¿Se puede
controlar al corazón?
P. Fernando
Armellini
Marcos 12, 28-34
Marcos 12, 28-34
Introducción
El faraón era el
amado del dios Ra. Desde los tiempos más remotos, el dios Ra motivaba sus
intervenciones a favor del soberano con la fórmula: “Por el amor que te tengo”.
El Dios de Israel
no conocía este sentimiento dulce y delicado. En los textos más antiguos de la
Biblia a Dios se le atribuyen sólo fuertes pasiones: se arrepiente, se indigna,
se apesadumbra cf. (Gn 6,6-7), cultiva la inquebrantable lealtad del señor
feudal hacia su vasallo, pero no el amor, así se entiende que, presa del
terror, los israelitas suplicaran a Moisés: “Háblanos tú y te escucharemos; que
no nos hable Dios que moriremos” (Ex 20,19).
Dios contempló
la creación y “vio que era bueno”, pero no se alude a una emoción de la
alegría; en sus alianzas con Noé y Abrahán, se buscaría en vano en el texto
sagrado la afirmación porque los amaba como motivo de su elección. El Señor
escucha el clamor de su pueblo oprimido en Egipto, se acuerda de su alianza,
mira, se preocupa (cf. Ex 2,23-25), pero incluso en esta ocasión no hay mención
de amor. Israel se mostró reacio a atribuir al Señor el verbo ‘aheb, amar,
debido a sus matices eróticos.
Oseas fue quien
introdujo la imagen del afecto conyugal y, después de él, ninguna expresión de
este amor, incluso las más atrevidas, fueron excluidas. Sirvió para expresar el
afecto, las emociones, la ternura de Dios hacia el hombre. Se descubrió su amor
por los patriarcas (cf. Dt 4,37), Abrahán fue reconocido como “su amigo” (cf.
Is 41,8), se le atribuyó el afecto visceral de un padre (cf. Sal 103,13) y el
juramento: “Aunque se retiren los montes y vacilen las colinas, no te retiraré
mi lealtad ni mi alianza de paz vacilará” (Is 54,10).
Sólo después de
tomar conciencia de este amor eterno y libre, Israel sintió la necesidad de
corresponder al mismo y de que un Dios que te ama, sin condiciones, tiene
derecho a exigir, incluso al corazón lo que parece humanamente imposible: “Si
tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber” (Prov
25:21).
* Para
interiorizar el mensaje, repetiremos: “Sólo el que ha entendido que Dios es
amor es capaz de amar”.
Primera Lectura: Deuteronomio 6,2-6
2En
aquellos días, habló Moisés al pueblo diciendo: A fin de que respetes al Señor,
tu Dios, guardando toda la vida todos los mandatos y preceptos que te doy –y
también a tus hijos y nietos–, y así te alargarán la vida. 3Por eso,
escucha, Israel, y esfuérzate en cumplirlos para que te vaya bien y crezcas
mucho. Ya te dijo el Señor, Dios de tus padres: Es una tierra que mana leche y
miel. 4Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es solamente uno. 5Amarás
al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con toda el alma, con todas las
fuerzas.6Las palabras que hoy te digo quedarán en tu memoria. –
Palabra de Dios
Los hijos de
Agar, los habitantes del desierto de Arabia, eran famosos por sus proverbios y
dichos sapienciales; los comerciantes de Merra y Teman eran narradores de
fábulas, en su tierra habían aparecido los famosos gigantes de la antigüedad,
de gran estatura, diestros en la guerra. Sin embargo, ninguno de estos pueblos
había sido escogidos por Dios; a ninguno de ellos les había sido revelado el
camino de la sabiduría (cf. Bar 3,23-27). Le fue dada a Moisés en el Sinaí y, desde
ese día, Israel se creía el depositario en el mundo de la sabiduría y la
inteligencia, hasta llegar a exclamar: “¡Dichosos nosotros, Israel, que
conocemos lo que agrada al Señor” (Bar 4,4)! Incluso hoy día, en la oración de
la mañana, todos los judíos dan gracias a Dios: “Bendito seas tú Señor que nos
has elegido entre todas las naciones y nos diste tu ley”.
