Cristo
Rey
El
triunfo de los vencidos
P.
Fernando Armellini
Introducción
“Entonces
Pilato se hizo cargo de Jesús y lo mando azotar. Y los soldados entrelazaron
una corona de espinas y se la pusieron en la cabeza y lo vistieron con un manto
rojo, y acercándose a él, le decían: ¡Salud, Rey de los Judíos! Y le pegaban en
la cara” (Jn 19,1-3).
¿Cómo
es que Jesús no reaccionó como lo hizo cuando fue golpeado por al siervo del
sumo sacerdote? (cf. Jn 18,23) La entronización de un rey de parodia era un
juego muy conocido en la antigüedad. Un prisionero que a los pocos días sería
ajusticiado, venía revestido de insignias reales y tratado como emperador. Una
burla cruel, a la que Jesús también fue sometido.
En
la escena descrita por Juan aparecen todos los elementos que caracterizan la
entronización de un emperador: la corona, el manto de purpura, las
aclamaciones. Es la parodia de la realeza y Jesús la acepta porque demuestra de
la manera más explícita cuál es su juicio sobre la ostentación de poder y la
búsqueda de la gloria de este mundo. La ambición de sentarse en un trono para
recibir honores e inclinaciones es para él una farsa, aunque sea, por
desgracia, la comedia más común y grotesca recitada por los hombres.
En
la escena final del proceso (cf. Jn 19,12-16), Pilato conduce fuera a Jesús, y
lo hace sentar sobre una tribuna elevada. Es mediodía y el sol está en su cenit
cuando, frente a todo el pueblo, señalando a Jesús coronado de espinas y
cubierto con el manto de púrpura, proclama: “Ahí tienen a su Rey”. Es el
momento de la entronización, es la presentación del soberano del nuevo reino,
el reino de Dios.
Para
los judíos, la propuesta es tan absurda que les supo a provocación, de ahí que,
furiosos, reaccionan indignados: “¡Fuera, fuera, crucifícale!” (Jn 19,15). Un
rey así no quieren ni verlo, decepciona todas las expectativas y es un insulto
al sentido común.
Jesús
está allí, en alto, para que todos lo puedan contemplar, iluminado por el sol
que brilla en todo su esplendor; está en silencio, no añade nada a la burla
porque ya ha quedado todo explicado. Espera solamente que cada uno se pronuncie
y haga su elección.
Uno
se puede decidir por las grandezas, por los reinados de este mundo, o bien
seguirle a Él, renunciando a todos los bienes y aceptando la derrota por amor.
De esta elección dependerá el éxito o el fracaso de una vida.
* Para interiorizar
el mensaje, repetiremos: “Reinar con Cristo, nos convierte en siervo de los
hermanos con él”.
13Mientras miraba, en la visión nocturna, vi venir en las
nubes del cielo una figura humana, que se acercó al anciano y fue presentada
ante él. 14Le dieron poder real y dominio: todos los pueblos,
naciones y lenguas lo respetarán. Su dominio es eterno y no pasa, su reino no
tendrá fin. – Palabra de Dios
El capítulo del que se han sacado los
dos versículos de la lectura de hoy se abren con una dramática visión nocturna.
Del océano, que en el antiguo Medio Oriente era el símbolo del mundo hostil y
del caos, emergen cuatro enormes bestias: un león, un oso, un leopardo y una
cuarta bestia espantosa y terrible, de fuerza excepcional; todo lo tritura con
sus dientes de hierro (cf. Dn 7,2-8).
El
lenguaje y las imágenes son de la literatura apocalíptica; las referencias y
alusiones apuntan a la historia de los pueblos vecinos.
