Pestañas

XV Domingo del Tiempo Ordinario– Año C

Para heredar la vida…
P. Fernando Armellini


 Introducción

          Amar a Dios carecía de sentido para los antiguos griegos. Los dioses podían amar a las personas humanas manifestándoles su predilección y concediéndoles especiales dones y favores. Como señal de reconocimiento, esperaban de las personas privilegiadas por los bienes recibidos, sacrificios y holocaustos. Un reflejo de esta mentalidad se encuentra en algunos textos del A. T. Por boca del profeta Malaquías, el Señor se lamenta de los despreciables holocaustos que le ofrecen los sacerdotes: “El hijo honra a su padre, el servidor a su señor… ¿Dónde está el honor que me pertenece?” (Mal 1,6).


          A diferencia de los pueblos paganos, Israel ama a su Dios. Esto es lo que Moisés recomienda al pueblo: “¿Qué es lo que te exige el Señor tu Dios?…Que sigas todos sus caminos y lo ames…con todo el corazón y con toda el alma” (Dt 10,12). El amor consiste en la observancia de los mandamientos (cf. Éx 20,6) y “siguiendo sus caminos toda la vida” (Dt 19,9).
          Es en esta óptica en la que debe encuadrarse el amor al prójimo (sobre todo al pobre, al huérfano, a la viuda, al extranjero) porque su práctica es obra agradable a Dios.
          El Nuevo Testamento nos da la luz plena que nos permite comprender qué significa en realidad amar a Dios. La primera carta de Juan es particularmente explícita: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y envió su Hijo…” (1 Jn 4,10-11).
          La conclusión lógica salta al instante: Si Dios nos ha amado tanto, también nosotros debemos amar a Dios. Pues no, la lógica de Dios es diferente de la nuestra. Él no pide nada para sí. Solo hay un modo de responder a su amor: amar al hermano y no “con la boca sino con obras y de verdad” (1 Jn 3,18).

* Para interiorizar el mensaje, repetiremos: “Les doy un mandamiento nuevo, dice el Señor, que se amen los unos a los otros como yo les he amado”.


Primera Lectura: Deuteronomio 30,10-14

Moisés dijo al pueblo: 10si escuchas la voz del Señor, tu Dios, guardando sus preceptos y mandatos, lo que está escrito en el código de esta ley; si te conviertes al Señor, tu Dios, con todo el corazón y con toda el alma. 11Porque el precepto que yo te mando hoy no es cosa que te exceda ni inalcanzable; 12no está en el cielo para que se diga: ¿Quién de nosotros subirá al cielo y nos lo traerá y nos lo proclamará para que lo cumplamos?; 13ni está más allá del mar, para que se diga: ¿Quién de nosotros cruzará el mar y nos lo traerá y nos lo proclamará para que lo cumplamos? 14El mandamiento está a tu alcance: tu corazón y en tu boca. Cúmplelo. – Palabra de Dios

          ¿Cómo conocer la voluntad de Dios? Los hombres de la antigüedad recurrían a sabios y a astrónomos, consultaban a sacerdotes, se dirigían a estudiosos de libros santos. Muchos de los hombres de hoy han dejado ya de preocuparse de saber lo que Dios quiere y acuden a lo más cómodo y menos comprometido: a los intérpretes de horóscopos, a los adivinos y videntes, a los que leen la palma de la mano, o usan otros artilugios para asegurar a sus clientes que les espera un futuro estupendo en amores o en negocios. Estos tales tienen hoy día más seguidores que los más sabios maestros de vida espiritual. Los cristianos tienen un guía seguro: el Evangelio. Lo leen, rezan, meditan y, en estos momentos de reflexión, Dios se revela y les da a conocer su voluntad.
          La lectura de hoy recuerda otro modo –muy simple, al alcance de todos– para descubrir la voluntad de Dios: “Si escuchas la voz del Señor…El precepto que yo te mando no es cosa que te exceda ni es inalcanzable (v. 11), no está en el cielo (v. 12) ni está más allá del mar (v.13) está a tu alcance, en tu corazón y en tu boca (v. 14). La ley del Señor nace de nuestra misma naturaleza de seres humanos.
          Encontramos una confirmación de este hecho en el pasaje evangélico de este domingo. El samaritano, a pesar de no haber estudiado teología ni “frecuentado la iglesia” cumple la voluntad de Dios, guiado únicamente por un sentimiento de compasión hacia un desventurado.
          Si nuestro corazón fuera simple y puro, ni nos dejáramos cegar por las pasiones, tomaríamos siempre decisiones conformes al mandato del Señor. La ley del Dios, de hecho, –dice la lectura– no es la imposición arbitraria de un patrón, sino que representa lo que la mejor parte de nosotros mismos nos pide que hagamos.
          Si no nos comprometemos con proyectos valientes, si tenemos miedo a arriesgarnos, si calculamos y razonamos de manera fría y distante…es porque no escuchamos al corazón.


