Pestañas

Tercer Domingo de Adviento

Alegría: un regalo a recibir
Fernando Armellini

Introducción
           ¿Qué le pide el hombre a la vida sino la felicidad? Pero, ¿cómo alcanzar la felicidad? ¿Son suficientes la riqueza, la buena salud, el éxito? ¿Quién puede ser considerado realmente feliz?
          A esta pregunta, el israelita de los tiempos bíblicos respondía: feliz es aquel que disfruta de los frutos de su campo (cf. Is 9,2), que alegra su corazón con el vino (cf. Jue 9,13), quien tiene una familia unida (cf. Dt 12,7) y tiene numerosa descendencia (cf.1 Sam 2,1.5); feliz es el pueblo que obtiene una victoria militar (cf. 1 Sam 18,6), que contempla la propia ciudad reconstruida (cf. Ne 12,43), que celebra con himnos, música y bailes las cosechas abundantes que Dios le ha dado (cf. Dt 16,11.14). Pero todo esto –lo sabemos– no es suficiente.
          Con nuestros esfuerzos podemos, sí, lograr estar contentos, de buen humor, eufóricos, reír, sentir placer, divertirnos, pero no gozar de la verdadera alegría. Ésta es fruto exclusivo del Espíritu y sólo podemos poseerla como don recibido.
          Podemos, sin embargo, poner obstáculos: las lecturas de hoy nos ayudarán a identificarlos y a eliminarlos.

* Para interiorizar el mensaje, repetiremos: “El destino del mundo esta en las manos de Dios, por eso alzo la mirada”.


Primera Lectura: Sofonías 3,14-18a

14Grita, ciudad de Sión; lanza vítores, Israel; festéjalo exultante, Jerusalén capital! 15Que el Señor ha expulsado a los tiranos, ha echado a tus enemigos; el Señor dentro de ti es el rey de Israel y ya no temerás nada malo. 16Aquel día dirán a Jerusalén: No temas, Sión, no te acobardes; 17el Señor, tu Dios, es dentro de ti un soldado victorioso que goza y se alegra contigo, renovando su amor, se llena de júbilo por ti, 18como en día de fiesta. – Palabra de Dios

