Todos
serán bienvenidos, pero atentos a no llegar tarde
Fernando
Armellini
Introducción
“Ensancha
el espacio de tu tienda, despliega sin miedo tus lonas, alarga tus cuerdas,
cava bien tus estacas porque te extenderás a derecha e izquierda” (Is 54,2-3).
Esta es la invitación que el profeta dirige a Jerusalén encerrada en un
apretado cerco de murallas. Se han terminado los tiempos de nacionalismos
estrechos; se abren nuevos e ilimitados horizontes: la ciudad debe prepararse
para recibir a todos los pueblos que vendrán a ella porque todos, no solo
Israel, son herederos de las bendiciones prometidas a Abrahán.
La
imagen empleada por el profeta es deliciosa, nos hace contemplar vívidamente a
la humanidad entera de camino hacia el monte sobre el que se levanta Jerusalén.
Allí el Señor ha preparado un “festín de manjares suculentos, un festín de
vinos añejados, manjares deliciosas, vinos generosos” (Is 25,6).
Con
otra imagen de la ciudad, el autor del Apocalipsis describe, en las últimas
páginas de su libro, la gozosa conclusión de la turbulenta historia de la
humanidad. Jerusalén, dice: “tiene una muralla grande y alta, con doce puertas
y doce ángeles en las puertas. Al oriente tres puertas, al norte tres puertas,
al sur tres puertas, y al occidentes tres puertas” (Ap 21,12-13). La imagen es
distinta pero el significado es el mismo: desde cualquier parte de donde
procedan, todo hombre y mujer encontrarán las puertas de la ciudad abiertas de
par en par para darles la bienvenida.
El
camino, sin embargo, hacia el banquete del reino de Dios no es un cómodo paseo.
La senda es estrecha y la puerta –dice Jesús– es angosta y difícil de
encontrar. Esta afirmación no contradice el mensaje optimista y gozoso de los
profetas que anuncian la salvación universal, sino que pone en guardia contra
la ilusión de quienes creen caminar por el camino justo cuando, por el
contrario, andan perdidos por senderos que los están alejando de la meta. Todos
llegarán finalmente a la meta, sí, pero no conviene llegar al final del
banquete.
* Para interiorizar el mensaje, repetiremos: “Te
alabarán, Señor, todos los pueblos de la tierra”.
Primera Lectura: Isaías 66,18-21
Así dice el Señor:
Yo vendré para reunir a las naciones de toda lengua: vendrán para ver mi
gloria; les daré una señal, y de entre ellos despacharé supervivientes a
las naciones: a Tarsis, Etiopía, Libia, Masac, Tubal y Grecia; a las costas
lejanas, que nunca oyeron mi fama ni vieron mi gloria, y anunciarán mi gloria a
las naciones. Y de todas las naciones, como ofrenda al Señor, traerán a
todos sus hermanos a caballo y en carros y en literas, en mulos y dromedarios,
hasta mi Monte Santo de Jerusalén –dice el Señor–, como los israelitas traen la
ofrenda en una vasija pura al templo del Señor. De entre ellos escogeré
sacerdotes y levitas –dice el Señor. – Palabra de Dios
Nos
encontramos a gusto con quienes piensan como nosotros, aprueban nuestras
costumbres, observan nuestras leyes. Los extranjeros nos producen inquietud o
miedo porque sus comportamientos se salen de nuestros esquemas. En la tribu
africana en la que viví algunos años, por ejemplo, me encontré con una
expresión curiosa. Cuan ven juntos a un negro y a un blanco dicen: “mutxú ni
mukunya”, he ahí a un hombre y a un blanco. Uno de los dos es seguramente
hombre porque respeta las tradiciones, el otro…es solamente un blanco.
Los
israelitas también estaban convencidos de ser los únicos “hombres”. Se
consideraban justos, fieles a Dios y se habían rodeados de leyes severas para
impedir las relaciones, las amistades y los matrimonios con extranjeros que no
conocían al Señor y servían a los ídolos (cf. Dt 7,1-8). Lo acontecimientos de
la historia se han encargado de desmantelar progresivamente estos prejuicios.