El
simbolismo de las cuatro ferias es explicado por el propio autor (cf. Dn
7,17-27). Representa a los cuatro grandes imperios que se han sucedido el uno
al otro y que han oprimido al pueblo de Dios. El león indica al sanguinario
reino de Babilonia, la maldita. El oso es la imagen de la gente de Media, voraz
y siempre pronto a agredir; el leopardo de cuatro cabezas es el símbolo de los
persas que miran en todas direcciones al acecho de la presa. La cuarta bestia,
la más espantosa de todas, representa el reinado de Alejandro Magno y sus
cuatro sucesores. De éstos, uno es particularmente siniestro, Antíoco IV, el
perseguidor de los santos fieles a la ley de Dios. Él tiene el poder justo en
el momento en el que se escribió el libro de Daniel.
La
historia de Israel ha sido un sucederse de reinos crueles y despiadados con los
débiles. Han violado los derechos de los pueblos y se han impuesto a sí mismos
por la violencia, se han comportado como bestias.
¿Será
el mundo siempre víctima de conquistadores arrogantes que hacen de la fuerza su
dios? ¿Asistirá el Señor indiferente a la opresión de su pueblo?
Al
vidente le es dado contemplar otra escena grandiosa: en el cielo vienen
colocados unos tronos y un anciano, que representa al mismo Dios, se sienta
para juzgar y pronuncia la sentencia: a las bestias les viene quitado del
poder, y la última es matada, despedazada y arrojada al fuego (cf. Dn 7,9-12).
¿Qué sucede después?
Es
aquí que comienza nuestra lectura de hoy. Daniel continúa su revelación:
“Mientras miraba en la visión nocturna vi venir en las nubes del cielo una
figura humana que se acercó al anciano y fue presentada a él” (v. 13), a quien
el anciano, Dios, confiere el poder, la gloria y el reino.
Hijo
del hombre es una expresión que significa simplemente hombre. Después de tantas
bestias, finalmente aparece un hombre. El hombre es imagen de Dios y su
vocación es dominar a los animales (cf. Gn 1,28; Sal 8,7-9).
¿Quién
es este? ¿A quién representa? No viene del mar como los cuatro monstruos, sino
del cielo, es decir, de Dios. El autor del libro de Daniel no se refería a un
solo individuo, sino a Israel que después de la gran tribulación desatada por
Antíoco IV, recibiría de Dios un reino eterno, un reino que nunca conocería el
ocaso. Todas las otras naciones le serán sometidas sin opresión alguna porque
el rey tendrá un corazón de hombre.
Con esta profecía,
escrita durante la persecución del malvado Antíoco IV (167-164 a.C.), el autor
ha querido infundir ánimo y esperanza en las personas piadosas de su pueblo. La
opresión está ya llegando al final; unos años más, y Dios le daría a Israel el
dominio del mundo.
¿Cuándo
se cumplió esta profecía? Dos o tres años después, Israel conquistó de hecho su
independencia política. ¿Había llegado, por tanto, el reino del “Hijo del
hombre? Como siempre, cuando la autoridad es entendida como el poder y
dominación, también los nuevos libertadores, los Macabeos, pronto se
convirtieron a su vez en opresores y explotadores.
La
profecía se ha cumplido sólo con la venida de Jesús, el “hijo del hombre”, que
ha dado comienzo al reinado de los santos del Altísimo (cf. Mc 14,62). Todos
los reinos que se han sucedido antes de él, se han inspirado en el mismo
principio brutal: la confrontación. El fuerte ha subyugado al débil, el rico se
ha impuesto al pobre, el más capaz ha reducido a servidumbre al menos dotado.
Nuevos déspotas se instalaron en el lugar de sus predecesores, sin volver más
humana la convivencia de los pueblos sino, por el contrario, deshumanizándola
aún más, porque los pensamientos y sentimientos siguieron siendo los mismos:
voracidad, codicia, crueldad y prepotencia.
Jesús
ha interrumpido para siempre este sucederse de imperios feroces, ha dado un
vuelco a los valores poniendo en el vértice no el poder sino el servicio. Ha
introducido un nuevo criterio, el del corazón humano, que es lo opuesto al
corazón cruel de las bestias.