          “¡Ay de Jerusalén, la ciudad rebelde! Sus jefes son como leones rugientes, sus jueces como lobos nocturnos. Sus profetas, unos charlatanes, hombres sin dignidad. Sus sacerdotes profanaban las cosas santas, violentaban la ley” (cf. Sof 3,1-4). Así comienza el tercer capítulo del libro de Sofonías, de donde proviene nuestra lectura de hoy.
          Estamos en uno de los momentos más difíciles de la historia de Israel. En Jerusalén todos están corrompidos: el rey, los sacerdotes, los profetas, los jueces; el pueblo ha abandonado la fe y traicionado a su Dios.
          ¿Qué hacer en una situación así? Sofonías no tiene otra alternativa: comienza a amenazar con desastres. Las primeras palabras que pronuncia en nombre de Dios son: “Acabaré con todo en la superficie de la tierra: acabaré con hombres y animales. Eliminaré a los hombres de la superficie de la tierra” (Sof 1,2-3). Y continúa: se acerca el día del castigo, “día de cólera, día de angustia y aflicción, día de destrucción y desolación, día de oscuridad y tinieblas… día de trompetas y gritos de guerra” (Sof 1,15-16) y seguirá con este tono hasta casi el final de su libro. Entonces, de repente, surge la profecía de nuestra lectura de hoy.
          De cara al pueblo exclama: “¡Grita, ciudad de Sión!”; lanza vítores, Israel; ¡festéjalo exultante, Jerusalén capital! (v. 14), ¡No temas, no te acobardes!” (v. 16)
          El cambio de tono es tan evidente como inesperado e inexplicable. ¿Cómo pasa el profeta de las amenazas a una invitación a la alegría, a la serenidad, a la confianza? ¿Qué ha sucedido en Jerusalén? ¿Se ha convertido, tal vez, el pueblo, ha cambiado de vida, ha hecho penitencia?
          No. La razón es otra: el Señor ha revocado la sentencia. Jerusalén no será castigada, ya no temerá nada malo (v. 15). Israel ha sido una esposa infiel –es cierto– ha traicionado a su Dios, pero él no la alejará de sí para siempre. La “renovará con su amor” (v. 17) y ella volverá a ser tan hermosa como una joven, se convertirá en el consuelo de su esposo quien será feliz con ella: “exultará de alegría… como en día de fiesta” (vv. 17-18).
          ¿Y los castigos anunciados? Este texto aclara en qué consiste el día de la ira de Dios. No es el momento en que el Señor parece perder la paciencia y enojarse por la maldad del hombre y decidir castigarlos; es el día en que hace triunfar, por fin, su amor.
          La ira de Dios no se manifiesta contra del pecador, sino contra el pecado. Dios realiza únicamente obras de la salvación.
          El profeta Sofonías, que vivió en una época en que su pueblo estaba al borde de la ruina, anuncia la victoria de Dios sobre el pecado y la transformación radical de la situación social, política y religiosa. Esa es la razón por la que invita a todos los pobres del país a alegrarse.
          Esta profecía es importante porque Lucas la utiliza para describir la anunciación a María. Las expresiones: Alégrate, no tengas miedo, el Señor está contigo son las mismas que el ángel dirigirá a la Madre de Jesús. El evangelista las retoma para afirmar que la profecía se ha cumplido cuando en María el Hijo de Dios ha tomado nuestra naturaleza mortal. En Jesús de Nazaret, Dios realmente ha venido a habitar entre su pueblo, ha traído la salvación y con ella la plenitud de la alegría.
          El miedo puede desempeñar una función positiva en nuestras vidas: señala los efectos peligrosos que resultan de decisiones insensatas, sugiere ponderación y conduce a la sabiduría. Sofonías también recurrió a las amenazas. Lo hizo para denunciar la miseria moral de su pueblo y ponerlo en guardia contra las consecuencias desastrosas de sus pecados.
          Pero hay un temor que causa sólo ansiedades y fobias, que nos introduce en una visión negativa y pesimista de la vida, que conduce a la depresión, que nos hace prisioneros de nuestros remordimientos y nos da una visión de un Dios justiciero que está a la espera de pedirle cuentas al hombre cuando éste muera. De este miedo se aprovechan los ateos y los no creyentes para incitar a abandonar la fe que, según ellos, bloquea el crecimiento, impide la auto-realización y la felicidad del hombre.
          Saludable es sólo el miedo que viene de la percepción, clara e inmediata, de las consecuencias negativas de nuestra opciones pecaminosas. Sin embargo, para que este miedo pueda ser útil, debe ser colocado dentro del proyecto de salvación de Dios y apoyado por la firme convicción de que el amor de Dios va a terminar prevaleciendo siempre y que, como sugiere la lectura de hoy, todo desembocará en la alegría.


Salmo Is 12, 2-3. 4bcd. 5-6
R. Gritad jubilosos: «Qué grande es en medio de ti el Santo de Israel.»

El Señor es mi Dios y salvador;
confiaré y no temeré,
porque mi fuerza y mi poder es el Señor,
él fue mi salvación.
Sacaréis aguas con gozo
de las fuentes de la salvación.

Dad gracias al Señor, invocad su nombre,
contad a los pueblos sus hazañas.

Tañed para el Señor, que hizo proezas,
anunciadlas a toda la tierra;
gritad jubilosos, habitantes de Sión:
«Qué grande es en medio de ti
el Santo de Israel.»


Segunda Lectura: Filipenses 4,4-7

Hermanos: 4Tengan siempre la alegría del Señor; lo repito, estén alegres. 5Que la bondad de ustedes sea reconocida por todos. El Señor está cerca. 6No se aflijan por nada, más bien preséntenselo todo a Dios en oración, pídanle y también denle gracias. 7Y la paz de Dios, que supera todo lo que podemos pensar, cuidará sus corazones y sus pensamientos por medio de Cristo Jesús. – Palabra de Dios

