Fernando Armellini
Introducción
Sorprende la facilidad, la rapidez con
que el escepticismo, el descrédito y la irrisión logran enfriar los
entusiasmos, apagar los ideales, hacer inocuas las enseñanzas más nobles. Hemos
conocido a jóvenes quienes, movidos por una pasión sincera, se habían empeñado
en construir un mundo nuevo y una iglesia más evangélica. Pocos años después,
han amainado las banderas y renunciado a los sueños. Se han acomodado a la
“respetabilidad” imperante, a lo que antes consideraban fútil, efímero, banal.
¿Por comodidad, por oportunismo? Algunos quizás sí, pero otros han renunciado
con profunda amargura a impulsos y proyectos juveniles porque…se han dejado
llevar, en primer lugar, del desaliento, y después de la resignación. No habían
tenido en cuenta a la oposición, los conflictos, las dificultades y han
terminado por tirar la toalla.
Quien se compromete con la comunidad,
espera aprobación, alabanza, apoyo a las iniciativas que lleva adelante, aunque
solo sea por el tiempo y la energía que dedica a sus compromisos. ¡Vana
ilusión! Más pronto que tarde, tendrá que enfrentarse a críticas malévolas,
envidias, celos. Y todavía estamos en el ámbito de las normales incomprensiones
y sinsabores. La cosa se complica seriamente cuando están en juego opciones
eclesiales decisivas, adhesiones a nuevas perspectivas abiertas por el
Concilio, propuestas evangélicas incompatibles con la lógica de este mundo.
Entonces, la hostilidad se manifiesta abiertamente y va en crescendo: desde el
insulto, a la marginación y hasta el linchamiento moral.
Quien se siente “agredido” de esta
manera corre un serio riesgo de desanimarse y de poner en discusión los
compromisos antes asumidos con tanta lucidez. La tentación de adecuarse a la
mentalidad dominante, a lo políticamente correcto, a los principios y valores
dictados por el sentido común, es casi irresistible.
Jesús ha puesto en guardia a sus
discípulos contra este peligro: “Si el mundo los odian, sepan que primero me
odió a mí. Si ustedes fueran del mundo, el mundo los amaría como cosa suya” (Jn
15,18). Ha tranquilizado sus ánimos perplejos y vacilantes, recordándoles que
un destino común aúna, desde siempre, a todos los justos: “¡Ay de ustedes
cuando todos los alaben! Del mismo modo los padres de ellos trataron a los
falsos profetas” (Lc 6,23.26).
* Para
interiorizar el mensaje, repetiremos: “Que sea reconocida, Señor, la verdad de
tus profetas”.
Los dignatarios del rey le dijeron: –Muera ese
Jeremías, porque está desmoralizando a los soldados que quedan en la ciudad y a
todo el pueblo con semejantes discursos. Ese hombre no busca el bien del
pueblo, sino su desgracia.5 Respondió el rey Sedecías: –Ahí lo
tienen, está en su poder: el rey no puede nada contra ustedes. 6Ellos
se apoderaron de Jeremías y lo arrojaron en el pozo de Malquías, príncipe real,
en el patio de la guardia, descolgándolo con sogas. En el pozo no había agua,
sino lodo, y Jeremías se hundió en el lodo. 8Ebed-Mélec salió de
palacio y habló al rey: 9–Majestad, esos hombres han tratado
injustamente al profeta Jeremías, arrojándolo al pozo, donde morirá de hambre
–porque no quedaba pan en la ciudad–. 10Entonces el rey ordenó a
Ebed-Mélec, el nubio: –Toma tres hombres a tu mando y saquen al profeta
Jeremías del pozo antes de que muera. – Palabra de Dios
¡Hay que luchar! ¡Es necesario
dialogar! ¡No, no hay que pactar con el enemigo! ¡Quien no empuña la espada,
quien tiene miedo de recurrir a la violencia no ama al pueblo! Cada uno avanza
su propuesta e intenta imponerla a los demás. Estamos en Jerusalén en el año
