Vengo a ofrecerte la
paz
P. Fernando Armellini
Introducción
“No
tengo paz”. Es la confidencia que más de uno nos ha hecho en momentos de
particular desaliento. Quizás la amiga que ha interrumpido una maternidad no
deseada, o el cónyuge envuelto en otra relación afectiva inmanejable, o el
vecino de casa atormentado por el deseo de vengarse de un agravio sufrido e
imposibilitado de hacerlo, o la mujer de la calle humillada y explotada.
“No
tengo paz” gritarían los responsables de crímenes, de guerras, de compra-venta
de instrumentos de muerte si no estuvieran aturdidos por el dinero o el poder.
“No tengo paz” repetiría quien se dedica a actividades inmorales, quien comete
injusticias, pero sigue adelante con la mente obnubilada por el éxito, por el
dinero, por las mentiras de los aduladores.
Este
es el mundo al que Jesús envía a sus discípulos no para condenar, para imprecar
contra la corrupción y las malas costumbres o para amenazar con castigos
divinos, sino para anunciar la paz que todos –la mayoría sin darse cuenta– van
buscando desesperadamente.
Considerando
la realidad en que vivimos se necesita de verdad una gran fe para imaginar que
es posible construir un mundo en que reine la paz. Es más fácil creer que Dios
existe que mantener la esperanza en una paz universal. Y sin embargo, este es
la misión encomendada a los discípulos.
Los
cristianos han intentado construir la paz, pero no siempre con los métodos
sugeridos por el Maestro que los quería como “corderos en medio a los lobos”.
Muchas veces han preferido recurrir a la fuerza, a la imposición, a l
intolerancia; se han emborrachado de poder, como los reyes de este mundo.
No
siempre han caminado –pobres, mansos, indefensos– junto a las personas
necesitadas de paz. Quien, como San Francisco de Asís, lo ha hecho tiene su
nombre escrito en el cielo.
* Para interiorizar el mensaje,
repetiremos: “Quien cree en la paz verá las grandes obras del Señor”.
Primera Lectura: Isaías
66,10-14c
Festejen a Jerusalén, gocen con ella, todos los que la aman; alégrense
de su alegría los que por ella estaban de duelo; 11mamarán de sus
pechos y se saciarán de sus consuelos, y saborearán las delicias de sus pechos
abundantes. 12Porque así dice el Señor: Yo haré correr hacia ella,
como un río, la paz; como un torrente en crecida, las riquezas de las naciones.
Ella los y los llevará en brazos, y sobre las rodillas los acariciará; 13como
a un niño a quien su madre consuela, así los consolaré yo. 14Al
verlo se alegrará su corazón y sus huesos florecerán como un prado; la mano del
Señor se manifestará a sus siervos. – Palabra de Dios
Cinco
siglos antes de Cristo, aparece en Babilonia, entre los exiliados, un profeta
que, en nombre de Dios, anuncia un futuro glorioso. Exhorta a todos a regresar
a la tierra de sus padres prometiendo prosperidad, salud y paz. Algunos le creen,
pero terminan desilusionados. Muchos años después de su regreso a la tierra de
sus padres deben admitir que la profecía no se había cumplido. La gente vive en
condiciones miserables: los campos son ocupados por explotadores y los pobres
no poseen ni casa, ni vestido, ni comida.
Hay
razones para el escepticismo.
A
este pueblo presa de desaliento viene enviado otro profeta que pronuncia las
palabras de consuelo que encontramos en la lectura de hoy. Éste invita al
pueblo a alegrarse, a exultar, a dar rienda suelta a la alegría porque el luto
ha terminado (v. 10). Jerusalén será como una madre que amamanta a sus hijos,
los lleva en brazo, los acaricia, les hace mamar de su leche. La prosperidad y
la riqueza, les asegura, se derramarán sobre la tierra de Israel como un rio en
plena crecida (vv. 11-12).
A
este punto, quien lo está escuchando piensa: ¡Aquí tenemos a otro charlatán!
Estamos hartos de escuchar promesas falsas, queremos hechos, es necesario un
cambio radical de la situación. El profeta está al corriente de estas
objeciones, pero continúa: el Señor les consolará, se comportará como una madre
que consuela a su hijo, “al verlo se alegrará su corazón y sus huesos
florecerán como un prado” (vv. 13-14).