Contaban
los rabinos que, en una noche oscura, un hombre encendió una lámpara, pero el
viento la apagó. La encendió por segunda vez y luego una tercera, pero de nuevo
fue apagada. Después se dijo a sí mismo: esperaré a que salga el sol. Del mismo
modo Israel fue liberado de Egipto, pero su libertad fue apagada por los
babilonios; se salvó de nuevo, pero se vio abrumado rápidamente por los medos,
los persas y los griegos. Entonces dijo: esperaré el sol, el reinado del
Mesías.
Los
hebreos están todavía esperando que surja esta luz. También nosotros la
esperamos porque todavía no brilla con en todo su esplendor, pero sabemos que
ha surgido ya: es Jesús de Nazaret, cuyo reino “brilla como la aurora que se va
esclareciendo hasta pleno día” (Pr 4,18).
Salmo 92, 1ab. 1c-2. 5
R: El Señor reina,
vestido de majestad.
El Señor reina,
vestido de majestad,
el Señor, vestido y
ceñido de poder.
Así está firme el
orbe y no vacila.
Tu trono está firme
desde siempre,
y tú eres eterno.
Tus mandatos son
fieles y seguros,
la santidad es el
adorno de tu casa,
Señor, por días sin
término.
Segunda Lectura: Apocalipsis 1,5-8
5A Jesucristo, el testigo fidedigno, el primogénito de los
muertos, el Señor de los reyes del mundo. Al que nos ama y nos libró con su
sangre de nuestros pecados, 6e hizo de nosotros un reino, sacerdotes
de su Padre Dios, a él la gloria y el poder por los siglos de los siglos amén. 7Mira
que llega entre las nubes: todos los ojos lo verán, también los que lo
atravesaron; y todas las razas del mundo se darán golpes de pecho por él. Así
es, amén. 8Yo soy el alfa y la omega, dice el Señor Dios, Aquel que
es, que era y que será, el Todopoderoso. – Palabra de Dios
Des Patmos, minúscula isla del Egeo, un
cristiano exiliado “a causa de la palabra de Dios y el testimonio de Jesús” (Ap
1,9), escribe a siete iglesias de Asia Menor, sacudidas por la persecución
desatada por Domiciano, para exhortarlas a que perseveren en su fe.
Nuestro
pasaje, tomado del prólogo de las siete cartas que constituyen la primera parte
del libro de Apocalipsis, comienza con una referencia a Jesús, a quien le son
atribuidos cuatro títulos significativos: Cristo, testigo fiel, primogénito de
entre los muertos, príncipe de los reyes de la tierra (v. 5).
Hoy
nos preocupa sobre todo el último, príncipe de los reyes de la tierra, porque
es una invitación a evaluar con nuevos ojos la historia del mundo. Todos
miraban al emperador de Roma como el árbitro de los destinos de los pueblos, el
hombre omnipotente que se consideraba como un dios y llenaba todo el imperio de
estatuas suyas. Y sin embargo, no era él el que regía el destino del mundo: él
estaba sometido a un soberano superior, a Cristo, a quien el Padre le había
consignado el reino que ya nadie será capaz de destruir.
El
poderío de un imperio se mide, ante todo, por las dimensiones del territorio
sobre el que se extiende. El reino de Cristo no ocupa ningún espacio
geográfico, no se basa en demostraciones de fuerza y no consiste en el dominio.
Los miembros de este reino no son ni soldados ni esclavos, ni súbditos, sino
sacerdotes (v. 6) llamados a ofrecer, con sus vidas, sacrificios agradables a
Dios, es decir, obras de amor. Ésta es la única orden que reciben de su rey.
Cada
gesto de generosidad que realicen es un ejercicio de su sacerdocio. Cuando son
perseguidos debido a su fidelidad al evangelio, ofrecen a Dios el más agradable
de los sacrificios: el amor heroico hacia esos mismos carnífices que los hacen
sufrir injustamente y los llevan a la muerte.
