Pestañas

XVI Domingo del Tiempo Ordinario– Año C

Cristo, huésped pero no para un día
P. Fernando Armellini

Introducción

             “Ante ti somos emigrantes y extranjeros, igual que nuestros padres. Nuestra vida terrena no es más que una sombra sin esperanza” (1 Cr 29,15). En estas palabras de David se capta la lección que Israel ha asimilado de la experiencia del desierto: ha vivido en tiendas, sin morada fija, ha pedido hospitalidad a otros pueblos (frecuentemente rechazada cf. Nm 20,14-21) y así ha aprendido a apreciar la hospitalidad.


             Rashi, el famoso comentador medieval de la Escrituras, recordaba a su pueblo: “Aunque los egipcios arrojaron al Nilo a nuestros recién nacidos, no debemos olvidar que fueron también ellos los que nos dieron hospitalidad en momentos de necesidad, durante la carestía, en tiempos de José y sus hermanos”.
             a hospitalidad nos trae a la memoria, también a nosotros cristianos, nuestra condición de peregrinos en este mundo. Pero nos recuerda, sobre todo, que Cristo ha venido como forastero: “Vino a los suyos, y los suyos no la (la luz) recibieron” (Jn 1,11).
             Hoy él sigue pidiendo hospitalidad: “Mira que estoy a la puerta llamando. Si uno escucha mi palabra y abre la puerta, entraré en su casa, cenaré con él y él conmigo” (Ap 3,20). Pide poder entrar en la vida de cada persona, de cada sociedad, de cada institución.
             “No reconociste el momento en que fuiste (Jerusalén) visitada por Dios” (Lc 19,44).
             Nos quedamos siempre titubeando e indecisos cuando Jesús llama a nuestra puerta y, si dudamos antes de abrirle, es porque intuimos que su palabra terminará por poner patas arriba toda nuestra casa. Desearíamos que, al menos nos dejara un rincón para nosotros mismos, que no entrara allí, que nos permitiera arreglarlo a nuestro gusto.

* Para interiorizar el mensaje, repetiremos: “Vendrá a visitarnos un sol que surge”.

Primera Lectura: Génesis 18,1-10ª

El Señor se apareció a Abrahán junto al encinar de Mambré, mientras él estaba sentado a la puerta de su carpa a la hora de más calor. 2Alzó la vista y vio a tres hombres de pie frente a él. Al verlos, corrió a su encuentro desde la puerta de la carpa e inclinándose en tierra 3dijo: Señor, si he alcanzado tu favor, no pases de largo junto a tu siervo. 4Haré que traigan agua para que se laven los pies y descansen bajo el árbol. 5Mientras tanto, ya que pasan junto a este siervo, traeré un pedazo de pan para que recobren fuerzas antes de seguir. Contestaron: Bien, haz lo que dices. 6Abrahán entró corriendo en la carpa donde estaba Sara y le dijo: Pronto, toma tres medidas de la mejor harina, amásalas y haz una torta. 7Luego corrió al corral, eligió un ternero hermoso y se lo dio a un criado para que lo preparase enseguida. 8Luego buscó cuajada, leche, el ternero guisado y se lo sirvió. Él los atendía bajo el árbol mientras ellos comían. 9Después le dijeron: ¿Dónde está Sara, tu mujer? Contestó: –Ahí, en la tienda de campaña. 10Y añadió uno: Para cuando yo vuelva a verte, en un año, Sara habrá tenido un hijo. – Palabra de Dios

