Pestañas

XVIII domingo de tiempo ordinario– Año C


Acumular bienes para uno mismo: ¡Una locura!
 Fernando Armellini

Introducción
          Tres veces, en el evangelio de Lucas, se le pide a Jesús indicaciones acerca de la herencia. “¿Qué debo hacer para heredar la vida eterna?”, pregunta primero un doctor de la ley (Lc 10,25) y después un notable (Lc 18,18). Jesús responde a ambos explicando detalladamente cuáles son las condiciones para tener parte en esta herencia.


          En un dialogo con los discípulos Jesús mismo introduce el tema sobre la herencia eterna: “Todo aquel que por mí deje casa, hermanos o hermanas, padre o madre, hijos o campos recibirá cien veces más y heredará la vida eterna” (Mt 19,29).
          La tercera pregunta es la que viene referida en el evangelio de hoy. Dos hermanos no logran ponerse de acuerdo sobre la herencia.
          Nótese el hecho curioso: la herencia debía ser dividida, sin embargo, es “ésta” la que divide.
          El dinero arrastra al desapercibido a una trampa sigilosa. Le lleva a donde quiere, le programa su vida, le aparta de sus amigos, divide a su familia, le hace olvidar incluso a Dios. Pero, sobre todo, le engaña porque elimina de su mente el pensamiento de la muerte.
          En el pasado la muerte se agitaba como un espantajo. Hoy asistimos al fenómeno opuesto, pero igualmente deletéreo: se intenta de todas las maneras posibles hacer olvidar que desde el momento en que se comienza a vivir, se comienza también a morir.
          La insensatez, la ofuscación mental provocada por el dinero se hacen patentes en el hecho de que, justamente en presencia de la muerte (la división de una herencia tiene lugar después de un fallecimiento) la codicia hace desaparecer el pensamiento de la muerte.
          Jesús no ha despreciado los bienes de este mundo, pero ha puesto en guardia ante el peligro de convertirse en esclavos de éstos.

          * Para interiorizar el mensaje, repetiremos “Enséñanos, Señor, a contar nuestros días y alcanzaremos la sabiduría del corazón”.

Primera Lectura: Eclesiastés 1,2; 2,21-23
 ¡Pura ilusión –dice Qohelet–; pura ilusión, todo es una ilusión! 2,21Hay quien se fatiga con sabiduría, ciencia y acierto, y tiene que dejarle su herencia a uno que no se ha fatigado. También esto es pura ilusión y grave desgracia. 22Entonces, ¿qué saca el hombre de todas las fatigas y preocupaciones que lo fatigan bajo el sol? 23De día su tarea es sufrir y penar, de noche no descansa su mente. También esto es pura ilusión. – Palabra de Dios

          Hacia el año 200 a. C. viene en Jerusalén un hombre sabio. Se le conoce por Qohelet, es decir, el que reúne o convoca la asamblea. Su perfil viene descrito al final del libro: “Qohelet, además de ser un sabio, enseñó al pueblo lo que él sabía. Estudió, inventó y formuló muchos proverbios; el Qohelet procuró un estilo atractivo y escribió la verdad con acierto” (Ecl 12,9-10).
          Vive en un tiempo caracterizado por la prosperidad y el florecimiento de la actividad económica. Por todas partes se ven comerciantes extranjeros, se trafica en esclavos, ganado, oro, perlas preciosas, resinas perfumadas del Oriente, incienso amargo de Arabia. Muchos israelitas se dejan fascinar por la posibilidad de enriquecerse, se apasionan por las nuevas modas, aceptan gustosamente nuevas costumbres, solo piensan en el dinero, llegando incluso a renegar de la fe y a olvidarse de las prácticas religiosas.
          Es un delirio colectivo, una carrera desenfrenada e insensata hacia a la acumulación de bienes. El Qohelet, sabio como es, observa con atención y destacó este agitado frenesí, reflexiona y se pregunta: ¿Vale la pena o todo se reduce a “querer atrapar el viento”?
          Desde el principio de su libro da la respuesta a este angustioso interrogante: “Todo es vanidad” (v. 2). Y repite 25 veces esta triste y amarga conclusión como un estribillo.
          Qohelet conoce bien los acontecimientos históricos que conmovieron al mundo cien años antes. Darío, el rey de Persia, omnipotente e inmensamente rico, ha sido humillado por Alejandro. Éste, a su vez, ha muerto en la flor de la edad, a los treinta y tres años, en Babilonia y el cortejo fúnebre que lo ha acompañado hacia Occidente, ha rehecho inversamente el camino que el invencible conquistador había recorrido triunfalmente pocos años antes. ¿Qué ha quedado de Alejandro y su reino?
          Los hombres buscan los placeres más diferentes y refinados, ansían riquezas y aspiran al reconocimiento social, intentan perpetuar su presencia en el mundo a través de sus hijos, luchan y matan para conseguir el poder. La conclusión es siempre la misma: al final, indistintamente, se ven despojados de todo.
          La lectura de hoy propone la reflexión del Qohelet sobre la acumulación de bienes: “Hay quien se fatiga con sabiduría, ciencia y acierto, y tiene que dejarle su herencia a uno que no se ha fatigado. También esto es pura ilusión y grave desgracia” (v. 21).
          Más adelante, retomará el tema y concluirá: “Como salió del vientre de su madre, así volverá: desnudo; y nada se llevará del trabajo de sus manos. También esto es una cosa lamentable: tiene que irse igual que vino, y ¿qué sacó de tanto trabajo?” (Ecl 5,14-15).
          El Qohelet aconseja a sus discípulos gozar sanamente de cuanto ofrece la vida. Deja, sin embargo, en suspenso los interrogantes fundamentales sobre el sentido mismo de la vida. La respuesta no se encuentra en su libro, sino en el Evangelio. Será Jesús a abrir nuevos horizontes, a enseñar a no agitarse tras ilusorias vanidades, a no querer atrapar el viento.