Durante
el exilio de Babilonia los israelitas se han visto obligados a reconocer que,
si habían sido tan duramente probados por Dios, quería decir que no eran tan
justos como pensaban. En el exilio, por fin, han conocido personalmente a los
tan denigrados extranjeros y, con gran asombro, han descubierto que no eran
como habían pensado, temido y sospechado. Se encontraron con gente buena,
simpática, generosa, hospitalaria, con familias no menos ejemplares que las
suyas, con personas de alta moralidad. En resumen…había entre los paganos
muchos hombres y mujeres mejores que ellos.
Es
durante este tiempo que se asoma a sus mentes la idea de que quizás Dios no sea
solamente el Dios de Israel, sino de todos los pueblos y de que ame a todos por
igual sin distinción de razas o tribus. Se comienza a hablar de un reino futuro
de felicidad y paz y a compararlo a un gran banquete en que se servirán vinos
excelentes y refinados, manjares suculentos y carnes tiernas. Ésta no será una
fiesta reservada a los israelitas; la sala del banquete estará abierta para dar
la bienvenida a todos los pueblos (cf. Is 25,6).
La
lectura de hoy nos trae las palabras de un profeta que ha vivido en aquellos
tiempos de renovación de ideas y cambios de mentalidad. Comienza con las
palabras de Dios que destruirá todas las barreras que dividen a los pueblos:
“Yo vendré para reunir a las naciones de toda lengua” (v. 18). Después, anuncia
algo inaudito: los extranjeros serán tan devotos de mi nombre que los elegiré,
con preferencia a los israelitas, y los enviaré como misioneros para llevar mi
salvación a las gentes del todo el mundo (v. 19).
La
promesa más escandalosa viene reservada para el final: “De entre ellos escogeré
sacerdotes y levitas, dice el Señor” (v. 21).
Salmo 116, 1. 2
R. Id al mundo entero y predicad el Evangelio.
Alabad
al Señor todas las naciones,
aclamadlo, todos los pueblos. R.
Firme
es su misericordia con nosotros,
su fidelidad dura por siempre. R.
Segunda Lectura: Hebreos 12,5-7.11-13
Hermanos:
Habéis olvidado. la exhortación paternal
que os dieron:
«Hijo mío, no rechaces el castigo del
Señor,
no te enfades por su reprensión;
porque el Señor reprende a los que ama
y castiga a sus hijos preferidos.»
Aceptad la corrección, porque Dios os
trata como a hijos,
pues, ¿qué padre no corrige a sus hijos?
Ningún castigo nos gusta cuando lo
recibimos, sino que nos duele;
pero después de pasar por él,
nos da como fruto una vida honrada y en
paz.
Por eso, fortaleced las manos débiles,
robusteced las rodillas vacilantes,
y caminad por una senda llana:
así el pie cojo,
en vez de retorcerse, se curará..
Palabra de Dios
Sabemos
ya por los domingos pasados que los destinatarios de esta carta eran cristianos
afligidos que no lograban encontrar una explicación ni dar sentido a sus
tribulaciones. El autor trata de ayudarles, ofreciéndoles un ejemplo de
pedagogía casera.
Si un
maestro tiene entre sus alumnos también a un hijo suyo, no le da trato de
preferencia sino que quiere que se aplique y se empeñe como los demás. A
cualquier otro alumno que sea perezoso e indolente, se contenta con llamarle la
atención, pero si es su hijo quien se comporta mal, la reprimenda e incluso el
castigo son más severos, precisamente porque se trata de su hijo, porque le ama
más. Esta es la razón por la que Dios permite que los creyentes se vean
sometidos a tantas pruebas: para hacerlos mejores (vv. 5-7). Las pruebas son la
señal de que Dios no los considera como a extraños, sino como a hijos. Éstos,
de momento, quizás se quejen de la dureza del Padre, pero más adelante, cuando
hayan crecido, le darán las gracias por la educación recibida (v. 11-12).
Evangelio: Lucas 13,22-30
En aquel tiempo,
Jesús, de camino hacia Jerusalén, recorría ciudades y aldeas enseñando.