Salmo 68, 14 y 17. 30-31. 33-34. 36ab y 37

R. Buscad al Señor, y vivirá vuestro corazón.

Mi oración se dirige a ti,
Dios mío, el día de tu favor;
que me escuche tu gran bondad,
que tu fidelidad me ayude.
Respóndeme, Señor, con la bondad de tu gracia,
por tu gran compasión vuélvete hacia mí. R.

Yo soy un pobre malherido,
Dios mío, tu salvación me levante.
Alabaré el nombre de Dios con cantos,
proclamaré su grandeza con acción de gracias. R.

Miradlo, los humildes, y alegraos,
buscad al Señor, y vivirá vuestro corazón.
Que el Señor escucha a sus pobres,
no desprecia a sus cautivos. R.

El Señor salvará a Sión,
reconstruirá las ciudades de Judá.
La estirpe de sus siervos la heredará,
los que aman su nombre vivirán en ella. R.


Segunda Lectura: Colosenses 1,15-20

Jesucristo es imagen del Dios invisible, primogénito de toda la creación, 16porque por él fue creado todo, en el cielo y en la tierra: lo visible y lo invisible, majestades, señoríos, autoridades y potestades. 17Todo fue creado por él y para él, él es anterior a todo y todo se mantiene en él. 18Él es la cabeza del cuerpo, es decir, de la Iglesia. Él es el principio, el primogénito de los muertos, para ser en todo el primero. 19En él decidió Dios que residiera la plenitud; 20por medio de él quiso reconciliar consigo todo lo que existe, restableciendo la paz por la sangre de la cruz, tanto entre las criaturas de la tierra como en las del cielo. – Palabra de Dios

          Concluida la carta a los Gálatas, durante las cuatro próximas semanas meditaremos sobre la carta a los Colosenses. Pablo se encuentra en prisión (cf. Col 4,3.10.18) cuando, desde el valle de Lico, en Asia Menor, viene a visitarle Epafra, el gran apóstol que ha fundado y mantiene vivas las comunidades de aquella región. Las noticias que le trae son alarmantes. Los cristianos se han dejado seducir por extrañas doctrinas: creen que los cielos están poblados de potencias, de espíritus que mueven el universo; creen que estos espíritus están dotados de una fuerza misteriosa, capaz de condicionar e influenciar la vida de la personas; hasta tal punto han quedado atemorizados los Gálatas, que están convencidos de que estos espíritus son superiores a Cristo. Pablo escribe a los Colosenses y les recomienda que hagan circular su carta entre las comunidades vecinas (cf. Col 4,16).
          Comienza con un himno a Cristo que nos viene propuesto en la lectura de hoy.
          En la primera parte (vv. 15-17) celebra la primacía de Cristo sobre todas las criaturas.
          En la segunda (vv. 18-20) proclama que Cristo es también el primero en la nueva creación, porque él ha sido el primero en vencer a la muerte y abrir para todos el camino de Dios. Así también ha sometido a su poder a los Tronos, Dominaciones, Principados y Potestades (eran éstos los nombres con los que los Colosenses designaban a los espíritus misteriosos que les infundían pavor).
          El miedo a los espíritus malignos, a los encantamientos, la creencia en ritos mágicos, en supersticiones, son incompatibles con la fe en la victoria y en el dominio de Cristo sobre todas las criaturas.


