¡Es muy arriesgado ir a contramano!
Introducción
Antes de
entrar en una calle se debe prestar atención a las señales, es necesario determinar
si, por casualidad, uno ha entrado en dirección prohibida.
Al observar
la dirección en que se mueven los demás, un discípulo de Cristo tiene la
sensación inmediata y aguda de conducir contra el tráfico. Si uno elige los
caminos de la renuncia, del intercambio de bienes, del amor desinteresado, del
perdón sin límites, del cumplimiento de la palabra, ve moverse el tráfico en la
dirección opuesta y se da cuenta de que debe proceder con cautela y prudencia,
el choque es inevitable y él siempre será el perdedor, se considerará fuera de
lugar, al ser acusado de violar las reglas aceptadas por todos.
Para el impío
el justo es “insoportable solo con verlo” (Sab 2,14), “da vergüenza” (Sab
2,12); molesta porque “lleva una vida diferente a la de los demás y va por un
camino aparte” (Sab 2,15).
En tiempos de
persecución, puede surgir en el cristiano también la duda de que uno camina por
la dirección equivocada.
Después de
comprobar si en realidad se está siguiendo las instrucciones del Maestro, no se
debe quedar atrapado por el miedo: esa es la dirección correcta, está
conduciendo con los ojos abiertos y camina en la luz.
* Para
interiorizar el mensaje, repetiremos: “No se nos preguntará si ganamos o
perdimos, sino si hemos luchado por la causa justa”.
Primera
Lectura: Jeremías 20,10-13
Dijo Jeremías: 20,10Oía el cuchicheo de la gente:
Cerco de terror, ¡a denunciarlo, a denunciarlo! Mis amigos espiaban mi traspié:
A ver si se deja seducir, lo venceremos y nos vengaremos de él. 11Pero el Señor está conmigo como valiente soldado, mis perseguidores tropezarán
y no me vencerán; sentirán la confusión de su fracaso, un sonrojo eterno e
inolvidable. 12Señor Todopoderoso, examinador justo que ves las
entrañas y el corazón, que yo vea cómo tomas venganza de ellos, porque a ti
encomendé mi causa. 13Canten al Señor, alaben al Señor, que libró
al pobre del poder de los malvados. – Palabra de Dios
Jeremías vive
en uno de los momentos más dramáticos de la historia de su pueblo. El ejército
de Nabucodonosor ha rodeado Jerusalén, y la va a tomar por asalto y la
saqueará. El rey y los comandantes del ejército han perdido completamente la
cabeza y toman malas decisiones. Los líderes religiosos, en vez de darse cuenta
de que se están acercando a la ruina, bendicen las elecciones de los militares
y incitan a la gente: “Todo va bien, no va a pasar nada malo” (Jer 6,13-14),
mientras que todo va mal y la catástrofe está próxima.
Jeremías
parece la persona menos adecuada para entrar en este conflicto: es un joven
tímido, sensible, amante de la vida tranquila, ajena a la controversia; su
sueño es vivir tranquilo con su familia en Anatot, pero el Señor lo llama a una
misión difícil y peligrosa “en contra de los reyes de Judá, sus príncipes, sus
sacerdotes y el pueblo”. “Ármate de valor –dice– levántate, diles lo que yo te
mando… lucharán contra ti, pero no te vencerán, porque yo estoy contigo para
librarte” (Jer 1,17.19).
Enemigo
jurado de Jeremías es un sacerdote, Pasur, hijo de Imer, director superintendente
del templo. Hace azotar y poner en el calabozo al profeta. Al día siguiente,
liberado de la cárcel, Jeremías se encuentra con él e, irónicamente, le cambia
el nombre, lo llama Magor, lo que significa cerco de terror (Jer 20,1-3).
Pasjur –asegura el profeta– no asustará a nadie, y pronto estará en la
consternación y buscando desesperadamente refugio en algún escondite en la
ciudad, cuando los soldados de Babilonia lo perseguirán. Será capturado y
esclavizado, lo llevarán al exilio, donde morirá junto con los que engañó con
mentiras: prometiendo paz, mientras ellos se avecinaban días de terror.
La lectura de
hoy comienza con las palabras de Jeremías recordando la reacción del público a
sus quejas. Retomando el apodo frente Pasjur –cerco de terror– la gente se
burla del profeta llamándolo, terror para ti, como si fuera a decir: ahora el
aterrorizado eres tú, no Pasjur, todos vemos que te estás muriendo de miedo.