          Cuando escribe a la comunidad de Filipo, Pablo está en Éfeso, encarcelado a causa del Evangelio; tendría todas las razones para estar triste y abatido y, sin embargo, toda su carta es una invitación a la alegría, repetida como un estribillo. Invitación que aparece por primera al mencionar el Apóstol su condición de prisionero: incluso si tuviera que dar la vida por la fe de ustedes –dice a los Filipenses– lo haría contento y alegre, “de la misma manera también ustedes alégrense y celébrenlo conmigo” (Flp 2,17-18). Después, expone sus proyectos apostólicos e inmediatamente retoma el tema de la alegría: “Hermanos míos, ¡alégrense en el Señor!” (Fil 3,1). Finalmente, nos encontramos con la exhortación más explícita e insistente que recoge la lectura de hoy: “Tengan siempre la alegría del Señor; lo repito, estén alegres” (v. 4).
          ¿Cuál es el motivo de la alegría de los filipenses? No se trata del éxito en la vida, de la buena salud, de la abundancia de bienes, de la ausencia de preocupaciones (Pablo y los Filipenses tenían las mismas que tenemos hoy nosotros), sino la certeza de que “el Señor está cerca”. Este es el pensamiento que acompaña al cristiano y que lo convierte en una persona amable, atenta, generosa para con todos (v. 5).


La fe da la certeza de que todo lo que sucede forma parte del plan de Dios y, por consiguiente, todo terminará bien. Los que están animados por esta confianza nunca se desesperan, no se dejan llevar por la ansiedad ni caen en la angustia, sino que exponen al Señor cada necesidad en la oración (v. 6), y de esta unión con Dios obtienen como regalo la paz.


Evangelio: Lucas 3,10-18

En aquel tiempo, la gente preguntó a Juan: 10Entonces —¿Qué debemos hacer? 11Les respondía: —El que tenga dos túnicas, dé una al que no tiene; otro tanto el que tenga comida. 12Fueron también algunos recaudadores de impuestos a bautizarse y le preguntaban: —Maestro, ¿qué debemos hacer? 13Él les contestó: —No exijan más de lo que está ordenado. 14También los soldados le preguntaban: —Y nosotros, ¿qué debemos hacer? Les contestó: —No maltraten ni denuncien a nadie y conténtense con su sueldo. 15Como el pueblo estaba a la expectativa y todos se preguntaban por dentro si Juan no sería el Mesías, 16Juan se dirigió a todos: —Yo los bautizo con agua; pero viene uno con más autoridad que yo, y yo no soy digno para soltarle la correa de sus sandalias. Él los bautizará con Espíritu Santo y fuego. 17Ya empuña la horquilla para limpiar su cosecha y reunir el trigo en el granero, y quemará la paja en un fuego que no se apaga. 18Con otras muchas palabras anunciaba al pueblo la Buena Noticia. – Palabra del Señor

