Para heredar la
vida…
P. Fernando
Armellini
Introducción
Amar
a Dios carecía de sentido para los antiguos griegos. Los dioses podían amar a
las personas humanas manifestándoles su predilección y concediéndoles
especiales dones y favores. Como señal de reconocimiento, esperaban de las
personas privilegiadas por los bienes recibidos, sacrificios y holocaustos. Un
reflejo de esta mentalidad se encuentra en algunos textos del A. T. Por boca
del profeta Malaquías, el Señor se lamenta de los despreciables holocaustos que
le ofrecen los sacerdotes: “El hijo honra a su padre, el servidor a su señor…
¿Dónde está el honor que me pertenece?” (Mal 1,6).
A diferencia de los pueblos paganos,
Israel ama a su Dios. Esto es lo que Moisés recomienda al pueblo: “¿Qué es lo
que te exige el Señor tu Dios?…Que sigas todos sus caminos y lo ames…con todo
el corazón y con toda el alma” (Dt 10,12). El amor consiste en la observancia de
los mandamientos (cf. Éx 20,6) y “siguiendo sus caminos toda la vida” (Dt
19,9).
Es
en esta óptica en la que debe encuadrarse el amor al prójimo (sobre todo al
pobre, al huérfano, a la viuda, al extranjero) porque su práctica es obra
agradable a Dios.
El Nuevo Testamento nos da la luz plena
que nos permite comprender qué significa en realidad amar a Dios. La primera
carta de Juan es particularmente explícita: “En esto consiste el amor: no en
que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y envió su Hijo…” (1
Jn 4,10-11).
La conclusión lógica salta al instante:
Si Dios nos ha amado tanto, también nosotros debemos amar a Dios. Pues no, la
lógica de Dios es diferente de la nuestra. Él no pide nada para sí. Solo hay un
modo de responder a su amor: amar al hermano y no “con la boca sino con obras y
de verdad” (1 Jn 3,18).
* Para interiorizar el mensaje,
repetiremos: “Les doy un mandamiento nuevo, dice el Señor, que se amen los unos
a los otros como yo les he amado”.
Primera Lectura: Deuteronomio
30,10-14
Moisés
dijo al pueblo: 10si escuchas la voz del Señor, tu Dios, guardando
sus preceptos y mandatos, lo que está escrito en el código de esta ley; si te
conviertes al Señor, tu Dios, con todo el corazón y con toda el alma. 11Porque
el precepto que yo te mando hoy no es cosa que te exceda ni inalcanzable; 12no
está en el cielo para que se diga: ¿Quién de nosotros subirá al cielo y nos lo
traerá y nos lo proclamará para que lo cumplamos?; 13ni está más
allá del mar, para que se diga: ¿Quién de nosotros cruzará el mar y nos lo
traerá y nos lo proclamará para que lo cumplamos? 14El mandamiento
está a tu alcance: tu corazón y en tu boca. Cúmplelo. – Palabra de Dios
¿Cómo
conocer la voluntad de Dios? Los hombres de la antigüedad recurrían a sabios y
a astrónomos, consultaban a sacerdotes, se dirigían a estudiosos de libros
santos. Muchos de los hombres de hoy han dejado ya de preocuparse de saber lo
que Dios quiere y acuden a lo más cómodo y menos comprometido: a los
intérpretes de horóscopos, a los adivinos y videntes, a los que leen la palma
de la mano, o usan otros artilugios para asegurar a sus clientes que les espera
un futuro estupendo en amores o en negocios. Estos tales tienen hoy día más
seguidores que los más sabios maestros de vida espiritual. Los cristianos
tienen un guía seguro: el Evangelio. Lo leen, rezan, meditan y, en estos
momentos de reflexión, Dios se revela y les da a conocer su voluntad.
La lectura de hoy recuerda otro modo
–muy simple, al alcance de todos– para descubrir la voluntad de Dios: “Si
escuchas la voz del Señor…El precepto que yo te mando no es cosa que te exceda
ni es inalcanzable (v. 11), no está en el cielo (v. 12) ni está más allá del
mar (v.13) está a tu alcance, en tu corazón y en tu boca (v. 14). La ley del
Señor nace de nuestra misma naturaleza de seres humanos.