Evangelio: Lucas 10,25-37

En aquel tiempo un doctor de la ley se levantó y, para ponerlo a prueba, le preguntó: –Maestro, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna? 26Jesús le contestó: –¿Qué está escrito en la ley? ¿Qué es lo que lees? 27Respondió: –Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas, con toda tu mente, y al prójimo como a ti mismo. 28Entonces le dijo: –Has respondido correctamente: obra así y vivirás. 29Él, queriendo justificarse, preguntó a Jesús: –¿Y quién es mi prójimo? 30Jesús le contestó: –Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó. Tropezó con unos asaltantes que lo desnudaron, lo hirieron y se fueron dejándolo medio muerto. 31Coincidió que bajaba por aquel camino un sacerdote y, al verlo, pasó de largo. 32Lo mismo un levita, llegó al lugar, lo vio y pasó de largo. 33Un samaritano que iba de camino llegó a donde estaba, lo vio y se compadeció. 34Le echó aceite y vino en las heridas y se las vendó. Después, montándolo en su cabalgadura, lo condujo a una posada y lo cuidó. 35Al día siguiente sacó dos monedas, se las dio al dueño de la posada y le encargó: Cuida de él, y lo que gastes de más te lo pagaré a la vuelta. 36¿Quién de los tres te parece que se portó como prójimo del que cayó en manos de los asaltantes? 37Contestó: –El que lo trató con misericordia. Y Jesús le dijo: –Ve y haz tú lo mismo. – Palabra del Señor

          El peor insulto que se le podía lanzar a un judío era llamarlo “perro” o “pagano”; el segundo era llamarlo “samaritano” que equivalía a “bastardo, renegado, herético” (cf. Jn 8,48). Al final del libro del Eclesiástico se encuentra un dicho casi sarcástico que ilustra el desprecio de los judíos hacia los samaritanos; éstos son llamados: “el pueblo necio que habita en Siquén…que ya no es pueblo” (Eclo 50,25-26).
          La verdad es que los judíos tenían sus buenas razones para pensar que los samaritanos fueran unos “excomulgados”. Se habían mezclado con otros pueblos durante tanto tiempo y hasta tal punto que ya no podían ser ya considerados estirpe de Abrahán; se habían dejado contaminar por cultos paganos, se habían olvidado de las tradiciones de los padres, vivían en estado de impureza (cf. 2 Re 17); no aceptaban como sagrados ni los libros de los profetas, ni los sapienciales, ni los Salmos. También Jesús, respondiendo a la samaritana, no duda en decirle que ni siquiera saben a qué dios adoran y que la salvación viene de los judíos (cf. Jn 4,22). Hace dos domingos, el Evangelio nos recordaba el desaire con que fue tratado Jesús por los samaritanos (cf. Lc 9,53).
          El evangelio de hoy comienza (vv. 25-29) presentándonos no a un samaritano sino a un judío, no a un pecador sino a un justo: un doctor de la ley quien pregunta a Jesús: “¿Qué debo hacer para heredar la vida eterna?”. Nótese la finura teológica: no habla de “merecer” sino de heredar la vida eterna. La heredad, lo sabemos, no se gana, sino que se recibe de modo completamente gratuito.
          Conforme a la praxis de las disputas rabínicas, Jesús no le responde sin más, sino que le dirige una contra-pregunta: “¿Qué está escrito en la ley?”. El rabino cita con prontitud dos textos bíblicos. El primero era muy conocido porque todo devoto israelita lo recitaba en la oración de la maña y de la tarde: “Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas” (Dt 6,5); el segundo, sobre el que se insistía un poco menos, está tomado del libro del Levítico: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lv 19,18). ¡Respuesta perfecta!
          ¿Eso es todo? Si el mandamiento se refiriera solamente al conocimiento de una doctrina, el doctor de la ley habría sacado un sobresaliente. Jesús, sin embargo, después del elogio –“has respondido correctamente”– añade: “obra así y vivirás”. ¡Actúa! No basta “saber”. Es la vida la que muestra si hemos asimilado o no la palabra del Señor.
          El rabino, que no ha logrado poner en evidencia a Jesús, insiste: “¿Y quién es mi prójimo?”. Está dispuesto a cumplir el mandamiento, pero sin exagerar en lo de “mi prójimo”, por eso quiere establecer bien los confines del amor.
          Se discutía entre los rabinos sobre quién debía ser considerado prójimo. Algunos, basándose en el citado texto del Levítico que pone en paralelismo el término prójimo con hijos de tu pueblo, decían que se debía amar solamente a los hijos de Abrahán; otros, extendían este amor también a los extranjeros que vivían desde hacía tiempo en la tierra de Israel. No obstante, todos estaban de acuerdo en que los pueblos distantes y, sobre todo, los enemigos no eran prójimos. Los monjes de Qumran se atenían a este principio: “ama a los hijos de la luz y odia a los hijos de las tinieblas” y por “hijos de la luz” se referían solamente a los miembros de sus comunidades.
          Él no existe ninguna barrera entre los seres humanos y el problema no está en saber hasta dónde deba llegar el amor, sino en cómo deba éste manifestarse y en quién realmente ama a Dios y al hermano.
          Es sobre este punto –el más importante, el único que, en realidad, cuenta– que el judío y el samaritano vienen comparados. La valoración se da no en base a lo que se sabe, a lo que se dice, a la fe que se profesa con la boca, sino a lo que se practica.