Es en el
contexto de este justificado orgullo nacional donde viene colocado el pasaje de
hoy. Comienza (vv. 2-4) con la exhortación a temer al Señor. No es una
invitación al miedo: el miedo presupone una imagen de Dios incompatible con la
revelación bíblica. Temer a Dios es presentarse ante él con una actitud de
entrega total, significa la voluntad de aceptar dócilmente su voluntad. “Ahora
sé que temes a Dios”, dijo el ángel de Dios a Abrahán (Gn 22,12). Quería decir:
“Ahora sé que eres fiel a Dios y le obedeces en todo”. Los temerosos de Dios
son los que se han entregado a él y están dispuestos a realizar cualquier cosa
que el Señor les pida, no porque tengan miedo a su castigo, sino porque, están
seguros de su amor, confían en él ciegamente.
En la segunda
parte del pasaje (vv. 4-6) se introduce el famoso texto que repite cada
israelita piadoso, también hoy, tres veces al día: “Escucha Israel…”.
Comienza con la
profesión de fe en la unicidad de Dios: “El Señor es nuestro Dios, el Señor es
solamente uno” (v. 4). La tentación más sutil no es el ateísmo, sino el
politeísmo, la decisión de construir “becerros de oro” y ligar los corazones a
los ídolos que engañan, prometen satisfacción, serenidad y paz, pero luego
traicionan, esclavizan, deshumanizan a los que los veneran. Consciente de este
peligro, todo israelita siente la necesidad de constantemente recordarse a sí
mismo la verdad fundamental de la fe: el Señor es uno.
Luego viene la
recomendación: “Amarás al Señor tu Dios” (v. 5). En el libro de Deuteronomio
los verbos temor y amor son intercambiables y ambos expresan un a entrega
exclusiva al Señor.
El amor de Dios
no debe ser identificado con la práctica de los deberes religiosos, con la
participación en los actos de culto; para apaciguar a los dioses, los pueblos
del antiguo Oriente Medio ofrecían holocaustos de animales y los primeros
frutos de la cosecha, convencidos de que, si el dulce olor de las víctimas no
ascendía regularmente al cielo, los dioses se enfadarían y enviarían peste,
sequía y hambrunas.
Incluso Israel
durante mucho tiempo concibió su relación con el Señor en términos cultuales.
Pensó que podía conseguir los favores de su Dios, ofreciendo, como los paganos
sacrificios y holocaustos. No es así que Señor quiere que se manifieste amor.
Son violentas las diatribas de los profetas contra el ritualismo religioso:
“¿De qué me sirve la multitud de sus sacrificios? –Dice el Señor–. Estoy harto
de holocaustos de carneros, de grasa de animales cebados…. No me traigan más
ofrendas sin valor, el humo del incienso es detestable. Lunas nuevas, sábados,
asambleas… no aguanto reuniones y crímenes. Sus solemnidades y fiestas las
detesto; se me han vuelto una carga que no soporto más. Cuando extienden las
manos, cierro los ojos; aunque multipliquen las plegarias, nos las escucharé….
Lávense, purifíquense, aparten de mi vista sus malas acciones. Aprendan a obrar
bien; busquen el derecho, socorran al oprimido; defiendan al huérfano, protejan
a la viuda” (Is 1,10-20; cf. Am 5,21 25).
El amor que Dios
quiere no es un sentimiento fugaz, una emoción pasajera, una declaración de
amor hecha solamente con los labios, sino la adhesión total a él en el
cumplimiento de lo que le agrada.
Para los semitas
el corazón era la sede no sólo de las emociones, sino también de la
racionalidad y de las decisiones. Amar a Dios con todo el corazón significa
darle el control de todas las decisiones y de todos los sentimientos. También
significa mantener un corazón indiviso, un corazón donde no haya espacio para
los ídolos. Si es el Señor quien con su palabra llena el corazón, no hay que
dar ya ningún peso a la codicia del dinero, a los caprichos, las ambiciones, a
la hora de sopesar lo que se debe hacer, decir o querer.
Con toda tu
alma. El alma en la Biblia equivale a la vida. No se puede malgastar ni un
instante, estando en desacuerdo con el proyecto del Señor. Los rabinos
enseñaban: el verdadero israelita ama a Dios siempre, incluso cuando Dios le
quita la vida.
