Pestañas

Solemnidad de la Santísima Trinidad– Año A

¿En que dios crees?

Introducción
No basta con creer en Dios, es importante verificar en qué Dios se cree. Los musulmanes profesan su fe en Alá, el creador del cielo y de la tierra, aquel que gobierna desde lo alto, que ha establecido prescripciones justas y prohibiciones santas y vigila para premiar a quienes las observan y castigar a los transgresores. No conciben que Dios se rebaje al nivel de los hombres y que pueda descender para encontrarse y dialogar con ellos. ¿Es éste el Dios en el que creemos?

En la tribu africana junto a la que he vivido, se invoca a Dios solamente en tiempo de sequía –se cree, de hecho, que la lluvia dependa de él– para otras necesidades se recurre a los ancestros. Ni siquiera se preguntan si Dios se interesa de las enfermedades, de las desgracias, de las cosechas de los campos, de los asuntos de los hombres. ¿Quizás es éste el Dios en el que creemos?
A estos interrogantes, responderemos ciertamente que no, que no creemos en dioses semejantes; pero, hagamos la prueba de preguntarnos: ¿Qué imagen de Dios se oculta detrás de la convicción –todavía muy extendida– de que, en el día del juicio, el Señor valorará con severidad la vida de cada persona? ¿A quién suelen recurrir los cristianos en los momentos difíciles para impetrar favores? Reconozcámoslo: adoramos a un Dios que conserva muchas características de las divinidades paganas, susceptibles, severas, lejanas.
La fiesta de hoy, introducida bastante tarde en el calendario litúrgico (solo hacia el año 1350), ofrece la oportunidad, a través de la reflexión sobre la Palabra de Dios, de purificar la imagen que nos hayamos hecho de Dios y descubrir rasgos nuevos y sorprendentes de su rostro.
Para interiorizar el mensaje, repetiremos: “Muéstrame, Señor, tu verdadero rostro”.

Primera Lectura: Éxodo 34,4b-6.8.9
34,4Moisés labró dos tablas de piedra como las primeras, madrugó y subió al amanecer al monte Sinaí, según la orden del Señor, llevando en la mano dos tablas de piedra. 5El Señor bajó en la nube y se quedó con él allí, y Moisés pronunció el nombre del Señor. 6El Señor pasó ante él proclamando: El Señor, el Señor, el Dios compasivo y clemente, paciente, rico en bondad y lealtad. 8Moisés, al momento, se inclinó y se echó por tierra. 9Y le dijo: Si gozo de tu favor, venga mi Señor con nosotros, aunque seamos un pueblo de cabeza dura; perdona nuestras culpas y pecados y tómanos como tu pueblo. – Palabra de Dios

