¿Cuánto
vale el reino de los cielos?
P.
Fernando Armellini
Marcos
12,38-44
Introducción
Son frecuentes
las exhortaciones de la Biblia a la limosna: “El honrado da sin tacañerías”
(Prov 21,26); “Da tu pan al hambriento y tu ropa al desnudo. Da de limosna
cuanto te sobre y no seas tacaño en tus limosnas” (Tb 4,16).
Si
hay un precio que pagar para entrar en el reino de los cielos, ¿cuánto cuesta?
¿Será suficiente dar algo como limosna? En una célebre homilía (Hom. en Ev.
5,1-3), el Papa Gregorio Magno (590-614) aborda el tema y responde: “El reino
de Dios no tiene precio; vale todo lo que tienes”; luego ilustra su afirmación
con algunos ejemplos tomados del evangelio.
En
el caso de Zaqueo, la entrada en el reino de los cielos fue pagada con la mitad
de los bienes que poseía, ya que la otra mitad la había gastado en retribuir
cuatro veces más a los que había defraudado (cf. Lc 19,8). En el caso de Pedro
y Andrés, el reino de los cielos vale las redes y la barca, ya que los dos
hermanos no tenían otra cosa (cf. Mt 4,20).
La
viuda lo compró por mucho menos: sólo dos moneditas (cf. Lc 21,2). Algunos
entran incluso ofreciendo sólo un vaso de agua fresca (cf. Mt 10,42). El precio
a pagar es fácil de establecer: el reino de Dios vale todo lo que tienes, por
poco o mucho que sea.
* Para interiorizar
el mensaje, repetiremos “El reino de Dios es un tesoro que no tiene precio,
para conseguirlo hay que darlo todo”.
10En aquellos días, Elías se puso en camino hacia
Sarepta, y al llegar a la entrada del pueblo encontró allí a una viuda
recogiendo leña. La llamó y le dijo: Por favor, tráeme un poco de agua en un
jarro para beber.11Mientras iba a buscarla, Elías le gritó: Por
favor, tráeme en la mano un trozo de pan. 12Ella respondió: ¡Por la
vida del Señor, tu Dios! No tengo pan; sólo me queda un puñado de harina en el
jarro y un poco de aceite en la aceitera. Ya ves, estaba recogiendo cuatro
astillas: voy a hacer un pan para mí y mi hijo, nos lo comeremos y luego
moriremos. 13Elías le dijo: No temas. Ve a hacer lo que dices, pero
primero prepárame a mí un panecillo y tráemelo; para ti y tu hijo lo harás
después. 14Porque así dice el Señor, Dios de Israel: El cántaro de
harina no se vaciará, la aceitera de aceite no se agotará, hasta el día en que
el Señor envíe la lluvia sobre la tierra. 15Ella marchó a hacer lo
que le había dicho Elías, y comieron él, ella y su hijo durante mucho tiempo. 16El
cántaro de harina no se vació ni la aceitera se agotó, como lo había dicho el
Señor por Elías. – Palabra de Dios
Los cananeos, en cuya tierra los
israelitas se habían asentado, adoraban a Baal, el señor de la lluvia, la
fertilidad y la fecundidad. Su mítica sede era Monte Safon, cuya cima, siempre
envuelta en nubes grisáceas, perforaba el cielo de Ugarit; sus armas eran los
relámpagos y vientos que provocan los huracanes que se estrellan contra los
cedros del Líbano, sacuden los bosques y hacen temblar al Hermón (Sal 29,5).
El
hilo conductor de todos los libros del Antiguo Testamento viene presentado por
la lucha del Señor, el Dios celoso de los hijos de Israel, contra Baal, el dios
del orden cósmico adorado por todos los pueblos del antiguo Oriente Medio.
En
tiempo del profeta Elías, Israel, seducido por la reina Jezabel, había
abandonado la fe de sus padres y había doblado la rodilla ante Baal, convencido
de que por él recibirían abundantes lluvias y copiosas. Y sin embargo, he aquí
un periodo de tres años de sequía, hambre y peste, según el vaticinio del
profeta Elías. Como siempre, el ídolo había seducido y decepcionado
puntualmente.