Los enemigos
de Jeremías no se limitan a la burla y el sarcasmo; traman, buscando razones para
hacer un juicio farsa y poder condenarlo. También piensan en lincharlo (v. 10).
Confundidos
entre la multitud que chillan también están sus mejores amigos. El profeta,
ahora solo, ve que su misión falla, se siente rechazado por su pueblo y
abandonado por todos.
Inevitables y
comprensible en este momento son el desánimo, la incertidumbre, la
desesperación e incluso la duda de que su vocación fuera un engaño. Se desfogó
entonces con el Señor, grita todo su dolor, viene incluso a maldecir el día de
su nacimiento (Jer 20,14-18).
Esta oración,
hecha de expresiones audaces, pero sincera, pone de manifiesto en él la certeza
de la fidelidad de Dios. Las decepciones, adversidades, persecuciones han
sacudido, por un momento, su confianza y su esperanza, pero no para sofocarlas
ni extinguirlas. Aquí está, de hecho, para proclamar: “El Señor está conmigo
como valiente soldado” (v. 11). Ahora está seguro: Dios intervendrá, brillará
la verdad y hará triunfar a los que defendían la causa justa.
Los últimos
versos de la lectura (vv. 12-13) contienen una invectiva violenta contra los
enemigos. Las palabras de Jeremías no deben interpretarse como una explosión de
odio, sino como un deseo, justo y humano, para ver el triunfo de su caso,
reconociendo su inocencia y se exponiendo la maldad de los adversarios.
Es difícil
ser profeta, es difícil de decir la verdad, ser el primero en levantar la voz
para denunciar lo que está mal. Más conveniente es esconderse, fingiendo no
ver, dejar que otros hablen. Sin embargo, si se quiere una nueva sociedad, una
iglesia más coherente con el Evangelio y más dócil al Espíritu, si uno aspira a
una nueva vida, se necesitan profetas que, como Jeremías, tengan el valor de
decir lo que el Señor les dice, aun a riesgo de la vida.
Salmo 68
R/. Señor, que me escuche tu gran
bondad.
Por ti he aguantado afrentas,
la vergüenza cubrió mi rostro.
Soy un extraño para mis hermanos,
un extranjero para los hijos de mi madre.
Porque me devora el celo de tu templo,
y las afrentas con que te afrentan
caen sobre mí. R/.
Pero mi oración se dirige a ti,
Señor, el día de tu favor;
que me escuche tu gran bondad,
que tu fidelidad me ayude.
Respóndeme, Señor, con la bondad de tu gracia;
por tu gran compasión, vuélvete hacia
mí. R/.
Miradlo, los humildes, y alegraos;
buscad al Señor, y revivirá vuestro corazón.
Que el Señor escucha a sus pobres,
no desprecia a sus cautivos.
Alábenlo el cielo y la tierra,
las aguas y cuanto bulle en ellas. R/.
Segunda
Lectura: Romanos 5,12-15
Hermanos: Así como por un hombre penetró el pecado en el mundo y
por el pecado la muerte, así también la muerte se extendió a toda la humanidad,
ya que todos pecaron. 5,13Antes de llegar la ley, el pecado ya
estaba en el mundo; pero, como no había ley, el pecado no se tenía en cuenta. 14Con
todo, la muerte reinó desde Adán hasta Moisés, también sobre los que no habían
pecado imitando la desobediencia de Adán –que es figura del que había de
venir–. 15Pero el don no es como el delito. Porque si por el delito
de uno murieron todos, mucho más abundantes se ofrecerán a todos el favor y el
don de Dios, por el favor de un solo hombre, Jesucristo. – Palabra de Dios
En este
difícil pasaje de la Carta a los Romanos, Pablo compara a Adán y Jesús:
contrasta las consecuencias del pecado del primer hombre a la justificación por
Cristo.
Dice que,
desde el principio, los hombres han pecado y no están insertos en el plan de
Dios. Luego, a lo largo de los siglos, han seguido cometiendo errores y
practicando la injusticia, siguiendo el ejemplo de Adán que había desobedecido
y se había alejado de Dios.
Jesús se
comportó de manera opuesta: fue obediente al Padre, hizo su voluntad hasta la
muerte.