586 a,C. y la situación es desesperada. La ciudad está rodeada por el ejército
de Nabucodonosor, la gente muere de hambre, pero los generales quieren resistir
a toda costa y el rey Sedecías carece del valor para oponerse a los jefes
militares. En momentos tan dramáticos, solo un habitante de Jerusalén no ha
perdido la cabeza: Jeremías. Es éste un hombre de paz, reflexiona, se da cuenta
de la inutilidad de toda resistencia armada y sugiere la rendición. Su
propuesta provoca la indignación de los entorchados quienes se presentan ante
Sedecías y le dicen: “Muera ese hombre, porque está desmoralizando a los soldados
que quedan en la ciudad y a todo el pueblo con semejantes discursos. Ese hombre
no busca el bien del pueblo, sino su desgracia” (v. 4). El rey los escucha y
consiente. Jeremías viene hecho prisionero y arrojado en un pozo “descolgándolo
con sogas. En el pozo no había agua sino lodo, y Jeremías se hundió en el lodo”
(vv. 5-6). Es la derrota del profeta que se siente abandonado por todos: por
amigos, familiares y, aparentemente, también por Dios quien le ha prometido
protección (cf. Jr 1,8).
Así las cosas, un hombre recto y
valeroso, que no puede callarse frente a la injustica, se presenta
inesperadamente ante el rey Sedecías y le dice: “Majestad, esos hombres han
tratado injustamente al profeta Jeremías…” (v. 5). Se llama Ebed-Mélec y es un
extranjero, un africano negro procedente de Etiopía que prestaba servicio en
aquel tiempo en la corte del rey. Se necesitan agallas para pronunciar
semejantes palabras contra los personajes más influyentes del reino. El rey le
escucha y le da la orden de liberar al profeta. Ebed-Mélec toma consigo algunos
hombres y con cuerdas y trapos se dirige al pozo donde habían arrojado al
prisionero y le dice: “Coloca los trapos debajo de tus brazos, por debajo de la
soga. Entonces tiraron de Jeremías con las sogas y lo sacaron del pozo” (Jr
38,11-13).
Lo ocurrido a este profeta no es un
caso aislado. Todos los que anuncian la palabra de Dios son siempre tratados de
esta manera. Su mensaje, antes o después, entrará en oposición con los intereses de los poderosos y éstos
comenzarán a perseguirlos, intentando por todos los medios hacerlos callar, o
incluso eliminarlos. Antiguamente se recurría a la violencia física (así fueron
quitados de en medio Jesús y muchos de sus discípulos). Hoy los métodos son
diversos, pero no menos brutales: la marginación, el desprecio, la denigración,
las amenazas. Basta pensar qué es lo que le espera a quien se atreve a criticar
los comportamientos malvados de los detentores del poder, a quienes denuncian
injusticias, robos, corrupción en el trabajo, a quien rechaza la violencia como
medio de establecer la justicia. Basta pensar a cómo son a veces tratados por
los hermanos de la comunidad cristiana quienes se atreven a hacer propuestas
evangélicas más audaces, exigen mayor transparencia en el uso del dinero, piden
la renuncia a privilegios.
El Señor, sin embargo, no abandona a
sus profetas perseguidos, aislados, arrojados al fango. Estará siempre a su
lado, quizás suscitando, como en tiempos de Jeremías, a alguna persona simple,
honesta, valiente, como el etíope Ebed-Mélec.
R/. Señor, date prisa en socorrerme
Yo esperaba con ansia al Señor;
él se inclinó y escuchó mi grito. R/.
Me levantó de la fosa fatal,
de la charca fangosa;
afianzó mis pies sobre roca,
y aseguró mis pasos. R/.
Me puso en la boca un cántico nuevo,
un himno a nuestro Dios.
Muchos, al verlo, quedaron sobrecogidos
y confiaron en el Señor. R/.
