Pestañas

XXIII Domingo del Tiempo Ordinario– Año C

La Cruz, una ignominia convertida en signo de “Gloria”

P. Fernando Armellini


Introducción
          Es famoso el dicho de un padre del desierto: “Llegará un día en que los hombres enloquecerán. Y al ver a uno que es cuerdo, se volverán contra él diciendo: ‘¡tú estás loco!’, por ser diferente de ellos. Pablo ha pasado por esta experiencia: “Los judíos piden milagros, los griegos buscan sabiduría mientras que nosotros anunciamos un Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los paganos” (1 Cor 22-23). ¿Dónde está la verdadera sabiduría? La lógica de la cruz no es la del mundo… y el hombre crece asimilando la lógica del mundo. Cuando le viene anunciada la “locura de la cruz” es normal, e incluso saludable, que se enfrente con la duda y la perplejidad y que se detenga a reflexionar sobre la decisión a tomar.

          Nosotros buscamos la vida, no la muerte; tratamos de evitar todo lo que nos hace sufrir. La cruz no evoca, desgraciadamente, la idea de salvación. Ciertas formas de mortificación, de penitencias, de prácticas ascéticas han hecho un flaco servicio a la hora de comprender la invitación del Señor a tomar la cruz.
          El cristiano no aspira al dolor (tampoco Jesús lo ha buscado), sino al amor. No obstante, cuando el amor es vivido “hasta el extremo” (Jn 13,1), llega hasta el don de la vida. Es ésta la razón por la que la cruz, de ser signo de muerte se convierte en símbolo de vida.
          Hasta finales del siglo III, los símbolos cristianos eran el ancla, el pescador, el pez…nunca la cruz. Será a partir del siglo IV, con el célebre descubrimiento del instrumento de suplicio de Jesús por parte de Santa Elena, que la cruz se convertirá en símbolo de victoria, no sobre los enemigos del emperador Constantino antes de la batalla del Puente Milvio, sino sobre la muerte y sobre todo lo que hace morir. Tomar el partido de la cruz es tomar partido de la vida…pero esto es difícil comprenderlo.
 * Para interiorizar el mensaje, repetiremos: “Danos, Señor, la sabiduría de la Cruz”.

Primera Lectura: Sabiduría 9,13-18b
13Porque, ¿qué hombre conoce los planes de Dios? ¿Quién comprende lo que Dios quiere? 14Los pensamientos de los mortales son mezquinos y nuestros razonamientos son inseguros; 15porque el cuerpo mortal es un peso para el alma y la tienda terrestre abruma la mente que reflexiona. 16A duras penas adivinamos lo que hay en la tierra y con trabajo encontramos lo que está a nuestro alcance: ¿quién podrá rastrear las cosas del cielo? 17¿Quién conocerá tu designio, si tú no le das la Sabiduría enviando tu santo espíritu desde el cielo? 18Sólo así fueron rectos los caminos de los que están sobre la tierra, así los hombres aprendieron lo que te agrada y la Sabiduría los salvó. – Palabra de Dios

