Pestañas

Santísima Trinidad – Año C


¿Un Dios solitario o un Dios comunión?
P. Fernando Armellini
Introducción
           ¿Cuál es el carnet de identidad de los cristianos? ¿Qué característica los distingue de los creyentes de otras religiones? No el amor al prójimo; otras religiones, lo sabemos, hacen el bien a los demás. No la oración, también los musulmanes oran. No la fe en Dios, incluso los paganos la tienen. No basta creer en Dios, lo importante es saber en qué Dios se cree. ¿Es una “entidad” o es “alguien”? ¿Es un padre que quiere comunicar su vida o un potentado que busca nuevos súbditos?
           Los musulmanes dicen: Dios es el absoluto. Es el creador que habita allá arriba, que gobierna desde lo alto, no desciende nuca, es juez que espera la hora de pedir cuentas. Los hebreos, por el contrario, afirman que Dios camina con su pueblo, se manifiesta dentro de la historia, busca la alianza con el hombre.

           Los cristianos celebran hoy la característica específica de su fe: creen en un Dios Trinidad. Creen que Dios es el Padre que ha creado el universo y lo dirige con sabiduría y amor; creen que no se ha quedado en el cielo, sino que su Hijo, imagen suya, ha venido a hacerse uno de nosotros; creen que lleva a cumplimiento su proyecto de amor con su fuerza, con su Espíritu.
           Toda idea o expresión de Dios tiene una consecuencia inmediata sobre la identidad del hombre. En el rostro de todo cristiano debe reflejarse el rostro de Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Imagen visible de la Trinidad debe ser la iglesia que todo lo recibe de Dios y todo lo da gratuitamente, que se proyecta toda, como Jesús, hacia los hermanos y hermanas en una actitud de incondicional disponibilidad. En ella la diversidad no es eliminada en nombre de la unidad, sino considerada como riqueza.
           Se debe descubrir la huella de la Trinidad en las familias convertidas en signo de un auténtico diálogo de amor, de mutuo entendimiento y disponibilidad a abrir l corazón a quien tiene necesidad de sentirse amado.

* Para interiorizar el mensaje, repetiremos: “Tu rostro yo busco, Señor, no me escondas tu rostro”.

Primera Lectura: Proverbios 8,22-31
          El Señor me creó como primera de sus tareas, antes de sus obras; 23desde antiguo, desde siempre fui formada, desde el principio, antes del origen de la tierra; 24no había océanos cuando fui engendrada, no había manantiales ni ríos;25todavía no estaban encajados los montes, de las montañas fui engendrada; 26no había hecho la tierra y los campos ni los primeros terrones del mundo. 27Cuando colocaba los cielos, allí estaba yo; cuando trazaba la bóveda sobre la superficie del océano, 28cuando sujetaba las nubes en la altura y reprimía las fuentes abismales, 29cuando imponía su límite al mar, para que las aguas no traspasaran sus orillas; cuando asentaba los cimientos de la tierra, 30yo estaba junto a él, como confidente, yo estaba disfrutando cada día, jugando todo el tiempo en su presencia, 31jugando con el mundo creado, disfrutando con los hombres. – Palabra de Dios

