P. Fernando
Armellini
Introducción
Estamos
asistiendo en nuestro mundo de hoy a constantes progresos científicos y
tecnológicos, al aumento de la sensibilidad hacia valores más altos, pero nos
producen consternación y profundo malestar las injusticias planetarias, las
guerras, los bruscos vaivenes políticos, económicos y sociales. Colapsan
ideologías consideradas inmunes al paso del tiempo, vienen a menos las
certezas, desaparecen de escena personalidades de la política, caen en el
olvido atletas y estrellas del espectáculo tan pronto como se apagan los
reflectores y las cámaras que los enfocaban. Todo es discutible. Incluso los
dogmas son revisados y reinterpretados; ciertas prácticas religiosas que
parecían indispensables e insustituibles, se revelan viejas y gastadas, su
tiempo pasó y han sido abandonadas.
Frente a estas turbulencias, algunos se rebelan, otros se resignan, muchos se desaniman y piensan que hemos llegado al final de todo, incluso de la fe. ¿Cómo evaluar estas realidades? ¿Cómo comportarse frente a acontecimientos tan alarmantes? ¿Cómo participar en el día a día de este mundo que nos rodea: con ansiedad y miedo o con compromiso y esperanza?
Los afanes, dolores y sufrimientos del
agonizante son preludio de una muerte inminente, los dolores de parto de una
mujer anuncian el comienzo de una nueva vida.
Jesús nos ha mostrado la perspectiva
justa: “Cuando comience a suceder todo esto, enderécense y levanten la cabeza,
porque ha llegado el día de su liberación” (Lc 21,28).
En un mundo que parece condenado a la
ruina atrapado en su propia espiral de violencia, el no creyente baja la cabeza
y se desespera convencido de que nos estamos acercando al final; el creyente
permanece firme y erguido en medio de la prueba, alza la cabeza y en cada grito
de dolor sabe que “la humanidad entera está gimiendo con dolores de parto” (Rom
8,22). En todo lo que sucede, capta el preludio no de la muerte sino de un
acontecimiento gozoso: el nacimiento de una nueva humanidad.
* Para interiorizar el mensaje,
repetiremos: “El destino del mundo esta en las manos de Dios, por eso alzo la
mirada”.
Primera
Lectura: Daniel 12,1-3
1Por aquel tiempo, se levantará Miguel, el arcángel
que se ocupa de tu pueblo: serán tiempos difíciles, como no los hubo desde que
existen las naciones hasta ahora. Entonces se salvará tu pueblo: todos los
inscritos en el libro. 2Muchos de los que duermen en el polvo
despertarán: unos para vida eterna, otros para ignominia perpetua. 3Los
maestros brillarán como brilla el firmamento, y los que convierten a los demás,
resplandecerán como estrellas, perpetuamente. – Palabra de Dios
A
partir del siglo II antes de Cristo se difunde en Israel un movimiento
cultural, denominado apocalíptico, caracterizado por el interés en la historia
del mundo y la reflexión sobre el destino de todos los imperios. Los
apocalípticos estaban convencidos de que el mundo no iba a mejor sino a peor,
precipitándose en medio de terribles convulsiones hacia la muerte y la
desaparición. Dios haría surgir de sus cenizas un mundo nuevo que les tocaría
en suerte a los justos. Comenzaría una nueva era, la era dorada de la mitología
griega, tiempos de paz, de bendiciones y prosperidad, en un reino gobernado
directamente por el Señor.
Este anuncio de alegría y esperanza que
constituye el mensaje central de la literatura apocalíptica, viene comunicado
por los autores apocalípticos a través de un lenguaje obscuro y misterioso en
el que todo tiene un valor simbólico: números, colores, animales salvajes,
ropajes, partes del cuerpo, personajes. Son revelaciones transmitidas por medio
de visiones, alegorías e imágenes que no hay que tomar literalmente (como hacen
los testigos de Jehová), sino que deben ser cuidadosamente decodificadas.
El uso de este lenguaje tuvo su auge en
tiempos de Jesús, por lo que no debe extrañarnos que también el Maestro lo haya
empleado y que lo encontremos en todos los libros del Nuevo Testamento, no solo
en el último que lleva el nombre de Apocalipsis.