Salmo 94, 1-2. 6-7. 8-9
R. Escucharemos tu voz, Señor.
Venid, aclamemos al Señor,
demos vítores a la Roca que nos salva;
entremos a su presencia dándole gracias,
vitoreándolo al son de instrumentos. R.
Entrad, postrémonos por tierra,
bendiciendo al Señor, creador nuestro.
Porque él es nuestro Dios
y nosotros su pueblo,
el rebaño que él guía. R.
Ojalá escuchéis hoy su voz:
«No, endurezcáis el corazón como en Meribá,
como el día de Masá en el desierto,
cuando vuestros padres me pusieron a prueba
y me tentaron, aunque hablan visto mis obras.» R.


Segunda Lectura: Colosenses 3,1-5.9-11
 Hermanos: si han resucitado con Cristo, busquen los bienes del cielo, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios, 2piensen en las cosas del cielo, no en las de la tierra. 3Porque ustedes están muertos y su vida está escondida con Cristo en Dios.4Cuando se manifieste Cristo, que es vida de ustedes, entonces también ustedes aparecerán con él, llenos de gloria. 5Por tanto hagan morir en ustedes todo lo terrenal: la inmoralidad sexual, la impureza, la pasión desordenada, los malos deseos y la avaricia, que es una especie de idolatría.  5,9No se mientan unos a otros, porque ustedes se despojaron del hombre viejo y de sus obras 10para revestirse del hombre nuevo, que por el conocimiento se va renovando a imagen de su Creador. 11Por eso ya no tiene importancia ser griego o judío, circunciso o incircunciso, bárbaro o escita, esclavo o libre, sino que Cristo lo es todo para todos. – Palabra de Dios

          “Busquen los bienes del cielo…piensen en las cosas del cielo, no en las de la tierra”. Parece una invitación a despreciar este mundo y a desentenderse de los problemas materiales para concentrar todo el interés en el cielo. Para comprender esta exhortación hay que tener presente que Pablo está hablando del bautismo. Mediante este sacramento, dice, el cristiano ha muerto a la vida antigua, ha resucitado con Cristo y ha iniciado una vida completamente nueva (vv. 1-4).
          “Renunciar a las cosas de aquí abajo” no significa romper definitivamente con las realidades de este mundo, sino solamente con aquella parte del hombre que pertenece a la tierra: “la inmoralidad sexual, la impureza, la pasión desordenada, los malos deseos y la avaricia que es una especia de idolatría” (v. 5).
          Retoma después el mismo pensamiento con otra imagen: la del vestido. El cristiano se ha despojado del hombre viejo y se ha revestido del hombre nuevo (v. 10). ¿Por qué, entonces, incluso después del bautismo experimentamos tantas miserias y tantas debilidades? Porque, continúa Pablo, el hombre nuevo “por el conocimiento se va renovando a imagen de su Creador” (v. 10). “El hombre nuevo que se renueva”: ¡Extraña expresión! ¿Qué significa?
          En el bautismo el cristiano ha sido, ciertamente, revestido del hombre nuevo, lleva impresa en sí la imagen del Creador, pero esta semejanza todavía no se ha manifestado plenamente. Está todavía recubierta de tantas impurezas que hacen poco reconocible en el bautizado el rostro del Padre. Solamente cuando se habrá dejado purificar de su vida antigua, de sus costumbres paganas, solo entonces aparecerá el hombre nuevo.
          Es una invitación a no desanimarse. Pablo la dirige al cristiano consciente de estar todavía muy lejos de asemejarse al Padre. Es una persona nueva, pero “está todavía renovándose”.