          La primera lectura introduce el tema de la Trinidad hablándonos del Padre, creador del universo. Su sapiente obra viene presentada con imágenes sugestivas que, para ser comprendidas, necesitan una breve aclaración sobre las concepciones cosmológicas en las que inspiran.
          Los pueblos antiguos pensaban que el mundo estaba formado por tres planos o niveles: la tierra donde habitaban los seres vivos; el nivel inferior o subterráneo, reino de los muertos, de los humos infernales y de las aguas obscuras del abismo que alimentan las fuentes y los ríos y donde se sustentan las enormes columnas sobre las que se posa la tierra; y finalmente, sostenido por “montes eternos” (cf. Dt 33,15) está el plano superior, el cielo, constituido por una lámina de cristal luminoso que pone dique a las aguas superiores. De cataratas que se abren y se cierran, Dios hace salir la lluvia, la nieve y el rocío. De este firmamento cuelgan las estrellas, los astros, los planetas, el sol, la luna, que se mueven y realizan su recorrido por caminos establecidos a propósito.
           ¿Cómo ha surgido este cosmos fascinante y misterioso que nos circunda y nos supera? Lo explica la lectura de hoy. Ante todo, Dios hizo la Sabiduría. El autor del libro de los proverbios la imagina como una muchacha encantadora a quien Dios la quiere, desde el principio, junto a sí, para que siga y contemple toda su actividad (vv. 22-23). Es en su presencia que Dios crea el universo.
           Comienza su obra en el plano inferior, bajo tierra: organiza los abismos y prepara las fuentes abundantes que alimentan los ríos y los mares (v. 24), afianza los fundamentos de las montañas, hace emerger la tierra de las aguas y forma los terrones de los campos, mientras la Sabiduría, sentada a su lado, lo contempla llena de admiración. Después organiza los cielos con las nubes, pone una valla al confín del horizonte para separar las aguas que se encuentran por encima del firmamento de las del abismo y establece un límite al mar (vv. 27-29).
           La escena con la que se cierra la lectura (vv. 30-31) es deliciosa y recuerda el juicio de Dios al final de su obra creativa: “Y vio Dios todo lo que había hecho: y era muy bueno” (Gn 1,31). Todo es una explosión de felicidad. La Sabiduría dice que está llena de alegría y de haber danzado todo el tiempo, feliz, delante del Señor, mientras él se deleitaba de su presencia. Finalmente, manifiesta su deseo de quedarse en la tierra para siempre; su felicidad, de hecho, es estar entre los hombres.
           ¿Qué significan estas imágenes? Cuando se reflexiona sobre lo que ocurre en el mundo, sobre las catástrofes, las atrocidades que se cometen, es fácil dejarse llevar por la duda angustiosa de que quizás el universo, al fin de cuentas, no sea más que un cruel fruto del azar, todo confusión, un sinsentido. La lectura nos asegura: la creación ha salido de las manos de un Padre providente y sabio; durante toda su actividad creadora, él ha estado siempre asistido por su Sabiduría; la creación responde a un proyecto de amor aunque la inteligencia del hombre no esté en grado de comprenderlo. Somos como niños ante una catedral en construcción; se entra en la obra y solo se ve desorden: material almacenado, montones de tierra, barras de hierro, ejes, piedras, ladrillos, aperos del trabajo, martillos, todo esparcido por doquier. Solo al final, cuando la obra está terminada se puede apreciar que la aparente confusión formaba parte, en realidad, del sabio proyecto de un hábil arquitecto.
           Tener fe en Dios Padre –es el mensaje de la lectura– significa creer que él lo ha hecho todo con sabiduría y amor.


Salmo: 8, 4-5. 6-7. 8-9
R. ¡Señor, dueño nuestro,
qué admirable es tu nombre en toda la tierra!
Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos,
la luna y las estrellas que has creado,
¿qué es el hombre, para que te acuerdes de él,
el ser humano, para darle poder? R.
Lo hiciste poco inferior a los ángeles,
lo coronaste de gloria y dignidad,
le diste el mando sobre las obras de tus manos. R.
Todo lo sometiste bajo sus pies:
rebaños de ovejas y toros,
y hasta las bestias del campo,
las aves del cielo, los peces del mar,
que trazan sendas por el mar. R.



Segunda Lectura: Romanos 5,1-5
Hermanos, ahora que hemos sido justificados por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de Jesucristo Señor nuestro. 2También por él –por la fe– hemos alcanzado la gracia en la que nos encontramos, y podemos estar orgullosos esperando la gloria de Dios. 3No sólo eso, sino que además nos gloriamos de nuestras tribulaciones; porque sabemos que la tribulación produce la paciencia, 4de la paciencia sale la fe firme y de la fe firme brota la esperanza. 5Y la esperanza no quedará defraudada, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestro corazón por el don del Espíritu Santo. – Palabra de Dios