          El capítulo 9 del libro de la Sabiduría contiene una estupenda oración para pedir a Dios la Sabiduría. La lectura nos ofrece la tercera y la última parte.
          La Sabiduría de la que habla la Biblia no hay que confundirla con la erudición, el saber, la instrucción recibida en escuelas y universidades. El autor del libro de la Sabiduría era un hombre muy inteligente y preparado: había estudiado las ciencias, la aritmética, la física; conocía los movimientos de las estrellas, el comportamiento de los animales, las hiervas medicinales (cf. Sab 7,16-21) y, sin embargo, sentía la necesidad de pedir a Dios la sabiduría porque solo Él puede concederla.
          Las nuevas técnicas de la crianza de animales, del cultivo de los campos para producir más y de mejor calidad, son problemas serios y urgentes, pero no son los más importantes. Hay interrogantes existenciales que es necesario afrontar porque de su solución depende el éxito o fracaso de toda una vida…y la ciencia es, y siempre lo será, impotente para dar una repuesta. ¿Qué valor dar al dinero, al éxito, al prestigio social, a la familia, a la profesión? Todo esto puede ser minusvalorado, pero también peligrosamente supervalorado.
          Para poder tomar decisiones justas y ponderadas, es necesaria la “sabiduría”, es decir, la luz que viene de Dios porque –dice la lectura– siguiendo los propios impulsos y las propias intuiciones, la persona humana es incapaz de descubrir aquello que es bueno y justo. No puede conocer la voluntad de Dios, porque sus razonamientos son inciertos y titubeantes. Está demasiado condicionada por el cuerpo corruptible que lastra la mente. Si ya le cuesta comprender las cosas de la tierra ¿cómo podrá descubrir los pensamientos de Dios? (vv. 13-16).
          Son demasiados los ponderables que condicionan los razonamientos y decisiones de los hombres: la educación recibida, las tradiciones asimiladas, ciertas voces persuasivas, la propaganda de los detentores del poder, la opinión dominante. No es fácil decidir libre y sabiamente, caminar por senderos justos, si Dios no envía su luz, si no comunica su sabiduría (vv. 17-18).
          Los pensamientos de los humanos son con frecuencia débiles, frágiles, inconsistentes. No es de extrañar que la Palabra de Dios los contradiga tantas veces.
Salmo 89, 3-4 5-6. 12-13. 14 y 17
R. Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación.

Tú reduces el hombre a polvo,
diciendo: «Retornad, hijos de Adán.»
Mil años en tu presencia
son un ayer, que pasó,
una vela nocturna.

Los siembras año por año,
como hierba que se renueva;
que florece y se renueva por la mañana,
y por la tarde la siegan y se seca.

Enséñanos a calcular nuestros años,
para que adquiramos un corazón sensato.
Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo?
Ten compasión de tus siervos.

Por la mañana sácianos de tu misericordia,
y toda nuestra vida será alegría y júbilo;
baje a nosotros la bondad del Señor
y haga prósperas las obras de nuestras manos.


Segunda Lectura: Filemón 9b-17
9Prefiero suplicarte en nombre del amor. Yo, este anciano Pablo, y ahora prisionero por Cristo Jesús,10te suplico en favor de un hijo mío, que engendré en la prisión: Onésimo, 11antes, él no te prestó ninguna utilidad, pero ahora será de gran provecho para ti y para mí. 12Ahora te lo envío y con él mi corazón. 13Habría querido retenerlo junto a mí, para que, en tu lugar, me sirviese en esta prisión que sufro por la Buena Noticia. 14Pero sin tu consentimiento no quise hacer nada, para que tu buena acción no sea forzada, sino voluntaria. 15Quizás se alejó de ti por breve tiempo para que puedas recobrarlo definitivamente; 16y no ya como esclavo, sino como algo mucho mejor que esclavo: como hermano muy querido para mí y más aún para ti, como hombre y como cristiano. 17Si te consideras compañero mío, recíbelo como a mí. – Palabra de Dios

