galilea de las naciones, Samaria, las tierras del otro lado del lago de Genesaret son mucho más que simples indicaciones geográficas (a menudo ni siquiera exactas).

Lucas no especifica el lugar del bautismo de Jesús; Juan, sin embargo, lo especifica: “tuvo lugar en Betania, al otro lado del Jordán, donde Juan estaba bautizando” (Jn 1,28). La tradición ha localizado justamente el episodio en Betábara, el vado por el que también el pueblo de Israel, guiado por Josué, atravesó el río, entrando en la Tierra Prometida. En el gesto de Jesús se hacen presentes el recuerdo explícito del paso de la esclavitud a la libertad y el comienzo de un nuevo éxodo hacia la Tierra Prometida.

Betábara tiene otra particularidad menos evidente pero igualmente significativa: los geólogos aseguran que este es el punto más bajo de la tierra (400 m bajo el nivel del mar).

La elección de comenzar precisamente aquí la vida pública, no puede ser simple casualidad. Jesús, venido de las alturas del cielo para liberar a los hombres, ha descendido hasta el abismo más profundo con el fin de demostrar que quiere la salvación de todos, aun de los más depravados, aun de aquellos a quienes la culpa y el pecado han arrastrado a una vorágine de la que nadie imagina que se pueda salir. Dios no olvida ni abandona a ninguno de sus hijos.

* Para interiorizar el mensaje, repetiremos:
“Ha aparecido la gracia de Dios, portadora de salvación para todos los hombres”.


Primera Lectura: Isaías 42,1-4.6-7

Así habla el Señor: 1Este es mi Servidor, a quien yo sostengo, mi elegido, en quien se complace mi alma. Yo he puesto mi espíritu sobre él para que lleve el derecho a las naciones. 2El no gritará, no levantará la voz ni la hará resonar por las calles. 3No romperá la caña quebrada ni apagará la mecha que arde débilmente. Expondrá el derecho con fidelidad; 4no desfallecerá ni se desalentará hasta implantar el derecho en la tierra, y las costas lejanas esperarán su Ley. 6Yo, el Señor, te llamé en la justicia, te sostuve de la mano, te formé y te destiné a ser la alianza del pueblo, la luz de las naciones,) 7para abrir los ojos de los ciegos, para hacer salir de la prisión a los cautivos y de la cárcel a los que habitan en las tinieblas. – Palabra de Dios

En la segunda parte del libro de Isaías entra en escena un personaje misterioso a quien el autor llama: el “siervo del Señor”. Su historia viene narrada en cuatro relatos (Is 42,1-7; 49,1-6; 50,4-9; 52,13–53,12).

¿Quién es este siervo? ¿Se trata de un individuo concreto o de una figura simbólica que representa a todo el pueblo de Israel? Los estudiosos de la Biblia no han logrado todavía encontrar una respuesta segura, lo cual, por otra parte, no es tan importante. Lo que nos interesa es que en este Siervo del Señor los primeros cristianos han reconocido inmediatamente a Jesús (cf. Hch 8,30-35). ¿Cómo se llegó a esta identificación?

Todo comenzó en aquel dramático Viernes, 7 de Abril del año 30 d.C., día en que Jesús fue ejecutado. Los discípulos, desorientados, se preguntan cómo era posible que la vida de un hombre bueno y justo haya podido terminar en semejante fracaso. Buscan en las Escrituras una solución al enigma y, en el libro de Isaías, encuentran el relato de este Siervo que, después de un proceso inicuo, viene quitado de en medio por aquellas mismas personas a quienes él quería liberar. Y comprenden: Dios no salva concediendo la victoria, el éxito, el dominio, sino mediante la derrota, la humillación por parte de los enemigos, mediante el don de la vida. Aquello que el profeta había dicho del “siervo del Señor” se ha cumplido plenamente en Jesús de Nazaret. La lectura de hoy nos lleva al comienzo del relato de este Siervo.

Viene narrada, en primer lugar, su elección (v.1).
Esta parábola no siempre produce en nosotros resonancias positivas. Habla de preferencia en favor de unos y de rechazo de otros. No nos gusta oír hablar de pueblo “elegido” ni de estirpe “elegida” porque estas expresiones nos traen a la memoria recuerdos dramáticos de la locura provocada por la ilusión de pertenecer precisamente a una “raza elegida”.

La elección de Dios no tiene nada que ver con exclusivismos, particularismos o separatismos. Cuando Dios elige a una persona o a un pueblo, lo hace solamente para confiarle una misión (siempre difícil, onerosa y poco gratificante) y pedirle un servicio en favor de los otros.