Con toda la
fuerza significa que tenemos que usar todas sus energías y habilidades en la
realización de los designios del Señor. Con el término “fuerza”, los israelitas
también indicaban los bienes materiales, por eso siempre estaban dispuestos,
cuando era necesario, a sacrificar todo lo que tenían como prueba de su
adhesión a la fe.
Salmo 17, 2-3a. 3bc-4. 47 y 51ab
R: Yo te amo,
Señor, tú eres mi fortaleza.
Yo te amo,
Señor, tú eres mi fortaleza,
Señor, mi roca,
mi alcázar, mi libertador.
Dios mío, peña
mía, refugio mío, escudo mío,
mi fuerza
salvadora, mi baluarte.
Invoco al Señor
de mi alabanza
y quedo libre de
mis enemigos.
Viva el Señor,
bendita sea mi Roca,
sea ensalzado mi
Dios y Salvador.
Tú diste gran
victoria a tu rey,
tuviste
misericordia de tu Ungido.
Segunda Lectura: Carta a los hebreos 7,23-28
23Hermanos:
Aquellos sacerdotes eran numerosos porque la muerte les impedía continuar. 24Éste,
en cambio, como permanece siempre, tiene un sacerdocio que no pasa. 25Así
puede salvar plenamente a los que por su medio acuden a Dios, ya que vive
siempre para interceder por ellos. 26Él es el sumo sacerdote que
necesitábamos: santo, inocente sin mancha, apartado de los pecadores, ensalzado
sobre el cielo. 27Él no necesita, como los otros sumos sacerdotes,
ofrecer cada día sacrificios, primero por sus pecados y después por los del
pueblo; esto lo hizo de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo. 28La
ley nombra sumos sacerdotes a hombres débiles; pero el juramento de Dios, que
fue hecho después de la ley, nombra a un Hijo que llegó a ser perfecto para
siempre. – Palabra de Dios
Los judíos que
se habían convertido a Cristo mantenían un recuerdo nostálgico de su antigua
tradición religiosa. Recordaban las grandes ceremonias en el templo de
Jerusalén, la solemnidad con la que se ofrecían los sacrificios, los
espléndidos paramentos de los sacerdotes, el aroma de incienso, el sonido
melodioso de las arpas, las canciones que acompañaron a las celebraciones
litúrgicas.
Es común la
atracción que todos solemos sentir hacia estas manifestaciones externas de
religiosidad porque transmiten la sensación de estar ofreciendo algo a Dios. En
el pasaje de hoy, el autor responde a la nostalgia que sentían estos judíos por
las antiguas liturgias y les dice que el sacerdocio de Jesús y el culto que él
ofrece son infinitamente superiores al culto del Templo.
He aquí las razones:
en primer lugar, los sacerdotes del templo fueron muchos, porque la muerte les
impedía continuar en el cargo y tenían que ser sustituidos. Jesús, por el
contrario, permanece para siempre, posee un sacerdocio que no pasa y continúa
intercediendo por nosotros ante Dios (vv. 22-25). Además, los sacerdotes del
templo eran pecadores y ofrecían los sacrificios de expiación no sólo por el
pueblo, sino también por ellos mismos. Jesús, sin embargo, es puro, santo y sin
mancha; ha sido tentado como nosotros, pero nunca se ha sido vencido por el mal
(v. 26).
Finalmente,
Cristo es superior porque no ha ofrecido sacrificios materiales como lo
hicieron los sacerdotes del templo que ofrecían bueyes, palomas, corderos y
frutos de la tierra; estos sacrificios tenían que ser repetidos continuamente
porque no podían obtener la salvación. Jesús, en cambio, dio su vida de una vez
para siempre (vv. 27-28).
El autor de la
carta no responde a los judíos nostálgicos como hubiéramos hecho nosotros, pues
en nuestras iglesias las liturgias son aún más solemnes que las del templo,
nuestros paramentos más preciosos…. Él declara, en cambio, que el culto
ofrecido por Cristo es totalmente diferente. También los sacrificios de los
cristianos son diferentes de los del templo, son “espirituales”, consisten en
el don de la vida a los demás, como ha hecho Cristo (cf. Rom 12,1).