Ante
la ausencia de lluvias y el consiguiente desastre, el rey Acab convocó a sus
videntes y los comisionó para identificar a los responsables. No hubo necesidad
de prácticas adivinatorias, el culpable fue identificado rápidamente: “Ha sido
Elías, el profeta del Señor –aseguraron a los agoreros de la corte– que provocó
la indignación de Baal”. Acab ordenó seguirle la pista y darle muerte.
Es
en este punto en la historia de Elías, que se inserta el episodio narrado en la
lectura de hoy. Para escapar de la ira del rey, el profeta huyó. Se dirigió a
la costa de Fenicia y llegó a Sarepta, ciudad ubicada a 12 kilómetros al sur de
Sidón, famosa por la producción de púrpura. En la puerta se encontró con una
pobre viuda recogiendo leña para cocinar, para ella y su hijo, el último puñado
de harina que le quedaba.
Intuyendo su condición
desesperada, Elías no tuvo el valor de pedirle otra cosa que un poco de agua,
sin embargo, mientras la mujer se alejaba, le suplicó: “Dame también un pedazo
de pan”. Sabía que eso era todo lo que ella tenía, pero él se atrevió a
pedírselo, y añadió: “El cántaro de harina no se vaciará, la aceitera de aceite
no se agotará, hasta el día en que el Señor envíe la lluvia sobre la tierra”
(v. 14).
La
viuda confió en el profeta, le ofreció lo que él le había pedido y Dios bendijo
su generosidad concediéndole comida para ella y su hijo durante el tiempo de la
sequía.
En
esta conmovedora historia se trasluce la simpatía del Señor y del autor sagrado
para con esta mujer pobre y sin protección.
En
todos los pueblos antiguos, la riqueza, el éxito y el bienestar fueron
considerados bendiciones de los dioses; en Israel, sin embargo pronto se dieron
cuenta de que el Señor tenía una mirada de amor hacia los más débiles, los
extranjeros, los huérfanos y las viudas. Éstos, no pudiendo contar con nada y
con nadie, confiaban en Dios y, en su indigencia, eran capaces de ofrecer no
sólo una parte de lo que poseían, no sólo lo superfluo, sino todo, incluso lo
indispensable para sus vidas.
La
viuda de Sarepta, una pagana que todavía no adoraba al Señor, sino que lo conocía
solamente como “el Dios de Elías”, se ha comportado como auténtica israelita.
Pertenecía, sin darse cuenta, el “pueblo humilde y pobre que confían en el
nombre del Señor” (Sof 3,12); realizaba el ideal del israelita piadoso al que
los salmistas proclaman bienaventurado: “¡Feliz quien se refugia en el Señor…
nada les falta a los que lo respetan… Los ricos se empobrecen y pasan hambre,
los que buscan al Señor no carecen de bienes” (Sal 34,9-11).
Salmo 145, 7. 8-9a. 9bc-10
R: Alaba, alma
mía, al Señor.
Que mantiene
su fidelidad perpetuamente,
que hace
justicia a los oprimidos,
que da pan a
los hambrientos.
El Señor
liberta a los cautivos.
El Señor abre
los ojos al ciego,
el Señor
endereza a los que ya se doblan,
el Señor ama a
los justos,
el Señor
guarda a los peregrinos.
El Señor
sustenta al huérfano y a la viuda
y trastorna el
camino de los malvados.
El Señor reina
eternamente,
tu Dios, Sión,
de edad en edad.
Segunda Lectura: Carta a los hebreos 9,24-28
24Cristo entró, no en un santuario hecho por los
hombres, copia del auténtico, sino en el cielo mismo; y ahora se presenta ante
Dios a favor nuestro. 25No es que tenga que ofrecerse repetidas
veces, como el sumo sacerdote, que entra todos los años en el santuario con
sangre ajena; 26en tal caso tendría que haber padecido muchas veces
desde la creación del mundo. Ahora en cambio, al final de los tiempos, ha
aparecido para destruir de una sola vez con su sacrificio los pecados. 27Y
así como el destino de los hombres es morir una vez y después ser juzgados, 28así
también Cristo se ofreció una vez para quitar los pecados de todos y aparecerá
por segunda vez, ya no en relación con el pecado, sino para salvar a los que lo
esperan. – Palabra de Dios
Hoy se sigue hablando tranquilamente de
sacerdotes para indicar a los presbíteros, para referirse a los ministros de la
Eucaristía y la reconciliación; pero el Concilio Vaticano II ha tenido la
delicadeza de no hacerlo; ha reservado el término sacerdote, como lo hace todo
el Nuevo Testamento, para Cristo y al pueblo de Dios unido a Cristo, en el
ofrecimiento de sacrificios espirituales aceptables al Padre.