La Biblia refiere con frecuencia palabras pronunciadas por Dios. Ya desde el principio del libro del Génesis, Dios comienza a hablar, pero es necesario llegar al final del libro de Éxodo para oír de sus labios una amplia presentación de sí mismo. Lo que dice, lo encontramos en la primera lectura de hoy.
Un día Moisés pide a Dios que le muestre su rostro y recibe esta respuesta: “Mi rostro no lo puedes ver, porque nadie puede verlo y quedar con vida” (Gén 33,18-20).
El anhelo de Moisés es la expresión del sueño de todo hombre: conocer los secretos más íntimos y profundos de Dios. Para responder a este deseo, Dios se revela como el Señor clemente y lleno de compasión, paciente, misericordioso y fiel, que mantiene su favor por miles de generaciones (“miles”, indica el texto hebreo original, no “mil” como dicen algunas traducciones), que perdona culpas, delitos y pecados (cf. Ex 34,6-7).
Los pueblos paganos imaginaban a Dios como un soberano potente y terrible, siempre pronto a enfadarse con quienes no le ofrecieran sacrificios o violaran sus leyes, que castigaba con enfermedades o desventuras a los que no eran de su agrado.
El Dios de Israel se revela a Moisés con un rostro completamente nuevo: no es imprevisible y suspicaz, no amenaza, no es el Ser supremo exigente y caprichoso, frente a quien no hay más remedio que temblar y vivir angustiados. Dios mira a los hombres con ternura, comprende sus errores y los ama siempre, también cuando pecan.
Su primera característica es la misericordia. Este término nos deja siempre un poco incómodos, porque instintivamente lo asociamos a la idea del benefactor compasivo que, desde la cima de su inaccesible rectitud, concede benévolamente el perdón, pero deja en quien ha cometido el delito, la sensación de ser un tipo despreciable. El término hebreo empleado aquí hace referencia a las vísceras, indicando por tanto, el sentimiento más íntimo y profundo que se pueda imaginar: el que siente una madre por el hijo que lleva en las entrañas. Expresión sublime de este amor, son las palabras que Dios dirige a Sion que teme ser rechazada a causa de sus pecados: “¿Puede una madre olvidarse de su criatura, dejar de querer al hijo de sus entrañas? Pero, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré” (Is 49,15).
Con un audaz antropomorfismo, el profeta Oseas pone en boca del Señor esta declaración de amor para la esposa Israel que lo ha traicionado: “Me da un vuelco el corazón, se me conmueven las entrañas” (Os 11,8). No hay culpa tan grande que pueda ser mayor que su misericordia. El hombre reacciona pasional e impetuosamente. Dios, en cambio, es lento a la ira, es paciente, tolerante, indulgente; no es impulsivo, no se venga nunca.
Esta característica de Dios ha penetrado profundamente en la espiritualidad hebrea como también en la musulmana. La Biblia hace referencia a ella continuamente. Recordemos la conmovedora invocación del salmista: “Dueño mío, Dios compasivo y piadoso, paciente, todo amor y fidelidad, vuélvete y ten compasión de mi” (Sal 86,15-16).
En el pasaje de hoy (Ex 34,4b-6) se omite el versículo 7. Quien, sin embargo, lee el texto en la Biblia, se encontrará necesariamente con el omitido versículo. Es mejor, pues, citarlo y clarificar su significado.
Dios continúa su revelación declarando que “conserva la misericordia hasta la milésima generación, que perdona culpas, delitos y pecado, aunque no deja impune y castiga la culpa de los padres en los hijos, nietos y biznietos” (Ex 34,7). Se trata de una afirmación desconcertante que parece contradecir lo que ha sido dicho.
Dios no castiga nunca, ni en este mundo ni en el otro: él solamente ama y salva.
Cuando la Biblia habla de sus castigos –y lo hace con frecuencia– emplea un lenguaje perteneciente a una cultura arcaica. Se trata de una metáfora que debe ser inmediatamente traducida en el lenguaje de hoy. Los llamados “castigos de Dios” no son otra cosa, en realidad, que las consecuencias del pecado del hombre.
La palabra pecado viene del latín peccus que indica una persona con el pie defectuoso, que camina mal, sufre esguinces, rotura de ligamentos, equivoca el camino, cae en un barranco. Nadie busca deliberadamente estos problemas. Todos los hombres aspiran a la felicidad y a la alegría, pero algunos se equivocan de objetivo y, sin saber lo que hacen” (cf. Lc 23,34), provocan desgracias, causan tragedias, se dañan a sí mismos y a los otros, y las consecuencias de sus errores afectan, a veces, a generaciones futuras.
Dios no castiga a quien se equivoca, no añade otro mal al que el hombre se ha hecho a sí mismo, sino que interviene para salvar, para poner remedio a los daños causados por el pecado. El nombre con el que Dios ha querido ser llamado, es “Jesús” porque, como explica Mateo, “él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1,21).
El pasaje concluye con la petición de perdón. Israel se ha convertido en idólatra, se ha construido un becerro de oro y se ha alejado de su Dios, pero Moisés pone inmediatamente a prueba la misericordia de Dios: “Aunque seamos un pueblo de cabeza dura, perdona nuestras culpas y pecados y tómanos como tu pueblo” (v. 9).
Moisés da prueba de haber completamente asimilado la revelación del Señor. Dios le responderá entrando inmediatamente en alianza con su pueblo.
El primer mensaje de esta fiesta es, por tanto, una invitación a revisar la imagen de Dios que tenemos en mente: ¿pensamos aún que es el “justiciero” de los pecadores o hemos comprendido que es rico en misericordia? ¿Estamos convencidos de que “por el gran amor que nos tuvo, estando nosotros muertos por nuestros pecados, nos hizo revivir con Cristo”? (Ef 2,4-5).

Salmo Dn 3, 52-56
R/. A ti gloria y alabanza por los siglos.
Bendito eres, Señor, Dios de nuestros padres,
bendito tu nombre santo y glorioso. R/.
Bendito eres en el templo de tu santa gloria.
Bendito eres sobre el trono de tu reino. R/.
Bendito eres tú, que sentado sobre querubines
sondeas los abismos. R/.
Bendito eres en la bóveda del cielo. R/.