Encontramos
una confirmación de este hecho en el pasaje evangélico de este domingo. El
samaritano, a pesar de no haber estudiado teología ni “frecuentado la iglesia”
cumple la voluntad de Dios, guiado únicamente por un sentimiento de compasión
hacia un desventurado.
Si
nuestro corazón fuera simple y puro, ni nos dejáramos cegar por las pasiones,
tomaríamos siempre decisiones conformes al mandato del Señor. La ley del Dios,
de hecho, –dice la lectura– no es la imposición arbitraria de un patrón, sino
que representa lo que la mejor parte de nosotros mismos nos pide que hagamos.
Si
no nos comprometemos con proyectos valientes, si tenemos miedo a arriesgarnos,
si calculamos y razonamos de manera fría y distante…es porque no escuchamos al
corazón.
Salmo 68, 14 y 17. 30-31. 33-34.
36ab y 37
R. Buscad al Señor, y vivirá vuestro
corazón.
Mi oración se dirige a ti,
Dios mío, el día de tu favor;
que me escuche tu gran bondad,
que tu fidelidad me ayude.
Respóndeme, Señor, con la bondad de tu
gracia,
por tu gran compasión vuélvete hacia mí.
R.
Yo soy un pobre malherido,
Dios mío, tu salvación me levante.
Alabaré el nombre de Dios con cantos,
proclamaré su grandeza con acción de
gracias. R.
Miradlo, los humildes, y alegraos,
buscad al Señor, y vivirá vuestro corazón.
Que el Señor escucha a sus pobres,
no desprecia a sus cautivos. R.
El Señor salvará a Sión,
reconstruirá las ciudades de Judá.
La estirpe de sus siervos la heredará,
los que aman su nombre vivirán en ella. R.
Segunda Lectura: Colosenses 1,15-20
Jesucristo
es imagen del Dios invisible, primogénito de toda la creación, 16porque
por él fue creado todo, en el cielo y en la tierra: lo visible y lo invisible,
majestades, señoríos, autoridades y potestades. 17Todo fue creado
por él y para él, él es anterior a todo y todo se mantiene en él. 18Él
es la cabeza del cuerpo, es decir, de la Iglesia. Él es el principio, el
primogénito de los muertos, para ser en todo el primero. 19En él
decidió Dios que residiera la plenitud; 20por medio de él quiso
reconciliar consigo todo lo que existe, restableciendo la paz por la sangre de
la cruz, tanto entre las criaturas de la tierra como en las del cielo. – Palabra
de Dios
Concluida
la carta a los Gálatas, durante las cuatro próximas semanas meditaremos sobre
la carta a los Colosenses. Pablo se encuentra en prisión (cf. Col 4,3.10.18)
cuando, desde el valle de Lico, en Asia Menor, viene a visitarle Epafra, el
gran apóstol que ha fundado y mantiene vivas las comunidades de aquella región.
Las noticias que le trae son alarmantes. Los cristianos se han dejado seducir
por extrañas doctrinas: creen que los cielos están poblados de potencias, de
espíritus que mueven el universo; creen que estos espíritus están dotados de
una fuerza misteriosa, capaz de condicionar e influenciar la vida de la
personas; hasta tal punto han quedado atemorizados los Gálatas, que están
convencidos de que estos espíritus son superiores a Cristo. Pablo escribe a los
Colosenses y les recomienda que hagan circular su carta entre las comunidades
vecinas (cf. Col 4,16).
Comienza con un himno a Cristo que nos
viene propuesto en la lectura de hoy.
En la primera parte (vv. 15-17) celebra
la primacía de Cristo sobre todas las criaturas.
En
la segunda (vv. 18-20) proclama que Cristo es también el primero en la nueva
creación, porque él ha sido el primero en vencer a la muerte y abrir para todos
el camino de Dios. Así también ha sometido a su poder a los Tronos,
Dominaciones, Principados y Potestades (eran éstos los nombres con los que los
Colosenses designaban a los espíritus misteriosos que les infundían pavor).
El
miedo a los espíritus malignos, a los encantamientos, la creencia en ritos
mágicos, en supersticiones, son incompatibles con la fe en la victoria y en el
dominio de Cristo sobre todas las criaturas.