Es
verdad que la situación sigue siendo desastrosa, pero es ya posible vislumbrar
alguna señal del mundo nuevo que ha comenzado.
Salmo 65, 1-3a. 4-5. 6-7a. 16
y 20
R. Aclamad al Señor,
tierra entera.
Aclamad al Señor, tierra entera,
tocad en honor de su nombre,
cantad himnos a su gloria;
decid a Dios: «Qué temibles son
tus obras.» R.
Que se postre ante ti la tierra
entera,
que toquen en tu honor,
que toquen para tu nombre.
Venid a ver las obras de Dios,
sus temibles proezas en favor de
los hombres. R.
Transformó el mar en tierra
firme,
a pie atravesaron el río.
Alegrémonos con Dios,
que con su poder gobierna
eternamente. R.
Fieles de Dios, venid a escuchar,
os contaré lo que ha hecho
conmigo.
Bendito sea Dios, que no rechazó
mi súplica,
ni me retiró su favor. R.
Segunda Lectura: Gálatas
6,14-18
Hermanos: lo que es a mí, Dios me libre de gloriarme, si no es de la
cruz de nuestro Señor Jesucristo, por el cual el mundo está crucificado para mí
y yo para el mundo. 15Estar o no estar circuncidado, no tiene
ninguna importancia; lo que importa es ser una nueva criatura. 16Paz
y misericordia para todos los que siguen esta norma, y para el Israel de Dios. 17En
adelante no quiero que nadie me cause más dificultades, ya llevo en mi cuerpo
las marcas de Jesús. 18Hermanos, la gracia de nuestro Señor
Jesucristo permanezca con ustedes. Amén. – Palabra de Dios
Pablo
ha llegado al final de su carta y, en pocas palabras, resume el tema que ha
venido tratando. Dice: mis adversarios, aquellos que siguen apegados a las
tradiciones de los antiguos, se glorían de llevar en la propia carne la señal
de la circuncisión y, cuando logran que alguien los imiten, no paran de
vanagloriarse (cf. Gál 6,13). “Lo que es a mí, Dios me libre de gloriarme, si
no es de la cruz de nuestro Señor Jesucristo” (v. 14).
No
es una señal exterior lo que caracteriza al discípulo, sino la semejanza con el
Maestro que ha dado su vida por amor. Esta elección lo convierte en una
criatura nueva.
Pablo
se augura que, después de las explicaciones dadas, nadie más lo involucre en
semejantes diatribas que tanto le fastidian (v. 17). Él lleva en la propia carne
las señales de los sufrimientos que ha soportado por Cristo. Se refiere a las
numerosas tribulaciones, fatigas, peripecias, persecuciones que ha afrontado
durante su misión. Escribiendo a los corintios hace un elenco dramático de
ellas (cf. 2 Cor 11,23-38).
La
Carta a los gálatas ha comenzado de modo brusco. Dejándose de cumplidos, Pablo
entra en argumento con palabras duras y polémicas: “Me maravillo que tan pronto
hayan dejado al que los llamó…para pasarse a una buena noticia diversa” (Gál
1,6).
La
conclusión es distinta, es dulce, conciliadora, pacata: “Hermanos, la gracia de
nuestro Señor Jesucristo permanezca con ustedes” (18). Se adivina la convicción
del Apóstol de haber logrado hacer inofensivos a los “falsos hermanos” que
turban a los cristianos de Galacia.