Evangelio: Marcos 12,28-34
28En
aquel tiempo, un letrado se acercó a Jesús y le preguntó: ¿Cuál es el precepto
más importante?29 Jesús respondió: El más importante es: Escucha,
Israel, el Señor nuestro Dios es uno solo.30 Amarás al Señor, tu
Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todas tus
fuerzas.31 El segundo es: Amarás al prójimo como a ti mismo. No hay
mandamiento mayor que éstos.32 El letrado le respondió: Muy bien,
maestro; es verdad lo que dices: el Señor es uno solo y no hay otro fuera de
él. 33 Que amarlo con todo el corazón, con toda la inteligencia y
con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos
los holocaustos y sacrificios. 34 Al ver Jesús que había respondido
acertadamente, le dijo: —No estás lejos del reino de Dios.
La conclusión de
este pasaje es un poco enigmática. ¿Por qué Jesús no invita al escriba a que le
sigua? ¿Por qué no le sugiere el siguiente paso a dar para entrar en el reino
de Dios? Al hombre rico le había indicado inmediatamente lo que le faltaba:
“Ve, –le dijo– vende cuanto tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en
el cielo; después, sígueme” (Mc 10,21). Suspendamos por ahora estas preguntas y
comencemos a enmarcar el episodio con el fin de captar su mensaje.
Hace tres días
que Jesús se encuentra en Jerusalén. Ha expulsado a los vendedores del lugar
santo (cf. Mc 11,15-18), un gesto que sentenció su ruptura con la autoridad
religiosa. Los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos están estudiando
la manera de atraparlo: le hacen preguntas capciosas, sopesan cada palabra que
dice con el fin de encontrar algún pretexto para acusarlo y deshacerse de él.
Mientras Jesús deambula por el templo, se le acercan y le someten a una serie
de cuestiones de carácter político y religioso. Jesús responde a todo,
tranquilamente y con suma habilidad, hasta el punto que sus adversarios quedan
atónitos y admirados (cf. Mc 11-12).
El evangelio de
hoy se sitúa en este contexto polémico. Un escriba que ha asistido a
controversias anteriores se adelanta y le hace también una pregunta: “¿Cuál es
el mandamiento más importante?”. A diferencia de los colegas que le
precedieron, a él no le mueve el odio contra Jesús, no tiene intención de
ponerlo a prueba; ha oído cosas buenas sobre Jesús y quiere verificar su
preparación bíblica.
Mediante el
estudio de la Escritura, los rabinos habían recabado 613 mandamientos que
distinguían entre preceptos negativos (acciones a evitar: 365, como los días
del año) y preceptos positivos (acciones a cumplir, que eran 248, como los
miembros del cuerpo humano). Algunos de estos preceptos eran considerados menos
importantes y otros más graves, pero la obligación de observarlos todos era
igualmente rigurosa. Las mujeres estaban excluidas de los 248 preceptos
positivos pero, incluso para ellas, continuaban siendo muchos, demasiados. Se
debatía si era posible resumirlos, reducirlos a lo esencial. Algunos rabinos no
querían ni oír hablar de tal propuesta. Se dice que un día el Rabino Shamai se
lanzó a bastonazos contra un pagano que, queriendo hacerse judío rápidamente,
le había pedido un resumen de la ley de Dios. Otros rabinos eran bastante más
razonables; se daban cuenta de que los pobres de la tierra nunca hubieran
podido aprender tantos preceptos y mucho menos cumplirlos.
Muchos maestros
sostenían que el mandamiento más importante era la observancia del sábado;
otros consideraron que el principal era el que imponía no tener otros dioses;
era famosa la opinión del Rabí Hillel: “Lo que no quieras para ti, no lo hagas
a tu prójimo; esta es toda la ley, el resto es sólo comentario”. El Rabí Akiba
enseñaba: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo; este es el gran principio de la
ley” y el rabino Simón, llamado el justo, decía: “El mundo se apoya en tres
pilares: la ley, el culto y las obras de amor”.
¿Cuál era la
posición de Jesús frente a tema tan debatido? Jesús mostraba ser muy
comprensivo con los pecadores y sus debilidades, de no ser tan inflexible como
el Rabino Shamai, lo que induciría a nuestro escriba a pedir al Maestro un
resumen de lo más importante de la ley. Otras veces Jesús había tomado partido
contra los “sabios” que complicaban la vida de la gente simple, cargando sobre
sus hombros el yugo insoportable de prescripciones minuciosas, de las
innumerables prácticas impuestas por la tradición de los ancianos.
