Pestañas

Segundo Domingo de Adviento

 Te llamaré con nombre nuevo  
Fernando Armellini

  
Evangelio: Lucas 3,1-6

 En el año quince del reinado del emperador Tiberio, siendo Poncio Pilato gobernador de Judea, y Herodes virrey de Galilea, y su hermano Felipe virrey de Iturea y Traconítide, y Lisanio virrey de Abilene, bajo el sumo sacerdocio de Anás y Caifás, vino la Palabra de Dios sobre Juan, hijo de Zacarías, en el desierto.
Y recorrió toda la comarca del Jordán, predicando un bautismo de conversión para perdón de los pecados, como está escrito en el libro de los oráculos del Profeta Isaías:
«Una voz grita en el desierto:
preparad el camino del Señor, allanad sus senderos;
elévense los valles, desciendan los montes y colinas;
que lo torcido se enderece, lo escabroso se iguale.
Y todos verán la salvación de Dios.»

          La referencia cronológica con la que Lucas comienza su relato es precisa e importante porque nos permite fechar el comienzo de la vida pública de Jesús. En Palestina el año comienza el 1 de octubre, por tanto el año decimoquinto del reinado de Tiberio hay que situarlo entre 1 de octubre del año 27 y 30 de septiembre del 28 d.C., una fecha que encaja perfectamente con Juan 2,20.
          Lucas quiere dejar claro a todos que no está empezando a contar una fábula, un mito esotérico nacido de la imaginación extravagante de un soñador excéntrico, sino que se está refiriendo a hechos reales y concretos. La intervención de Dios en la historia humana ha tenido lugar en un momento y lugar bien definidos. Sin embargo, si el objetivo del evangelista solamente hubiera sido indicar la fecha del comienzo de la vida pública de Jesús, se hubiera podido detener después de esta primera indicación. En cambio, continúa y agrega otros datos: indica el nombre de los gobernadores de Palestina y territorios vecinos y de sumos sacerdotes Anás y Caifás. En total son siete personajes y para llegar a esta cifra debe agregar también a Anás quien, desde hacía trece años, ya no era sumo sacerdote, aunque sigue desempeñando un papel importante.
          El número 7 tiene claramente un significado simbólico: el de totalidad. Junto con los nombres y funciones de las personas mencionadas, indica que toda la historia –sagrada y secular, judía y pagana– está involucrada en el acontecimiento que va a narrar. Es un inicio que afecta a todos los pueblos y todas las instituciones civiles y religiosas.
          Después de la introducción histórica, entra solemnemente en escena el primer personaje, el Bautista: “La palabra del Señor se dirigió a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto”. Son palabras con las que en el Antiguo Testamento se presenta la vocación de los grandes profetas (cf. Jer 1,1.4).
          Todo comienza en el desierto, un lugar lleno de recuerdos y de profunda resonancia emocional para los israelitas. Es en el desierto donde han aprendido muchas lecciones: han aprendido a despojarse de todo lo superfluo, por constituir un peso inútil con el que cargar a lo largo del camino, han aprendido a ser solidarios y a compartir sus bienes con los hermanos, han aprendido, sobre todo, a fiarse de Dios.
          En la época de Jesús, era al desierto a donde se retiraban los que querían repetir la experiencia espiritual de sus padres, los que querían escapar a la hipocresía de una religión hecha de formalismos y prácticas puramente exteriores. Es en el desierto a donde van a vivir los que rechazan la sociedad corrupta, injusta y opresiva que se ha instalado en su tierra. Entre estas personas “contestadoras” se encuentra también Juan, hijo de Zacarías (Lc 1,80).
          Lucas no dice nada acerca de su estilo de vestir, no habla de su comida, pero por lo que nos dice Mateo (cf. Mt 3,4), sabemos que el Bautista no usaba la larga túnica blanca de los sacerdotes del templo sino que vestía ropa áspera, como la del profeta Elías (cf. 2 R 2,13-14); en vez de productos de la ciudad, se alimentaba de lo que el desierto le ofrecía espontáneamente. El Bautista quería ser y aparecer extranjero en su propia tierra; era un israelita, pero su comportamiento lo distinguía claramente de la gente de su pueblo.
          Al igual que Juan, también los cristianos, aun estando en el mundo, viven la espiritualidad del desierto. En un mundo donde se considera normal el recurso a la violencia, a la represalia e incluso a la guerra, ellos hablan solo palabras de paz y perdón; en un mundo en el que se proclaman bienaventurados a los que atesoran bienes explotando incluso a los más débiles, ellos anuncian el servicio gratuito a los pobres y el compartir; en un mundo donde se busca placer a toda costa, los cristianos predican renuncia y el don de sí mismos.
          Desde el desierto, lugar de su vocación, Juan se traslada a la región del Jordán, la recorre a lo largo y ancho proclamando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados. Su predicación –es bueno anticiparlo de inmediato para no malinterpretar algunas de sus expresiones– era un mensaje de alegría y consuelo para todos, como Lucas destaca unos versículos más adelante (cf. Lc 3,18).
          En la antigüedad el río Jordán –que atraviesa una región desolada– nunca tuvo importancia alguna ni como vía de comunicación (no era navegable), ni como fuente de regadío. Ninguna gran ciudad se construyó a lo largo de sus orillas. Su importancia siempre ha sido la de ser una frontera entre pueblos diferentes. Para tomar posesión de la tierra prometida, Israel, que venía de Egipto, ha tenido que atravesarlo (cf. Gn 3).