          Después de haber creado el universo con sabiduría, Dios no ha considerado concluida su obra. No se ha retirado al cielo, abandonando al mundo y a los hombres a arreglárselas por sí mismos. Nuestros razonamientos nos llevan a alejar a Dios de nuestro mundo y a colocarlo a una altura inalcanzable para nosotros, seres impuros. “Me he atrevido a hablar con mi Señor, yo que soy polvo y cenizas”, dice Abrahán (Gn 16,27). Sin embargo, el Dios que se revela desde las primeras páginas de la Biblia es sorprendente: no solo no considera indigno de su santidad el contacto con sus criaturas, sino que manifiesta un deseo irresistible de estar en este mundo. Él acaricia al hombre mientras lo plasma con el polvo de la tierra y sopla sobre su criatura su aliento de vida (cf. Gn 2,7), después baja del cielo y pasea junto al hombre “por el jardín, tomando el fresco” (Gn 3,8).
           Todo ello para preparar la grande sorpresa a la que también nos ha introducido la primera lectura: la Sabiduría de Dios no solo no tiene miedo a contaminarse sino que goza “jugando con el mundo creado, disfrutando con los hombres” (Prov 8,31). En la plenitud de los tiempos la Sabiduría de Dios ha venido a “visitarnos desde lo alto” y se ha hecho uno de nosotros. Este Dios hecho hombre es el Hijo, la imagen perfecta del Padre. Él es la Sabiduría de la que habla la primera lectura.
           ¿Cómo es que Dios ha entrado en nuestra historia? Lo dice el segundo texto bíblico de hoy: para justificarnos, mediante la fe en Jesús; por esto “podemos estar orgullosos esperando la gloria de Dios” (vv. 1-2) ¿Qué quiere decir?
           Frente a sus semejantes, los hombres se glorían de sus proezas, de su poder, de sus riquezas, de sus éxitos. Pero ante Dios ¿De qué podemos gloriarnos? De sus buenas obras, responderían algunos. Si se portan bien Dios los mira con complacencia, si se portan mal se indigna y castiga. El Hijo ha venido a este mundo para anunciar un mensaje inaudito, una buena noticia, sorprendente e increíble: el Padre ha decidido “justificar”, es decir, hacer justos a todos los hombres de manera completamente gratuita, sin considerar sus méritos. Orgullo del hombre no son sus obras buenas sino algo infinitamente más substancioso y más seguro: el amor incondicional de Dios. Esto no significa que Dios cubra, finja no ver nuestros pecados. Esto no sería una salvación. Dios hace justos a todos los hombres porque, respetando siempre su libertad, logra con su amor cambiar sus corazones y hacerlos buenos.
           Tomemos como ejemplo el comportamiento de una madre: aunque el hijito rechace la comida y mantenga testarudamente la boca cerrada, no se desanima, no se resigna ante los caprichos del pequeño sino que con besos y caricias logra siempre hacer que el hijo se nutra con el alimento que lo hará crecer. Es impensable que el amor omnipotente de Dios sea más débil que el amor de una madre.
           Si se mirara a sí mismo, el hombre tiene en realidad solo una cosa de la que enorgullecerse: la propia debilidad (v. 3). Esta mirada, dice Pablo, no debe hacernos caer en el desaliento, sino abrirnos a la confianza en el amor de Dios y a cultivar una esperanza que nunca conocerá la decepción (v. 5). Tener fe en Dios Hijo significa creer que él ama al hombre hasta el punto de haber compartido la precariedad y la fragilidad de la vida; significa cultivar la esperanza de que este amor infinito quizás pueda registrar un fracaso momentáneo pero nunca una derrota infinita.


Evangelio: Juan 16,12-15
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Muchas cosas me quedan por decirles, pero ahora no pueden comprenderlas. 13Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, los guiará hasta la verdad plena. Porque no hablará por su cuenta, sino que dirá lo que ha oído y les anunciará el futuro. 14Él me dará gloria porque recibirá de lo mío y se lo explicará a ustedes. 15Todo lo que tiene el Padre es mío, por eso les dije que recibirá de lo mío y se lo explicará a ustedes. – Palabra del Señor