Yo soy pobre y desgraciado,
pero el Señor se cuida de mí;
tú eres mi auxilio y mi liberación:
Dios mío, no tardes. R/.
Nosotros, rodeados de una nube tan densa de testigos,
desprendámonos de cualquier carga y del pecado que nos acorrala; corramos con
constancia la carrera que nos espera, 2fijos los ojos en el que
inició y consumó la fe, en Jesús. El cual, por la dicha que le esperaba, sufrió
la cruz, despreció la humillación y se ha sentado a la derecha del trono de
Dios. 3Piensen en aquel que soportó tal oposición por parte de los
pecadores, y no se desalentarán. 4Todavía no han tenido que resistir
hasta derramar la sangre en su lucha contra el pecado. – Palabra de Dios
Ya el pasado Domingo hicimos notar que
los cristianos a quienes la carta a los Hebreos fue dirigida, pasaban por un
momento bastante difícil, tanto que algunos estaban pensando abandonar la
propia fe. Las dificultades aparecieron inmediatamente después de su
conversión: habían sido víctimas de abusos, sufrido agresiones, fueron
despojados de sus bienes, encarcelados (cf. Heb 10,32-34). La situación se
había ido deteriorando hasta el punto de temer por sus vidas.
El autor de la carta, intenta
animarles, les invita a no desalentarse, a no ceder. Ésta, dice, es una ocasión
privilegiada porque permite demostrar a Cristo el propio amor y la propia
fidelidad. La lectura compara la condición estos hombres y mujeres a la
competición en un estadio. Estos cristianos son atletas que deben dar
testimonio de fuerza y habilidad ante espectadores excepcionales: los grandes
personajes del pasado, desde Abrahán hasta el último de los profetas (cf. Heb
11). La meta a alcanzar es Cristo. Los cristianos tienen que correr y competir
a semejanza del Maestro y, como premio, recibirán del Padre la corona de
gloria. Naturalmente no se puede correr con soltura si se arrastra alguna carga
como, por ejemplo, el pecado.
Evangelio:
Lucas 12,49-57
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 49Vine
a traer fuego a la tierra, y, ¡cómo desearía que ya estuviera ardiendo! 50Tengo
que pasar por un bautismo, y, ¡qué angustia siento hasta que esto se haya
cumplido! 51¿Piensan que vine a traer paz a la tierra? No he venido
a traer la paz sino la división. 52En adelante en una familia de
cinco habrá división: tres contra dos, dos contra tres. 53Se
opondrán padre a hijo e hijo a padre, madre a hija e hija a madre, suegra a
nuera y nuera a suegra. – Palabra del Señor
¿Qué fuego es el que Jesús ha venido a
traer a la tierra? (v. 49). ¿Cuál es el bautismo que él tiene que recibir? (v.
50). ¿Qué quiere decir cuando afirma: “No he venido a traer la paz sino la
división?” (v. 51). ¿Qué tiene que ver en todo este discurso la parábola sobre
la necesidad de evitar que “tu rival…te arrastre hasta el juez” (vv. 58-59)? El
Evangelio de hoy junta una serie de dichos del Señor más bien enigmáticos.
Tratemos de comprender su sentido.
Comencemos por las imágenes del fuego
y del bautismo (vv. 49-50). Al final del diluvio aparece en el cielo el
arcoíris, símbolo de la paz restablecida entre el cielo y la tierra, y Dios
jura: “El diluvio no volverá a destruir la vida ni habrá otro diluvio sobre la
tierra” (Gn 9,11). De esta promesa nace y se difunde en Israel la convicción de
que para purificar el mundo de la iniquidad, Dios no se serviría más del agua
sino del fuego. “El Señor va a juzgar con su fuego a todo mortal” (Is 66,16).
También el Bautista anuncia la venida del Mesías con palabras amenazadoras: “Él
os bautizará con Espíritu Santo y fuego. Quemará la paja en un fuego que no se
apaga” (Mt 3,11-12). De fuego habla también Jesús y, después de él, un poco
también la mayoría de los autores del Nuevo Testamento.