Evangelio: Lucas 12,13-21
En aquel tiempo, uno de la gente le dijo a Jesús: –Maestro, dile a mi hermano que reparta la herencia conmigo. 14Jesús le respondió: –Amigo, ¿quién me ha nombrado juez o árbitro entre ustedes? 15Y les dijo: –¡Estén atentos y cuídense de cualquier codicia, que, por más rico que uno sea, la vida no depende de los bienes! 16Y les propuso una parábola: –Las tierras de un hombre dieron una gran cosecha. 17Él se dijo: ¿qué haré, si no tengo dónde guardar toda la cosecha? 18Y dijo: Haré lo siguiente: derribaré los graneros y construiré otros mayores en los cuales meteré mi trigo y mis bienes. 19Después me diré: Querido amigo, tienes acumulados muchos bienes para muchos años; descansa, come, bebe y disfruta. 20Pero Dios le dijo: ¡Necio, esta noche te reclamarán la vida! Lo que has preparado, ¿para quién será? 21Así le pasa al que acumula tesoros para sí y no es rico a los ojos de Dios. – Palabra de Dios

          Los hermanos se suelen llevan bien entre sí a pesar de las peleas normales. Pero ¿hasta cuándo? Hasta el día en que se reúnen para la distribución de la herencia. Frente al dinero y los bienes, aun las mejores personas, también los cristianos, terminan frecuentemente por perder la cabeza y convertirse en sordos y ciegos y no ver más que el propio interés, dispuestos a pasar por encima de los sentimientos más sagrados. A veces, por mediación de algún amigo sabio, las partes logran ponerse de acuerdo; otras veces, sin embargo, el odio se enquista y se prolonga por años y los hermanos llegan hasta a no dirigirse más la palabra.
          Un día Jesús viene elegido como mediador para resolver uno de estos conflictos familiares (v. 13). En casos por el estilo, una sugerencia, un buen consejo no se le niega a nadie. La respuesta del Maestro, por el contrario, es sorprendente: “Amigo ¿quién me ha nombrado juez o árbitro entre ustedes? (14). Es difícil estar de acuerdo con semejante respuesta. ¿Por qué se echa para atrás? ¿Está queriendo enseñar que no hay que dar valor a las realidades de este mundo? ¿Es una invitación a rehuir los problemas concretos de la vida? ¿Recomienda no hacer nada ante la prepotencia de los más arrogantes? No puede ser. Una elección semejante sería contraria a todo el resto del Evangelio. Tratemos de entender mejor el asunto.
          La situación a que se enfrenta Jesús se debe a que una de las partes en litigio ha intentado cometer una injusticia y la otra corre el riesgo de sufrirla. ¿Qué hacer? Se pueden adoptar varias soluciones: inventarse una excusa para eludir la intrincada cuestión, o bien recurrir a las normas vigentes que, en tiempos de Jesús, eran las establecidas en Dt 21,15-17 y en Nm 27,1-11. Solo había que aplicarlas al caso concreto, acompañadas, si acaso, con una amistosa llamada al sentido común. Esta hubiera sido probablemente la solución que nosotros hubiéramos adoptado. Parece la más lógica y la más sabia, pero presenta un serio inconveniente: no elimina la causa de la que nacen todas las discordias, los odios, las injusticias.
          En vez de resolver un caso aislado, Jesús decide ir a la raíz del problema y, así, les dice: “¡Estén atentos y cuídense de cualquier codicia, que por más rico que uno sea, la vida no depende de los bienes!” (v. 15).
          He aquí identificada la causa de todos los males: la codicia del dinero, el instinto de acaparar cosas. Los malentendidos surgen siempre que se olvida una verdad elemental: los bienes de este mundo no pertenecen a los hombres, sino a Dios que los ha destinado para todos. Quien los acapara para sí, quien acumula más de lo necesario sin pensar a los demás, trastorna el proyecto del Creador. Los bienes no son ya considerados como dones de Dios, sino como propiedad del hombre, de objetos preciosos se transforman en ídolos a los que hay que adorar.
          Aquí se nota verdaderamente no el desprecio de Jesús por los bienes materiales, sino su desapego de este mundo y la superioridad de sus proyectos y propuestas. Es muy diferente la herencia que al Maestro le interesa. Él tiene en mente el Reino que será “heredado” por los pobres (cf. Mt 5,5), tiene en mente –como dirá Pedro a los nuevos bautizados– “una herencia que no puede destruirse, ni mancharse, ni marchitarse” (1 Pe 1,4).
          Para aclarar mejor su pensamiento, les cuenta una parábola (vv. 16-20), cuya parte central está constituida por un largo razonamiento que el rico agricultor se hace a sí mismo.