          “¡Raza de víboras!, ¿quién les ha enseñado a escapar de la condena que llega? El hacha ya está apoyada en la raíz del árbol: árbol que no produzca frutos buenos será cortado y arrojado al fuego” (Lc 3,7.9). Con estas duras palabras recibe Juan a los que vienen a él para ser bautizados. Aunque tenga razón, ciertamente sus amenazas no parecen “una buena noticia”, ni están de acuerdo con el tema de la alegría que caracteriza a las lecturas de este domingo.
          “¡Muestren frutos de sincero arrepentimiento!” repite las multitudes (Lc 3,8). De acuerdo, pero ¿cuáles son estas obras? La gente sencilla a las que se dirige, esperan propuestas claras, no discursos abstractos y genéricos.
          En la primera parte del Evangelio de hoy (vv. 10-14), hay tres grupos de personas –el pueblo, los recaudadores de impuestos, los soldados– que se acercan al Bautista para recibir de él amonestaciones concretas. Se trata de un esquema ternario de preguntas y respuestas que sirve para presentar situaciones ejemplares (cf. Lc 9,57-62). Es un recurso literario que invita a aplicar el principio ascético mostrado por el Bautista a otros casos similares.
          La pregunta: “¿Qué debemos hacer?” se repite varias veces en la obra de Lucas (cf. Hch 2,37; 16,30; 22,10). Indica la total disposición para aceptar la voluntad de Dios por aquellos que son conscientes de estar fuera del camino, están decididos a cambiar de vida y buscan una indicación sobre la ruta a seguir.
          Imaginemos que algunos de nosotros, deseosos de prepararnos bien para la Navidad, hacemos esta misma pregunta a aquellos que consideramos “expertos” en el campo religioso (el catequista, el agente de pastoral, la religiosa, el sacerdote). ¿Qué nos responderían?
          Alguno de estos “expertos” podría sugerirnos que ayudemos a un hermano que se encuentra en problemas o que visitemos a una persona enferma, pero también podría darnos otras respuestas: “Recite el rosario todos los días”; “Rece tres ‘Salve Regina’ antes de ir a dormir”; “Vaya a y confesarse”… Se trata de consejos buenos –entendámonos–, sin embargo el Bautista no elige este camino. No sugiere nada de específicamente “religioso”, no recomienda prácticas devocionales, ceremonias penitenciales (imposición de ceniza, ayunos, oraciones, retiros espirituales en el desierto). Exige algo muy concreto: una revisión radical de la propia vida desde el principio ético del amor a los hermanos.
          Le dice a sus oyentes: “El que tenga dos túnicas debería compartir con el que no tiene; y el que tenga comida debe hacer lo mismo” (vv. 10-11).
          El domingo pasado el Bautista nos invitaba a examinar nuestra relación con Dios si de verdad queremos prepararnos para la venida del Mesías. Ha pedido un cambio de pensar y obrar para recibir el perdón de los pecados (cf. Lc 1,3). Hoy día se centra en la nueva relación que debemos establecer con el prójimo. El amor, la solidaridad, el compartir, la eliminación de las desigualdades y los abusos de poder, son las palabras claves de su discurso.
          Ciertamente no se le puede acusar al Bautista de falta de claridad. Las oraciones y devociones están bien, siempre y cuando no se conviertan en una coartada, siempre que no se utilicen como excusas para escapar de la obligación de compartir los bienes con los necesitados.       
          Solemos reunirnos de buena gana para rezar, para cantar, pero cuando se nos pide que pongamos a disposición de los demás los bienes que poseemos… todos nuestros entusiasmos religiosos desaparecen de repente. Sin embargo, el Bautista es “comprensivo” con la debilidad humana. Dice: “Si tienes dos túnicas comparte una con quien no la tiene”. A sus discípulos Jesús les exigirá aún más: “¡Al que te quite el manto, no le niegues la túnica!” (Lc 6,29).
          Seguidamente se presentan ante Juan los publicanos. Son los que ejercitan la profesión más odiada por el pueblo: recaudan impuestos y son colaboradores con el sistema opresor de los romanos. Se enriquecen extorsionando a los más débiles e indefensos. A ellos el Bautista no le pide cambiar de profesión, sino que no se aprovechen de su oficio para explotar a los pobres.
          Tal vez pensemos que nosotros nada tenemos que ver con esta profesión. Sin embargo –si somos sinceros– actuamos como “publicanos” cuando, por ejemplo, habiendo alcanzado una posición de prestigio, exigimos emolumentos muy altos por nuestro trabajo, tal vez tomando como justificación que: “estas son las tarifas establecidas”.
          El recaudador de impuestos es el símbolo de la persona que maneja el dinero de un modo “desenvuelto”. Publicano es el que compra y vende sin escrúpulos pensando sólo en su propio beneficio; es el que, con hábiles ardides, se las arregla para engatusar a la gente sencilla, son los que evaden impuestos, los que urden fraudes a daño del Estado, los que se aprovechan de la ingenuidad de los pobres para explotarlos y enriquecerse.