Uno le preguntó:
–Señor, ¿serán
pocos los que se salven?
Jesús les dijo:
–Esforzaos en
entrar por la puerta estrecha. Os digo que muchos intentarán entrar y no
podrán. Cuando el amo de la casa se levante y cierre la puerta, os quedaréis
fuera y llamaréis a la puerta diciendo: «Señor, ábrenos» y él os replicará: «No
sé quiénes sois.» Entonces comenzaréis a decir: «Hemos comido y bebido contigo
y tú has enseñado en nuestras plazas.» Pero él os replicará: «No sé quiénes
sois. Alejaos de mí, malvados.»
Entonces será el
llanto y el rechinar de dientes, cuando veáis a Abrahán, Isaac y Jacob y a
todos los profetas en el Reino de Dios y vosotros os veáis echados fuera. Y
vendrán de Oriente y Occidente, del Norte y del Sur y se sentarán a la mesa en
el Reino de Dios.
Mirad: hay últimos
que serán primeros y primeros que serán últimos.
Palabra del Señor
En el
evangelio de Mateo encontramos con frecuencia en boca de Jesús palabras muy
duras contra los malvados: habla del fuego del infierno, les amenaza con
separar a las ovejas de las cabras y, nada menos que siete veces, anuncia a los
pecadores que les espera llanto y crujir de dientes.
Lucas
presenta a un Jesús más comprensivo, indulgente y siempre pronto a ponerse de
parte de los pobres, de los desesperados, de los que han tenido una vida
difícil. Siempre los presenta así… excepto en el pasaje de hoy donde,
extrañamente, recurre a las amenazas y condenas. Hay una puerta estrecha a
través de la cual es casi imposible pasar; incluso viene inesperadamente
cerrada y el que está dentro está dentro y el que está fuera se queda afuera.
Los que llegan con retraso son despedidos de malos modos. ¡Es demasiado tarde!,
grita el dueño de la casa. ¡Fuera de aquí! ¡Aléjense de mi vista! ¡No les
conozco! ¡Les espera llanto y crujir de dientes!
Quien
se ha dejado envolver y fascinar por los temas favoritos de Lucas –la alegría,
la fiesta, el optimismo, la clemencia de Dios– se queda estupefacto ante tales
palabras. Nunca se hubiera esperado de Jesús semejante comportamiento. El que
amaba a publicanos y pecadores y aceptaba con gusto sus invitaciones para comer
con ellos, ahora les cierra la puerta a sus amigos en su cara, fríamente y sin
dudarlo. El Jesús inflexible de esta parábola no parece el mismo que sugería
invitar al banquete a lisiados, tullidos y ciegos (cf. Lc 14,13) de quienes
lógicamente no se puede esperar ni puntualidad ni que acierten de inmediato con
la puerta de entrada. No se asemeja al médico que ha venido a curar a los
enfermos, ni al pastor que se enternece por la oveja perdida, ni al amigo que
se levanta de noche para dar pan. Sus sentimientos son distintos de los del
padre del hijo pródigo. Resulta extraño también su consejo: “Procuren entrar
por la puerta estrecha”, parece una invitación a preocuparse solamente por la
salvación propia. Quien a fuerza de codazos logra hacerse con un puesto en la
sala del banquete, parece desinteresarse por quien se ha quedado fuera.
No es
difícil intuir la razón que ha llevado a Lucas a inserir en su Evangelio
palabras tan duras. En sus comunidades se han infiltrado el laxismo, el
cansancio, la presunción de estar en excelentes relaciones con Dios, la
arrogante convicción de que basten los buenos propósitos para obtener la
salvación a buen precio. Lucas se da cuenta de que muchos cristianos corren el
riesgo de quedar excluidos del reino y se siente en el deber de desenmascarar
el falso optimismo que se ha extendido. Emplea lenguaje e imágenes ligadas a su
cultura, ambiente y época. Hay que tener muy presente este hecho, pues de lo
contrario podemos adulterar el sentido de las palabras de Jesús y considerarlas
como información de los que ocurrirá al final del mundo. Los detalles son
dramáticos, el lenguaje es impresionante, pero es así como se exprimían los
predicadores de aquel tiempo con la intención de sacudir las conciencias de sus
oyentes.