La respuesta que
da Jesús al escriba está tomada de la más conocida de las oraciones de su
pueblo: “Escucha, Israel. El Señor nuestro Dios es el único Señor; amarás al
Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con
todas tus fuerzas.” A continuación, sin ser preguntado, añade un segundo
mandamiento, tomado del libro del Levítico: “Amarás a tu prójimo como a ti
mismo” (Lv 19,18).
Como hemos
aprendido de la primera lectura, Dios debe ser amado con todo el corazón, con
toda el alma y con todas las fuerzas (cf. Dt 6,5). Pero para Jesús esto no es
suficiente: a estas tres facultades, Jesús añade: con toda la mente.
Si se quiere que
la adhesión a Dios sea sólida e inquebrantable, no se la puede fundar en
fugaces emociones religiosas o hacerla depender de cualquier devoción piadosa.
Debe involucrar a la mente, debe ser el fruto de una elección consciente y bien
ponderada, que satisfaga plenamente incluso a la razón.
Quien no dedica
tiempo al estudio de la Palabra de Dios, quien es indiferente a los temas
teológicos o a los problemas eclesiales, quien no es capaz de dar razón de su
propia fe, no puede decir que ama a Dios con toda su mente.
A continuación,
Jesús une el amor a Dios al amor al hombre, haciendo inseparables ambos
mandamientos. Aunque no siempre sea fácil determinar lo que concretamente hay
que hacer, el significado del amor al prójimo está clarísimo: es la
disponibilidad a hacer siempre lo que es bueno para el otro. No es del todo
evidente, sin embargo, lo que pueda significar amar a Dios y cual sea la relación
entre los dos mandamientos.
El amor al
prójimo requiere el compromiso de garantizar que nadie se quede sin comida,
vestido, atención, educación y sin lo necesario para una vida digna. Sin
embargo, este compromiso no debe relegar a un segundo puesto los deberes para
con Dios: la oración, la misa dominical, las prácticas religiosas. Una parte
del tiempo, por tanto, hay que dedicarla al trabajo, a la familia, a los
amigos, pero sin quitarle a Dios la parte que le pertenece. Esta
insatisfactoria y bastante extendida interpretación es peligrosa pues lleva a
enfrentar a un mandamiento con el otro, ya que lo que se le da al prójimo se le
quita a Dios.
Notemos que sólo
en el Evangelio de Marcos los dos mandamientos se colocan en orden jerárquico,
se dice que hay un primer precepto, sin duda el más importante, y un segundo.
Mateo presenta la respuesta de Jesús al rabino de una manera más matizada: “El
segundo es semejante a éste” (Mt 22:39), por tanto no es menor, como parecería
resultar de la versión de Marcos.
En Lucas se da
un paso más, no hay mención de un primero y un segundo, sino de un sólo
mandamiento: “Amarás al Señor tu Dios…y a tu prójimo como a ti mismo” (Lc
10,27). En todo el resto del Nuevo Testamento no se habla ya más de dos
mandamientos que resuman toda la ley, sino de uno sólo, y éste es el amor del
prójimo.
En el Evangelio
de Juan, Jesús declara: “Este es mi (¡único!) mandamiento: que se amen unos a
otros” (Jn 15,17); y Pablo afirma que quien ama a prójimo ha cumplido toda la
ley: “De hecho: los mandamientos: no cometerás adulterio, no matarás, no
robarás, no codiciarás, y cualquier otro precepto, se resumen en éste: Amarás
al prójimo como a ti mismo” palabras: Amarás a tu prójimo como a ti mismo… El
amor es el cumplimiento pleno de la ley” (Rom 13,8-10). Escribiendo a los
gálatas, es aún más explícito: “Porque toda la ley se cumple en un precepto:
Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Gal 5,14).
Los dos
mandamientos no pueden, por lo tanto, separarse ya que constituyen la
manifestación de un amor único, como dice Juan: “Si uno dice que ama a Dios
mientras odia a su hermano, es un mentiroso. Quién no ama a su hermano, miente;
porque si no ama al hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (1
Jn 4:20).
