Pestañas

XXIV Domingo del Tiempo Ordinario– Año C


Una persona perdida para siempre…sería la derrota de Dios
P. Fernando Armellini

Introducción
“El amor es fuerte como la muerte, la pasión más poderosa que el abismo. Las aguas torrenciales no podrán apagar el amor ni extinguirlo los ríos” (Cant 8,6-7). Con estas célebres imágenes viene descrito en el Cantar de los Cantares la fuerza irresistible del amor. Corre un serio riesgo –lo sabemos– el que se deja envolver en una relación afectiva: el amor presupone la libertad e implica la posibilidad del rechazo y del fracaso. Forman parte también del juego los celos, los tormentos, las ansias, el temor al abandono y todas aquellas emociones que solemos llamar penas de amor. “He sido herida por el Amor”, repite la esposa del Cantar (25,5; 5,8).

          Dios ha querido correr este riesgo: ha aceptado hacerse débil y ha tenido en cuenta también la posibilidad de la derrota. Lo hemos siempre imaginado omnipotente, pero tratándose del amor esta prerrogativa no forma parte de las reglas del juego. Este término nunca es atribuido a Dios en le Biblia, y con razón, porque desde que ha creado el universo con sus leyes y ha dado vida a la persona libre, ha voluntariamente restringido su poder. Es lo que los rabinos llamaban la: contracción, escondimiento, auto-limitación de Dios.
          Dios no puede forzar, debe conquistar a la persona amada. Si jugara con el efecto miedo, si amenazara con castigos habría perdido la partida, cosecharía no amor sino hipocresía. En Jesús, Dios ha experimentado más de una vez el fracaso. Jerusalén no ha correspondido a su amor: ¡Jerusalén, Jerusalén, cuántas veces quise reunir a tus hijos como la gallina reúne a sus pollitos bajo sus alas; y tú no quisiste! (Lc 13,34); en Nazaret no pudo realizar ningún prodigio (cf. Mc 6,5-6); el joven rico lo rechazó (cf. Mt 19,16-22).
          En el libro del Apocalipsis, Dios no es llamado omnipotente, sino pantocrátor, que significa: Aquel que tiene todo en sus manos. Las personas son libres de hacer sus propias jugadas, pero en el desafío del amor, es Él quien dirige el juego con incomparable maestría, y es imposible que se le escape de las manos. Ahora podemos comprender la frase de Jesús: “habrá más fiesta en el cielo por un pecador que se arrepiente que por noventa y nueve justos que no necesitan arrepentirse” (Lc 15,7). El gozo más grande del enamorado es la reconquista de la amada, es oírle decir: “Voy a volver con mi primer marido, porque entonces me iba mejor que ahora” (Os 2,9).
* Para interiorizar el mensaje, repetiremos: “Hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene”.

Primera Lectura: Éxodo 32,7-11.13-14
El Señor dijo a Moisés: –Anda, baja del monte, que se ha pervertido tu pueblo, el que tú sacaste de Egipto. 8Pronto se han desviado del camino que yo les había señalado. Se han hecho un novillo de metal, se postran ante él, le ofrecen sacrificios y proclaman: Éste es tu dios, Israel, el que te sacó de Egipto. 9Y el Señor añadió a Moisés: –Veo que este pueblo es un pueblo testarudo. 10Por eso déjame: mi ira se va a encender contra ellos hasta consumirlos. Y de ti sacaré un gran pueblo. 11Entonces Moisés aplacó al Señor, su Dios, diciendo: –¿Por qué, Señor, se va a encender tu ira contra tu pueblo, que tú sacaste de Egipto con gran poder y mano robusta? 13Acuérdate de tus siervos Abrahán, Isaac e Israel, a quienes juraste por ti mismo, diciendo: Multiplicaré su descendencia como las estrellas del cielo, y les daré toda esta tierra de que he hablado, para que la posean siempre. 14Y el Señor se arrepintió de la amenaza que había pronunciado contra su pueblo. – Palabra de Dios