La
consecuencia del pecado de Adán fue la muerte. No la muerte biológica –que es
un hecho de la naturaleza–, sino la elección de la “no vida” de cualquier
persona que se niega a seguir el camino trazado por Dios. La gracia obtenida
por la obediencia de Cristo, sin embargo, es muy superior al mal causado por ‘
la locura humana. Gracias a Cristo, Dios ha comunicado su vida a todos.
Evangelio:
Mateo 10,26-33
En aquel tiempo dijo Jesús a sus apóstoles: no tengan miedo a la
gente. No hay nada encubierto que no se descubra, ni escondido que no se
divulgue. 10,27Lo que les digo de noche díganlo en pleno día; lo que
escuchen al oído grítenlo desde los techos. 28No teman a los que
matan el cuerpo y no pueden matar el alma; teman más bien al que puede arrojar
cuerpo y alma en el infierno. 29¿No se venden dos gorriones por unas
monedas? Sin embargo ni uno de ellos cae a tierra sin permiso del Padre de
ustedes. 30En cuanto a ustedes, hasta los pelos de su cabeza están
contados. 31Por tanto, no les tengan miedo, que ustedes valen más
que muchos gorriones. 32Al que me reconozca ante los hombres yo lo
reconoceré ante mi Padre del cielo. 33Pero el que me niegue ante los
hombres, yo también lo negaré ante mi Padre del cielo. – Palabra del Señor
“Nuestro
señor y nuestro dios te pide que hagas lo siguiente …”. Así comienzan los
documentos oficiales expedidos en nombre de Domiciano (81-96 d.C.), el
emperador que erigió estatuas por todas partes en su honor y exigió ser adorado
como un dios. El cónsul Flavio Clemente, su primo, que se convirtió a Cristo, y
que a causa de su fe, no puede adherirse a estas locas solicitudes insanas, es
ejecutado, y su esposa Domitila exiliada en Cerdeña.
El culto al
emperador se difunde principalmente en Asia Menor. En Éfeso se erigió un templo
y una estatua colosal del “dios Domiciano” y las autoridades locales, serviles
al poder, quieren que todos se inclinen y adoren al que el vidente del
Apocalipsis describe como “la bestia” (Ap 13,4.12).
Los
cristianos no pueden conceder honores divinos al rey, y por eso comienzan para
ellos los problemas, los castigos, la discriminación, la confiscación de
bienes. Muchos no soportan estos continuos abusos, y están al límite de la
resistencia y en riesgo de apostasía. ¿Cómo ayudarles a superar este momento
difícil?
Mateo escribe
en este contexto histórico y, para animar a los cristianos de su comunidad,
pone en su Evangelio los dichos del Maestro sobre las dificultades y
persecuciones que los discípulos tendrían que soportar.
Para los
cristianos la persecución no es un contratiempo, es un hecho ineludible. El
autor de la segunda carta a Timoteo (escrito más o menos en el mismo período)
nos recuerda: “Es cierto que todos los que quieran vivir religiosamente, como
cristianos, sufrirán persecuciones” (2 Tim 3,12).
¿Qué recomendaciones hace Jesús a los
discípulos perseguidos?
Comienza a
advertirles sobre el miedo. El miedo tiene una señal positiva: señala los
peligros, evita gestos imprudentes, arriesgados, insensatos; pero, si se escapa
al control, dificulta la acción audaz y las decisiones firmes.
Para aquellos
que han tomado la decisión de seguir a Cristo, el miedo es a menudo el peor
enemigo. Se manifiesta en el temor de perder la propia posición, de ver a
disminuida la estima de sus superiores, de perder amigos, de perder los bienes,
de ser castigado, degradado, para algunos incluso ser asesinados.
El que tiene
miedo ya no es libre. Es normal tener miedo, pero ¡cuidado de ser dominado y
guiado por el miedo!, se termina paralizado.
En el
evangelio de hoy Jesús insiste tres veces: “No tengas miedo!” (vv. 26.28.31.),
Y cada vez se agrega una razón para justificar su recomendación.
El que
anuncia el evangelio tiene miedo, en primer lugar, de que, a causa de la
violencia desatada por los enemigos de Cristo, su misión podría fallar (vv.
26-27).
