P. Fernando Armellini
Lucas 21,25-28.34-36
Introducción
Caerse
de brazos, ceder ante el poder abrumador del pecado que domina en el mundo y en
nosotros es una tentación peligrosa.
Son profetas de mal agüero los que
repiten: “No vale la pena comprometerse, nada va a cambiar”; “no hay nada que
hacer, el mal es demasiado fuerte”; “el hambre, las guerras, la injusticia, el
odio siempre existirán”.
No
hay que escuchar a estos agoreros. Los que, como Pablo, “han asimilado la mente
de Cristo” (1 Cor 2,16), ven la realidad con otros ojos, ven el mundo nuevo que
está emergiendo y con optimismo anuncian a todos: “Ya está brotando, ¿no lo
notan?” (Is 43,19).
En
nuestra vida personal descubrimos fracasos, miserias, debilidades, infidelidad.
No podemos desprendernos de defectos y malos hábitos. Las pasiones
ingobernables nos dominan, nos vemos obligados a adaptarnos a una vida de
compromisos dolorosos e hipocresías humillantes. Los miedos, decepciones,
lamentaciones, experiencias infelices nos quitan la sonrisa. ¿Será posible
recuperar la confianza en nosotros mismos y en los demás? ¿Podrá alguien darnos
serenidad, confianza y paz?
No
hay ninguna situación de esclavitud de la que el Señor no pueda librarnos, no
hay abismo de culpabilidad del que no nos pueda sacar. Él sólo espera que
tomemos conciencia de nuestra condición y recordemos las palabras del salmista:
“Desde lo hondo a ti grito, Señor”.
*
Para interiorizar el mensaje, repetiremos:
Estoy
seguro: el Señor realizará su promesa en mi.
Primera Lectura: Jeremías 33,14-16
Mirad que días vienen-oráculo de Yahveh-
en que confirmaré la buena palabra que dije a la casa de Israel y a la casa de
Judá. En aquellos días y en aquella sazón haré brotar para David un Germen
justo, y practicará el derecho y la justicia en la tierra. En aquellos días
estará a salvo Judá, y Jerusalén vivirá en seguro. Y así se la llamará:
"Yahveh, justicia nuestra."
–
Palabra de Dios
Reconstruir una casa cuando todavía se tiene delante de los ojos los tizones humeantes de la anterior, requiere una fuerza de ánimo fuera de lo común, sobre todo si uno está ya entrado en años y no existe el estímulo de buenas perspectivas de futuro. La desilusión y el desaliento acaban con el entusiasmo y hacen que las dificultades aparezcan insolubles.
Reconstruir una casa cuando todavía se tiene delante de los ojos los tizones humeantes de la anterior, requiere una fuerza de ánimo fuera de lo común, sobre todo si uno está ya entrado en años y no existe el estímulo de buenas perspectivas de futuro. La desilusión y el desaliento acaban con el entusiasmo y hacen que las dificultades aparezcan insolubles.
La
situación de los Israelitas a quienes el profeta dirige las palabras que
encontramos en la lectura de hoy, se puede comparar a quien, desconsolado,
tiene fija la mirada en las ruinas de lo que fue su casa.
Un
grupo que regresa del exilio de Babilonia encuentra la ciudad de Jerusalén en
ruinas. La tierra asolada se ha convertido en un refugio de chacales (cf. Jer
10,22). Miran alrededor y solo ven signos de muerte y de destrucción.
Se
comienza la reconstrucción, pero el trabajo avanza lento y a duras penas. Un
negro presentimiento embarga el corazón de todos, aunque nadie se atreva a
expresarlo: moriremos en la tarea y nos reuniremos con nuestros antepasados
antes de ver la nueva Jerusalén…y se preguntan: ¿Por qué nos habrá caído encima
semejante desastre? ¿Será que Dios nos ha abandonado para siempre? ¿Se ha
olvidado de las promesas hechas a Abrahán, a Isaac, a Jacob, a David?
A
esta gente descorazonada dirige el profeta un mensaje de esperanza: nuestras
infidelidades que nos han llevado a la ruina, no impedirán al Señor de llevar a
cabo sus promesas, porque él es fiel (v. 4). Están cerca los días –dice– en que
de la familia de David surgirá un brote
justo que “hará justicia y derecho”.