          A primera vista, este hombre nos resulta simpático: se empeña, es previsor, obtiene óptimos resultados, además es afortunado y ha sido bendecido por Dios. No se dice que se haya enriquecido cometiendo injusticias y atropellos: hay que suponer que es honesto. Habiendo logrado el bienestar decide retirarse a un merecido descanso: no está pensando en juergas y desenfrenos, desea solamente una vida tranquila, cómoda y feliz. Si en esta parábola alguien se comporta de manera aparentemente incomprensible –se diría casi cruel– parece que sea justamente el propio Dios. ¿En qué se ha equivocado el agricultor? ¿Por qué viene llamado loco?
          Los personajes de la parábola son solamente tres: Dios, el hombre rico…y los bienes. ¿Dónde está –nos preguntamos– la familia de este agricultor, su mujer, sus hijos, sus vecinos de casa, sus obreros, sus criados? Los tiene ciertamente. Vive en medio de ellos, pero no los ve. No tiene tiempo para ninguno de ellos, ni se preocupa, ni piensa en ellos, ni tiene nada que decirles, carece de sentimientos. Solo le interesa quien le habla de bienes y le sugiere cómo acrecentarlos. Está obsesionado por las cosechas, los graneros abarrotados. No hay lugar en su mente para las personas, ciertamente tampoco para Dios. Los bienes son el ídolo que ha creado el vacío al su alrededor, que ha deshumanizado todo. El agricultor ha dejado de ser hombre para convertirse en “cosa”, en una máquina de producir, calcular y registrar ganancias.
          Es digno de compasión, es un pobre hombre, un desgraciado, un loco como dice Jesús. Algo se ha roto en él, perdiendo equilibrio interior, la orientación y el sentido de la vida. Consideremos su monólogo: usa cincuenta y nueve palabras de las cuales, cuarenta y cinco se refieren al “yo” y a lo “mío”…Todo es suyo; solo existen él y sus bienes. Está loco.
          Pero, he aquí que aparece el tercer personaje: Dios quien, aquella misma noche, le pide cuentas de su vida. No me vengan a preguntar ahora por qué el Señor se comporta de esta manera “cruel” y “vengativa”. ¡Se trata de una parábola! Dios, ¡que quede claro!, no se comporta así. Si Jesús lo introduce en el relato es para mostrar a sus oyentes cuáles son los valores auténticos que merece la pena cultivar en la vida y cuáles son los efímeros y engañosos.
          El juicio de Dios es duro: quien vive para acumular bienes es un loco.
          ¿Es, entonces, la riqueza un mal? Absolutamente no. Jesús nunca la ha condenado, ni invitado a nadie a destruirla, solamente ha puesto en guardia sobre los peligros serios que esconde. El ideal del cristiano no es una vida miserable.
          Al final de la parábola viene indicado el error cometido por el agricultor. No es condenado por producir muchos bienes, por su empeño, por haber trabajado duro, sino porque “ha acumulado para sí” y, por tanto “no se ha enriquecido a los ojos de Dios” (v. 21).
          Estos son los dos males producidos por la ceguera de los bienes. El primero: enriquecerse en solitario, acumular bienes para sí mismo sin pensar en los demás. Se debe incrementar la riqueza, pero para todos, no solo para algunos. Incompatibles con el Evangelio son: la “codicia”, el “afán insaciable de poseer”, los sentimientos y pensamientos insensatos de quien, como el agricultor de la parábola, repite obsesivamente ese maldito adjetivo: “mío”. Cuando las energías de todos los hombres se aúnen para acrecentar no lo “mío” ni lo “tuyo”, sino lo nuestro, entonces habrán sido eliminadas las causas de las guerras, de las discordias, de los problemas de herencia.
          El segundo mal: haber excluido a Dios de la propia vida, substituyéndolo por un ídolo.
          Esta elección lleva a la “locura”, y su síntoma más evidente es la eliminación del pensamiento de la muerte. Quien idolatra al dinero se convierte en un paranoico, no vive en el mundo real, sino en el que su paranoia le ha construido y que imagina ser eterno; olvida pensar en “cuántos van a ser mis días y cuán caduco soy”, no tiene presente “que el hombre no dura más que un soplo, es como una sombra que pasa; solo un soplo son las riquezas que acumula sin saber quién será su heredero” (Sal 39,5-7).
          ¿Se dirige esta parábola también a quien no posee campos ni tiene una cuenta en el banco? Jesús no pone en guardia a quien tiene muchos bienes, sino a quien acumula para sí. Se puede ser pobre y tener un “corazón de rico”. Todos debemos tener presente que los tesoros de este mundo son traicioneros, no nos acompañan a la otra vida.