El
autor invita a las comunidades cristianas de Asia Menor, inclinadas desanimarse
a causa de la persecución, a dirigir la mirada hacia el Señor que está viniendo
(v. 7). Su victoria está asegurada y todo el mundo lo verá, aunque su triunfo
no será lo que la gente suele esperar: no humillará a sus enemigos, no
condenará a quienes lo han atravesado, sino que los vencerá ganando sus
corazones. Todos reconocerán su pecado y se convertirán a su amor. Ésta es la
única victoria que las comunidades cristianas deben esperar
Al
final del pasaje (v. 8) Dios ratifica con su firma las afirmaciones del vidente
del Apocalipsis, presentándose como el Alfa y la Omega. La imagen de la primera
y la última letra del alfabeto griego es una transposición feliz en la cultura
helenística de la declaración bíblica: “Yo soy el primero y yo soy último;
fuera de mí no hay Dios” (Is 44: 6). La historia del mundo es un periodo
intermedio: todo viene de Dios y todo vuelve a él. Ante sus ojos, el poder de
los emperadores de Roma es un breve interludio,
Evangelio: Juan 18,33-37
33En aquel tiempo, preguntó Pilato a Jesús: ¿Eres tú el rey
de los judíos? 34Jesús respondió: ¿Eso lo preguntas por tu cuenta o
porque te lo han dicho otros de mí? 35Pilato respondió: ¡Ni que yo
fuera judío! Tu nación y los sumos sacerdotes te han entregado a mí. ¿Qué has
hecho? 36Contestó Jesús: Mi reino no es de este mundo; si mi reino
fuera de este mundo, mis soldados habrían peleado para que no me entregaran a
los judíos. Pero mi reino no es de aquí. 37Le dijo Pilato: Entonces,
¿tú eres rey? Jesús contestó: Tú lo dices. Yo soy rey: para eso he nacido, para
eso he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad. Quien está de parte
de la verdad escucha mi voz. – Palabra del Señor
En la parte más alta de la ciudad de
Jerusalén, en lo que fue el palacio del rey Herodes el Grande, Pilato había
establecido su pretorio. Allí, en la madrugada de la víspera de la Pascua, los
judíos llevaron a Jesús acusándolo de ser un criminal. Es dentro de este
pretorio que tiene lugar el diálogo referido en el texto del evangelio de hoy.
La cuestión que viene formulada desde la primera pregunta que el procurador
dirige a Jesús es de la más delicadas: “¿Eres
tú el Rey de los Judíos?”.
Desde
que en el año 63 a.C. Pompeyo conquista Jerusalén y somete Judea a la
dominación romana, en las sinagogas se había comenzado a recitar un salmo,
compuesto por un rabino empapado del pensamiento bíblico: “Señor, tú eres
nuestro rey. El reinado de nuestro Dios es eterno sobre todas las naciones. Tú
has elegido a David como rey de Israel, y juraste que su descendencia nunca se
extinguirá ante ti. Ahora, a causa de nuestras culpas, los pecadores se han
levantado contra nosotros. Mira, Señor, y suscita a un hijo de David, en el
tiempo que tú hayas establecido, para reinar sobre Israel”. Era un rechazo
explícito a la potencia colonial extranjera.
Intentos
poco realistas de desafiar el poder romano habían sido aplastados ya en el año
4 a.C, después de la muerte de Herodes. En Perea había tenido lugar la rebelión
de Simón, un esclavo de la corte quien, después de haber prendido fuego a los
palacios de Jericó, había hecho incursiones en todo el reino. En Judea,
Atronge, un pastor de estatura gigantesca había infligido grandes pérdidas al
ejército romano. Por último, con ocasión del censo de Quirino (6 d.C.), Judas
el Galileo, también mencionado en el libro de los Hechos (Hch 5:37), había
comenzado otra sedición en Séforis, cerca de Nazaret, instando a la gente a no
pagar el tributo a César. Todos estos levantamientos fueron sangrientamente
reprimidos. I así del 6 al 36 d.C., Judea conoció un período de tranquilidad
bajo la autoridad de los prefectos de Roma. Los movimientos revolucionarios,
como el famoso partido de los zelotes, sólo aparecieron más tarde, a mediados
de los años 40 d.C., cuando Roma cometió la insensatez del enviar a palestina
procuradores crueles y corruptos.