Si
el juicio y la justicia de Dios fueran como los nuestros, Israel no podía
esperar otra cosa que una sentencia de culpabilidad. Pero Él no viene nunca
para pronunciar una sentencia, sino para crear la justicia, su justicia, que
consiste en hacer participar a las personas en su proyecto de salvación.
El
cambio de nombre de Jerusalén, indica el éxito completo de su obra. La ciudad
–imagen de todo el pueblo– será llamada Señor nuestra justicia, es decir: el
Señor ha logrado infundir en todos nosotros su justicia (v. 16).
Las
promesas han tardado en realizarse pero Dios las ha mantenido. El brote de la
estirpe de David esperado por los israelitas –hoy lo sabemos– ha sido enviado:
Jesús de Nazaret. Con él se ha iniciado el reino de paz y de justicia. Es
todavía, sin embargo, un árbol pequeño que crece lentamente y que tiene
necesidad de nuestra colaboración y compromiso.
Quien
se desanima, se rinde ante las dificultades, quien se vuelve intolerante
consigo mismo y con los demás, quien pretende obtener transformaciones
radicales e inmediatas, no ha entendido los ritmos de crecimiento del reino de
Dios.
Es
verdadero profeta quien ayuda a discernir los signos del nuevo mundo que surge,
quien infunde optimismo y esperanza, quien hace comprender que el reino del mal
no tiene futuro, quien sabe encontrar, incluso en situaciones desesperadas, un
camino para recuperar y reconstruir una vida que, a los ojos de los hombres,
quizás aparezca ya irremediablemente arruinada.
Salmo 24
R.
A ti, Señor, levanto mi alma
Señor,
enséñame tus caminos,
instrúyeme
en tus sendas,
haz
que camine con lealtad;
El
Señor es bueno y recto,
y
enseña el camino a los pecadores;
hace
caminar a los humildes con rectitud,
enseña
su camino a los humildes.
Las
sendas del Señor son misericordia y lealtad,
para
los que guardan su alianza y sus mandatos.
El
Señor se confía con sus fieles
y
les da a conocer su alianza.
Segunda Lectura: 1 Tesalonicenses
3,12–4,2
En cuanto a vosotros, que el Señor os haga progresar y sobreabundar en
el amor de unos con otros, y en el amor para con todos, como es nuestro amor
para con vosotros. Sabéis, en efecto las instrucciones que os dimos de parte
del Señor Jesús. – Palabra de Dios
La razón por la que este texto fue
elegido como segunda lectura de este primer domingo de Adviento es que habla de
la venida del Señor Jesús con todos sus santos (3,13) y nos dice también cómo
debemos prepararnos para esta venida.
Dirigiéndose
a los cristianos de Tesalónica, Pablo reconoce que son muy buenos, pero pide al
Señor que los haga crecer aún más en el amor mutuo (v. 12). Éste –dice– es el
camino que conduce a la santidad, y es la única forma de esperar vigilantes la
venida del Señor (v. 13).
Las
palabras del Apóstol son también válidas para las comunidades de hoy, que se
preparan para acoger al Señor. Las relaciones mutuas son probablemente ya
bastante buenas, pero siempre se pueden mejorar. Quizás todavía haya algún
malentendido que superar, conflictos que resolver, algo de tensión que
despejar. La búsqueda del buen entendimiento con todos, la práctica del amor
mutuo –que Pablo recomienda a los Tesalonicenses– no puede substituirse por
ninguna práctica devocional (por buena que sea) con la que intentemos
prepararnos para la Navidad.
Evangelio: Lucas 21,25-28.34-36
En aquel tiempo Jesús dijo a sus
discípulos: "Habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas; y en
la tierra, angustias de las gentes, perplejas por el estruendo del mar y de las
olas, muriéndose los hombres de terror y de ansiedad por las cosas que vendrán
sobre el mundo; porque las fuerzas de los cielos serán sacudidas. Y entonces
verán venir al Hijo del hombre en una nube con gran poder y gloria. Cuando
empiecen a suceder estas cosas, cobrad ánimo y levantad la cabeza porque se
acerca vuestra liberación." "Guardaos de que no se hagan pesados
vuestros corazones por el libertinaje, por la embriaguez y por las
preocupaciones de la vida, y venga aquel Día de improvisto sobre vosotros, como
un lazo; porque vendrá sobre todos los que habitan toda la faz de la tierra. Estad
en vela, pues, orando en todo tiempo para que tengáis fuerza y escapéis a todo
lo que está para venir, y podáis estar en pie delante del Hijo del hombre”. –
Palabra del Señor
Ante las expresiones dramáticas y muy
explícitas con que comienza el Evangelio de hoy, se podría pensar que Jesús
está anticipando alguna información sobre lo que sucederá en el fin del mundo.