Segunda Lectura: 2 Corintios 13,11-13
13,11Por lo demás, hermanos, estén alegres, alcancen la perfección, anímense, vivan en armonía y en paz; y el Dios del amor y la paz estará con ustedes. 12Salúdense mutuamente con el beso santo. Los saludan todos los consagrados. 13La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo esté con todos ustedes. – Palabra de Dios

Esta lectura contiene las últimas frases de la Segunda Carta de Pablo a los Corintios. Son expresiones muy dulces, llenas de ternura, como deberían ser siempre las cartas de aquellos que tienen a su cargo una comunidad. La alegría es la primera señal, la más bella, de la llegada del reino de Dios al corazón del hombre y es fruto del descubrimiento del verdadero rostro de Dios.
La comunidad en la que –como recomienda el Apóstol– los fieles son alegres, tienden a la perfección, se animan mutuamente, cultivan los mismos sentimientos, viven en paz y unidos al Dios del amor (v.11) es la imagen de la vida y de la beatitud de la Trinidad. El beso santo que se dan mutuamente los creyentes (v.12) es la expresión y el signo del amor que une a las personas divinas y que, expandiéndose, envuelve a los discípulos.
Después de estas breves recomendaciones, Pablo saluda a los corintios sirviéndose de la fórmula que nosotros usamos hoy en la liturgia de la misa: “La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo esté con todos ustedes” (2 Cor 13,13). Estas eran, con mucha probabilidad, las palabras con las que los cristianos de la comunidad de Corinto se daban mutuamente la paz y el “beso santo”. Con esta fórmula, Pablo recuerda a los corintios que es el Padre el que ha tomado la iniciativa de salvar a los hombres, destinándolos a una felicidad eterna en su familia; el Hijo es aquel que ha llevado a cumplimiento esta obra de salvación mediante su venida al mundo y su fidelidad hasta la muerte; el Espíritu, el amor que une al Padre y al Hijo, ha sido infundido en el corazón de cada cristiano en el bautismo. Desde el momento en que se recibe este don, se entra a formar parte de la familia de Dios: la Trinidad.
Se comprende así la razón por la que esta fórmula trinitaria era utilizada en el momento de dar y recibir el signo de paz: la unidad de los miembros de la comunidad nace del hecho de pertenecer a la familia de Dios, son hijos del mismo Padre, hermanos del único Hijo y están animados por el mismo Espíritu.

Evangelio: Juan 3,16-18
3,16Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que quien crea en él no muera, sino tenga vida eterna. 17Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por medio de él. 18El que cree en él no es juzgado; el que no cree ya está juzgado, por no creer en el Hijo único de Dios. – Palabra del Señor