             Si alguien que no nos debe ningún favor nos invita a cenar, surge inmediatamente la sospecha, no nos fiamos, comenzamos a hacer conjeturas. No nos viene espontaneo pensar que pueda ser una invitación desinteresada, sin segundas intenciones. El trato exquisito, el afecto, las atenciones, generalmente las reservamos para amigos y familiares, o para aquellos de quienes esperamos recibir un día algún favor. La hospitalidad más difundida, la que se basa en calcular las ventajas, no es bíblica.
             La característica de la hospitalidad auténtica es ser gratuita. Israel nos ofrece dos ejemplos: Job y Abrahán. Del primero se cuenta que había construido su propia casa con cuatro puertas, abierta a los cuatro puntos cardinales, para facilitar la entrada a los pobres. De Abrahán se recuerda la exquisita bienvenida con que recibió a Dios (el Patriarca no sabía la identidad de su huésped) y que viene narrada en la lectura de hoy.
             El Patriarca está sentado al ingreso de su tienda, reposando en la hora más caliente del día. Dos versículos antes (cf. Gn 17,26), el texto sagrado refiere que ha sido circuncidado. El “convaleciente” Abrahán, sin embargo, apenas ve a los “tres hombres” de pie, frente a él, se levanta de un salto y ordena que traigan agua para refresquen los pies y les ofrece un asiento bajo el árbol.
             Llama después a Sara y le pide que inmediatamente prepare de comer. Él mismo corre al establo, selecciona una ternera tierna y la entrega al siervo quien se apresura a cocinarla. Cuando todo está pronto, ofrece a los huéspedes leche ácida, leche fresca y la ternera. La interpretación de este “improvisado menú” a base de carne y leche, ofrecido por el patriarca a sus huéspedes, ha dado más de un dolor de cabeza a los rabinos porque viola la más elemental de las regulaciones de la dieta judía. Está prohibido, de hecho, consumir carne y leche durante la misma comida. Ciertamente esta ley fue promulgada mucho tiempo después…pero se puede también pensar que haya sido la atención a los huéspedes (una taza de yogurt se agradece más que un vaso de agua) lo que haya llevado a Abrahán a olvidarse del precepto.
             Mientras ellos comen tranquilos, él permanece de pie bajo el árbol, a su lado, vigilante y atento a cualquier necesidad o deseo de los visitantes. Los cambios que se producen son notables: al principio Abrahán está sentado y sus huéspedes de pie; al final, las posición de los personajes cambia radicalmente: los tres hombres están cómodamente reclinados en la estera mientras que el dueño de casa está de pie, como como corresponde a un siervo. Antes de la llegada de los tres forasteros, todo es tranquilidad y quietud alrededor de la tienda del Patriarca, solo se oye el crujido de las hojas movidas por la brisa en la hora más caliente del día y el chirrío de las cigarras. De pronto, la escena se anima: Abrahán, Sara, los siervos, todos comienzan a moverse rápidos, corren de un lado para otro atareados con los preparativos. Abrahán, sobre todo, no para un instante, solo se relaja al final, cuando ve que sus huéspedes están ya saboreando la comida en paz.
             La lengua hebrea no ama las palabras abstractas, por eso no conoce el término hospitalidad. Es una lengua concreta, como el pueblo que la habla, un pueblo para quien son sagrados el respeto y la ayuda al necesitado y a quien pide ser escuchado y protegido.
             Agradó a Dios la hospitalidad de Abrahán y, para mostrarle su aprecio, le concedió el favor más grande que el patriarca podía desear: le dio un hijo. Es la señal de que cualquier forma de hospitalidad ofrecida a quien tiene necesidad es sumamente agradable a Dios.
             Hospitalidad es sinónimo de solicitud, disponibilidad, benevolencia, cortesía hacia quien, más que en una casa, pide ser huésped de nuestras atenciones, de nuestra estima, de nuestra escucha.


Bajo el semblante del pobre, lo sabemos todos, es Dios quien pide hospitalidad (cf. Mt 25,46) como sucedió un día con Abrahán en el encinar de Mambré.

Salmo 14, 2-3ab. 3cd-4ab. 5
R. Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda?

El que procede honradamente
y practica la justicia,
el que tiene intenciones leales
y no calumnia con su lengua. R.

El que no hace mal a su prójimo
ni difama al vecino;
el que considera despreciable al impío
y honra a los que temen al Señor. R.