Así
es como el texto se ha interpretado con frecuencia, no solamente por fanáticos
de sectas fundamentalistas sino también por algún predicador en nuestras
iglesias, sobre todo en tiempos no muy remotos.
La
secuencia de los acontecimientos descritos es escalofriante: señales en el sol,
la luna y las estrellas, el cataclismo de las potencias celestes y, en la
tierra, el rugido aterrador del mar zarandeado por una terrible tempestad.
Parece
el preludio perfecto a la escena de los ángeles que con sus trompetas vienen a
despertar a los muertos para que vean aparecer en las nubes del cielo a Cristo
juez; un Juez severo (difícil imaginarlo de otra manera, sabiendo cómo ha sido
la historia de la humanidad, al menos hasta ahora) que llega para pronunciar un
veredicto inapelable.
El
anuncio amenazador del fin del mundo preocupa hoy día cada vez menos; algunos
quizás se sientan psicológicamente turbados, mientras que hace sonreír a
quienes, justamente, debería conmover, inducir a reflexionar y hacer entrar en
razón.
Si
el objetivo de Jesús hubiera sido provocar miedo no habría logrado su objetivo,
pero no es ésta su intención, sino justamente lo contrario: liberar del miedo,
suscitar alegría, infundir esperanza. Es decir, no está amenazando con
cataclismos sino que anuncia un acontecimiento feliz. Intentemos comprender el
significado de este difícil pasaje, difícil porque usa un lenguaje que no es ya
el nuestro.
Para
describir un gran cambio, una trasformación radical del mundo, una intervención
resolutiva de Dios, la Biblia suele recurrir a imágenes impresionantes, las
llamadas imágenes apocalípticas, muy usadas por los predicadores y escritores
del tiempo de Jesús. Notemos, ante todo que los elementos mencionados (el sol,
la luna, las estrellas, las potencias del cielo, el mar) son los mismos que
aparecen en el relato de la creación.
El
libro del génesis comienza con las palabras: “La tierra no tenía forma: las
tinieblas cubrían el abismo” (Gn 1,2). Ninguna luz, ninguna forma de vida, todo
era desorden y obscuridad hasta que Dios interviene con su palabra. Después,
aparece el sol y la luna para señalar regularmente el ritmo de los días, de las
noches y de las estaciones.
El mar –imaginado por los antiguos
como un monstruo mítico– invadía la tierra, pero Dios “cerró el mar con puertas
y cerrojos…y dijo hasta aquí llegarás y no pasarás; aquí acabará la arrogancia
de tus olas” (Job 38,8-11). Así fue el paso del caos al cosmos y así la tierra
se convirtió en habitable para los seres humanos, animales y plantas.
En
nuestro texto se anuncia un movimiento opuesto: viene descrito un retorno al
caos primordial. Se dice que las fuerzas que mantienen el orden en el universo
se desintegran, que vuelve la situación confusa, informe y oscura que existía
antes de la creación.
Las
imágenes apocalípticas usadas por Jesús no se refieren a explosiones de astros,
a colisiones catastróficas de estrellas y planetas, sino que están apuntando a
lo que está sucediendo hoy día: a nuestro mundo el que cada vez resulta más
difícil vivir; estamos rodeados por abusos e injusticias; hay odio, violencia,
guerras, mucha gente vive en condiciones infrahumanas; la naturaleza misma está
siendo destruida por la sobreexplotación de los recursos, e incluso se está
alterando el ritmo de los tiempos y las estaciones. Surgen por doquier
preguntas angustiadas: ¿Qué pasará? ¿En qué terminará todo esto?
Este
es el miedo. Frente al mal que nos supera sin que sepamos controlarlo, solo hay
cabida para el pánico y la angustia. “Los hombres desfallecerán de miedo,
aguardando lo que le va a suceder al mundo; porque hasta las fuerzas del
universo se tambalearán” dice el evangelio de hoy (v. 26).