          “Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó… (v.30).
          Veintisiete kilómetros separan estas dos ciudades; el camino, en fuerte descenso (hay 1000 metros de desnivel), atraviesa el desierto de Judá a lo largo del “wadi Quelt” y continúa entre riscos, grutas y precipicios hasta la estepa de Jericó, la encantadora “ciudad de las palmeras” donde Herodes, las familias ricas de la capital y muchos sacerdotes del templo se habían hecho construir sus residencias de invierno para huir del frio de Jerusalén. Se solía recorrer este camino en caravanas para evitar ser asaltados por ladrones y bandidos.
          Un hombre –dice Jesús que conoce muy bien la peligrosidad del lugar– fue atracado por bandidos que lo golpearon, le robaron y lo dejaron medio muerto en el camino.
          ¿Quién era? No sabemos absolutamente nada de él: ni la edad, ni la profesión, ni la tribu a la pertenecía, ni la religión que profesaba; no sabemos si era blanco o negro, bueno o malo, amigo o enemigo. ¿Para qué había ido a Jerusalén? ¿Para rezar? ¿De juerga? ¿Para ofrecer sacrificios en el templo? ¿Para robar? Viene mencionado de la manera más genérica: ¡Era un hombre! Y esto basta. Aunque hubiera sido un malvado, no habría perdido por eso su dignidad de persona necesitada de ayuda.