          Desde el tiempo de la primera dinastía (3000 a.C.) el toro en Egipto era la imagen del gran dios Ptah de Menfis, el dios creador del cual dependía la fecundidad de los campo y de los animales. A él se le atribuía las inundaciones fertilizantes del Nilo. Símbolo de la fuerza, el toro venía representado en escenas de carácter mágico, era embalsamado y momificado para inmortalizar sus virtudes, y en su honor se celebraban solemnes ceremonias en majestuosos templos. Los israelitas las habían presenciado y admirado y quizás también se habían quedado seducidos por ellas.
          Después de haber visto tantos prodigios realizados por el Señor durante la salida de Egipto, los israelitas deberían haber dejado atrás definitivamente todas las prácticas paganas. Sin embargo, apenas llegados al Sinaí, mientras Moisés se encontraba en el monte hablando con el Señor, se apresuraron a entregar a Aarón sus joyas para fundir el oro a fin de modelar un toro (cf. Éx 32,1-6).
          La primera parte de la lectura (vv. 7-10) describe la reacción indignada de Dios ante tal infidelidad. El Señor dice a Moisés: “Déjame, mi ira se va a encender contra ellos hasta consumirlos, y de ti sacaré un gran pueblo” (v. 10). Frente a una propuesta semejante, muchos de nosotros hubiéramos sido felices de convertirnos en padre de una familia de “justos”. Frente a delitos y acciones malvadas sentimos instintivamente la necesidad poner a salvo nuestras propias responsabilidades, de desasociarnos de los culpables, de dejar claro nuestro desconocimiento de los hechos. Pero Moisés no intenta escaparse, permanece unido a su pueblo, prefiere perecer con sus hermanos que ponerse a salvo en solitario.
          La segunda parte de la lectura (vv. 11-13) relata la oración de Moisés: “Entonces Moisés aplacó al Señor su Dios diciendo…”. En realidad la expresión usada en el texto original hebreo habría que traducirla así: “Moisés, entonces, comenzó a acariciar la cara del Señor, su Dios, diciendo…”. Moisés se comporta como un niño que ve a su papá con gesto fruñido y se pone a abrazarlo hasta verlo sonreír. La imagen de Moisés que acaricia el rostro de Dios es una de las más bellas de la Biblia.
          Quizás la escena nos desconcierte al presentarnos, por una parte, a una buena persona como Moisés todo solicitud y dulzura y, por otra, a un Dios airado que tiene necesidad de que alguien lo calme. Y sin embargo, con esta imagen tomada de nuestro mundo humano, Dios nos indica con qué confianza quiere que nos acerquemos a Él en la oración.
          ¿Con qué palabras acaricia Moisés el rostro del Señor? ¿Qué razones hubiéramos presentado nosotros a Dios para convencerlo a desistir de su cólera? Quizás le hubiéramos dicho: “Mira, Señor, ya se han arrepentido y no repetirán más el error cometido, además, el pecado no es tan grave…”. Vanos discursos éstos, porque sabemos muy bien que nuca dejaremos de ser pecadores y de repetir siempre los mismos errores.
          Moisés es más sabio: sabe muy bien que no puede basarse en la buena voluntad del hombre y que la única manera de obtener la salvación es confiando en la bondad de Dios. Comienza, pues, recordando al Señor las incondicionales promesas hechas a los patriarcas, y concluye: ¡No querrás que los egipcios digan que has faltado a tus palabras! Ésta es la única, la verdadera razón que permite esperar la salvación para todos: el amor infinito de Dios, un amor que jamás será vencido por ninguna infidelidad humana por grande que ésta sea.
          La conclusión (v. 14): “Y el Señor se arrepintió de la amenaza que había pronunciado contra su pueblo”. ¿Qué han hecho los israelitas para merecer la misericordia de Dios? Nada. El Señor lo ha hecho todo él solo: se ha acordado que sus promesas son incondicionales y ha perdonado a su pueblo. Si debiéramos confiar en nuestras fuerzas, en nuestra capacidad de hacer gestos virtuosos, tendríamos toda la razón del mundo para caer en la desesperación. Es mucho más seguro poner nuestra confianza en el amor infinito de Dios.