          Es la quinta vez que en el Evangelio de Juan Jesús promete enviar al Espíritu y afirma que será éste el que lleve a cumplimiento el proyecto del Padre. Sin su acción, los hombres no podrían recibir la salvación. El pasaje comienza con las palabras de Jesús: “Muchas cosas me quedan por decirles pero ahora no pueden comprenderlas” (v. 12). Estas palabras sugerirían la idea de que Jesús, habiendo vivido con sus discípulos pocos años, no ha tenido la posibilidad de trasmitirles todo su mensaje; y así, para no dejar incompleta su misión, interrumpida bruscamente por la muerte, habría enviado al Espíritu Santo a anunciar lo que aún faltaba.
           No es este el significado. Jesús les ha dicho claramente que no tiene otras revelaciones que hacer: “A ustedes…les he dado a conocer todo lo que escuché de mi padre” (Jn 15,15) y en el evangelio de hoy dice que el Espíritu no añadirá nada a lo que él les ha dicho: “No hablará por su cuenta, sino que dirá lo que ha oído…y se lo explicará a ustedes (vv. 13-14). No tendrá la tarea de completar o ampliar el mensaje sino la de iluminar a los discípulos para hacerles comprender de manera correcta lo que el Maestro ha enseñado. La razón por la que Jesús no explica todo, no es por falta de tiempo sino por la incapacidad de sus discípulos de “soportar el peso” de su mensaje. ¿De qué se trata? ¿Cuál es este peso insoportable?
           El peso de la cruz. Los razonamientos y explicaciones humanas nunca podrán llegar a entender que el proyecto de salvación de Dios pasa por el fracaso, la derrota, la muerte de su Hijo a manos de los impíos; es imposible entender que la vida solo se logra pasando a través de la muerte, del don gratuito de sí. Esta es la “verdad total”, muy pesada, imposible de soportar sin la ayuda del Espíritu.
           En la primera lectura hemos considerado el proyecto del Padre en la creación; en la segunda, se nos ha explicado que este proyecto viene realizado por el Hijo, pero no sabíamos todavía que el camino que lleva a la salvación nos perecería a los hombres no solo extraño, sino incluso absurdo. Es ésta la razón por la que es necesaria la obra del Espíritu. Solo su impulso puede producir nuestra adhesión al proyecto del Padre y a la obra del Hijo.
           Les anunciará el futuro (v.13). No se trata, como afirman los testigos de Jehová, de previsiones sobre el fin del mundo, sino de las implicaciones concretas del mensaje de Jesús. No basta leer lo que está escrito en el Evangelio, es necesario aplicarlo a las situaciones concretas del mundo de hoy. Los discípulos de Cristo no se engañarán nunca en estas interpretaciones si siguen los impulsos del Espíritu, porque Él es el encargado de guiar hacia “la verdad plena” (v. 13).
           ¿A quién se revela el Espíritu? Todos los discípulos de Cristo son instruidos y guiados por el Espíritu: “Ustedes conserven la unción que recibieron de Jesucristo y no tendrán necesidad de que nadie les enseñe…Lo que les enseñé consérvenlo” (1 Jn 2,27).
           En los hechos de los Apóstoles, un episodio muestra el modo y el contexto privilegiado en que el Espíritu ama manifestarse. En Antioquia, mientras los discípulos están reunidos para el culto del Señor, el Espíritu “habla”, revela sus proyectos, su voluntad, sus decisiones (cf. Hch 13,1-2). Oración, reflexión, meditación de la Palabra, diálogo fraterno, crean las condiciones que permiten al Espíritu revelarse. Él no hace llover milagrosamente del cielo las soluciones, no reserva sus iluminaciones a algún miembro privilegiado de la comunidad, no substituye al esfuerzo humano sino que acompaña la búsqueda apasionada de la voluntad del Señor que los discípulos realizan juntos. Esta es la razón por la que en la iglesia primitiva cada uno era invitado a compartir con los hermanos lo que durante el encuentro comunitario el Espíritu le sugería para la edificación de todos (cf.1 Cor 14).
           Él me dará gloria (v. 14). Glorificar no quiere decir aplaudir, exaltar, incensar, magnificar. Jesús no tiene necesidad de estos honores. Es “glorificado” cuando se actúa el proyecto de salvación del Padre: cuando el malvado se convierte en justo, el necesitado recibe ayuda, el que sufre encuentra alivio, el desesperado descubre la esperanza, el tullido se alza, el leproso queda limpio. Jesús ha glorificado al Padre porque ha llevado a cabo la obra de salvación que le había encomendado.
           El Espíritu a su vez glorifica a Jesús porque abre las mentes y los corazones de los hombres a su Evangelio, les da fuerza para amar incluso a los enemigos, renueva las relaciones entre las personas y crea una sociedad fundada sobre la ley del amor. He aquí la gloria del Padre, del Hijo y del Espíritu: un mundo en el que todos seamos sus hijos y vivamos felices.