Es fácil, por desgracia, para quien ha sido escogido por el Señor, interpretar su elección de acuerdo con criterios y categorías humanas, y de arrogarse por consiguiente derechos, honores y privilegios. El personaje, por el contrario, de quien nos habla hoy la primera lectura viene identificado desde el principio como “siervo”, encargado de llevar a término una empresa comprometida. ¿Quién le dará la fuerza?

El hombre “es carne”, es decir, está revestido de debilidad. Cuando el Señor encomienda a alguien una tarea, le da la capacidad para llevarla a cabo. A su “siervo”, el Señor le da como apoyo su Espíritu, su fuerza irresistible.

Inmediatamente se indica la primera misión confiada a este “siervo elegido”: está destinado a llevar el derecho a las naciones (v. 1), a hacer triunfar en el mundo “la justicia”, la “justicia de Dios” que consiste en su benevolencia, en su salvación.

En los versículos siguientes (vv. 2-5) viene narrado cómo el Siervo llevará a cabo su misión. Se comportará de modo inesperado: no se impondrá por la fuerza, con la presión jurídica, con amenaza de sanciones contra quienes se opongan a sus disposiciones. No gritará, no alzará la voz como hacen los reyes cuando proclaman sus programas o exaltan en las plazas sus gestas. No será intolerante o intransigente con los débiles. No condenará a nadie. Recuperará a quien se ha equivocado en vez de aniquilarlo y destruirlo; reconstruirá con paciencia y respeto todo lo que se estaba arruinando. No existirán para él casos perdidos, situaciones irrecuperables.

Será también tentado por el desaliento ante tarea tan ardua, pero se mantendrá firme y decidido en llevarla a cabo sin arredrarse o amedrentarse ante ningún obstáculo.

Sirviéndose de imágenes, la última parte de la lectura (vv. 6-7) desarrolla la misión del Siervo, de quien dice que será luz para las naciones, abrirá los ojos de los ciegos, liberará a los prisioneros y a los esclavos que caminan en tinieblas.

El relato del Siervo del Señor fue compuesto por un autor anónimo y después insertado en el libro de Isaías alrededor de 500 años antes del nacimiento de Jesús. No sabemos a quién concretamente se refiere el profeta; lo que sí es cierto es que Jesús ha realizado todo cuanto está escrito en el libro de Isaías: Jesús ha sido el Siervo fiel a Dios. En realidad, casi todos los versículos de esta lectura están narrados en los evangelios y aplicados a Jesús (cf. Mt 3,17; 12,18-21; 17,5).


Segunda Lectura: Hechos de los Apóstoles 10,34-38

34Pedro, tomando la palabra, dijo: «Verdaderamente, comprendo que Dios no hace acepción de personas, 35y que, en cualquier nación, todo el que lo teme y practica la justicia es agradable a él. 36El envió su Palabra al pueblo de Israel, anunciándoles la Buena Noticia de la paz por medio de Jesucristo, que es el Señor de todos. 37Ustedes ya saben qué ha ocurrido en toda Judea, comenzando por Galilea, después del bautismo que predicaba Juan: 38cómo Dios ungió a Jesús de Nazaret con el Espíritu Santo, llenándolo de poder. El pasó haciendo el bien y curando a todos los que habían caído en poder del demonio, porque Dios estaba con él.» – Palabra de Dios

La lectura narra una parte del discurso pronunciado por Pedro en la casa de Cornelio de Cesárea. Existía en la iglesia primitiva un problema muy debatido que dividía a la comunidad: ¿Se podía o no admitir al bautismo a los paganos? Pedro, al principio, era más bien reacio, condicionado como estaba por el prejuicio profundamente arraigado en Israel de que los demás pueblos eran inmundos.

Un día, mientras se encontraba rezando en Jaffa, el Señor le reveló que ninguna criatura de Dios es impura y profana. Delante de él, todas son igualmente puras y privilegiadas. Todos los hombres son llamados a la salvación, porque él es el Señor de todos (cf. Rom 10,12).

La expresión Dios no tiene preferencia de personas -usada en este pasaje- viene retomada más veces en el nuevo Testamento (Rom 2,11; Gal 2,6; 1 P 1,17) para denunciar la peligrosa tentación de proyectar en Dios nuestras discriminaciones y para poner en guardia contra la presunción de que el Señor trata de manera diferente a los hombres, en base a la confesión religiosa a la que pertenecen.

El discurso de Pedro continua presentando una breve síntesis de la vida de Jesús (vv. 37-38). Con la expresión “pasó haciendo el bien y sanando a todos los que estaban bajo el poder del diablo”, se resume su misión. Jesús se empeña contra toda forma del mal, contra todo lo que impide la vida del hombre. La tarea a realizar fue difícil y comprometida, pero Jesús logró llevarla a término porque estaba lleno del Espíritu del Señor y porque Dios estaba con él.