El Libro de Daniel, del que ha sido
sacado el texto de hoy, está considerado como el primero de los apocalípticos.
Fue escrito en una época muy turbulenta par Israel, la de la confrontación
entre la cultura helenística, impuesta a la fuerza por el rey Antíoco IV, y las
tradiciones patrias defendidas por el movimiento de los Macabeos. Esta
confrontación se convirtió en el símbolo de la lucha entre el bien y el mal.
Como todos los apocalípticos, el autor
del libro de Daniel dirige al pueblo perseguido bajo la opresión del tirano un
llamamiento a mantenerse firme en la prueba y anuncia un mensaje de esperanza:
el reino del mal toca ya su fin y el reino celeste está a punto de surgir.
El texto comienza con una referencia a
la gran angustia por la que atraviesa el pueblo, constatando que, desde el
surgir de las naciones, nunca ha habido un tiempo tan desgraciado (v. 1), para
anunciar, seguidamente, la intervención del gran príncipe, Miguel (1).
Se pensaba, por entones, que el Señor
disponía en el cielo de una corte formada por ángeles, llamados “hijos de Dios”
(cf. Dt 32,8) e incluso de un “ejercito celestial (cf. Dt 4,18). A cada uno de
estos ángeles le había sido confiado un pueblo para protegerlo y garantizar la
justicia.
Miguel era el ángel tutelar de Israel y
el símbolo de las fuerzas del bien que luchaban contra las del mal. Ya en el
libro de Daniel había aparecido este ángel tutelar en conflicto con el ángel
tutelar de Persia (cf. Dn 10,21). Estamos claramente frente a imágenes que hay
que decodificar para captar su significado.
Miguel significa “¿Quién como Dios?” La
respuesta es obvia: ¡nadie!, porque nadie puede estar a la altura del Señor,
Dios de Israel. Es frecuente en la Biblia la afirmación: “Yo soy el Señor,
fuera de mi no hay salvador” (Is 43,11; cf. Os13,4). Nadie, aparte de Dios,
puede conducir a la salvación e Israel lo ha ya experimentado. Cada vez que ha
abandonado al Señor y confiado en otros dioses, invariablemente se ha buscado
la propia ruina, ha sido esclavizado, deportado al exilio, ha visto su tierra
devastada. Solo cuando en el mundo triunfará Miguel, es decir, cuando los
hombres repudien todos los ídolos y se convenzan finalmente de que no hay nadie
como Dios, surgirá en mundo nuevo.
Con mirada de profeta, el vidente del
libro de Daniel escruta el futuro y vislumbra la llegada de una nueva era en la
que todos los dioses desaparecerán como humo y el poder será entregado al
verdadero y único Dios, simbolizado en la figura de Miguel.
El reino celeste aparecerá, pero un
enigma continúa aún sin resolver: ¿Qué será de aquellos que han preferido morir
a manos del perseguidor antes que renegar se su fe? Es ésta la pregunta que se
plantean los israelitas que padecen la opresión de Antíoco IV en el siglo II
a.C.
El vidente responde: todos los justos
que duerman en el polvo de la tierra despertarán y participarán en la alegría
del reino de Dios (v. 2) y los que han proclamado la verdad y defendido la
justicia brillarán como estrella del cielo (v. 3).
Es ésta la primera afirmación clara
sobre la resurrección que encontramos en la Biblia. Ninguna fatiga habrá sido
en vano; ninguna lágrima, ningún dolor, ningún sacrificio habrá sido inútil.
Salmo.
15, 5 y 8. 9-10. 11
R: Protégeme, Dios mío, que me refugio
en ti.
El Señor es el lote de mi heredad y mi
copa,
mi suerte está en tu mano.
Tengo siempre presente al Señor,
con él a mi derecha no vacilaré
Por eso se me alegra el corazón,
se gozan mis entrañas,
y mi carne descansa serena:
Porque no me entregarás a la muerte
ni dejarás a tu fiel conocer la
corrupción.
Me enseñarás el sendero de la vida,
me saciarás de gozo en tu presencia,
de alegría perpetua a tu derecha.