          “Coincidió que bajaba por aquel camino un sacerdote…y un levita (vv. 31-32).
          ¡Bien dicho este coincidió! Son las circunstancias y coincidencias de la vida las que nos ponen delante de nosotros al hermano necesitado.
          ¿Cómo se comportan los hombres de iglesia?
          Los levitas eran los sacristanes, los guardianes del templo. Estamos, pues, frente a dos judíos, inmejorables, personas que rezan y que tienen muy claras las ideas sobre Dios y la religión. ¿Por qué introduce Jesús en el relato a estos dos “hombres de iglesia”? Hubiera podido evitar la polémica y presentar solamente el ejemplo positivo. ¿Por qué provoca a los “notables” a “los miembros de la jerarquía”?
          El Maestro adolecía de la “mala costumbre” de meterse con las personas “religiosas” (cf. Lc 7,44-47; 11, 37-53; 17,18; 18,9-14; etc.) y la razón era la misma que había movido a los profetas a atacar duramente el culto, los ritos, las solemnes ceremonias del templo: Dios no tolera formalismos exteriores utilizados como cómoda escapatoria para no dejarse involucrar en los problemas de los demás.
          A Dios le repugna el incienso, los cantos, las interminables oraciones con las que se intenta substituir el empeño concreto en favor del huérfano, de la viuda, del oprimido (cf. Is 1,11-17). Jesús cita más de una vez la frase del profeta Oseas: “Misericordia quiero y no sacrificios” (Mt 9,13; 12,7).
          ¿Qué hacen el sacerdote y el levita? Llegan al lugar, ven…pero se pasan al otro lado del camino y siguen de largo. Quizás tengan miedo de ser atacados ellos también; a lo mejor les preocupa la pureza ritual (el hombre tendido en el camino podría estar muerto y el contacto con un cadáver impide oficiar en el templo), lo más probable es que no quieran meterse en líos ni buscarse dolores de cabeza, o quizás van de prisa y no tienen tiempo que perder.
          Vienen de Jerusalén donde ciertamente han participado a solemnes liturgias. Han permanecido una semana –esta era la duración de su servicio– con el Señor, y era de esperar de quienes se unen a Dios un poco más de misericordia y de amor hacia los necesitados. Los dos “hombres de iglesia” vienen del templo y, sin embargo, son insensibles, no tienen compasión, que es el primero de los sentimientos de Dios (cf. Éx 34,6). Esto significa que la religión que practican es hipócrita y ha endurecido sus corazones en vez de llenarlos de ternura. ¿Qué hará Dios con esta religión que proporciona excusas para huir de las miserias de los hombres, que ayuda a esquivar los problemas pasando “a la otra parte del camino”?
          El hombre atacado por los bandidos es para Jesús el símbolo de todas las victimas de violencias físicas y morales.
          A este punto los oyentes se esperan que, después de los dos “hombres de iglesia” entre en escena el “salvador” que será, están seguros de ello, un laico judío. Si Jesús hubiera continuado la parábola en este sentido, la gente –que ya entonces manifestaba ese anticlericalismo benévolo que también se encuentra entre los cristianos de hoy– hubiera expresado su aprobación con un aplauso. Y, sin embargo, la sorpresa es mayúscula: aparece uno de aquellos indeseables de quienes se decía que les “fastidiaba hasta el humo de las velas”: un samaritano. Nótese bien: no un “buen samaritano –como traducen muchas Biblias– sino un samaritano a secas. Iba también de viaje por asuntos propios.
          La descripción de lo que hace cuando ve al hombre herido es detalladísima; a Jesús no se le escapa un detalle: “llegó a donde estaba, lo vio y se compadeció. Le echó aceite y vino en las heridas y se las vendó. Después, montándolo en su cabalgadura lo condujo a una posada y lo cuidó (vv. 34-34).
          Frente a un hombre que se encuentra en necesidad, el samaritano no escucha ya a su cabeza, sino que sigue a su corazón: se olvida de sus asuntos y compromisos, de las normas religiosas, del cansancio, del hambre, del miedo; actúa inmediatamente, empeñándose hasta la completa solución de caso. No obra así movido por motivos religiosos o por el deseo de agradar a Dios o para acumular méritos y ganarse el cielo por haber ayudado a un pobre, sino solamente por compasión, simplemente porque se lo pide el corazón. Se siente movido por ese sentimiento –aunque no se dé cuenta– que es la proyección de lo que siente Dios.
          Como ha hecho Natán cuando ha contado a David la parábola de la ovejita, Jesús no pronuncia juicio alguno sobre lo acaecido; quiere que sea el mismo doctor de la ley el que lo haga. Por eso le hace una pregunta que da un vuelco a la que le fue dirigida antes sobre quién era el prójimo: “¿Quién de los tres te parece que se portó como prójimo del que cayó en manos de los asaltantes?” (v. 36). El problema, como hemos indicado antes, no está en establecer hasta donde se extienden los confines del término “prójimo”, sino: quién se convierte en prójimo, quién se acerca, quién es capaz de amar, quién muestra haber asimilado el comportamiento de Dios.
          El doctor de la ley le responde: “El que lo trató con misericordia”. Evita, por razones obvias, pronunciar el nombre de “samaritano”, pero se ve obligado a admitir que es él el modelo de quien sabe hacerse prójimo.
          Las últimas palabras de Jesús al doctor de la ley resumen el mensaje de toda la parábola: “Ve y haz tú lo mismo” (v. 37). Hazte prójimo de quien está en necesidad y heredarás la vida.
          La parábola lleva un mensaje explosivo: quien ama al prójimo ama ciertamente también a Dios (cf. 1 Jn 4,7). Quizás lo rechace de palabra, pero en realidad no está rechazando a Dios sino solamente a una falsa imagen suya. Los “samaritanos” que aman al hermano, quizás sin saberlo, están adorando a Dios.