Viene indicado también el lugar de la manifestación de la salvación: todo comenzó en Galilea, cuando Juan se puso a bautizar a lo largo del Jordán. Con estas palabras define Pedro, de nuevo, el periodo de la vida de Jesús a que debe referirse la fe del creyente, es decir, su vida pública “desde el bautismo de Juan hasta el día en que Jesús de entre nosotros ha sido elevado al cielo” (Hch 1,22).


Evangelio: Mateo 3,13-17

13“Entonces aparece Jesús, que viene de Galilea al Jordán donde Juan, para ser bautizado por él. Pero Juan trataba de impedírselo diciendo: “Soy yo el que necesita ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí?” 15Jesús le respondió: “Déjame ahora, pues conviene que así cumplamos toda justicia”. Entonces le dejó. 16Bautizado Jesús, salió luego del agua; y en esto se abrieron los cielos y vio al Espíritu de Dios que bajaba en forma de paloma y venía sobre él. 17Y una voz que salía de los cielos decía: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco”. – Palabra del Señor

   En tiempos de Jesús, muchas sectas religiosas practicaban el bautizo. El rito tenía muchos significados, pero sobre todo uno importante: con la inmersión se indicaba la muerte de un individuo (su vida pasada quedaba cancelada, como arrastrada por un torrente) y con la salida del agua tenía lugar el nacimiento de un hombre nuevo a quien se le daba un nombre nuevo.
   Juan realizaba esta ceremonia para acoger a aquellos que querían formar parte de sus discípulos. Bautizaba a quien deseaba cambiar de vida para prepararse a la venida del Mesías, anunciada como inminente. La primera condición para recibir el bautismo era el de reconocerse pecadores; es por esto que los fariseos y saduceos, quienes se consideraban justos y sin pecado, no sentían la necesidad de hacerse bautizar (cf. Lc 7,30).

   Si este era el significado del bautismo de Juan, no se comprende la razón por la que Jesús quiso recibirlo: él no tenía que cambiar de vida, y su gesto podía sugerir la idea de que Juan fuera superior. Para clarificar esta dificultad, muy sentida entre los primeros cristianos, Mateo introduce en el pasaje el dialogo entre el Bautista que rechaza bautizar a alguien superior a él y Jesús, quien insiste para que se cumpla “toda justicia”. Juan debe aceptar y colaborar a la realización del proyecto de salvación de Dios (esta es “la justicia”), aunque la petición presente aspectos misteriosos e incomprensibles (vv. 14-15). Incluso una persona espiritualmente madura como el Bautista encuentra dificultad en aceptar al Mesías de Dios en estas condiciones: queda totalmente sorprendido cuando ve al santo, al justo, junto a aquellos pecadores quienes, según la lógica humana, deberían ser aniquilados.

   Se trata de la nueva y desconcertante “justicia de Dios”. Es la “justicia” de aquel que “quiere que todos los hombres se salven” (1 Tm 2,4). El autor de la Carta a los hebreos expresará esta consoladora verdad en términos conmovedores: Cristo no se avergüenza de llamar “hermanos” a los hombres pecadores (cf. Heb 2,11).

   Es ésta una invitación dirigida también a las comunidades cristianas de hoy para que reconsideren aquellas actitudes que rezuman superioridad, presunción, autocomplacencia por la propia justicia y supriman todo lenguaje que pueda sugerir juicio, condena o marginación contra quienes se han equivocado o continúan a equivocarse.

   Después de esta original introducción, también Mateo como Marcos y Lucas describe la escena siguiente con tres imágenes: la apertura del cielo, la paloma y la voz del cielo. No está recordando hechos prodigiosos de los que haya sido testigo presencial. Emplea imágenes bien conocidas para sus lectores, cuyo significado no es difícil entender incluso para nosotros.

   Comencemos por la apertura del cielo.
   No se trata de una información meteorológica. No es que entre las nubes densas y oscuras de improviso se haya filtrado un rayo luminoso del sol. Si hubiera sido así, Mateo no habría tomado la molestia de narrar detalle tan banal y sin interés alguno para nuestra fe. En realidad, está aludiendo de manera explícita a un texto del Antiguo Testamento, a un pasaje del profeta Isaías que conviene recordar.

En los últimos siglos antes de Cristo, se había extendido en el pueblo de Israel la creencia de que el cielo se había cerrado. Indignado por los pecados e infidelidad de su pueblo, Dios se habría recluido en su mundo, poniendo fin al envío de profetas y rompiendo así todo dialogo con el hombre. Los israelitas fervorosos se preguntaban: ¿Cuándo terminará este silencio que tanto nos angustia? ¿No volverá el Señor a hablarnos, no nos mostrará su rostro sereno como en tiempos antiguos? Lo invocaban así: Señor, tú eres nuestro Padre; nosotros somos la arcilla y tu el alfarero, somos obra de tu mano. No te irrites tanto, Señor, no recuerdes siempre nuestra culpa: mira que somos tu pueblo… “!Ojalá rasgases el cielo y bajases!” (Is 64,7-8; 63,19).