El que no presta dinero a usura,
ni acepta soborno contra el inocente.
El que así obra, nunca fallará. R.



Segunda Lectura: Colosenses 1,24-28

Hermanos: Me alegro de sufrir por ustedes, porque de esta manera voy completando en mi propio cuerpo, lo que falta a los sufrimientos de Cristo para bien de su cuerpo que es la Iglesia. 25Por disposición de Dios he sido nombrado ministro de ella al servicio de ustedes, para dar cumplimiento al proyecto de Dios: 26al misterio escondido por siglos y generaciones y ahora revelado a sus consagrados. 27A ellos quiso Dios dar a conocer la espléndida riqueza que significa ese secreto para los paganos: Cristo para ustedes, esperanza de gloria. 28Nosotros le anunciamos, aconsejando y enseñando a cada uno la verdadera sabiduría, a fin de que todos alcancen su madurez en Cristo. – Palabra de Dios
             Cuando escribe esta carta, Pablo está ya entrado en años. Pocos han trabajado como él. En el pasaje de hoy, el Apóstol afirma que, a pesar de tantos sufrimientos, se siente íntimamente feliz porque sabe que ha dedicado toda su vida a la causa del Evangelio. Cristo ha continuado en él su obra: se ha hecho presente en medio de los hombres y les ha ofrecido su amor (v. 24). Ahora, en prisión, se ve forzado a la inactividad pero, repensando en la propia vida, puede afirmar que la ha gastado bien: ha anunciado a los paganos el misterio escondido desde siglos y generaciones, y ahora revelado a los cristianos (vv. 25-27). No le queda sino consumir las fuerzas que le quedan “aconsejando y enseñando a cada uno…a fin de que todos alcancen su madurez en Cristo” (v. 28).

Evangelio: Lucas 10,38-42


Yendo de camino, entró Jesús en un pueblo. Una mujer, llamada Marta, lo recibió en su casa.,39Tenía una hermana llamada María, la cual, sentada a los pies del Señor, escuchaba sus palabras; 40Marta ocupada en los quehaceres de la casa dijo a Jesús: Maestro, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en los quehaceres? Dile que me ayude. 41El Señor le respondió: Marta, Marta, te preocupas y te inquietas por muchas cosas, 42cuando una sola es necesaria. María escogió la mejor parte y no se la quitarán. – Palabra de Dios