La
lectura de hoy indica dos razones por las que Jesús es el único sacerdote
verdadero. Los antiguos sacerdotes ofrecieron sus holocaustos en un templo
material, hecho de piedras, mientras que Jesús realiza su ministerio en el
cielo, en un santuario no construido por la mano del hombre (v. 24).
Además,
el sacerdocio de la antigua Alianza tenía como objetivo la purificación del
pueblo de sus pecados. Para borrarlos, el sumo sacerdote entraba cada año en la
parte más sagrada del templo y allí vertía la sangre de los animales. Repetía
todos los años el mismo ritual, el cual nunca fue eficaz, no obtenía la remisión
del pecado. Los hombres continuaban siendo malvados y necesitados de expiación.
Jesús,
por el contrario, ha ofrecido un sacrificio perfecto, no derramando la sangre
de los animales, sino que ha donado su propia sangre y, con su gesto de amor,
ha vencido para siempre al pecado (vv. 25-27). Cuando él aparezca de nuevo no
vendrá para repetir un sacrificio, sino para llevar consigo a los todos los
hombres y mujeres a quienes, con su único sacrificio, ha liberado de toda
culpa.
Evangelio: Marcos 12,38-44
38En aquel tiempo, enseñaba Jesús a la multitud y les
decía: Cuídense de los letrados. Les gusta pasear con largas túnicas, que los
saluden por la calle, 39buscan los primeros asientos en las
sinagogas y los mejores puestos en los banquetes. 40Con pretexto de
largas oraciones, devoran los bienes de las viudas. Ellos recibirán una
sentencia más severa. 41Sentado frente a las alcancías del templo,
observaba cómo la gente depositaba su limosna. Muchos ricos daban en
abundancia. 42Llegó una viuda pobre y echó unas moneditas de muy
poco valor. 43Jesús llamó a los discípulos y les dijo: Les aseguro
que esa pobre viuda ha dado más que todos los demás. 44Porque todos
han dado de lo que les sobra; pero ésta, en su indigencia, ha dado cuanto tenía
para vivir. – Palabra del Señor
Los peligros más graves son los mejor
escondidos y camuflados, aquellos nos sorprenden sin estar preparados. Si Jesús
recomienda a sus discípulos, con insistencia, de prestar atención de estar en
guardia contra una cierta clase de personas, significa que las trampas que
tienden son extremadamente serias.
Después
de una serie de disputas con los fariseos, saduceos y herodianos en el Templo
de Jerusalén, Jesús lanza un ataque directo, valiente y preciso contra los
escribas y, para hacerlo más incisivo, recurre a la sátira, a la ironía, a un
lenguaje casi demasiado provocativo. Esto revela cuánto le preocupaba que un
cierto comportamiento nefasto pudiera infiltrarse también en la comunidad de
sus discípulos.
Los
escribas eran originalmente los responsables de procurar documentos de todo
tipo pero, después del exilio en Babilonia, se habían convertido en los
intérpretes oficiales de la ley del Señor (cf. Esd 7,11), en una autoridad en
el campo de la legislación, eran los jueces encargados de pronunciar las
sentencias en los tribunales.
Su
profesión era legítima y, sin embargo, Jesús tenía bastante que recriminar
sobre su comportamiento. La primera recriminación: la vanidad, la ostentación
(vv. 38-39). Eran gente que gustaban exhibir sus títulos y, para llamar la
atención y no ser confundidos con el pueblo ignorante, no se vestían como los
demás, sino que iban de uniforme, “les
gusta pasear con largas túnicas” (v. 38).