Incluso
en un período de relativa calma como aquél en el que Pilato gobernaba (26-36
d.C.), la acusación de despertar esperanzas nacionalistas latentes o la
sospecha de querer restaurar la monarquía davídica eran acusaciones
extremadamente peligrosas.
Es
en este contexto histórico donde hay que colocar el dialogo sobre la realeza
mantenido entre Jesús y Pilato. La primera pregunta del procurador: ¿Eres tú el
Rey de los Judíos?, tiene como objetivo puntualizar la acusación y revela las
perplejidades de Pilato que se encuentra frente a un hombre solo, sin armas,
sin soldados que puedan defenderle, que ha sido abandonado por sus propios
amigos y abofeteado por un siervo de Anás. No parece ciertamente el tipo que
pueda poner en peligro el poder de Roma.
Jesús
responde con otra pregunta para obligar al procurador a asumir su propia responsabilidad
“¿Eso lo preguntas por tu cuenta o porque te lo han dicho otros de mí?”. Es
decir: ¿tienes alguna razón para pensar que soy un sedicioso, o prestas oído a
habladurías? ¿No te han referido mi reacción ante el intento de uno de mis
discípulos de echar mano de la espada (cf. Jn 18,10-11)?
Pilatos
replica casi con resentimiento: ¡”Ni que yo fuera judío!”, es decir: soy un
oficial romano y administro justicia de manera independiente. Y continúa: “Tu
nación y tus sumos sacerdotes te han entregado a mí, ¿qué has hecho?” (v. 35).
Es
en este punto que el tema de la realeza de Cristo se pone al rojo vivo. Jesús
trata de ayudar al procurador a entender: “Mi reino no es de este mundo” (v.
36).
Pilato
no conoce más que los reinos de este mundo. Si alguien le hablara del reinado
de Tiberio, inmediatamente pensaría en el inmenso territorio sobre el que el
emperador extiende su dominio, o bien al tiempo, a los años en que ha reinado,
o incluso a la autoridad soberana que ejerce; pensaría también en las características
bien definidas de los reinos de este mundo, es decir, que se cimentan sobre
hombres movidos por la ambición, que se basan en el uso de la fuerza y del
dinero, que hay que defenderlos con las armas, que el fuerte se impone y que
los súbditos están sometidos y obedecen.
El
de Jesús no tiene nada en común con estos reinos. No mata a nadie, es él quien
va a morir; no manda a los demás, sino que obedece; no se alía con los grandes
y poderosos, sino se pone de parte de los últimos, de los que no cuentan para
nada. Poseer, conquistar, exterminar son para los hombres signos de fortaleza;
para Jesús, por el contrario, de debilidad y derrota. Para él, grande es el que
sirve.
Pilato no entiende de qué está hablando
Jesús; sólo consigue hacerle una pregunta general: “Entonces ¿tú eres rey?” (v.
37). Jesús siempre ha reaccionado con dureza contra quienes han intentado
atraerle hacia realezas de este mundo; las ha considerado desde el principio
como propuestas diabólicas (cf. Mt 4,8-10). Ha defraudado las expectativas
mesiánicas de sus discípulos y huido cuando la gente quería proclamarlo rey
(cf. Jn 6,15). Ahora, sin embargo, que él es derrotado y tiene las horas
contadas, ahora que ya no hay ninguna posibilidad de malentendidos, proclama
solemnemente ante el representante del mundo pagano: “Tu lo dices, sí yo soy
rey”. Luego explica: “Para eso he venido al mundo, para dar testimonio de la
verdad” (v 37). No para enseñar la verdad, como hacían los sabios, sino para
testimoniar la verdad.