Evangelio: Lucas 10,25-37
En
aquel tiempo un doctor de la ley se levantó y, para ponerlo a prueba, le preguntó:
–Maestro, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna? 26Jesús le
contestó: –¿Qué está escrito en la ley? ¿Qué es lo que lees? 27Respondió:
–Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus
fuerzas, con toda tu mente, y al prójimo como a ti mismo. 28Entonces
le dijo: –Has respondido correctamente: obra así y vivirás. 29Él,
queriendo justificarse, preguntó a Jesús: –¿Y quién es mi prójimo? 30Jesús
le contestó: –Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó. Tropezó con unos
asaltantes que lo desnudaron, lo hirieron y se fueron dejándolo medio muerto. 31Coincidió
que bajaba por aquel camino un sacerdote y, al verlo, pasó de largo. 32Lo
mismo un levita, llegó al lugar, lo vio y pasó de largo. 33Un
samaritano que iba de camino llegó a donde estaba, lo vio y se compadeció. 34Le
echó aceite y vino en las heridas y se las vendó. Después, montándolo en su
cabalgadura, lo condujo a una posada y lo cuidó. 35Al día siguiente
sacó dos monedas, se las dio al dueño de la posada y le encargó: Cuida de él, y
lo que gastes de más te lo pagaré a la vuelta. 36¿Quién de los tres
te parece que se portó como prójimo del que cayó en manos de los asaltantes? 37Contestó:
–El que lo trató con misericordia. Y Jesús le dijo: –Ve y haz tú lo mismo. –
Palabra del Señor
El
peor insulto que se le podía lanzar a un judío era llamarlo “perro” o “pagano”;
el segundo era llamarlo “samaritano” que equivalía a “bastardo, renegado,
herético” (cf. Jn 8,48). Al final del libro del Eclesiástico se encuentra un
dicho casi sarcástico que ilustra el desprecio de los judíos hacia los
samaritanos; éstos son llamados: “el pueblo necio que habita en Siquén…que ya
no es pueblo” (Eclo 50,25-26).
La
verdad es que los judíos tenían sus buenas razones para pensar que los
samaritanos fueran unos “excomulgados”. Se habían mezclado con otros pueblos
durante tanto tiempo y hasta tal punto que ya no podían ser ya considerados
estirpe de Abrahán; se habían dejado contaminar por cultos paganos, se habían
olvidado de las tradiciones de los padres, vivían en estado de impureza (cf. 2
Re 17); no aceptaban como sagrados ni los libros de los profetas, ni los
sapienciales, ni los Salmos. También Jesús, respondiendo a la samaritana, no duda
en decirle que ni siquiera saben a qué dios adoran y que la salvación viene de
los judíos (cf. Jn 4,22). Hace dos domingos, el Evangelio nos recordaba el
desaire con que fue tratado Jesús por los samaritanos (cf. Lc 9,53).
El
evangelio de hoy comienza (vv. 25-29) presentándonos no a un samaritano sino a
un judío, no a un pecador sino a un justo: un doctor de la ley quien pregunta a
Jesús: “¿Qué debo hacer para heredar la vida eterna?”. Nótese la finura
teológica: no habla de “merecer” sino de heredar la vida eterna. La heredad, lo
sabemos, no se gana, sino que se recibe de modo completamente gratuito.
Conforme
a la praxis de las disputas rabínicas, Jesús no le responde sin más, sino que
le dirige una contra-pregunta: “¿Qué está escrito en la ley?”. El rabino cita
con prontitud dos textos bíblicos. El primero era muy conocido porque todo
devoto israelita lo recitaba en la oración de la maña y de la tarde: “Amarás al
Señor tu Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas”
(Dt 6,5); el segundo, sobre el que se insistía un poco menos, está tomado del
libro del Levítico: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lv 19,18).
¡Respuesta perfecta!
¿Eso
es todo? Si el mandamiento se refiriera solamente al conocimiento de una
doctrina, el doctor de la ley habría sacado un sobresaliente. Jesús, sin
embargo, después del elogio –“has respondido correctamente”– añade: “obra así y
vivirás”. ¡Actúa! No basta “saber”. Es la vida la que muestra si hemos
asimilado o no la palabra del Señor.
El
rabino, que no ha logrado poner en evidencia a Jesús, insiste: “¿Y quién es mi
prójimo?”. Está dispuesto a cumplir el mandamiento, pero sin exagerar en lo de
“mi prójimo”, por eso quiere establecer bien los confines del amor.