             Cuando durante la celebración de la eucaristía o en un encuentro bíblico me toca leer este pasaje, suelo escudriñar con atención las caras de los presentes, tratando de intuir sus reacciones. Veo, en general, caras de extrañeza, de contrariedad, de disentimiento y, entonces, paso al ataque: “me parece que muchos de ustedes no están de acuerdo con cuanto Jesús ha dicho a Marta”.
             A este punto comienzan los susurros, las sonrisas, los comentarios en voz baja voz, casi todos hostiles a Marta. La reprobación es unánime aunque no tengan el coraje de manifestarla.
             Siempre hay alguno, sin embargo, que expresa lo que siente: “¿Cómo es posible amonestar a una mujer que trabaja y elogiar a una floja? ¡Es fácil entregarse a los rezos mientras otros cargan con los quehaceres!”.
             Los hay quienes, echando mano de interpretaciones de misticismo barato, ven en las palabras de Jesús una afirmación de la superioridad de la vida contemplativa sobre la activa. Serían en este caso los monjes y las monjas quienes han elegido la mejor parte viviendo una vida de recogimiento y oración en la soledad de sus claustros. Los curas diocesanos, empeñados en tantas actividades parroquiales y también los laicos que se dedican a obras caritativas, serían espiritualmente menos perfectos a pesar de sus fatigas y renuncias.
             Si entendemos el Evangelio de hoy de esta manera, entonces estaría en flagrante contradicción con el del domingo pasado. El Jesús que elogiaba al samaritano por todo lo que hizo por el herido que encontró en el camino, estaría ahora proponiendo como modelo a una mujer que no mueve un dedo para ayudar a su hermana.
             Usar este texto para contraponer la vida contemplativa a la vida activa se ha debido, entre otras causas, a una incorrecta traducción. En el texto original Jesús no dice: María escogió la mejor parte, sino simplemente: escogió la parte buena. Mientras que Marta se deja llevar por la agitación, María toma la decisión justa, se comporta como persona sabia. Tratemos de entender el por qué.
             A Lucas le gusta presentar a Jesús sentado a la mesa comiendo en compañía de quien le invitara. Aceptaba las invitaciones de todos: de los “justos”, de los fariseos (cf. Lc 7,36; 11,37; 14,1) como también de publicanos y pecadores (cf. Lc 5,30; 15,2; 19,6). Hoy lo encontramos en casa de dos hermanas.
             Marta, la de más edad, se pone inmediatamente manos a la obra. Su sensibilidad femenina le sugiere que un vaso de buen vino y un plato de carne apetitosa, servidos con elegancia y cortesía, muestran más que mil palabras el afecto que se siente hacia una persona. María, por el contrario, prefiere estar sentada a los pies de Jesús y escucharle. Es a este punto que surge la discusión entre las dos hermanas, que termina por involucrar también al huésped.
             Antes de entrar en el tema central, prestemos atención a un detalle del relato que pone de relieve la postura de María, estaba: “sentada a los pies de Jesús” (v. 39). No es una información banal; de hecho, el texto le da una relevancia especial. Se trata de una expresión que tiene un valor técnico bien preciso que, en aquel tiempo, servía para indicar la prerrogativa de ser discípulos de un rabino. Solo se aplicaba a aquellos que participaban regular y oficialmente a sus lecciones. En los hechos de los Apóstoles, por ejemplo, Pablo recuerda con orgullo: “Soy judío…educado e instruido a los pies de Gamaliel” (Hch 22,3), es decir, he sido discípulo del más famoso de los maestros de mi tiempo.
             ¿Qué hay de extraño que María sea presentada como discípula de Jesús? Nada para nosotros, pero en aquel tiempo ningún maestro hubiera aceptado a una mujer entre sus discípulos. Decían los rabinos: “Es mejor quemar la biblia que ponerla en manos de una mujer”; y también: “Que no se atreva ninguna mujer a pronunciar la bendición antes de las comidas”; “Si una mujer frecuenta la sinagoga, que lo haga sin llamar la atención”. Esta mentalidad estaba tan generalizada que se infiltró también en las primeras comunidades cristianas. En Corinto, por ejemplo, se observó por cierto tiempo la siguiente norma: “Las mujeres deben callar en la asamblea…Si quieren aprender algo pregúntenlo a sus maridos en casa. No está bien que una mujer hable en la asamblea” (cf. 1 Cor 14,34-35).
             Siendo ésta la mentalidad del tiempo, es fácil comprender lo revolucionaria que fue la decisión de Jesús de aceptar también mujeres entre sus discípulos. Y ya mentidos en argumento, la frase con que comienza el relato no es menos provocativa: “Una mujer llamada Marta lo recibió en su casa” (v. 38). En aquel tiempo estaba muy mal visto el que un hombre aceptara la hospitalidad ofrecida por mujeres. Ésta quizás sea la razón por la que Lucas no menciona a Lázaro quien solamente viene recordado en el Evangelio de Juan (cf. Jn 11; 12,1-8).
