Pestañas

Cuarto Domingo de Adviento


Ricos de su pobreza
P. Fernando Armellini

          Introducción
          “Respóndeme, porque soy pobre” (Sal 86,1), así reza el salmista. Sorprende el argumento que usa con el fin de convencer a Dios para que intervenga en su favor: soy pobre. Para obtener acceso a los palacios de los reyes, de los mandatarios de este mundo, se necesitan recomendaciones sólidas, títulos meritorios, credenciales de peso. Con Dios no es así: el único certificado necesario para ser recibido en audiencia es “ser pobre”.

          Sus simpatías son para los pequeños, los indefensos, los abandonados. Él es “el Padre de huérfanos y protector de las viudas” (Sal 68,6), prefiere a quienes no cuentan, a los despreciables a los ojos de los hombres. “El Señor te ha elegido –dice Moisés a los israelitas– no por ser más numeroso que cualquier otro pueblo (son, en realidad, el más pequeño de todos los pueblos), sino porque el Señor te ama” (Dt 7,7-8).
          “Los pensamientos del Señor no son como nuestros pensamientos y sus caminos no son nuestros caminos” (Is 55,8), por esto son difíciles de entender. Gedeón, llamado a realizar una ardua misión, objeta asombrado: “¡Oh, Señor! ¿Cómo puedo yo librar a Israel? ¡Precisamente mi familia es la menor de Manasés, y yo soy el más pequeño de la casa de mi padre!” (Jue 6,15).
          Las lecturas de hoy nos presentan una serie de situaciones y personajes insignificantes en los que Dios ha hecho maravillas. Son una invitación a reconocer –como hizo María– nuestra pobreza y a disponernos para recibir la obra de salvación que el Señor viene a realizar.

* Para interiorizar el mensaje, repetiremos: “Grandes cosas hará el Señor por los pobres que confían en él”.

Primera Lectura: Miqueas 5,1-4a

Así dice el Señor: Pero tú, Belén de Efrata, pequeña entre las aldeas de Judá, de ti sacaré el que ha de ser jefe de Israel: su origen es antiguo, de tiempo inmemorial. 2Por eso el Señor los abandonará hasta que la madre dé a luz y el resto de los hermanos vuelva a los israelitas. 3De pie pastoreará con la autoridad del Señor, en nombre de la majestad del Señor, su Dios; y habitarán tranquilos, cuando su autoridad se extienda hasta los confines de la tierra. – Palabra de Dios

En tiempos de Miqueas la situación política, social y económica de Israel era desastrosa. Había brotes de violencia por doquier; en los tribunales, los jueces se dejaban sobornar con regalos; los sacerdotes y los profetas pensaban solamente en acumular dinero; una minoría hábil y prepotente del pueblo se había apoderado de todos los campos y explotan a los pobres como jornaleros, como trabajadores estacionales mal pagados. El rey, Ezequías, era un buen hombre, pero con una capacidad muy limitada de gobierno; los tiempos eran demasiado difíciles para una persona débil como él.
          En esta complicada situación Miqueas pronuncia su profecía: del pequeño e insignificante pueblo de Belén, en la antigua familia de Éfrata, está a punto de nacer “el jefe de Israel” (v. 1).
          Los descendientes de David gobiernan desde hace trescientos años, pero no han hecho otra cosa que combinar desastres, oprimiendo al pueblo y reduciéndolo a la miseria y al hambre. ¿Cuáles han sido las causas de sus errores? El orgullo, sobre todo y, después, el convencimiento de poder prescindir del Señor. Se han olvidado de haber llegado ser reyes no por su capacidad, ni sentado en el trono gracias a su fuerza, sino que ha sido Dios el que ha transformado a un humilde pastor en un gran soberano.
          Ahora la situación, desde el punto de vista humano, es desesperada, dice Miqueas; pero el Señor está a punto de intervenir cuando “la madre dé a luz” (v. 2) y la descendencia de David comience un nuevo reinado.
          ¿A quién se refería Miqueas? El profeta pensaba ciertamente en un rey de la dinastía de David. Pero Dios –como suele hacer– cumple de sus promesas más allá de toda expectativa humana. Deja que pasen otros 700 años y una mujer, María, da a luz al anunciado Hijo de David.
          Este hijo –Jesús– no fue presuntuoso y arrogante como sus antepasados, sino que llevó a cumplimentó todo lo que está escrito en la segunda parte de la lectura (vv. 3-4a): fue el buen pastor que condujo al pueblo “con la fuerza del Señor”. Dio inicio a un mundo nuevo en el que todos puedan vivir con seguridad en sus propias casas, un mundo donde reine la paz a todas partes, hasta en los últimos confines de la tierra.
          Una objeción, sin embargo, surge espontánea entre nosotros, la que ya los rabinos dirigían a los cristianos de los primeros siglos: ¿dónde está la paz que llega a todos los rincones de la tierra? Que alguien nos muestre ese nuevo mundo –decían– y creeremos en Jesús.
          Todo cristiano tiene una posibilidad única de responder a esta pregunta provocadora: indicar un lugar concreto en que, efectivamente, esta paz haya llegado con el advenimiento del Señor: su familia, su comunidad o, al menos, su corazón.