Segunda
Lectura: Hebreos 10,11-14.18
11Hermanos: Todo sacerdote se presenta a oficiar cada
día y ofrece muchas veces los mismos sacrificios, que nunca pueden quitar pecados.
12Cristo, en cambio, después de ofrecer un único sacrificio por los
pecados, se sentó para siempre a la derecha de Dios 13y se queda
allí esperando a que pongan a sus enemigos como estrado de sus pies. 14Porque
con un solo sacrificio llevó a perfección definitiva a los consagrados. 18Ahora
bien, si son perdonados, ya no hace falta ofrenda por el pecado. – Palabra de
Dios
Desde
los tiempos más remotos, el pecado ha provocado en el hombre un profundo
malestar interior; la violación de las normas morales será siempre motivo de
angustia e inquietud. Las enfermedades, las desgracias, las calamidades y la
muerte han sido atribuidas a las trasgresiones de los mandatos de la divinidad.
Para librarse de la contaminación del
mal se han establecido ritos, se ha recurrido a la inmersión en los ríos
sagrados, a la aspersión con agua y sangre de animales.
Israel ha heredado muchas de estas
prácticas de las tradiciones de otros pueblos. Los sacerdotes ofrecían
continuamente en el Templo sacrificios a Dios para espiar los pecados del
pueblo. ¿Lograban, sin embargo, su objetivo? No, responde la lectura de hoy.
Las purificaciones eran ineficaces porque la sangre de los animales no puede
limpiar el corazón del hombre (v. 11) Solamente el sacrificio de Cristo puede
llevar a cabo esta purificación. Ofrecido una vez para siempre, ha liberado
realmente a los hombres de sus culpas (v. 12).
Frente a esta clara afirmación surge
espontáneamente la pregunta ¿Cómo es así que el pecado continúa estando
presente no solamente entre los paganos sino también entre los cristianos? El
autor de la carta a los hebreos da la respuesta: aunque la suerte de todos los
enemigos del bien está ya establecida, éstos no han sido completamente
sometidos bajo los pies de Cristo (v. 13); es necesario esperar a que su
victoria se manifieste plenamente.
Sin embargo, quien está convencido de
que el mal ha sido ya derrotado por la muerte y resurrección de Cristo, no
puede angustiarse, aunque se vea obligado a admitir que continúan existiendo en
el mundo la maldad, la miseria y el pecado. Quien se deja llevar del pánico
frente a un enemigo ya vencido demuestra tener una fe muy débil (vv. 14.18).
Evangelio:
Marcos 13,24-32
24En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: En
aquellos días, después de esa tribulación el sol se oscurecerá, la luna no
irradiará su resplandor, 25las estrellas caerán del cielo y los
ejércitos celestes temblarán. 26Entonces verán llegar al Hijo del
Hombre entre nubes, con gran poder y gloria. 27Y enviará a los
ángeles para reunir a sus elegidos desde los cuatros vientos, de un extremo de
la tierra a un extremo del cielo. 28Aprendan del ejemplo de la
higuera: cuando las ramas se ablandan y brotan las hojas, saben que está cerca
la primavera. 29Lo mismo ustedes, cuando vean suceder aquello, sepan
que el fin está cerca, a las puertas. 30Les aseguro que no pasará
esta generación antes de que suceda todo eso. 31El cielo y la tierra
pasarán, pero mis palabras no pasarán. 32En cuanto al día y la hora,
no los conoce nadie, ni los ángeles en el cielo, ni el hijo; sólo los conoce el
Padre. – Palabra del Señor
Cuando
Marcos escribe esta página de su evangelio, el imperio romano se debate en
medio de guerras, pestilencias, calamidades y carestías. Las comunidades
cristianas son golpeadas por la persecución y, profundamente turbadas, no
logran captar el sentido de lo que está sucediendo. Esta crítica situación
enciende la fantasía de algunos fanáticos quienes, recurriendo al anuncio de la
destrucción del templo de Jerusalén hecha por Jesús, difunden sus previsiones
sobre una inminente catástrofe, el final de todo lo creado y el regreso de
Cristo sobre las nubes del cielo.