Se
discutía entre los rabinos sobre quién debía ser considerado prójimo. Algunos,
basándose en el citado texto del Levítico que pone en paralelismo el término
prójimo con hijos de tu pueblo, decían que se debía amar solamente a los hijos
de Abrahán; otros, extendían este amor también a los extranjeros que vivían
desde hacía tiempo en la tierra de Israel. No obstante, todos estaban de
acuerdo en que los pueblos distantes y, sobre todo, los enemigos no eran
prójimos. Los monjes de Qumran se atenían a este principio: “ama a los hijos de
la luz y odia a los hijos de las tinieblas” y por “hijos de la luz” se referían
solamente a los miembros de sus comunidades.
Él
no existe ninguna barrera entre los seres humanos y el problema no está en
saber hasta dónde deba llegar el amor, sino en cómo deba éste manifestarse y en
quién realmente ama a Dios y al hermano.
Es
sobre este punto –el más importante, el único que, en realidad, cuenta– que el
judío y el samaritano vienen comparados. La valoración se da no en base a lo
que se sabe, a lo que se dice, a la fe que se profesa con la boca, sino a lo
que se practica.
“Un
hombre bajaba de Jerusalén a Jericó… (v.30).
Veintisiete
kilómetros separan estas dos ciudades; el camino, en fuerte descenso (hay 1000
metros de desnivel), atraviesa el desierto de Judá a lo largo del “wadi Quelt”
y continúa entre riscos, grutas y precipicios hasta la estepa de Jericó, la
encantadora “ciudad de las palmeras” donde Herodes, las familias ricas de la
capital y muchos sacerdotes del templo se habían hecho construir sus
residencias de invierno para huir del frio de Jerusalén. Se solía recorrer este
camino en caravanas para evitar ser asaltados por ladrones y bandidos.
Un
hombre –dice Jesús que conoce muy bien la peligrosidad del lugar– fue atracado
por bandidos que lo golpearon, le robaron y lo dejaron medio muerto en el
camino.
¿Quién
era? No sabemos absolutamente nada de él: ni la edad, ni la profesión, ni la
tribu a la pertenecía, ni la religión que profesaba; no sabemos si era blanco o
negro, bueno o malo, amigo o enemigo. ¿Para qué había ido a Jerusalén? ¿Para
rezar? ¿De juerga? ¿Para ofrecer sacrificios en el templo? ¿Para robar? Viene
mencionado de la manera más genérica: ¡Era un hombre! Y esto basta. Aunque
hubiera sido un malvado, no habría perdido por eso su dignidad de persona
necesitada de ayuda.
“Coincidió
que bajaba por aquel camino un sacerdote…y un levita (vv. 31-32).
¡Bien
dicho este coincidió! Son las circunstancias y coincidencias de la vida las que
nos ponen delante de nosotros al hermano necesitado.
¿Cómo
se comportan los hombres de iglesia?
Los
levitas eran los sacristanes, los guardianes del templo. Estamos, pues, frente
a dos judíos, inmejorables, personas que rezan y que tienen muy claras las
ideas sobre Dios y la religión. ¿Por qué introduce Jesús en el relato a estos
dos “hombres de iglesia”? Hubiera podido evitar la polémica y presentar
solamente el ejemplo positivo. ¿Por qué provoca a los “notables” a “los
miembros de la jerarquía”?
El
Maestro adolecía de la “mala costumbre” de meterse con las personas
“religiosas” (cf. Lc 7,44-47; 11, 37-53; 17,18; 18,9-14; etc.) y la razón era
la misma que había movido a los profetas a atacar duramente el culto, los
ritos, las solemnes ceremonias del templo: Dios no tolera formalismos
exteriores utilizados como cómoda escapatoria para no dejarse involucrar en los
problemas de los demás.
A
Dios le repugna el incienso, los cantos, las interminables oraciones con las
que se intenta substituir el empeño concreto en favor del huérfano, de la
viuda, del oprimido (cf. Is 1,11-17). Jesús cita más de una vez la frase del
profeta Oseas: “Misericordia quiero y no sacrificios” (Mt 9,13; 12,7).