En aquel tiempo designó el Señor a otros setenta y dos y los envió por
delante, de dos en dos, a todas las ciudades y lugares adonde pensaba ir. 2Les
decía: –La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos. Rueguen al
dueño de los campos que envíe trabajadores para su cosecha. 3Vayan, que yo los envío como ovejas entre lobos. 4No lleven bolsa ni
alforja ni sandalias. Por el camino no saluden a nadie. 5Cuando
entren en una casa, digan primero: Paz a esta casa. 6Si hay allí
alguno digno de paz, la paz descansará sobre él. De lo contrario, la paz
regresará a ustedes. 7Quédense en esa casa, comiendo y bebiendo lo
que haya; porque el trabajador tiene derecho a su salario. No vayan de casa en
casa. 8Si entran en una ciudad y los reciben, coman de lo que les
sirvan. 9Sanen a los enfermos que haya y digan a la gente: El reino
de Dios ha llegado a ustedes. 10Si entran en una ciudad y no los
reciben, salgan a las calles y digan: 11Hasta el polvo de esta
ciudad que se nos ha pegado a los pies lo sacudimos y se lo devolvemos. Con
todo, sepan que ha llegado el reino de Dios. 12Les digo que aquel
día la suerte de Sodoma será menos rigurosa que la de aquella ciudad. 15Y
tú, Cafarnaún, ¿pretendes encumbrarte hasta el cielo? Pues caerás hasta el
abismo. 16Y dijo a sus discípulos: –El que a ustedes escucha a mí me
escucha; el que a ustedes desprecia a mí me desprecia; y quien a mí me
desprecia, desprecia al que me envió. 17Volvieron los setenta [y
dos] muy contentos y dijeron: –Señor, en tu nombre hasta los demonios se nos
sometían. 18Les contestó: –Estaba viendo a Satanás caer como un rayo
del cielo. 19Miren, les he dado poder para pisotear serpientes y
escorpiones y para vencer toda la fuerza del enemigo, y nada los dañará. 20Con
todo, no se alegren de que los espíritus se les sometan, sino de que sus
nombres están escritos en el cielo. – Palabra de Dios
“Designó el Señor a otros setenta y dos y los
envió por delante de dos en dos a todas las ciudades y lugares donde pensaba
ir” (v. 1). Así comienza el evangelio de hoy y esta información es bastante
sorprendente porque, poco antes, Jesús envía a los doce apóstoles a anunciar el
reino de Dios y a sanar a los enfermos, recomendándoles de no llevar nada
consigo: “ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero ni dos túnicas…” (Lc 9,1-6).
¿Quiénes son ahora estos setenta y dos que aparecen de improviso y que no serán
recordados más? Una misión extraña la de ellos porque es difícil imagina a
Jesús yendo detrás de 36 pares de discípulos (¡nada menos!) encargados de
prepararles el terreno.
Se
trata del relato de una iniciativa apostólica emprendida por Jesús y releída
por el evangelista en función de la catequesis que quiere impartir a su
comunidad. Estamos en Asia Menor, en la segunda mitad del siglo primero. A
pesar de las dificultades y persecuciones, los cristianos continúan empeñándose
en anunciar el Evangelio, sin embargo son muchas las preguntan que se plantean:
¿Revela Dios su Evangelio mediante visiones, sueños, apariciones o es necesario
que alguien lo proclame? ¿El mensaje de salvación está destinado a todos o reservado
a algunos privilegiados? ¿Qué método debemos usar para convencer a las personas
a aceptarlo? ¿Cómo presentarnos ante la gente y qué tenemos que decirles?
¿Bastarán las palabras o son necesarias las señales? ¿Qué hacer si somos
rechazados? ¿Se verá nuestra tarea coronada por el éxito?
A
estas preguntas Lucas responde narrando un envío misionero de discípulos. No se
trata de un reportaje, de una crónica, sino de un texto teológico en que
también son empleados artificios literarios.
El
numero setenta y dos es ciertamente simbólico. Refiriéndonos al elenco que se
encuentra en Génesis 10, los antiguos habían establecido que los pueblos del
mundo eran setenta o setenta y dos. En el día de la fiesta de las tiendas, se
inmolaban en el templo de Jerusalén setenta toros para implorar del Señor la
conversión de cada una de las naciones paganas.
En
las comunidades de Lucas los cristianos de origen pagano tienen necesidad ya
sea de superar los complejos de inferioridad que algunos experimentan frente a los
hijos de Abrahán, ya sea de poner fin a toda discriminación introducida por
éstos mismos en base al origen étnico, a las tradiciones culturales, a la
posición social, al temperamento, al carácter, a las costumbres, al estilo de
vida de cada uno.
Diciendo
que Jesús ha enviado a setenta y dos discípulos (v. 1), el evangelista quiere
afirmar que la salvación no es un privilegio reservado a algunos solamente,
sino que está destinada a todos, sin excluir a nadie.
Los
mensajeros son enviados de dos en dos. Esto indica que el anuncio del Evangelio
no es dejado a la inventiva y criterio individuales, sino que es tarea de la
comunidad. Quien habla en nombre de Cristo no actúa de modo independiente, está
en comunión con sus hermanos de fe. Los primeros misioneros –Pedro y Juan (cf.