Tratemos
de captar el significado de semejantes expresiones. Un día, a alguien se le
escapa la pregunta: “Señor ¿Son pocos los que se salvan?” (v. 23). Algunos
rabinos enseñaban que todo el pueblo de Israel participaría en el banquete del
reino. Otros sostenían que no, que son más numerosos los que se pierden que los
que se salvan, como un rio es mayor que una gota de agua. La opinión más extendida,
sin embargo, era: “Este siglo creado por el Altísimo para una multitud, pero el
siglo futuro lo será para un pequeño número. Muchos han sido creados, pocos,
sin embargo, se salvarán.
Jesús
no entra en el argumento porque la pregunta ha sido mal planteada y, por tanto,
cualquier respuesta sería incorrecta y engañosa. Si responde no, crea falsas
seguridades, si responde sí, provoca desaliento. Jesús rechaza convertirse en
un visionario apocalíptico; no ha venido a desvelar números y fechas secretas,
como hacen algunos soñadores chalados de nuestros días. Jesús prefiere cambiar
de argumento, no entre en especulaciones sobre el fin del mundo y la salvación
eterna; lo que interesa es dejar claro cómo se entra en el reino de Dios, es
decir, cómo convertirse “hoy” en discípulos suyos y mantenerse como tales.
La
primera condición es: “Procuren entrar por la puerta estrecha, porque les digo
que muchos intentarán entrar y no podrán” (v. 24). Sorprende el hecho no logren
entrar a pesar de intentarlo. Aparentemente no les falta la buena voluntad,
pero se equivocan en el modo de hacerlo. Se refiere a los fariseos que exhiben
una vida impecable y ejemplar, ayunan dos veces por semana, no son ladrones ni
adúlteros y, sin embargo, no logran entrar.
Para
poder pasar por una puerta estrecha, lo sabemos, solo hay una manera de
hacerlo: contraerse, estrecharse, es decir: hacerse pequeño. Quien es grande y
grueso no pasa; puede intentarlo de muchas maneras, de frente o de perfil, pero
no logrará pasar. Esto es lo que a Jesús le interesa que quede claro: no se
puede ser discípulos suyos sin renunciar a ser grande, sin hacernos pequeños y
servidores de todos.
He aquí
el error del fariseo: la presunción, la confianza puesta en la propia santidad,
en sus buenas obras. No ahorra energías, hace de todo para agrandar a Dios –lo
reconoce también Pablo (cf. Rom 10,3)– pero está demasiado inflado de vanidad y
arrogancia. Pequeño es quien reconoce que no merece nada, quien mirándose a sí
mismo se siente frágil y perdido, quien no ve otra salida que no sea la de
encomendarse a la misericordia de Dios; solo éste logra pasar a través de la
puerta estrecha.
Quien
no asume la disposición interior del pequeño, no puede entrar en el reino de
Dios, aunque sea muy rezador, buen catequista, gran predicador, incluso hacedor
de milagros (cf. Mt 7,22). Jesús continúa desarrollando las implicaciones que
lleva consigo su invitación a participar en el banquete mediante una parábola
que introduce otra exigencia: es necesario darse prisa, pues no hay tiempo que
perder (vv. 25-30).Un gran señor ofrece gratuitamente un banquete al que todos
están invitados, con la sola condición, como hemos visto, de ser lo
suficientemente pequeños para pasar por la puerta y de hacerlo sin
pretensiones. Pero, ¡atención!, llega un momento en que la puerta viene
cerrada. El gran señor es claramente Dios quien, como ha prometido por boca de
los profetas (cf. Is 25,6-8; 55,1-2; 65,13-14), organiza el banquete del reino.
La
escena ahora se desdobla. Hay un primer grupo de personas que, dejadas fuera,
pretender entrar alegando a gritos sus razones: “Hemos comido y bebido contigo,
en nuestras calles enseñaste” (v. 26). Pero el gran señor no les abre la
puerta, sino que los expulsa, llamándoles malhechores: “Les digo que no sé de dónde
son ustedes. Apártense de mí, malhechores” (v. 27).