¿Qué
hacen el sacerdote y el levita? Llegan al lugar, ven…pero se pasan al otro lado
del camino y siguen de largo. Quizás tengan miedo de ser atacados ellos
también; a lo mejor les preocupa la pureza ritual (el hombre tendido en el
camino podría estar muerto y el contacto con un cadáver impide oficiar en el
templo), lo más probable es que no quieran meterse en líos ni buscarse dolores
de cabeza, o quizás van de prisa y no tienen tiempo que perder.
Vienen
de Jerusalén donde ciertamente han participado a solemnes liturgias. Han
permanecido una semana –esta era la duración de su servicio– con el Señor, y
era de esperar de quienes se unen a Dios un poco más de misericordia y de amor
hacia los necesitados. Los dos “hombres de iglesia” vienen del templo y, sin
embargo, son insensibles, no tienen compasión, que es el primero de los
sentimientos de Dios (cf. Éx 34,6). Esto significa que la religión que
practican es hipócrita y ha endurecido sus corazones en vez de llenarlos de
ternura. ¿Qué hará Dios con esta religión que proporciona excusas para huir de
las miserias de los hombres, que ayuda a esquivar los problemas pasando “a la
otra parte del camino”?
El
hombre atacado por los bandidos es para Jesús el símbolo de todas las victimas
de violencias físicas y morales.
A
este punto los oyentes se esperan que, después de los dos “hombres de iglesia”
entre en escena el “salvador” que será, están seguros de ello, un laico judío.
Si Jesús hubiera continuado la parábola en este sentido, la gente –que ya
entonces manifestaba ese anticlericalismo benévolo que también se encuentra
entre los cristianos de hoy– hubiera expresado su aprobación con un aplauso. Y,
sin embargo, la sorpresa es mayúscula: aparece uno de aquellos indeseables de
quienes se decía que les “fastidiaba hasta el humo de las velas”: un
samaritano. Nótese bien: no un “buen samaritano –como traducen muchas Biblias–
sino un samaritano a secas. Iba también de viaje por asuntos propios.
La
descripción de lo que hace cuando ve al hombre herido es detalladísima; a Jesús
no se le escapa un detalle: “llegó a donde estaba, lo vio y se compadeció. Le
echó aceite y vino en las heridas y se las vendó. Después, montándolo en su
cabalgadura lo condujo a una posada y lo cuidó (vv. 34-34).
Frente
a un hombre que se encuentra en necesidad, el samaritano no escucha ya a su cabeza,
sino que sigue a su corazón: se olvida de sus asuntos y compromisos, de las
normas religiosas, del cansancio, del hambre, del miedo; actúa inmediatamente,
empeñándose hasta la completa solución de caso. No obra así movido por motivos
religiosos o por el deseo de agradar a Dios o para acumular méritos y ganarse
el cielo por haber ayudado a un pobre, sino solamente por compasión, simplemente
porque se lo pide el corazón. Se siente movido por ese sentimiento –aunque no
se dé cuenta– que es la proyección de lo que siente Dios.
Como
ha hecho Natán cuando ha contado a David la parábola de la ovejita, Jesús no
pronuncia juicio alguno sobre lo acaecido; quiere que sea el mismo doctor de la
ley el que lo haga. Por eso le hace una pregunta que da un vuelco a la que le
fue dirigida antes sobre quién era el prójimo: “¿Quién de los tres te parece
que se portó como prójimo del que cayó en manos de los asaltantes?” (v. 36). El
problema, como hemos indicado antes, no está en establecer hasta donde se
extienden los confines del término “prójimo”, sino: quién se convierte en
prójimo, quién se acerca, quién es capaz de amar, quién muestra haber asimilado
el comportamiento de Dios.
El
doctor de la ley le responde: “El que lo trató con misericordia”. Evita, por
razones obvias, pronunciar el nombre de “samaritano”, pero se ve obligado a
admitir que es él el modelo de quien sabe hacerse prójimo.
Las
últimas palabras de Jesús al doctor de la ley resumen el mensaje de toda la
parábola: “Ve y haz tú lo mismo” (v. 37). Hazte prójimo de quien está en
necesidad y heredarás la vida.
La
parábola lleva un mensaje explosivo: quien ama al prójimo ama ciertamente
también a Dios (cf. 1 Jn 4,7). Quizás lo rechace de palabra, pero en realidad
no está rechazando a Dios sino solamente a una falsa imagen suya. Los
“samaritanos” que aman al hermano, quizás sin saberlo, están adorando a Dios.