Era
por respeto a su vestimenta que la gente los trataba con mil cuidados, les
cedían el paso en las calles, les reservaban los primeros puestos en las plazas
y en las sinagogas; en el mercado les
servían mejor y antes que a otros. No podían ser saludados con un sencillo
shalom; exigían reverencias, besamanos y un religioso silencio cada vez que
abrían la boca, aunque sólo para respirar. Cuando no recibían estas atenciones
de deferencia se indignaban.
El
Maestro sostenía que ésta era una comedia ridícula y no la soportaba; era
alérgico a sus ropas talares o divisas porque, como lo indica etimología, la
palabra viene del verbo dividir, dividían, separaban, creaban una casta.
Más
que pecado, era una enfermedad, una patología que podría haber sido curada
fácilmente. Lo que alimentaba la vanidad de los escribas era el servilismo
ingenuo de las personas que, con sus honores y reverencias, estaban convencidos
de dar gloria a Dios. Para hacerlos bajar del pedestal y dejar que
experimentasen la alegría de sentirse hermanos, hubiera sido suficiente que
todos se comportaran como Jesús, quien no les reservaba ninguna consideración;
a su amistad, prefería la de los pecadores, marginados; no recurría a sus
recomendaciones, no buscaba su apoyo.
Frente
al comportamiento y palabras tan claras del Maestro, uno se pregunta cómo puede
ser que en la iglesia a veces no nos demos cuenta de lo antievangélico que es
la carrera por los primeros puestos, por los títulos honoríficos y a la
búsqueda de aplausos y privilegios. Un mundo estructurado en jerarquía piramidal
ha sido definitivamente condenado por Cristo y querer restaurarlo no es un
pecado venial, sino un ataque frontal contra la lógica del Evangelio.
Pero
hay un delito mayor que Jesús imputa a los rabinos: “Devoran los bienes de las
viudas” (v. 40). Las viudas, los huérfanos y los extranjeros eran las personas
que Dios había puesto bajo su protección (cf. Sal 146,9). ¡Ay de los que
maltraten y cometan injusticias contra ellos! El Señor había establecido: “No
opriman al extranjero. No aflijan a la viuda o al huérfano. Si los maltratas, y
claman a mí, ciertamente oiré yo su clamor, porque soy misericordioso” (Éx
22,20-26).
Jesús
acusa a los escribas de “devorar las casas de las viudas”. Probablemente se
aprovechaban de la ingenuidad de estas mujeres simples e indefensas para
sacarles donaciones, o exigirles honorarios exorbitantes por presentar sus
casos en los tribunales.
La
explotación de los más débiles es el principio sobre el que se apoya nuestro
mundo competitivo y pendenciero, y es a partir de este principio que nace la
sociedad de los listos, que es lo contrario del Evangelio. También los pobres,
por su parte, cuando anhelan ocupar el lugar de sus opresores, no sueñan con un
nuevo mundo, sino que aspiran sólo a perpetuar el viejo. No quieren poner fin a
la mentalidad de los “escribas”, sino substituir a los “escribas”, es decir, un
simple cambio de actores, cuando lo que Jesús quiere es que sea arrojada al
basurero esta obra de teatro que desde siempre ha sido recitada en el mundo.
La
tercera acusación es aún más grave: “con pretexto de largas oraciones” (v. 40).
No sólo son los explotadores de los débiles, sino que recitan una comedia: se
exhiben en prácticas religiosas impecables, dando pruebas de gran piedad de
manera que quede claro a todos que el Señor está de parte de ellos. Juzgarlos,
contradecirlos, no someterse a su voluntad, no rendirles los honres que
pretenden, no hacer caso a lo que dicen, significa estar en contra de Dios.
Las
personas sencillas y sinceras no pueden soportar esta religión hipócrita y
llegará el momento en que se cansen y puedan incluso abandonar la fe. ¿Quién
tiene la culpa de estas deserciones?