Salmo 79, 2ac y 3b. 15-16. 18-19
R. Oh Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve.

Pastor de Israel, escucha,
tú que te sientas sobre querubines, resplandece.
Despierta tu poder y ven a salvarnos

Dios de los ejércitos, vuélvete:
mira desde el cielo, fíjate,
ven a visitar tu viña,
la cepa que tu diestra plantó
y que tú hiciste vigorosa.

Que tu mano proteja a tu escogido,
al hombre que tú fortaleciste,
no nos alejaremos de ti;
danos vida, para que invoquemos tu nombre.
 


Segunda Lectura: Carta a los hebreos 10,5-10

Hermanos: Al entrar Cristo en el mundo dijo: No quisiste sacrificios ni ofrendas, pero me formaste un cuerpo. 6No te agradaron holocaustos ni sacrificios expiatorios. 7Entonces dije: Aquí estoy, he venido para cumplir, oh Dios, tu voluntad –como está escrito de mí en el libro de la ley–. 8Primero dice que no ha querido ni le han agradado ofrendas, sacrificios, holocaustos ni sacrificios expiatorios que se ofrecen legalmente; 9después añade: Aquí estoy para cumplir tu voluntad. Así declara abolido el primer régimen para establecer el segundo. 10Y en virtud de esa voluntad, quedamos consagrados por la ofrenda del cuerpo de Jesucristo, hecha de una vez para siempre. – Palabra de Dios

          Las personas que habían sanado de una enfermedad grave, escapado de algún peligro o que se sentían impuras y necesitadas del perdón de sus pecados, iban al templo, compraban un cabrito, lo entregaban al sacerdote y éste lo ofrecía en sacrificio a Dios.
          El Antiguo Testamento aprueba y regula estas manifestaciones de religiosidad, sin embargo, los profetas no muestran demasiada simpatía por estas prácticas porque, en general, se reducían a meros gestos externos que no correspondían a un verdadero cambio de corazón.
          En el pasaje de la Carta a los hebreos de nuestra lectura de hoy, nos vienen presentadas las palabras de un hombre que da gracias a Dios en el templo por haber sido liberado de una enfermedad mortal. Dice: Yo sé, Señor, que tú no te deleitas con el perfume del incienso o con el humo de las carnes de los corderos sacrificados en el altar; te hago ahora otra promesa: cumpliré siempre tu voluntad; sé que esto te es agradable (cf. vv. 5-7).
          El autor de la Carta a los hebreos continúa diciendo que Cristo ha llevado a cumplimiento en sí mismo las palabras de este salmo. No ha ofrecido ningún  sacrificio material, sino que ha dicho al Padre: “He aquí que vengo para hacer tu voluntad”. Así ha puesto fin a las antiguas ofrendas en el templo y ha inaugurado los nuevos tiempos (cf. vv. 8-10).
          Estoy viniendo –dice Cristo en este tiempo de Adviento– no a pedir canciones, oraciones, incienso, ceremonias religiosas solemnes, sino para que participes en mi proyecto, para comunicarte mi Espíritu que te llevará a hacer, como yo lo he hecho, la voluntad del Padre.


Evangelio: Lucas 1,39-45

En aquellos días, María se levantó y se dirigió apresuradamente a la serranía, a un pueblo de Judea. 40Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. 41Cuando Isabel oyó el saludo de María, la criatura dio un salto en su vientre; Isabel, llena de Espíritu Santo, 42exclamó con voz fuerte: —Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre. 43¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? 44Mira, en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura dio un salto de gozo en mi vientre. 45¡Dichosa tú que creíste! Porque se cumplirá lo que el Señor te anunció. – Palabra del Señor