Afirmando que, con el comienzo de la vida pública de Jesús, los cielos se rasgaron, Mateo da a sus lectores la sorprendente noticia: Dios ha escuchado la súplica de su pueblo, ha abierto de par en par el cielo y no lo cerrará ya más. Ha terminado para siempre la enemistad entre el cielo y la tierra. La puerta de la casa del Padre permanecerá eternamente abierta para acoger a cada hijo que desee entrar; nadie será excluido.

La segunda imagen es la de la paloma.
Mateo no dice que una paloma haya descendido del cielo; sería éste otro detalle banal y superfluo. Dice que Jesús vio al Espíritu de Dios descender del cielo “como una paloma y posarse sobre él”.

El Bautista recuerda ciertamente que del cielo no solo descendió el “maná” sino también el “agua” destructora del juicio (Gen 7,12) y el “fuego y azufre” que redujeron Sodoma y Gomorra a ruinas (cf. Gen 19,24). Probablemente se espera la venida del Espíritu como un fuego devorador de los malvados. El Espíritu, sin embargo, baja sobre Jesús y se posa como una paloma: es todo ternura, afecto, bondad. Movido por el Espíritu Jesús, se acercará a los pecadores siempre con la dulzura y la amabilidad de la paloma. La paloma era también el símbolo de la querencia al propio nido. Si el evangelista tiene también en mente esta querencia, entonces quiere decir que el Espíritu busca a Jesús como la paloma busca su nido. Jesús es el templo donde el Espíritu encuentra su morada permanente.

La tercera imagen, la voz del cielo.
Era ésta una expresión usada frecuentemente por los rabinos cuando querían atribuir a Dios una afirmación. En nuestro relato tiene por objetivo definir, en nombre de Dios, la identidad de Jesús.

El pasaje ha sido compuesto después de los acontecimientos de la Pascua para responder a los interrogantes suscitados en los discípulos por la muerte ignominiosa del Maestro. Había aparecido ante sus ojos, derrotado, rechazado y abandonado por el Señor. Sus enemigos, custodios y garantes de la pureza de la fe de Israel lo habían condenado como blasfemo. La inquietante pregunta era: ¿Está quizás Dios de acuerdo con esta sentencia?

A los cristianos de su comunidad Mateo refiere el juicio de Dios con tres textos del Antiguo Testamento.
– Este es mi hijo, en alusión al Salmo 2,7. En la cultura semítica el término hijo no indicaba solamente la generación biológica sino que implicaba también la afirmación de una semejanza. Presentando a Jesús como su hijo, Dios asegura de reconocerse en él, en sus palabras, en sus obras y, sobre todo, en su gesto supremo de amor: el don de la vida. Quien quiere conocer a Padre solo tiene que contemplar a este hijo.

– El predilecto, se refiere al relato de la prueba a que fue sometido Abrahán. Le fue pedido ofrecer a su hijo Isaac, el único, el predilecto (cf. Gn 22,2.12.16). Aplicando a Jesús este título, Dios invita a no considerarlo como a un rey o profeta cualquiera. Él es, como Isaac, el único, el amado.

– Mi elegido, en quien me complazco. Esta expresión es ya conocida porque se encuentra en el primer versículo de la lectura de hoy (Is 42,1). Dios declara que Jesús es el siervo de quien ha hablado el profeta, él es el enviado a “establecer el derecho y la justicia” en el mundo. Ofrecerá su vida para llevar a cumplimiento esta misión.

La voz del cielo declara falso, por tanto, el juicio pronunciado por los hombres y desmiente las expectativas mesiánicas del pueblo de Israel que no podía imaginarse un Mesías humillado, derrotado, ejecutado. Cuando Pedro juró en casa del Sumo Sacerdote no conocer a aquel hombre, en el fondo estaba diciendo la verdad, no podía reconocer en él al Mesías pues no correspondía en absoluto con el salvador esperado. El modo de cumplir Dios sus promesas ha sido una sorpresa para todos, también para Juan el Bautista.

Comentando el evangelio de la Sagrada Familia habíamos dicho que Mateo resalta frecuentemente los rasgos semejantes entre Jesús y Moisés. En el pasaje de hoy encontramos otro rasgo de este paralelismo. Moisés recibió el Espíritu de Dios cuando, junto a todo el pueblo, salió de las aguas del Mar Rojo. Aquella fuerza Divina le permitió guiar a los israelitas a través del desierto hasta la tierra prometida. También Jesús recibió el Espíritu después de haber salido del agua del bautismo; después juntamente a los hombres esclavos del mal, emprendió el camino hacia la libertad.