¿De qué se trata? Lo primero que se
nos ocurre es que está hablando del juicio final y del suplico eterno que les
espera a los malvados. ¡Nada de esto! Así pensarían, quizás, Juan el bautista y
los discípulos Santiago y Juan, pero ciertamente no Jesús.
El fuego de Dios no tiene como
objetivo aniquilar o torturar a quien ha cometido errores, sino que es el
instrumento con el que Él quiere destruir el mal y purificar del pecado. ¡Que
se queden con su fuego los fundamentalistas y los predicadores fanáticos de las
sectas apocalípticas! El anunciado por los profetas y encendido por Jesús es un
fuego que salva, limpia, cura: es el fuego de su palabra, es su mensaje de
salvación, es su Espíritu, el Espíritu Santo quien, en el día de Pentecostés,
descendió sobre cada uno de los discípulos en lenguas como de fuego (cf. Hch
2,3-11), fuego que se ha propagado por el mundo como un gran incendio benéfico
y renovador.
Ahora podemos comprender el sentido de
la exclamación de Jesús: “¡Cómo me gustaría que estuviera ya ardiendo!” (v.
49). Es la expresión de su deseo ardiente de ver lo más pronto posible la
destrucción de la cizaña que existe en el mundo. Malaquías ha anunciado: “Miren
que llega el día, ardiente como un horno, cuando arrogantes y malvados serán la
paja: ese día los quemaré” (Mal 3,19). Jesús espera con ansia la realización de
esta profecía y ya ve el amanecer del nuevo mundo en el que no habrá más
espacio para los malvados. Éstos desaparecerán, aniquilados por la llama
irresistible de su amor.
La segunda imagen, la del bautismo,
está ligada a la precedente. Jesús afirma que para desencadenar este incendio,
antes debe él ser bautizado. Bautizarse significa sumergirse y Jesús se refiere
a su inmersión en las aguas de la muerte (cf. Mc 10,38-39). Esta agua ha sido
preparada por sus enemigos con el objetivo de apagar para siempre el fuego de
su palabra, de su amor, de su Espíritu; sin embargo, el efecto ha sido lo
contrario: es un agua que ha comunicado a este fuego una fuerza incontenible.
Jesús “contempla con angustia” la pasión que le espera. La perspectiva que
tiene ante sus ojos es dramática: será arrastrado por las olas de la
humillación, de los sufrimientos y de la muerte, pero sabe que, saliendo de
estas aguas obscuras, en el día de Pascua, dará inicio a un mundo nuevo.
Si este es el destino del Maestro
¿cuál será el de los discípulos portadores de la antorcha de su fuego? También
ellos, dice Jesús, provocarán desacuerdos, divisiones, hostilidad y dolorosas
laceraciones dentro de sus mismas familias. (vv. 51-53).
“¿Piensan que vine a traer paz a la
tierra? No he venido a traer la paz sino la división”. Una afirmación
sorprendente que deja desconcertados porque en los libros de los profetas está
escrito que el Mesías será el “Príncipe de la paz” y que, durante su reinado,
“la paz no tendrá fin” (Is 11,6-9); “el lobo y el cordero irán juntos, y la
pantera se tumbará con el cabrito, el novillo y el león engordarán juntos” (Is
11,6-9); “destruirá los arcos de guerra, proclamará la paz a las naciones ,
dominará de mar a mar, del Gran Rio al confín de la tierra” (Zac 9,10); en
Belén los ángeles cantaban: “¡paz en la tierra”! (Lc 2,14) y Pablo escribe: “Él
es nuestra paz” (Ef 2,14).
El anuncio del Evangelio ¿traerá al
mundo armonía o discordia entre familias y pueblos? Ciertamente los profetas
han prometido la paz para los tiempos mesiánicos, pero también han anunciado
conflictos y separaciones. Cuando Jesús habla de conflicto de generaciones
(entre jóvenes y ancianos) y entre los que viven en una misma casa, no hace más
que citar un texto del profeta Miqueas
el cual había intuido que el nacimiento de un nuevo mundo no sería pacífico
y sin dolor, sino que vería la luz entre
sufrimientos desgarradores.