          Si interpretamos este relato como un acontecimiento de crónica, la pregunta lógica sería ¿Por qué lo escribió Lucas? Es de alabar, ciertamente, el gesto de María corriendo a felicitar a su prima por haber recibido de Dios el suspirado don de la maternidad, pero el hecho en sí no deja de ser un episodio marginal; no constituye un hito importante en la vida de Jesús y no es un punto de referencia para nuestra fe.
          Una segunda observación: algunos detalles de esta historia son, cuando menos, extraños. Una emoción fuerte –aseguran las madres– provoca sensaciones incluso en el feto y puede estimular en éste algún movimiento; pero ¿cómo saber que ha sido un salto de alegría? Tampoco es fácil de explicar la prisa de María (v. 39) para ir a la casa Isabel que está en el sexto mes de embarazo. Generalmente se dice que ella corrió en ayuda de su prima. Pero ésta es una explicación poco convincente: ¿cómo puede una niña de trece años (ésta sería la edad aproximada de María) tratar de sustituir a las amigas y parientes experimentados y maduros que seguramente Isabel tendría en Ain Karim? En todo caso, no se entendería la indicación de Lucas: “María se quedó con ella tres meses y después de volvió a casa” (Lc 1,56) justamente en los momentos de parto, cuando su prima hubiera tenido mayor necesidad de su asistencia.
          Una tercera y más importante observación: María e Isabel, en vez de conversar de manera sencilla, como sucede entre amigas y primas, intercambian palabras cuidadosamente elegidas de la Biblia, aluden a acontecimientos y personajes del Antiguo Testamento con una finura y competencia realmente impresionantes. Más que una simple charla entre mujeres del pueblo, parece que estamos ante un diálogo entre dos eruditos de la Biblia y eruditos bien preparados.
          Prestemos atención: el Evangelio no pretende suministrar información para satisfacer nuestra curiosidad, sino que es un texto de catequesis. Su objetivo es alimentar la fe del discípulo que quiere comprender quién es Jesús al que estamos llamados a dar a nuestra adhesión. Para captar el mensaje es siempre necesario  tener en cuenta el lenguaje utilizado en el momento en el que fue escrito y prestar mucha atención a las referencias, a veces explícitas, a veces un poco veladas, al Antiguo Testamento. Después de esta introducción vamos a tratar de entender lo que Lucas nos quiere enseñar en el pasaje de hoy.
          Vamos a comenzar con la observación, aparentemente trivial y superflua, con la que se inicia el relato: apenas entrada en casa de Zacarías, María saludó a Isabel (v. 40). Si se hubiera tratado de un simple “¡buenos días!”, el evangelista no lo hubiera señalado. Si lo destaca, significa que para él este saludo es significativo y, de hecho, en el siguiente versículo lo repite de nuevo: cuando Isabel oyó el saludo, el Bautista saltó de gozo.
          Los judíos de aquella época, como los de hoy, cuando se encuentran, se saludan con una sola palabra: Shalom – Paz. Paz significa el cúmulo de bienes que Dios ha prometido a su pueblo y que debe materializarse en la venida del Mesías: “En sus días –dice el salmista– florecerá la justicia y abundará la paz, hasta que se apague la luna” (Sal 72,7). El Mesías es llamado por el profeta Isaías, “Príncipe de Paz” (Is 9,5).
          En labios de María, la palabra paz es una proclamación solemne: es el anuncio de que  ha llegado al mundo el Mesías esperado y con él el reinado de la paz del que hablaron los profetas.
          Como María en las montañas de Judea, como los ángeles que cataron en Belén: “Paz en la tierra a los hombres que Dios ama” (Lc 2,14), hoy los discípulos de Cristo solo deben hablar palabras de paz. “En cualquier casa en que entren –recomienda Jesús– digan primero: Paz a esta casa” (Lc 10,5).
          El saludo de Isabel a María: ¡Bendita tú entre las mujeres! no es original. En el Antiguo Testamento hay dos mujeres que son saludadas de la misma forma: Yael (cf. Jue 5,24) y Judit (cf. Jdt 13,18). ¿Qué hicieron de extraordinario? Lograron nada menos que (¡algo inaudito para las mujeres!) destruir a los opresores de su pueblo. La Biblia no menciona estas historias para aprobar la guerra, sino sólo para mostrar con ejemplos comprensibles a la mentalidad de la época, cómo Dios suele realizar hazañas maravillosas utilizando instrumentos frágiles e inadecuados.
          Aplicando esta misma frase a María, Lucas dice que ella pertenece a la categoría de los instrumentos débiles y pobres con quienes Dios suele llevar a cabo sus obras de salvación. A través de María, Dios ha realizado el acontecimiento más importante de la historia: dar su Hijo a los hombres.