¿Quiénes
son estos tales? Tratemos de identificarlos: han conocido a Jesús, le han
escuchado, han comido el pan con él. No son, por tanto, paganos, sino miembros
de la comunidad cristiana. Son los que tienen sus nombres inscritos en los
registros de los bautismos, que han leído el Evangelio y han participado al
banquete eucarístico. Creen tener los papeles en regla para poder entrar en la
fiesta y, sin embargo, son alejados porque no basta el mero conocimiento de la
propuesta evangélica, sino que es necesario comprometerse, adherirse a ella.
Quien no se compromete a tiempo con evangelio, es un hacedor de iniquidad.
Esta
severa condena va dirigida a los cristianos flojos, “tibios”, superficiales,
que se contentan con una pertenencia externa a la comunidad, celebrando
liturgias huecas que se reducen para ellos a ritos exteriores incapaces de
transformar sus vidas. No hay que entender este rechazo, sin embargo, como una
condena definitiva, como exclusión eterna de la salvación. Una interpretación
en este sentido, sería errónea y peligrosa por ir contra el mensaje evangélico.
Las
palabras de Jesús se refieren al presente, a la pertenencia y adhesión al reino
de Dios hoy, aquí y ahora, son una apasionada invitación a que evaluemos con
urgencia la propia vida espiritual porque muchos cultivan la ilusión de ser
discípulos de Jesús cuando, en realidad, no lo son. Éstos tales, si no se dan
cuenta pronto, terminarán en llanto (cuando descubran que han fallado
miserablemente), y en rechinar de dientes (símbolo de la amargura y la rabia de
quien comprende, demasiado tarde, haberse equivocado).
Vayamos
al segundo grupo, compuesto por quienes están dentro. Sentados a la mesa están
los patriarcas: Abrahán, Isaac, Jacob, después todos los profetas, finalmente
una inmensa multitud, venida de Oriente y de Occidente, del norte y del sur. No
se dice que todos éstos hayan conocido a Jesús y caminado a su lado, quizás
muchos de ellos ni quiera sabían de su existencia. Lo cierto es que, si han
logrado entrar, significa que pasado por la puerta estrecha, mientras que los
del primer grupo se han quedado fuera (vv. 28-30).
Volvamos
unas cuantas páginas atrás. En el capítulo 9 del evangelio de Lucas se dice que
un día surgió una discusión entre los discípulos a cerca de quien era el más
grande. Jesús, entonces, tomando un niño “lo colocó junto a sí y les dijo: El
más pequeño de todos ustedes, ese es el mayor” (Lc 9,46-47). No puede
participar en el banquete quien no se esfuerza por ser pequeño.
Jesús
no ha querido meter miedo a nadie con la amenaza del infierno. Su condena va
dirigida contra la vida tibia (ni fría ni caliente), incoherente, hipócrita que
llevan tantos hombres y mujeres que dicen ser sus discípulos. Y sin embargo,
incluso ante palabras tan inquietantes, todavía hay cristianos incoherentes,
hipócritas y arrogantes a quienes ni siquiera les pasa por la imaginación el
que un día el Señor pueda decirles: “No les conozco”.
Lucas,
quizás con dolor del corazón porque no es su estilo, ha tenido que introducir
este texto en su Evangelio. A diferencia de Mateo, sin embargo, quien concluye
el pasaje de manera sombría y amenazadora: “Los ciudadanos del reino serán
expulsados a las tinieblas de fuera. Allí será el llanto y el crujir de
dientes” (Mt 8,12), Lucas termina la parábola con la escena de la fiesta y del
banquete con un dicho significativo: “Porque hay últimos que serán primeros y
primeros que serán últimos” (v. 30).
Al
final, por tanto, todos serán recibidos, aunque –por desgracia para ellos– los
últimos habrán perdido la oportunidad de haber gozado desde el principio de las
alegrías del banquete del reino de Dios.