Hch 8,14), Bernabé y Pablo (cf. Hch 13,1)– no solo iban de dos en dos sino que
eran “enviados” y se sentían representantes de sus comunidades.
El
objetivo del envío: preparar las ciudades y pueblos para la venida del Señor.
Jesús llega después de sus mensajeros, no antes. La tarea confiada a todo
apóstol no es la de presentarse a sí mismo, sino la de disponer las mentes y
los corazones de las personas para recibir a Cristo en sus vidas.
Los
misioneros deben prepararse para cumplir esta misión. Jesús sugiere el modo de
hacerlo: “Rueguen al dueño de los campos” (v. 2). La oración no tiene como
objetivo convencer a Dios de enviar “trabajadores para su cosecha” (esto no
tendría ningún sentido), sino que tiene el fin de transformar al discípulo en
apóstol. Le da equilibrio, buena disposición, paz interior; lo libra del
orgullo, de la presunción; lo hace capaz de superar oposiciones, desilusiones y
fracasos; le revela, paso a paso, la voluntad y deseo del “dueño de la
cosecha”.
El
lobo es símbolo de la violencia, de la arrogancia.
El
cordero significa la mansedumbre, la debilidad, la fragilidad; puede escaparse
de la agresión del lobo solamente si el pastor interviene en su defensa.
Los
rabinos decían que el pueblo de Israel era un cordero rodeado de setenta lobos
(los pueblos paganos) dispuestos a devorarlo. Jesús aplica esta semejanza a sus
discípulos: dice que deben comportarse como corderos (v. 3). Es, pues necesario
que vigilen para que no broten en sus corazones los sentimientos de los lobos:
la ira, la codicia, el resentimiento, la voluntad de prevalecer y de
prevaricar. Estos sentimientos llevan, de hecho, a cometer actos de lobos: el
abuso de poder, las agresiones, la violencia, las ofensas, las mentiras. La
historia de la iglesia está ahí para probar que, cuando los cristianos se
transforman en lobos, han fracasado siempre en su misión.
“Comportarse
como lobos” puede dar resultado en algunos momentos, pero se trata de un éxito
efímero y, de todas formas…Jesús ha salvado el mundo comportándose como
cordero, no como lobo.
La
elección de medios para la misión está en sintonía con la imagen del cordero
débil e indefenso (v. 4). Jesús los enumera de manera negativa: ni dinero, ni
alforja, ni sandalias. Un movimiento político o una ideología necesitan de
instrumentos eficaces para imponerse: el dinero, las armas, el apoyo de
personas influyentes. El apóstol debe resistir a la tentación de recurrir a
estos medios para difundir el Evangelio y para construir el reino de Dios. La
iglesia pierde credibilidad cuando quiere competir con los poderes políticos y
económicos. Quien no sabe renunciar a estas seguridades humanas, quien no tiene
el coraje de poner toda su confianza únicamente en la fuerza de la Palabra que
anuncia y en la protección del Pastor, no será reconocido como testigo de
reino, compuesto solamente por corderos.
Los
discípulos no deben saludar a nadie por el camino (v. 4). No se trata,
evidentemente, de una disposición para ser tomada a la letra, sino de una
indicación que pone de relieve la importancia de la misión.
Cuando
llegue el momento justo de hablar de Cristo, ¿por dónde hay que comenzar? Los
mensajes que los no creyentes han recibido mayoritariamente de los cristianos
han sido los relativos a ciertas exigencias morales: la inadmisibilidad del
divorcio, la obligación de participar a la Misa en los días de precepto, el
respeto y sumisión a la jerarquía eclesiástica, los castigos de Dios para quien
no observa los mandamientos… ¿Serán estos argumentos los que deben constituir
el contenido del anuncio? Absolutamente no.
El
Evangelio es una bella noticia. Éstas son las palabras con que el discípulo
debe presentarse: He venido para anunciar la paz; te traigo la paz, a ti, a tu
familia, a tu casa (v. 5). Éste es un anuncio que conforta, suscita asombro,
esperanza, alegría. Si entre quienes lo escuchan se encuentra un “hijo de la
paz”, si hay alguien dispuesto a abrir el propio corazón a Cristo, sobre él
descenderá la paz, la plenitud de vida y de bondad (v. 6).