          Éste es el territorio fronterizo elegido por el Bautista para su misión. En el rito del bautismo que administra quiere que todos repitan el acto de entrar, atravesando el Jordán, en la tierra de la libertad. El quiere preparar un pueblo bien dispuesto a aceptar la salvación de Dios, comprometido a entrar en la verdadera Tierra Prometida. Para esto pide a todos tomar la decisión firme de cambiar radicalmente la forma de pensar y vivir. Para clarificar la tarea que Juan tiene que llevar a cabo, Lucas cita una frase del profeta Isaías: “Una voz grita en el desierto: Preparen el camino al Señor, enderecen sus senderos”.
          Uno no puede dejar de notar una contradicción con lo que hemos escuchado en la primera lectura. Allí Baruch afirmaba: “Dios ha mandado aplanarse a los montes elevados y a las colinas perpetuas, ha mandado llenarse a los barrancos hasta nivelar el suelo, para que Israel camine con seguridad”. El suyo era un canto de confianza en la salvación que Dios ciertamente llevaría a cumplimiento.
          En el libro de los oráculos del profeta Isaías, por el contrario, se pide a los israelitas que preparen, ellos mismos, el camino del Señor. El profeta les dirige una invitación a comprometerse a abatir toda colina y a allanar todo lo desnivelado. La salvación viene de Dios y es obra suya solamente, pero para obtenerla hay que eliminar los obstáculos que entorpecen su venida.
          Los dos profetas no se contradicen sino que se complementan. El primero enfatiza el trabajo irresistible del amor de Dios. Dios –dice– logrará al final, por su amor fiel, reconducir a su pueblo de la tierra de la esclavitud a la libertad (cf. Bar 5,7-9). Es como un hombre locamente enamorado: ningún obstáculo se le hace insuperable a lo largo del camino que le conduce al encuentro con la mujer que ama. No hay montaña alta, ni valle profundo y oscuro que puedan impedirle realizar su sueño de amor.
          El segundo profeta pone de relieve, en cambio, la obra del hombre. Es cierto que el éxito del amor de Dios está siempre asegurado, pero el hombre puede perder incontables instantes, incontables días, incontables años de felicidad y alegría lejos de su Señor. Es por ello que es urgente que abra su corazón, que elimine pronto todos los obstáculos que se interponen a la unión con Dios.
          A diferencia de los otros evangelistas que se limitan a citar un solo versículo de Isaías, Lucas continúa la cita: “… Todo valle será rellenado, todo monte será abatido. Todos verán la salvación de Dios”. Si él añade también estos versículos significa que los considera muy importantes. Tratemos de comprender el porqué.
          Los abismos que cubrir, los montañas que allanar, las colinas que rebajar, las sendas torcidas que enderezar, los trechos inaccesibles que aplanar, hay que entenderlos no en sentido material lógicamente, sino como símbolos de otra realidad.
          Las montañas y las colinas son, en el lenguaje bíblico, el orgullo, la arrogancia, la prepotencia de los que quieren imponerse, dominar a los demás (cf. Is 2,11-17). El reino de Dios es incompatible con estas actitudes altivas y arrogantes, no puede llegar a donde reina el espíritu competitivo, donde se busca por todos los medios aplastar al otro, donde se aceptan las castas, donde se prodigan postraciones, obsequios, reverencias. En el nuevo mundo sólo ingresan los que aceptan la lógica inversa: el don de sí mismo, el servicio mutuo humilde y recíproco, la búsqueda del último lugar. “El más importante entre ustedes compórtese como si fuera el último y el que manda como el que sirve” (Lc 22,26).
          Luego están las profundidades que llenar. Son las escandalosas desigualdades económicas denunciados por los profetas.
          Los pasos tortuosos son finalmente la astucia, las decisiones insensatas, las situaciones injustas que deben ser revisadas ​​y ajustarlas a los caminos de Dios. “¿Acaso quiero yo la muerte del malvado y no que se convierta de su conducta y que viva?” (Ez 18,23).
          La conversión que exige el Bautista es radical. ¿Cómo esperar que el hombre la pueda realizar?
          En algunas traducciones los verbos aparecen en forma imperativa (“¡que se rellenen!”, “¡que se rebajen!”, “¡que se enderecen!”) como si se tratara de mandatos. Si éste fuera el significado de las palabras del profeta, correspondería al hombre, con su esfuerzo y compromiso, llevar a cabo tan colosal y utópica empresa, que nunca podría realizar.
          De hecho, en el griego original, los verbos están en futuro pasivo: “Todo valle será rellenado, toda montaña y colina será abatida, y el piso nivelado…”.
          Así, aceptémoslo con alegría, la cosa cambia totalmente. No se trata de órdenes dadas por Dios, sino de una promesa que él hace: surgirá un mundo basado en nuevos principios, aunque a los hombres pueda parecer como un espejismo, y todo será obra del Señor.
          La última parte de la cita es particularmente importante: “¡Toda carne verá la salvación de Dios!” (v. 6). No “todo hombre”, sino “toda carne” dice el texto original. Carne, en el sentido bíblico, no son los músculos, sino todo el hombre considerado en su dimensión de debilidad, de fragilidad, expuesto a tantos fracasos. El hombre es carne porque se enferma, cometes errores, sufre la soledad y el abandono, envejece y muere. He aquí la promesa: en toda debilidad de todo hombre se manifestará la salvación de Dios; no existirá abismo de culpa por profundo y oscuro que sea que no sea visitado e iluminado por su amor.
          Lucas coloca esta declaración al comienzo de su Evangelio, la elige casi como título de su obra porque contiene una declaración solemne: Dios no reserva su salvación a algunos privilegiados, sino quiere que sea ofrecida a todos. No se excluye a nadie. Es un eco de la profecía de Simeón: “Mis ojos han visto a su Salvador, que has preparado en presencia de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles” (Lc 2,30-32).