Jesús le
asegura que, a pesar de las pruebas y dificultades, el evangelio se extenderá y
transformará el mundo. Para aclararlo cita el ejemplo de los rabinos de su
tiempo. Antes de enviar a sus estudiantes a discutir públicamente en las
plazas, se les instruye en secreto. Su sabiduría permanecerá oculta durante
mucho tiempo, pero un día todo el pueblo se vio obligado a reconocer su
sabiduría y su preparación. Lo mismo –asegura Jesús– va a pasar con sus
apóstoles. Ellos probablemente no verán germinar las semillas de luz y de bien
que han sembrado con el trabajo duro y con dolor, pero deben cultivar la gozosa
certeza de que la cosecha crecerá y será abundante. Su trabajo no será en vano;
si fueren condenados a muerte, ninguna fuerza enemiga podrá impedir la
realización del plan de Dios.
Es revelador
lo que le sucedió a Jesús: sus enemigos estaban convencidos de haberlo
silenciado para siempre, de haber puesto una enorme e inamovible piedra sobre
él y su mensaje, pero en Pascua resucitó, igual que la semilla que enterrada en
la tierra, muere, pero para reaparecer centuplicada.
La segunda
razón por la que tiene miedo es a ser maltratado o incluso llevado a la muerte
(v. 28).
Jesús nos
invita a reflexionar: ¿qué daño pueden hacer los enemigos del evangelio?
Insultos, acusaciones injustas, daños, confiscación de bienes, quitar la vida.
Sí, pero nada más. Ninguna violencia es capaz de privar al discípulo del único
bien duradero: la vida que ha recibido de Dios y que nadie le puede quitar. De
esto Pablo estaba profundamente convencido de: “Tengo la certeza que ni
tribulación, angustia, persecución, hambre, desnudez, espada … nada nos podrá
separar del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro” (Rom
8,35-39).
Pero hay algunos
–continua Jesús– que hay que temer, es “el que tiene el poder de destruir el
alma y el cuerpo”. No es un personaje fuera de nosotros, es el mal que, desde
que nacimos, llevamos dentro de nosotros; es la fuerza negativa que sugiere
caminos opuestos a los de Cristo. Por tanto, es necesario ante todo temer al
propio miedo. ¿No tenemos fuerza, a menudo y, por miedo de quedarnos solos,
cultivamos amistades ambiguas o lazos que han llegado a esclavizarnos y nos
impiden vivir? ¿Por miedo no nos hemos comportado cobardemente, hemos mentimos,
nos hemos comprometido con las injusticias? El que tiene miedo no puede lograr
lo que lo llevaría a darse cuenta de realizar su propia vida y por tanto …
“perecerá”.
La tercera
razón por la que la persecución asusta es que a menudo no sólo nos afecta a
nosotros, sino que también afecta a los que nos rodean que pueden ser privados
de la necesaria subsistencia (vv. 29-31).
A esta
objeción Jesús responde recordando la confianza en la providencia del Padre
celestial. No promete a sus discípulos que no les pasará nada, que siempre van
a ser rescatados, de forma prodigiosa, sino que Dios realizará su verdadero
bien de todos modos, si han tenido el coraje de seguir siendo fieles. Hace
referencia al cabello de la cabeza de los cuales sólo Dios sabe el número.
Ninguno de nosotros se escapa de su amor y su cuidado. Se interesa por todas
las criaturas, incluso el más pequeño, ¡cuánto más se preocupará de los que
están luchando por la venida de su reino!
El texto
termina con una promesa: Jesús va a reconocer, ante su Padre, aquellos que lo
han reconocido ante los hombres (vv. 32-33). No habla del juicio final, sino de
lo que sucede hoy en día: reconoce a algunos de sus discípulos que actúan en el
mundo, pero a otros no. Reconoce al que no tiene miedo de anunciar su
Evangelio, aun a costa de la vida; no reconoce por otro lado a los que niegan
delante de los hombres su imagen, a los que no hacen presente en el mundo su
palabra. Jesús dará testimonio ante el Padre de este hecho.
Hoy en día
todavía hay muchos que mueren por causa del Evangelio, y aun donde no hay
derramamiento de sangre, existe persecución y esto es inevitable. Ocurre a
veces abiertamente con insultos, burlas públicas, otras veces sutilmente y
disfrazados a través de la exclusión, la discriminación, la exclusión…
El que con su
vida no molesta a nadie, puede estar seguro: tal vez sin darse cuenta, se ha
adaptado a los principios de este mundo y renunciado al reino de Dios.