Para
mostrar su gratitud, quien ha escuchado el anuncio podría invitar al misionero
a su casa y ofrecerle su pan (v. 7). Que el apóstol, recomienda Jesús, reciba
la invitación sin pretensiones, se contente con la comida frugal que le viene
puesta delante y se adapte a los usos y costumbres de quien le hospeda, sin
mirar con sospecha a sus hábitos y tradiciones; que no tenga miedo de
contaminarse a causa de los alimentos, porque ningún alimento y ninguna
criatura es impura (v.8). Esta instrucción era de gran utilidad en tiempos de
Lucas cuando muchos evitaban compartir la comida con los paganos (cf. Gál
2,11-14; Hch 11, 2-3; 1 Cor 10,27).
¿En
qué consiste la obra de evangelización? ¿Basta el anuncio o debe ser confirmado
por señales? Las palabras de Jesús deben ir acompañadas por gestos concretos de
caridad: sanación de los enfermos, asistencia a los pobres (v.9). Donde no se
note ningún cambio, ninguna transformación del hombre y de la sociedad, el
reino de Dios no ha llegado todavía.
El
Evangelio puede ser recibido, pero también rechazado. ¿Cómo comportarse cuando
nos debamos enfrentar con la oposición? Lo aclara Jesús: vayan los misioneros a
la plaza pública y, ante toda la gente, sacudan el polvo de sus pies. Sodoma y
Gomorra serán tratadas con menor severidad que aquella ciudad (vv. 10-12). Son
palabras duras de comprender y más aún de aceptar. Tomadas a la letra,
contradicen el resto del Evangelio. Baste pensar a la reacción de Jesús contra
Santiago y Juan cuando querían hacer descender fuego del cielo sobre los
Samaritanos (cf. Lc 9,55).
Dios
no se enfada, no se venga, no castiga a quien no recibe su Palabra. Él es solo
bondad y misericordia y ama siempre y sin condiciones. Jesús emplea aquí el
lenguaje y las imagines de su pueblo. Habla de los castigos de Dios para
indicar las consecuencias desastrosas que lleva consigo el rechazo del
Evangelio. Quien no acepta su palabra se hace responsable de la propia
infelicidad, se priva de la paz. Es significativa que la escena amenazadora del
juicio pronunciado por los evangelizadores sobre la entera ciudad, concluya, de
todas formas, con una palabra de salvación: “Con todo, sepan que ha llegado el
reino de Dios”.
Cumplida
su misión, los setenta y dos regresan llenos de alegría y refieren a Jesús los
resultados obtenidos. Éste responde: “Estaba viendo a Satanás caer como un rayo
del cielo” (v.18). Cuando la Biblia habla de Satanás no se refiere a ese ser
despreciable y deforme que viene todavía representado en algunas pinturas. Se
refiere a las fuerzas del mal: el odio, la violencia, la injusticia, el
orgullo, el apego al dinero, las pasiones desenfrenadas…
Diciendo
que satanás ha caído del cielo, Jesús anuncia la victoria imparable ya. Con la
proclamación del Evangelio, el reino del mal ha comenzado a desintegrarse.
Después continúa: “Les he dado poder para pisotear serpientes y escorpiones y
para vencer toda la fuerza del enemigo, y nada les dañará” (v. 19). He aquí
otra imagen bíblica. Como satanás, las serpiente y los escorpiones son símbolos
del mal (Cf. Gn 3,15; Sal 91,13). Jesús no promete que sus enviados estar
libres de oposiciones y dificultades. Habrá animales peligrosos, pero serán
“pisoteados” por el discípulo.

El
mal reacciona de manera dura y violenta, baste pensar cuánto cuesta, por
ejemplo, vencer un vicio, superar un mal hábito o cómo continúan a triunfar en
el mundo los astutos, los potentes, los corrompidos. Pero Jesús, que mira al
resultado final, constata que el mal ha perdido ya su vigor. Estas palabras
suenan a condena del pesimismo, son un desmentido a quien no sabe otra cosa que
lamentarse y repetir desconsolado de que el mundo va del mal en peor.
Quien
se fía de Cristo y de su Palabra tiene su nombre escrito en el cielo, es decir
ha entrado a formar parte del reino de Dios (20). Es ésta la razón de la
alegría que siente y que anuncia a todos. Aunque realísticamente admite que los
éxitos son limitados y fatigosos y que el camino es todavía largo, se alegra
porque ya vislumbra la meta.