Para los filósofos griegos la verdad
era el descubrimiento de la esencia de las cosas, indicaba la caída de todo
velo, de todos los secretos sobre el sentido de su existencia. Ligada a esta
verdad filosófica estaba la verdad histórica que consistía en contar
objetivamente, referir los hechos tal y como ocurrieron. Los judíos entendían
la verdad de manera diferente En la Biblia verdad y fidelidad a la palabra dada
es estabilidad y perseverancia, es aquello o aquel de quien uno se puede fiar.
Dios es verdad porque no se contradice ni se desmiente nunca, porque mantiene
sus promesas, está animado por un amor que nada ni nadie podrá nunca disminuir
(cf. Ex 34,6).
Para
un hebreo la verdad no es algo lógico, sino concreto, es lo que sucede en la
historia. Para consolar e iluminar al vidente del Libro de Daniel, preocupado
por los trágicos acontecimientos de la historia de su pueblo, el Señor le
revela lo que está escrito en el “Libro de la Verdad” (cf. Dn 10,21). Es una
imagen para indicar que Dios le ha revelado su plan de salvación que está ya
para actualizar. Verdad son los designios del amor del Señor; conocer la verdad
significa comprender estos designios y participar en su realización.
Jesús vino para dar testimonio de la
verdad porque encarna el plan de Dios, lo lleva a cumplimiento, por esto es la
verdad (cf. Jn 14,6). Con su presencia en el mundo, con toda su vida gastada
por amor, demuestra la fidelidad del Señor a su pacto con el hombre.
Ahora deberían resultar más claras
muchas expresiones usadas por Juan. Hacer la verdad (cf. Jn 3,21) y andar en la
verdad (cf. 2 Juan 4) indican adhesión a Cristo con toda la propia vida; el
Espíritu de la verdad (cf. Jn 14,17; 15,26; 16,13) es el impulso divino que,
después de habernos introducido en el proyecto de Dios, nos da fuerza para
mantenerlos fieles; la verdad nos hace libres (cf. Jn 8,32) porque sólo una
vida conforme al evangelio es realmente libre, el que la desvía se convierte en
esclavo de sus propias pasiones y de sus propios ídolos.
Jesús concluye la
explicación sobre su reinado, declarando: “Quien está de parte de la verdad
escucha mi voz” (v. 37). Y Pilato, que entiende cada vez menos, responde: “¿Y
qué es la verdad?”. Al procurador no le interesa la persona de Jesús, sino
saber si es una amenaza o no para el poder de Roma. Es refractario al plan de
Dios, piensa en el reino de este mundo, no en la verdad. Insensible a la voz de
Jesús y cansado de oír palabras sin sentido para él, interrumpe el diálogo.
Es
el símbolo del mundo incrédulo que se niega a escuchar la palabra de la verdad:
no encuentra en ella ningún motivo de condena, pero no tiene el coraje de tomar
una posición y termina cediendo a las opciones de la muerte.
Pero
no es, sin embargo, sobre la decisión del procurador romano de entregar a Jesús
para ser crucificado que cae el telón sobre el drama de la realeza. Sobre el
patíbulo Pilato hizo poner una inscripción en tres idiomas: hebreo, latín y
griego, para que fuera leída y comprendida por todos: “Jesús Nazareno, Rey de
los Judíos” (Jn 19,19). Sin darse cuenta, el representante del reino más
poderoso de este mundo reconocía, oficialmente, la realeza de Jesús. Cuando los
sumos sacerdotes protestaron pidiendo que rectificara, afirmó que esa
declaración era irreversible: “Lo escrito, escrito está” (Jn 19,22). Él, el
depositario de la autoridad del emperador, no podía cambiar: la victoria de los
vencidos que se inició con su rey levantado en la cruz. Ningún reino de este
mundo nunca más será capaz de detener su avance. Esta era la gran sorpresa de
Dios.