Es
el terror que sienten los hombres ante desastres que ellos mismos han provocado
con rechazo de toda ley ética, con el desprecio de los valores más sagrados,
con la pérdida de toda referencia moral.
¿Está
por lo tanto la historia de la humanidad encaminada hacia una catástrofe
inevitable?
No,
asegura Jesús (y este es el mensaje central de la lectura), sino todo lo
contrario, la humanidad se encamina hacia una nueva creación. Donde surgen
signos del desorden causado por el pecado, allí hay que esperar al Hijo del
hombre con gran poder y gloria. Su fuerza hará nacer un mundo nuevo a partir
del caos (v. 27).
El peligro contra el que Jesús quiere
ponernos en guardia es el miedo y el desaliento ante el problema del mal. Él
nos invita a abrir el corazón a la esperanza: el mundo dominado por la
injusticia, la maldad, el egoísmo, la arrogancia ha llegado a su fin y ya está
amaneciendo un mundo nuevo.
¿Qué hacer durante la espera? (v. 28).
Aunque el caos todavía existente nos aterrorice,
el discípulo no se desalienta. No se doblega como los otros por la angustia,
“aturdidos por el miedo”. Se levanta y alza la frente. No espera intervenciones
milagrosas de Dios, no se atormenta con la vana esperanza de que todo cambiará
de repente por prodigios ordenados desde el cielo. El nuevo mundo puede nacer
de cualquier situación de caos, es suficiente dejar hacer a la palabra de Dios,
como sucedió al principio de la creación.
¡Cuántas
personas vemos que caminan “encorvadas”, oprimidas por el dolor y la
desventura, entumecidas por el miedo! No tienen la fuerza para levantar la
cabeza porque perdieron toda esperanza: la mujer abandonada por su marido, los
padres decepcionados por la conducta de los hijos, el profesional arruinado por
la envidia de sus colegas, los hombres víctimas del odio y la violencia, las
personas que viven a merced de sus instintos….
El
evangelio de hoy invita a todos a “levantar la cabeza”. No existe caos del que
Dios no pueda recabar un mundo nuevo y maravilloso. Y este mundo nace en el
preciso instante en que permitimos a Dios realizar su Adviento en nuestras
vidas.
Frente
a las fuerzas del mal que parecen siempre llevar las de ganar, existe el
peligro de la fuga además del desaliento, la búsqueda de paliativos, de soluciones
falsas (vv. 34-35).
Lucas
–que tal vez piensa en el comportamiento de algunos cristianos de su comunidad–
hace una lista muy cruda. Apunta, sobre todo, al desenfreno y una vida de
vicios. Son el símbolo de todos los libertinajes, de todas las evasiones y
disipaciones con que tratamos de anestesiar decepciones y fracasos. Estos
escapes son “una trampa” (v. 35) en la que muchos caen y permanecen atrapados,
no logrando salir al encuentro del Señor que viene.
¿Cómo
mantenerse despiertos, alertas, preparados para captar el momento y el lugar en
que el Señor viene? Es fácil confundirse, engañarse, esperarle allí por donde
no pasará y, en cambio, cerrarle el camino por el que desea entrar (el de nuestros malos hábitos, el de nuestro
apego a los bienes de este mundo, el de nuestros proyectos de grandeza…).
Sólo
hay una manera de mantenerse vigilantes: orar (v. 36). La oración –dice Jesús–
tendrá dos efectos: darnos fuerza para “escapar de lo que va a suceder“, es
decir, nos hará ver con los ojos de Dios todos los acontecimientos e impedirá
que seamos víctimas del miedo. Nada nos espantará porque sabremos captar en
cada evento –feliz, triste o incluso trágico– al Señor que viene para hacernos
crecer, madurar y acercarnos a él.
La
oración también nos permitirá permanecer de pie, es decir, esperar al Hijo del
Hombre sin temor. Nos hará estar preparados para darle la bienvenida e irnos
con él hacia los espacios de libertad a donde nos quiere llevar. Es la oración
la que libera de la mentalidad corrupta de este mundo, la que nos hace saborear
y disfrutar del inminente juicio de Dios sobre la historia.