          Si los Colosenses han conservado con devoción este corto mensaje dirigido por Pablo a un cristiano de sus comunidades, significa que, no obstante su brevedad, lo han considerado como una preciosa herencia. El episodio que lo ha originado es conmovedor. Si a esto se añade el tono afectuoso, delicado y dulce con que Pablo lo ha redactado (basta considerar las palabras con que comienza nuestra lectura: “Yo, este anciano Pablo, y ahora prisionero por Cristo Jesús”) se comprende la razón de la estima y veneración que han rodeado siempre a esta carta. Pero vayamos al asunto.
          Pasando por la provincia del Asia, Pablo ha encontrado y convertido a Cristo a un joven y rico comerciante de Colosas, de nombre Filemón, quien se ha trasformado en un cristiano ejemplar. Pablo lo llama “nuestro querido colaborador Filemón” (Flm 1) y lo elogia encarecidamente: “he oído hablar de tu fe y amor a Dios y a todos los consagrados (Flm 5), “tu caridad me proporcionó grande alegría y consuelo porque, gracias a ti, los consagrados han sido aliviados” (Flm 7).
          Filemón está casado (Apia, que viene citada en el v. 2, es probable que sea su esposa) y tiene a su servicio trabajadores, sirvientes, etcétera, siendo propietario de una casa lo suficientemente grande como para acomodar a toda la comunidad para los encuentros y la celebración semanal de la Eucaristía. Un día, uno de sus esclavos, un cierto Onésimo (que significa “útil”) le roba una buena suma y desaparece. Eran bastantes los esclavos que se daban a la fuga y que, generalmente, se perdían en las grandes ciudades, viviendo de chapuzas, limosnas o pequeños hurtos, tratando siempre de pasar desapercibidos porque, quien era devuelto a su amo, corría peligro de muerte.
          No sabemos cómo haya podido este hombre conocer a Pablo; considerando que éste estaba en Éfeso, en prisión, los hechos han debido desarrollarse más o menos así: el fugitivo Onésimo llega a la gran metrópolis de Asia, se ve envuelto en alguna fechoría, viene atrapado y da con sus huesos en la cárcel. Allí se encuentra con Pablo. Se hacen amigos y Pablo le habla a Onésimo del Señor Jesús. Después de algunos meses, Onésimo pide el bautismo y cuando recobra la libertad, quiere regresar a casa de su amo, pero no se atreve. El Apóstol, entonces, escribe una carta de presentación para que se la entregue personalmente a su amo y a toda la comunidad. Éste es el origen de la breve y estupenda Carta a Filemón que hoy nos viene propuesta.
          Pablo invita al amigo y a los cristianos de Colosas, a no dejarse guiar por consideraciones humanas y pensar que Onésimo se haya hecho cristiano por oportunismo. Estos razonamientos son con frecuencia síntoma de un mezquino deseo de venganza. El Apóstol les recomienda recibir bien Onésimo, como si se tratara de su mismo hijo (v. 10), como si con él les enviara su corazón (v. 12), es decir, como a un hermano querido (v. 16). ¿Qué significa la pérdida de un poco de dinero comparada con la alegría de recibir a un hermano? (vv. 17-18). Quien ha cometido algún error no puede ser mirado con desconfianza para toda la vida.
          ¿Cómo terminó el asunto de Onésimo? No tenemos noticias seguras, pero todo deja suponer que fue muy bien recibido porque, algunos años después, en su carta a los Colosenses, Pablo habla una vez más de “Onésimo, el fiel y querido hermano que es uno de ustedes” (Col 4,9). Cincuenta años más tarde, Ignacio de Antioquía, recuerda a un cierto Onésimo, obispo de Éfeso. Podría tratarse de la misma persona.

Evangelio: Lucas 14,25-33
25El señor, seguido de una gran multitud, se volvió y dijo 26 —Si alguien viene a mí y no me ama más que a su padre y su madre, a su mujer y sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta su propia vida, no puede ser mi discípulo. 27 Quien no carga con su cruz y me sigue no puede ser mi discípulo. 28Si uno de ustedes pretende construir una torre, ¿no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla? 29No suceda que, habiendo echado los cimientos y no pudiendo com­pletarla, todos los que miren se pongan a burlarse de él 30diciendo: éste empezó a construir y no puede concluir. 31Si un rey va a enfrentarse en batalla contra otro, ¿no se sienta primero a deliberar si podrá resistir con diez mil al que viene a atacarlo con veinte mil? 32Si no puede, cuando el otro todavía está lejos, le envía una delegación a pedir la paz. 33Lo mismo cualquiera de ustedes: quien no renuncie a sus bienes no puede ser mi discípulo. – Palabra del Señor