Amar a Dios no
significa darle algo (tiempo, oraciones, canciones…), sino compartir su
proyecto en favor del hombre, recibir su amor y derramarlo entre los demás. ¿Se
puede dar el hecho de amar al hombre sin amar a Dios? Tal posibilidad es tan
impensable que la Biblia ni siquiera la considera. Si alguno ama al hombre
ciertamente está animado por el Espíritu, porque el amor sólo puede venir de
Dios (cf. 1Jn 4,7).
Queda por
aclarar lo que Jesús entendía por prójimo. Ya el libro de Levítico incluye al
extranjero entre las personas a quienes hay que amar: “Cuando un emigrante se
establezca entre ustedes en su país, no lo opriman. Será para ustedes como uno
de sus compatriotas: lo amarás como a ti mismo” (Lv 19,33-34); bastantes
rabinos, en referencia al pasaje del Génesis donde se dice que Dios creó al
hombre a su semejanza (cf. Gn 5,1), argumentaban que el término prójimo incluye
a todos los hombres. En realidad, sin embargo, el mandamiento sólo se refería a
los miembros del pueblo de Israel o, a lo sumo, a los que residían dentro de los
límites de la Tierra Santa. Jesús pone fin a toda discriminación y declara sin
dudarlo y de modo irrevocable: prójimo es quienquiera que se encuentre en
necesidad, sea amigo o enemigo (cf. Mt 5,43-48).
En su respuesta
(vv. 32-33), el escriba, retomando la declaración de Jesús, presenta la
comparación entre la práctica de estos dos mandamientos y el culto ofrecido en
el templo. No tiene dificultad en pronunciar su sentencia, ya que, como buen
rabino, ha estudiado los escritos y ha asimilado el pensamiento de los profetas
y sabios de Israel. Él sabe que “hacer justicia y equidad, para el Señor vale
más que un sacrificio” (Prov 21,3); recuerda la exclamación del salmista: “Tú
no quieres sacrificios ni ofrendas…no pides holocaustos ni víctimas, entonces yo
digo: aquí estoy… deseo cumplir tu voluntad, Dios mío, llevo tu enseñanza en
mis entrañas” (Sal 40,7). No tiene dudas: el amor es inmensamente más valioso y
aceptable a Dios que cualquier ofrenda.
Jesús, quien
citando al profeta Oseas, ha dirigido en repetidas ocasiones a los fariseos la
invitación: “Vayan a aprender lo que significa: Misericordia quiero y no
sacrificios” (Mt 9,13), no puede menos de mostrar ahora su complacencia ante la
sensibilidad espiritual de su interlocutor, por eso añade: “No estás lejos del
reino de Dios” (v. 34).
Llegados a este
punto, podemos retomar las preguntas planteadas al principio: ¿por qué Jesús no
indicó de inmediato al escriba lo que aún le faltaba para entrar en el reino de
Dios? ¿Por qué no lo invitó a seguirle? La razón hay que buscarla en la
perspectiva teológica de Marcos que ha estructurado su evangelio como un viaje
de Jesús desde Galilea a Jerusalén. El Maestro ha alcanzado ya su meta, dando
por finalizado el camino. Los que le han seguido, visto sus obras, escuchado
sus palabras y entendido su mensaje, los que se han dejado abrir los ojos y,
como el ciego Bartimeo se han unido a los discípulos en el camino, están ya
capacitados para hacer la elección de dar la vida junto con él y como él.
Los otros –el
sabio rabino del Evangelio de hoy, los devotos israelitas observantes de la Ley
y toda la gente buena y honesta– están solamente cerca del reino de Dios. Para
ingresar en él, deben acercarse a Cristo, estudiar a fondo su mensaje, evaluar
su propuesta y darle su adhesión consciente y decidida. Para llegar a esta
elección deben recorrer primero el camino que conduce de Galilea a Jerusalén.
Leer el
Evangelio de Marcos es como hacer este viaje. Puede ocurrir que, habiendo
llegado a la última página, no se tenga todavía el coraje de ofrecer la propia
vida como ha hecho Jesús. Puede ser que todavía no estemos plenamente
convencidos de que su propuesta es la propuesta justa. No hay que desanimarse,
basta recomenzar el viaje con él, desde Galilea. Un día, como ocurrió al ciego
de Betsaida, Jesús finalmente nos abrirá los ojos a todos.