             Con Jesús comienza el mundo nuevo y todos los prejuicios y discriminaciones entre hombre y mujer, recuerdos de culturas y herencias paganas, son denunciados y superados por él.
             Una segunda observación importante a este versículo 39: no se dice que María esté sumida en oración o “contemplando” a Jesús, sino que escucha su Palabra. No escucha otras palabras, sino la Palabra, el Evangelio. No se puede, pues, invocar a María para justificar lo devocional y el intimismo religioso. María es el modelo de quien da prioridad a la escucha de la Palabra.
             Tratemos ahora el punto más difícil del Evangelio de hoy: la respuesta enigmática de Jesús a Marta (vv. 40-41). Si la cuestión se plantea en términos de reproche a quien trabaja y alabanza del ocioso, es difícil estar de acuerdo con Jesús. Pero, ¿es esto lo que él pretende? Hay que notar, en primer lugar, que Marta no viene reprochada por trabajar, sino por su agitación, ansiedad, porque está preocupada, se inquieta por muchas cosas y, sobre todo, porque se dedica al trabajo sin antes haber escuchado la Palabra.     
             María es elogiada, sí, pero no por ser floja, o porque trate de rehuir el trabajo en la cocina. Jesús no le dice a Marta que está equivocada cuando ésta le recuerda a su hermana del trabajo por hacer; no le sugiera a María hacerse la remolona y dejar que la hermana se las arregle como pueda. Dice solamente que lo más importante, a lo que hay que dar prioridad –si queremos que nuestro trabajo no se convierta en mera agitación– es a la escucha de la Palabra.
             Tratemos de hacer una síntesis de lo dicho hasta ahora. A nosotros no nos interesa saber que un día, en presencia de Jesús, dos hermanas hayan tenido una discusión casera, esto sería puramente anecdótico. Si Lucas refiere este episodio es para dar una lección de catequesis a las comunidades cristianas, a las de entonces y a las de ahora. Sabe que hay en ellas mucha gente de buena voluntad, discípulos que se dedican a servir a Cristo y a los hermanos, sin escatimar tiempo, energías o dinero. Y sin embargo, en esta intensa y generosa actividad se esconde siempre el peligro de que tanto trabajo febril se desasocie de la escucha de la Palabra, de que se convierta en inquietud, confusión, nerviosismo como en el caso de Marta. El compromiso apostólico, las decisiones comunitarias, los proyectos pastorales si no son guiados por la Palabra se reducen a ruido hueco, a un chirriar de ollas y cucharones.
             María ha escogido la parte buena porque ha escuchado la Palabra. Ha sido otra María, la madre de Jesús, la primera en ser elogiada por el mismo motivo: por estar atenta a la escucha de la Palabra (cf. Lc 1,38. 45; 2,19; 8,21). Es curioso: los modelos de escucha de la Palabra que nos presentan los Evangelios están todos representados por mujeres. ¿No será porque ellas son más sensibles y están mejor dispuestas que los hombres a escuchar al Maestro?
             El pasaje concluye con las palabras de Jesús a Marta (vv. 41-41), pero no parece que todo termine aquí. El dialogo entre las dos seguramente continuó, aunque Lucas no lo refiera. El evangelista parece querer llamar la atención de sus lectores sobre otro detalle que podría pasar desapercibido: el silencio de María.
             A lo largo de todo el relato María no dice una palabra, ni siquiera para defenderse, para aclarar su postura, para explicar su decisión. Simplemente calla, lo que nos podría llevar a suponer que su silencio, señal de meditación e interiorización de la Palabra, se hubiera prolongado aun después de la intervención de Marta.
             Es Marta la que tiene necesidad de sentarse a los pies de Jesús para escucharle y recuperar así la calma, la serenidad interior y la paz.
             Mientras Jesús y Marta conversan, yo me imagino a Marta, absorta en sus pensamientos, serena y contenta, ponerse el delantal y silenciosamente substituir a la hermana en la cocina. Marta es generosa, dispuesta, dinámica, pero ha cometido un error: cargarse de trabajo antes de confrontarse con la Palabra.
             Estoy seguro de que María trabajó mucho aquella memorable tarde de la visita de Jesús y sus discípulos, mostrando así que el tiempo dedicado a la escucha de la Palabra no es tiempo robado a los hermanos. Quien escucha a Cristo no olvida el compromiso con los demás: se aprende a trabajar por ellos de la manera justa…sin agitación.