Lucas certifica que estas rupturas se
han producido en sus comunidades. A la luz de las palabras del Maestro,
comprende que eran inevitables y, en el contexto en que estas palabras son
colocadas, nos ayudan a comprender el por qué.
El mensaje de Jesús es un fuego y,
lógicamente, quienes tienen bienes que proteger, palacios que custodiar no ve
con bueno ojos a los “incendiarios”. El Evangelio es una antorcha encendida que
quiere reducir a una inmensa pira todas las estructuras injustas, las
situaciones deshumanas, las discriminaciones, el ansia del dinero, el frenesí
del poder.
Quien se siente amenazado por este
“fuego”, no permanece pasivo. Se opone por todos los medios. Reacciona con
violencia porque quiere perpetuar el pecado en el mundo. Primero son las
incomprensiones, después vienen las divisiones y los conflictos y, finalmente,
las persecuciones y la violencia.
No siempre la unión es buena y hay que
aprobarla a toda costa. Se debe buscar la unión pero siempre partiendo de la
palabra de Dios, partiendo de la verdad. La paz fundada en la mentira y en la
injusticia, hay que rechazarla. A veces, es necesario provocar, con mucho amor
y tratando de no ofender a nadie, saludables divisiones. No se deben confundir
el odio, la violencia, las palabras ofensivas y arrogantes –que son
incompatibles con un cristiano– con la confrontación leal, con los desacuerdos
que nacen de propuestas nuevas, evangélicas. Estos desacuerdos son necesarios,
aunque sean dolorosos por involucrar miembros de la misma familia.
Hemos oído hablar muchas veces después
del Concilio de la imagen estupenda de los “signos de los tiempos”. Aparece en
boca de Jesús en la tercera parte del Evangelio de hoy (vv. 54-57). Para los
campesinos es importante reconocer lo cambios del tiempo: deben saber cuándo
llegan las lluvias para sembrar en el momento justo. Escrutan el cielo,
estudian el viento, saben que no pueden equivocarse porque corren el riesgo de
ver las propias semillas quemadas por el sol. ¿Cómo es así que los hombres –se
pregunta Jesús– que prestan tanta atención a las señales del calor y de la
lluvia, no logran reconocer los signos del mundo nuevo que ha aparecido? Porque
–responde– son unos hipócritas. Están capacitados para ver, pero no quieren
abrir los ojos y no lo hacen por ignorancia, sino por mala voluntad. La
realidad nueva introducida por su palabra les molesta, les incomoda. Quieren
que el mundo antiguo continúe como hacen los actores (los hipócritas,
justamente) de no darse cuenta de lo que está sucediendo.
Lucas tiene presente la situación de
sus comunidades en las que muchos tienen miedo de las consecuencias del
Evangelio y “fingen” no darse cuenta de los cambios, de las transformaciones,
de las novedades que las palabras de Jesús están para introducir entre ellos.
El Evangelio concluye con una parábola
(vv. 58-59). Un hombre ha ofendido a otro y éste le amenaza con llevarlo ante
el juez. ¿Qué hacer? El culpable no tiene tiempo que perder: debe buscar
inmediatamente un acuerdo con su adversario, de lo contrario se expone a la
condena. ¿Qué sentido tiene esta parábola?
Está
para llegar, dice Jesús, el momento del juicio, el mundo nuevo está apunto de
surgir. Las señales del gran incendio que renovará la faz de la tierra son
evidentes: los ciegos recobran la vista, los sordos oyen, los tullidos caminan,
los leprosos son sanados, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia
el Evangelio (cf. Mt 11,5) y, sin embargo, hay personas que no se preocupan lo
más mínimo de todo esto. Se verán sorprendidas sin preparación alguna.