          Quién actúa como “publicano” ciertamente no puede prepararse para la Navidad con unas cuantas oraciones solamente.
          Los últimos en pedir consejo al Bautista son los soldados. Hubiéramos esperado que Juan les hubiera aconsejado despojarse del uniforme, dejar las armas inmediatamente y negarse a luchar. Pero también con esta profesión militar se muestra “tolerante”. Jesús será más radical y prohibirá cualquier recurso a la violencia: “No pongan resistencia al que les hace el mal. Antes bien, si uno te da una bofetada en tu mejilla derecha, ofrécele también la otra” (Mt 5,39).
          Los soldados de la época estaban mal pagados… y al ir armados, se aprovechaban de su poder para abusar la gente, acosar a las mujeres, extorsionar e imponer duros y humillantes servicios a los más débiles, intimidar a los campesinos pobres y obligarles a llevar sus cargas. El Bautista les pide no maltratar a nadie y contentarse con su salario.
          Los soldados son el símbolo de aquellos que abusan de su poder. El que se aprovecha del puesto que ocupa, de la profesión que desempeña para dominar y oprimir a los más débiles se comporta como “soldado” (de aquel tiempo, por supuesto) y es invitado a revisar su comportamiento si quiere prepararse para la venida del Señor.
          En la segunda parte del Evangelio (vv. 15-18) el Bautista recupera su lenguaje aparentemente duro, áspero, casi intolerante. Habla de separación del buen trigo de la paja y amenaza con la destrucción de ésta en el fuego inextinguible. Parece que no deja a los pecadores ningún margen para la alegría: les espera y asegura que es inminente, un terrible juicio de Dios.
          Sin embargo, el evangelista concluye el severo discurso de Juan con una frase sorprendente: “Con estas y otras muchas palabras anunciaba al pueblo la Buena Noticia” (v. 18).
          No hay lugar a dudas, son palabras de consuelo (esta es la traducción correcta del verbo parakaleo). Para Lucas el mensaje de Juan el Bautista es una buena noticia, es un anuncio agradable, es la promesa de un acontecimiento feliz.
          La manera que tiene Juan de expresarse tal vez no se ajuste a nuestra sensibilidad actual, no es comedido ni afable, pero ciertamente lo que quiere comunicar es alegría y esperanza. Si consideramos detenidamente el texto, vemos que el Bautista no amenaza con ningún castigo de Dios, sólo habla de la venida del Espíritu Santo y del fuego que destruirá la paja.
          El agua limpia, pero también puede matar, puede sumergir y ahogar. Cuando emergían del río Jordán los que venían a ser bautizados por él, John realizaba un gesto que significaba la purificación de las manchas del pecado y la muerte a la vida pasada. Nada más. Su bautismo era imperfecto, incompleto, de lo que el Bautista era perfectamente consciente. Él sabía que el agua que empleada era un baño exterior.
          Para convertirse en savia vital el agua debe ser absorbida por las plantas, bebida y asimilada por animales y seres humanos.
          El bautismo de Jesús no es agua que limpia lo exterior, sino que penetra dentro, que vivifica y transforma. Es agua que se convierte en quien la bebe en “manantial que brota para vida eterna” (Jn 4,14). Es su Espíritu, es el poder de Dios que transforma al hombre viejo en una nueva criatura. Es el cumplimiento de la profecía de Ezequiel: “Los rociaré con un agua pura que los purificará: de todas sus inmundicias e idolatrías los he de purificar. Les daré un corazón nuevo y les infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de su cuerpo el corazón de piedra y les daré un corazón de carne. Les infundiré mi espíritu y haré que caminen según mis preceptos y que cumplan mis mandatos poniéndolos por obra” (Ez 36,25-27).
          Ahora se hace evidente incluso la imagen del fuego. Esto lo dirá más adelante el mismo Jesús: “Vine a traer fuego a la tierra, y ¡cómo desearía que ya estuviera encendido!” (Lc 12,49). No es el fuego preparado para castigar a los pecadores impenitentes. El único fuego que Dios conoce es el que trajo Jesús, es el Espíritu que renueva la faz de la tierra (cf. Sal 104,1). Descenderá del cielo el día de Pentecostés (cf. Hch 2,3) y unirá a los hombres en un solo idioma, el del amor.
          Este será el fuego que purificará el mundo de todo mal, que destruirá toda la “paja”.
          No son los pecadores, entonces, los que deben temer la venida de Cristo, sino el pecado del que se anuncia la destrucción. Los pecadores sólo tienen motivos de alegría porque para ellos llega la liberación del mal que los mantiene esclavizados.
          Hay muchas alegrías que no son cristianas. El Bautista señala el camino para dejar al corazón llenarse de la verdadera alegría: preparar la venida del Señor en la propia vida a través del compartir los bienes con los pobres y del rechazo a cualquier forma de abuso, de opresión, de prevaricación contra el hermano.