          Isabel prosigue: ¿Quién soy yo para que la madre de mi Señor venga a mí? (v. 43). Esta frase también está copiada del Antiguo Testamento. Fue pronunciada por David en una ocasión muy solemne, cuando era transportada a Jerusalén el arca de la alianza en la que se creía que el Señor estaba presente. Al recibirla el rey exclamó: “¿Cómo puede venir a mí el arca del Señor?” (2 Sam 6,9).
          También hay otros detalles significativos que sitúan la visita de María en paralelo con la historia del arca de la alianza: tanto María como el arca permanecen tres meses en una casa de Judea. El arca es recibida con danzas, gritos de alegría canciones de fiesta y es fuente de bendiciones para la familia que la recibe (cf. 2 Sam 6,10-11) y María, entrando, en casa de Zacarías, hace saltar de alegría al pequeño Juan (que representa a todo el pueblo del Antiguo Testamento jubiloso por la venida del Mesías).
          Es evidente, por tanto, que Lucas tiene la intención de presentar a María como el nuevo Arca de la Alianza. Desde que Dios ha elegido hacerse hombre, ya no habita en edificios de piedra, en un templo, en un lugar sagrado, sino en el vientre de una mujer. El hijo de María es el mismo Señor.
          A dondequiera que llega María –la nueva Arca de la Alianza– hay una explosión de alegría: el Bautista exulta de felicidad (v. 41), Isabel grita su alegría al recibir la visita del Señor (v. 42), los pobres se alegran porque ha llegado el momento de su liberación (vv. 46-48).
          Es la alegría que caracteriza a los tiempos mesiánicos. La experimentará también Zacarías bendiciendo al Señor porque “ha visitado y redimido a su pueblo” (Lc 1,68); será anunciada por el ángel a los pastores: “Les doy una Buena Noticia, una gran alegría para todo el pueblo” (Lc 2,10). Simeón se alegrará cuando tome en sus brazos al niño y contemplar con sus ojos “la salvación preparada por Dios antes de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles” (Lc 2,29-32).
          Acoger al Señor que viene no significa renunciar a la alegría, sino abrir la puerta a la verdadera alegría.
          María es proclamada bienaventurada porque creyó lo que “el Señor te anunció” (v. 45). ¡Cuántas promesas ha hecho Dios por boca de sus profetas! Sin embargo, cuando éstas han demorado en realizarse, los hombres comenzaron a dudar de la fidelidad del Señor, a pensar que todo fue un malentendido o incluso un engañado. Comenzaron a poner su confianza en sus razonamientos, en sus proyectos, en sus opciones y, así, se encaminaron inexorablemente hacia desastres sistemáticos. María, por el contrario, es bendita porque se ha fiado de Dios, ha cultivado la certeza de que, a pesar de todas las apariencias de lo contrario, la palabra del Señor se cumpliría.
          Bienaventurada la que ha creído. Esta es la primera bienaventuranza que se anuncia en el Evangelio de Lucas y –notemos– se formula en tercera persona (no: tú eres Bienaventurada…). Esto indica que la felicidad no está reservada a María, sino que debe extenderse a todos los que confían en la Palabra del Señor. En el Evangelio de Juan esta misma bienaventuranza se encuentra al final. El Resucitado dirigiéndose a Tomás afirma: “Dichosos los que no han visto y han creído” (Jn 20,29). La fe auténtica –la testimoniada por María– no necesita visiones, demostraciones, pruebas. Se basa en la escucha de la Palabra y se manifiesta en la adhesión incondicional a la misma.
          No es fácil creer, especialmente cuando a uno se le pide ir en contra del “sentido común”. Se necesita mucho coraje para creer que se realizarán las promesas hechas por Dios a los constructores de paz, a los no violentos, a los que ponen la otra mejilla, a los que no se vengan, a los que dan su vida por amor. María muestra que vale la pena confiar siempre en la Palabra del Señor. “¡Dichosos más bien, los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen! (Lc 11,28).
          El pasaje del Evangelio termina con los primeros versos del himno de alabanza al Señor que Lucas ha puesto en labios de María. Ha sido ella la primera en darse cuenta de las maravillas realizadas por el Señor y en entonar un himno de alabanza.
          Todo comienza a partir de la mirada que Dios le dirige, una mirada completamente diferente a la de los hombres. Éstos miran hacia quienes pueden enriquecerlos. Dios vuelve sus ojos a los que no cuentan para nada, a los despreciados, estériles, improductivos, a los que se encuentran en situaciones desesperadas. Judit oraba así: “Tú eres el Dios de los humildes, socorredor de los pequeños, protector de los débiles, defensor de los desanimados, salvador de los desesperados” (Jdt 9,11).
          María ha comprendido que no es la perfección espiritual ni los méritos los que atraen la mirada de Dios sino la necesidad humana. Ella se sitúa así entre los pobres y se hace la portavoz de sus sentimientos de gratitud.