          En el terreno religioso, las estadísticas, proyecciones, porcentajes, percepciones son útiles si ayudan a reflexionar sobre la propia responsabilidad y estimulan a evaluar las decisiones eclesiales a la luz del Evangelio. Son opinables y tendenciosas cuando culpan al hedonismo, al laicismo y al secularismo…de todas las culpas y fracasos de la comunidad eclesial. Pueden llegar a ser deletéreas si inducen a interpretar el aumento de adeptos como un motivo de orgullo, de vanidad, de autocomplacencia.
          Frente a los “grandes números”, a las “muchedumbres oceánicas” Jesús en vez de alegrarse se preocupa. Él siempre imagina a sus discípulos como “un pequeño rebaño” (cf. Lc 12,32), como un poco de “sal” (cf. Mt 5,13), como “levadura” (cf. Mt 13,33), como un grano de “mostaza” (cf. Mt 13,31). No hay que maravillarse, pues, –como ocurre en el Evangelio de hoy– que Jesús quedara sorprendido al ver que “le seguía una gran multitud” (v. 25). Temiendo que se tratase de un equívoco, de que las gentes hubieran malinterpretado sus palabras, se vuelve hacia ellas y comienza a explicarles qué implicaciones tiene el ser discípulos suyo (v. 25).
          Jesús presenta tres exigencias, muy duras, que terminan, las tres, con el mismo, severo estribillo: “No puede ser mi discípulo” (vv. 26.27.33). Parece como si quisiera alejar en vez de atraer a aquellas personas. Este pasaje ha sido frecuentemente aplicado a la vocación monástica. En realidad, viene dirigido a todos los que vienen a él con la intención de hacerse cristianos.
          Comencemos con una precisión. Jesús dice exactamente: “Si uno viene a mí”, no: “si uno quiere venir detrás de mí” (v. 26). Se trata de una diferencia sutil pero significativa, que revela la intención del evangelista. Lucas quiere dirigir las palabras de Jesús a los numerosos convertidos de sus comunidades que han experimentado la atracción del Maestro, sienten simpatía por él y por su mensaje, pero también tratan de “domesticar” el Evangelio, de hacerlo más llevadero. Las condiciones que pone Jesús no son negociables.
          La primera: “Si alguien viene a mí y no me ama más que a su padre y su madre, a su mujer y sus hijos, y hasta su propia vida, no puede ser mi discípulo” (v. 26). Cuando presenta los requisitos de la vocación cristiana, Jesús usa siempre imágenes muy fuertes. No quiere que nadie se haga ilusiones. Hace algunos domingos le hemos oído decir a quien quería seguirle: “Los zorros tienen madriguera, las aves del cielo nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde recostar su cabeza”…”Deja que los muertos entierren a sus muertos” (Lc 9,57-62). En otra ocasión ha hablado de la necesidad de sacarse el ojo y de cortarse la mano o el pie que escandaliza (cf. Mc 9,43-47). Nunca, sin embargo, había llegado a afirmar que es necesario odiar (como se traduce a veces este versículo) a los propios familiares e incluso a la propia vida. ¿Cómo es esto posible, siendo así que el cristiano debe amar incluso hasta a sus enemigos?
          Hay quienes tratan de soslayar la dificultad diciendo que, en la lengua de Jesús, el verbo odiar también significa “amar menos”, “poner en segundo lugar”. Es cierto, pero quizás no sea ésta la solución justa. En primer lugar, el amor no tiene límites, por tanto, cuanto más ama una persona, mejor persona es. Dios no es celoso y considera como dirigido a él mismo todo el amor con que amamos a los demás (cf. Mt 25,40). No hay que tener miedo a exagerar. Por otra parte, reducir las palabras a mera cuestión de cantidad (“amarle un poco más o un poco menos”) quiere decir que no comprendemos a Dios.
          Cuando Jesús habla de odio se refiere a los cortes netos que es necesario hacer cuando está en juego la fidelidad al Evangelio. Odiar significa tener el coraje de romper los vínculos más queridos cuando constituyen un impedimento para seguirle a él. Es la invitación dirigida a los cristianos de las comunidades de Lucas a desasociarse, a oponerse de todas las maneras posibles, a aquello que es contrario al Evangelio, aun cuando esto signifique enfrentarse a un amigo, herir la sensibilidad de algún familiar, romper compromisos. Estos comportamientos radicales, este posicionamiento íntegro, pueden ser clasificados como “odio”, sin embargo son gestos valientes de auténtico amor. 