La serenidad de las comunidades se ve
afectada y el evangelista se siente en el deber de intervenir. A fin de ayudar
a los cristianos a situar los acontecimientos en su justa perspectiva,
intercala en su libro un capítulo, el 13, que quizás inicialmente no estaba
programado, en el que refiere las palabras iluminadoras del Maestro sobre este
tema apocalíptico.
Recomienda, ante todo, no dejarse
engañar por los discursos insensatos de aquellos que predican el inminente fin
del mundo: “¡Cuidado que nadie los engañe! Cuando oigan ruidos de guerra, no se
alarmen. Todo eso ha de suceder, pero todavía no es el final. Porque se alzará
pueblo contra pueblo y reino contra reino. Habrá terremotos en diversos lugares
y carestías. Es el comienzo de los dolores de parto” (Mc 13,5-8).
No será el fin, sino el comienzo de los
dolores. ¿Qué quiere decir esto? ¿Una intensificación del dolor? ¿Una dramática
agonía del mundo, preludio de la muerte de todo lo creado o un nuevo nacimiento
después de los dolores de parto? Marcos responde a estas preguntas con las
palabras del Maestro que nos trae el evangelio de hoy.
El texto comienza con las imágenes
típicas de la literatura apocalíptica: “El sol se oscurecerá, la luna no
irradiará su resplandor, las estrellas caerán del cielo y los ejércitos
celestes temblarán (vv. 24-25).
Todos los pueblos del antiguo Medio
Oriente consideraban como divinidades a los astros del firmamento, pensaban que
de ellos dependían los acontecimientos del mundo y que, por tanto, podían
favorecer la vida o provocar desventuras y calamidades, por lo que les dirigían
plegarias y ofrecían sacrificios.
Moisés
había recomendado a su pueblo: “Al levantar los ojos al cielo y ver el sol, la
luna y las estrellas, el ejército entero del cielo, no te dejes arrastrar a
arrodillarte ante ellos y rendirles culto; porque son la parte que el Señor, tu
Dios, ha repartido a todos los pueblos bajo el cielo” (Dt 4,19).
Los
profetas habían condenado severamente el culto a los astros, dioses engañosos,
ídolos que atraían la mirada estupefacta de los hombres, haciéndoles caer de
rodilla en adoración; habían anunciado que se apagarían y asegurado su caída.
“Las estrellas del cielo y las constelaciones no destellan su luz, se
entenebrece el sol al salir, la luna no irradia su luz”; “El cielo se enrolla
como un pliego y se marchitan sus ejércitos como se marchita el follaje de la
vid, como se marchita la hoja de la higuera” (Is 13,10; 34,4).
No eran presagios de desventuras sino
oráculos destinados a infundir alegría y esperanza. Isaías no pretendía
profetizar un futuro caos de las fuerzas cósmicas, sino que el mundo pagano,
representado por estos astros, sería aniquilado y que los hombres serían
liberados de servir a los ídolos.
Jesús retoma estas Imágenes no para
asustar a sus discípulos sino para consolarlos. Las pestilencias, las
carestías, la violencia y las persecuciones que deben afrontar son signos de un
mundo todavía dominado por el maligno, no obstante, el fin de esta realidad
penosa ha sido ya decretado y su declinar ha ya comenzado.
Inmediatamente después del eclipse de
estos ídolos opresores, he aquí que aparecerá entre las nubes del cielo y con
gran potencia y gloria el Hijo del hombre para instaurar el reino (v. 26). Todo
ídolo que se desploma marca un replegarse del maligno, es un paso hacia adelante
del reino de Dios; toda luz engañosa que se apaga es una victoria de lo humano
sobre lo inhumano.
En este punto, Jesús introduce una nueva
imagen apocalíptica: el Hijo del hombre: “Enviará a los ángeles para que reúnan
a sus elegidos desde los cuatro vientos, desde un extremo de la tierra hasta un
extremo del cielo” (v. 27). Parece el preludio a la escena del juicio final
descrita en el evangelio de San Mateo. Se le corta a uno la respiración esperando que Jesús pronuncie su sentencia:
el Hijo del hombre “separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas
de las cabras…” (Mt 25,31-46).