Solo tres versículos, pero muy densos, componen el pasaje del Evangelio de hoy. Serían suficientes, sin embargo, para corregir la imagen distorsionada de Dios, presente aún en la mente de tantos cristianos –la del juez severo e inflexible– y abrir de par en par el corazón a la confianza en su amor.
“Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único para que quien crea en él no muera, sino tenga vida eterna” (v. 16). Estos versículos pueden ser considerados como el vértice alcanzado por la revelación bíblica sobre el sentido de la creación, de la vida, del destino del hombre.
Contemplando, sobrecogido de admiración, cómo se desvela el proyecto de Dios, Juan descubre que al origen de todo está su amor gratuito. A diferencia de cuanto se afirma en la primera carta –donde este amor está reservado a la comunidad cristiana (cf. 1 Jn 4,7-12)– aquí, horizontes ilimitados se abren ante el evangelista: el amor de Dios se expande imparable e inconteniblemente, llenando “el mundo” entero. Estamos en las antípodas de la famosa afirmación: “El mundo en que vivimos puede entenderse como el resultado del desorden y del caos; pero si es fruto de una acción deliberada, esta tiene que ser la acción de un diablo”.
Por extraño que pueda parecer, la imagen de Dios que ama al hombre ha costado mucho imponerse en Israel. Se ha tenido que esperar al profeta Oseas (siglo VII a. C) para que aparezca por primera vez. Esta reticencia era debida al hecho de que en las religiones paganas la relación de amor con la divinidad tenia connotaciones equivocadas de carácter sexual.
Juan, que ha visto con sus ojos y tocado con sus manos el Verbo de la vida (cf. 1 Jn 1,1) llega a afirmar: Dios es amor (cf. 1 Jn 4,8), amor que se ha manifestado en el don de su Hijo unigénito al mundo. No lo ha donado solamente en la encarnación, sino también que lo ha entregado en las manos de los hombres en la cruz. Allí, Dios ha mostrado, ya sin ningún velo, su verdadero rostro.
Pablo demuestra haber comprendido este prodigio de amor cuando, escribiendo a los romanos, exclama: “Dios nos demostró su amor en que, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rom 5,8).
Frente a este don ¿Qué se le pide al hombre? Solamente una cosa: que se fie, que se abandone en sus brazos –como hace la esposa con el esposo– que se entregue a Él, inmenso amor, con la certeza de encontrar la vida.
Cuando pensamos en Dios, hecho uno de nosotros en Jesús de Nazaret, cometemos a veces el error de considerar este acontecimiento como episodio pasajero, como un paréntesis triste de su existencia; ha venido a la tierra, ha permanecido en medio de nosotros poco más de treinta años, ha sufrido y muerto en la cruz y, después, ha regresado al cielo, lejos, feliz de haber retomado su condición de antes. No es así, nuestro Dios se ha hecho hombre y permanece para siempre como uno de nosotros, no se ha marchado fuera de nuestro mundo, es y permanecerá para siempre el Emmanuel, el Dios-con-nosotros (cf. Mt 28,20).
Uno de los artículos más sólidos de la fe judía era el concepto de Dios como juez de toda conducta humana. El mismo Mesías era esperado no como quien ayudaría a vencer el pecado, sino como el ejecutor de la justicia divina. Esta convicción se desprende también de muchos textos del Nuevo Testamento: el Bautista anuncia un inminente juicio del que nadie se librará (cf. Mt 3,7-10); Pablo predica “el día del castigo, cuando se pronuncie la justa sentencia de Dios, que pagará a cada uno según sus obras” (Rom 2,5-6); el mismo Jesús emplea a veces la imagen del tribunal: “Nunca los conocí; apártense de mí, ustedes que hacen el mal” (Mt 7,23).
En el evangelio de Juan, ni el Padre ni Jesús aparecen como jueces que condenan, sino solamente como salvadores del hombre: “Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por medio de él” (v.17); “no he venido a juzgar al mundo sino a salvarlo” (Jn 12,47).
Parecen textos contradictorios; en realidad, empleando lenguaje e imágenes diversas, afirman la misma verdad: el juicio de Dios es siempre y solamente salvación. No es una sentencia pronunciada al final de la vida, sino un precioso juicio de valor que el Señor pone delante de todo hombre para que nuestras decisiones estén guiadas por la verdadera sabiduría, no por la sabiduría de este mundo que conduce a la muerte, sino por la de Cristo.
Es desde esta perspectiva desde donde hay que leer e interpretar la tercera y última porción del evangelio de hoy, en la que se pone en evidencia la responsabilidad de cada uno frente al amor de Dios: “El que cree en mí no es juzgado; el que no cree, está ya juzgado, por no creer en el Hijo único de Dios” (v. 18).
El juicio no viene pronunciado por Dios al final de los tiempos, sino que es pronunciado ahora: es el hombre el que, fiándose de Cristo y su palabra, escoge la vida; rechazando su propuesta, decreta, por el contrario, su propia condena.          
Hoy estamos llamados a acoger la alegría que Dios ofrece, pero podemos también cometer la insensatez de retardar o incluso rechazar este abrazo suyo. Dios espera del hombre un “sí” inmediato, porque cada momento trascurrido en el pecado, en rechazo de su amor, es una oportunidad despreciada.
¿Cuál es el criterio, el punto de referencia indicado por Dios para saber juzgar sabia y rectamente sobre las decisiones a tomar en la vida?
Encontramos la respuesta en un grupo de textos que en el evangelio de Juan presentan a Jesús como juez: “He venido a este mundo para un juicio” (Jn 9,39); “El padre no juzga a nadie sino que encomienda al Hijo la tarea de juzgar” (Jn 5,22). Es acerca de su persona, de su propuesta de vida, de los valores predicados por él que el Padre evaluará la existencia de cada hombre y decretará el éxito o el fracaso de la misma.
No se afirma que, al final, Dios rechazará para siempre al que se ha equivocado, al que ha seguido otros criterios, otros juicios. Dios no rechaza a nadie, él “quiere que todos los hombres se salven” (1 Tim 2,4). Lo absurdo de una condena suya es presentado por Pablo con una serie de preguntas retóricas: “Si Dios está de nuestra parte, ¿quién estará en contra? ¿Quién acusará a los que él eligió? Si Dios absuelve ¿quién condenará? ¿Será acaso Cristo Jesús, el que murió y después resucitó y está a la diestra de Dios y suplica por nosotros”? (Rom 5,31-34). La conclusión es evidente: “Ni altura ni hondura, ni criatura alguna nos podrá separar del amor manifestado por Dios en Cristo Jesús” (Rom 8,39).
No obstante, al final de la vida, cuando Dios “probará con fuego la calidad de la obra de cada uno” (1 Cor 3,13), aparecerá clara la conformidad o disconformidad de las acciones de cada hombre con la persona de Cristo. Dios, entonces, acogerá ciertamente a todos en sus brazos, aunque algunos se vean obligados a admitir de haber administrado mal, de haber irremediablemente desperdiciado la oportunidad única que les había sido ofrecida. Las obras de estos tales, amonesta Pablo, “será quemada y ellos castigados, aunque se salvarán como quien escapa del fuego” (1 Cor 3,15).