          La segunda condición: “Quien no carga con la cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo” (v. 27). Esta frase viene interpretada frecuentemente como una invitación a soportar con paciencia las contrariedades, los pequeños o grandes sufrimientos de la vida. Otras veces es comprendida como una invitación a mortificarse, a hacer sacrificios.
          Jesús no hace un llamamiento a la resignación, sino al compromiso de dar testimonio, incluso con la propia vida, de la propia fe. El martirio es una eventualidad con la que hay que contar, porque la propuesta de vida nueva –la de las Bienaventuranzas– es incómoda, va contracorriente, puede provocar reacciones agresivas por ser considerada peligrosa para el buen ordenamiento social o religioso, pudiendo desencadenar oposición violenta. Quizás se trate solamente de violencia verbal (insultos, injurias, difamación, desprecio), pero puede degenerar también en discriminación, marginación social o religiosa, prohibición, llegando incluso a la violencia física, a matar, como le ha sucedido a Jesús.
          Esta es la cruz que debe esperar todo discípulo. Antes de introducir la tercera condición, Jesús narra dos breves parábolas. La primera habla de un hombre que, queriendo proteger su cosecha de ladrones y animales, decide construir una torre en su campo y poner un guarda. No comienza los trabajos, sin embargo, sin haber calculado antes la suma necesaria para llevar a término la obra, pues está en juego su reputación (vv. 28-30).
          La segunda parábola habla de un rey que quiere emprender una guerra. También él se sienta y evalúa la fuerza de su ejército (vv. 31-32). Un dicho popular lo expresaba así: antes de ir a cazar leones, agarra tu lanza en clávala en suelo. Si no logras hacer que penetre en profundidad, renuncia a tu proyecto. ¡Los leones son demasiado fuertes para ti!
          Parece como si las dos parábolas fueran más bien una invitación a renunciar a la vocación cristiana. En realidad, ambas pretender dejar clara la seriedad y el compromiso que comporta esta elección. Quien ha escuchado el Evangelio no puede hacerse la ilusión de haberse convertido ya en discípulo; no son suficientes los arrebatos y el entusiasmo inicial, es necesaria la constancia y la fuerza para perseverar.
          La tercera condición: “Quien no renuncie a sus bienes no puede ser mi discípulo” (v. 33). No se trata de dar algunos centavos de limosna. Es necesario renunciar a todo. ¡No es broma! Para hacer practicable esta exigencia, se ha ideado una muy pobre solución: son solamente los Institutos de perfección (los religiosos, los monjes, las monjas) quienes –profesando los votos– se comprometen a practicar íntegramente lo que Jesús exige. Los cristianos simples, pueden seguir poseyendo y administrando sus bienes, pero tienen que resignarse a ser cristianos imperfectos. Es decir, la renuncia a los bienes no sería un precepto para todos, sino un todavía más ofrecido solamente a algunos héroes decididos a poner en práctica aun los consejos opcionales del Evangelio.
          Se trata de un torpe truco. La exigencia de renuncia total a los bienes no se dirige solamente a algunos sino a toda persona que viene a Jesús. Y para que no haya dudas, Lucas ha referido más de una vez esta condición puesta por el Maestro (cf. Lc 12,33; 18,22…).
          No es fácil formular propuestas concretas. Lucas, por ejemplo, ha presentado en los Hechos de los Apóstoles a la comunidad primitiva en la que no había ningún pobre porque todos habían puesto en común sus bienes (cf. Hch 2,44-45; 4,32-35). Lo cierto es que la opción de seguir a Cristo conlleva una relación completamente nueva aun con los bienes de este mundo.