El significado de la imagen de los
ángeles que reúnen a los elegidos desde los cuatro vientos, es completamente
diverso. No se trata del anuncio de un juicio, no es señal de ningún castigo.
El mensaje es todo lo contrario a una amenaza, es la respuesta consoladora dada
por Marcos a sus comunidades que están atravesando un momento dramático. Son
perseguidas y sufren toda clase de abusos, algunos cristianos han sufrido la
muerte y, por desgracia, existen entre ellos –y este es el aspecto más doloroso
de la situación– divisiones y discordias; algunos incluso traicionan a los
hermanos en la fe, denunciándolos y acusándolos ante los tribunales paganos.
Han quedado lejos los tiempos en que los discípulos eran “un solo corazón y una
sola alma” (Hch 4,32), ahora se sienten a merced de las fuerzas del mal, como
hojas arrojadas por vientos impetuosos (cf. Is 64,5), están desconcertados e
incapaces de reaccionar.
A estos cristianos a punto de tirar la
toalla, Marcos les recuerda la promesa de Jesús: el Hijo del hombre no
permitirá que se dispersen; por medio de sus ángeles los reunirá desde los
cuatro vientos –símbolo de los cuatro puntos cardinales– es decir, de toda la
tierra.
La imagen es bíblica y aparece ya en
boca de Moisés: “El Señor tu Dios te reunirá sacándote de todos los pueblos por
donde te dispersó; aunque tus dispersos se encuentren en los cofines del cielo,
el Señor tu Dios te reunirá, te recogerá allí” (Dt 30,3-4).
La reunión de los discípulos no será en
vistas a rendir cuentas, sino para su salvación. A los ángeles hay que
identificarlos por sus referencias bíblicas. El término ángel no designa
necesariamente un ser espiritual, como generalmente se cree; indica todo
mediador de la salvación de Dios; se aplica en la Biblia a todo aquel que se
convierta en instrumento en manos de Dios en favor del hombre. Moisés que ha
guiado a Israel en el desierto es llamado “ángel” (cf. Ex 23,20.23), el
Bautista viene presentado al comienzo del evangelio de Marcos como un “ángel”
(cf. Mc 1,2). Ángeles del Señor son todos aquellos que colaboran con el plan de
Dios.
La salvación de los hermanos del rechazo
de la fe y de la dispersión, no se debe a una portentosa intervención de Dios,
sino que se lleva a cabo a través de la mediación de ángeles, los discípulos,
que en la hora de la prueba han sabido mantenerse firmes en la fe. Ellos son
los ángeles encargados de reunir a los hermanos en la unidad de la iglesia.
El mensaje es, por tanto, de gozo y de
esperanza: ni uno de los elegidos será olvidado, ninguno se perderá. La
sugestiva imagen del violento temporal que amedrenta y dispersa a los polluelos
y de la gallina que los llama y los pone al seguro bajo sus alas (cf. Mt 23,37)
sea quizás la mejor ilustración de este mensaje.
La segunda parte del episodio (vv.
28-32) responde a la pregunta que surge espontanea después de haber oído el
consolador anuncio de que el reino del mal ha llegado a su fin y de que el Hijo
del hombre reunirá a los elegidos en su reino: ¿Cuándo sucederá esto? La
humanidad está harta de sufrir, de soportar las injusticias de los malvados, de
constatar que el mal continúa insinuándose en el mundo y en todo hombre.
La respuesta viene dada con la imagen de
la higuera (v. 28), el último de los árboles en echar hojas. Cuando éstas
comienzan a despuntar, el campesino siente que ya se está aproximado el verano
y se alegra pensando en la abundante cosecha.
Solo el Padre y nadie más, conoce el día
y la hora en que el reino de Dios alcanzará su pleno cumplimiento (v. 32). No
obstante, hay signos evidentes indicando que el momento decisivo se está
acercando. Los cristianos han de cultivar la sensibilidad y tener la mirada
atenta del agricultor que sabe percibir en todo lo que ocurre los signos de la
nueva estación.