En
contraposición a los escribas, a quienes dominan en la sociedad, en la segunda
parte de la lectura (vv. 41-44) se introduce un modelo de auténtica
religiosidad: una viuda pobre. No es la primera vez que en el Evangelio de
Marcos aparecen mujeres a las que Jesús ha mirado con afecto y admiración. Ya
había encontrado una que, sufriendo de hemorragias, se le había acercado para
tocar el borde del manto, y había reconocido su fe: “Hija, tu fe te ha salvado”
(Mc 5,34); se había quedado sorprendido de la fe de la mujer sirio-fenicia
quien, para pedir la curación de su hija, se había declarado satisfecha con las
migajas que caen de la mesa preparada para los hijos. Conmovido, Jesús había
exclamado: “¡Oh mujer, grande es tu fe!”. (Mt 15,28; Mc 7,24-30).
Son
modelos de fe estas dos primeras mujeres; modelo de generosidad total es la
viuda del Evangelio de hoy y aquella que, unos días más tarde, ungiría los pies
de Jesús “con ungüento de nardo auténtico, muy valioso” (Mc 14,3).
Son
cuatro figuras ejemplares, escogidas por Marcos, para mostrar cómo las mujeres,
consideradas las últimas por todos, eran en cambio las primeras (cf. Mc 10,31).
Ilustran con su vida cómo debe ser el verdadero discípulo.
La
primera característica es hoy puesta de relieve por el comportamiento de la
viuda quien, a diferencia de los rabinos que exhibían su piedad, hizo su gesto
sin llamar la atención de nadie, sin ser notada.
Esta
mujer no conocía a Jesús, no escuchó sus enseñanzas, no respondió a una llamada
suya y no era su discípula. No le sigue, como lo hicieron los Doce y muchas
otras mujeres que le acompañaron durante los tres años de vida pública (cf. Lc
8,1-3) y, sin embargo, se comporta de modo evangélico tal como Jesús había
recomendado: “Cuando hagas limosna no hagas tocar la trompeta por delante, como
hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles para que los alabe la
gente. Cuando tú hagas limosna, no sepa tu mano izquierda lo que hace tu
derecha; de este modo tu limosna quedará escondida” (Mt 6,2-4).
Esta
viuda es la imagen de aquellos quienes, también hoy, dóciles al impulso del
Espíritu viven de forma evangélica aunque no hayan leído ni una página del
Evangelio.
La
segunda característica del verdadero amor es ser total. El amor a Dios debe
involucrar a toda la persona: “Amarás al Señor tu Dios –nos dice Jesús– con
todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas”
(Mc 12,30), y sin reservas debe ser también el amor al prójimo.
La
viuda es presentada como un modelo de este amor. A diferencia de los ricos que
“ponían muchas monedas en el tesoro”, ella no ha puesto mucho, ha puesto todo
lo que tenía, es más, especifica el texto griego, “de su pobreza echó toda su
vida” (v. 44).
El
discípulo no es el que se juega una parte de sí mismo o de lo que tiene, sino
el que vende todo lo que tiene y lo da a los pobres y ofrece toda su vida como
lo ha hecho el Maestro. También los que son pobres, como la viuda del Evangelio
de hoy, están llamados a dar todo. No hay nadie tan pobre que no tenga algo que
ofrecer y nadie tan rico que no necesite recibir nada de los demás. Dios ha
llenado de regalos a sus hijos para que, siguiendo el ejemplo del Padre que
está en los cielos, no los retengan para sí mismos, sino que los pongan a
disposición de los demás.
Por la totalidad de su amor, la viuda
se convierte no sólo la imagen del verdadero discípulo, sino también de Dios y
de Jesucristo –como señala Pablo– “siendo rico, se hizo pobre” para
enriquecernos por su pobreza (2 Cor 8,9).
El
lugar de la máxima revelación del rostro de Dios es el Calvario. Es allí donde
Dios ha mostrado su identidad. No pretende, ofrece, se da sí mismo totalmente
al hombre. No quiere que éstos se inclinen ante él, sino que se arrodillen ante
los hermanos. No pide que le den vida a él, sino que, con él, se pongan a
disposición de los hermanos.
La
viuda es la imagen de Dios y de Cristo porque se ha despojado de todo lo que
tenía y lo ha donado a los demás.