Salmo 50, 3-4. 12-13. 17 y 19
R. Me pondré en camino adonde está mi padre.
Misericordia, Dios mío, por tu bondad,
por tu inmensa compasión borra mi culpa.
Lava del todo mi delito,
limpia mi pecado. R.

Oh Dios, crea en mí un corazón puro,
renuévame por dentro con espíritu firme;
no me arrojes lejos de tu rostro,
no me quites tu santo espíritu. R.

Señor, me abrirás los labios,
y mi boca proclamará tu alabanza.
Mi sacrificio es un espíritu quebrantado,
un corazón quebrantado y humillado tú no lo desprecias. R.

Segunda Lectura: 1 Timoteo 1,12-17
Doy gracias a Cristo Jesús Señor nuestro, quien me fortaleció, se fió de mí y me tomó a su servicio a pesar de mis blasfemias, persecuciones e insolencias anteriores; 13 Él tuvo compasión de mí porque yo lo hacía por ignorancia y falta de fe. 14 Y así nuestro Señor derramó abundantemente su gracia sobre mí y me dio la fe y el amor de Cristo Jesús. 15Este mensaje es de fiar y digno de ser aceptado sin reservas: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero. 16Pero Cristo Jesús me tuvo compasión, para demostrar conmigo toda su paciencia, dando un ejemplo a los que habrían de creer y conseguir la vida eterna. 17Al Rey de los siglos, al Dios único, inmortal e invisible, honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén. – Palabra de Dios

          Si los Colosenses han conservado con devoción este corto mensaje dirigido por Pablo a un cristiano de sus comunidades, significa que, no obstante su brevedad, lo han considerado como una preciosa herencia. El episodio que lo ha originado es conmovedor. Si a esto se añade el tono afectuoso, delicado y dulce con que Pablo lo ha redactado (basta considerar las palabras con que comienza nuestra lectura: “Yo, este anciano Pablo, y ahora prisionero por Cristo Jesús”) se comprende la razón de la estima y veneración que han rodeado siempre a esta carta. Pero vayamos al asunto.
          ¿Tenemos pruebas para afirmar que Dios no condena a nadie? Ciertamente. En el pasaje de la primera Carta a Timoteo que nos viene propuesto hoy, Pablo nos ofrece una, irrefutable. Dice: yo era un blasfemo, un perseguidor, un violento; no había nadie peor que yo y, sin embargo, el Señor ha tenido misericordia de mí. ¿Cómo ha sido esto posible? Porque “Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero” (vv. 12-15).
          Pablo afirma que Dios se ha servido de él como ejemplo para demostrar cuán grande es su magnanimidad (v. 16). Si uno como Pablo, enemigo de la fe, el primero entre los pecadores, ha obtenido misericordia, ¿podrá todavía haber alguien que tenga miedo de que Dios lo trate con severidad? Se podría objetar: Pablo se equivocaba, es cierto, pero no era tan culpable porque no se daba cuenta del mal que estaba haciendo (cf. Tm 1,13); el pueblo de Israel regresó a la idolatría pagana por ignorancia; la oveja, de la que se hablará en el Evangelio de hoy, se ha descarriado por error…. Por esto el Señor se ha mostrado compasivo.
          ¿Alguien, quizás, peca de manera diversa? ¿Sabe realmente la persona humana lo que está haciendo cuando peca? (cf. Lc 23,34).

Evangelio: Lucas 15,1-10
Todos los recaudadores de impuestos y los pecadores se acercaban a escuchar. 2Los fariseos y los doctores murmuraban: –Éste recibe a pecadores y come con ellos. 3Él les contestó con la siguiente parábola: 4–Si uno de ustedes tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va a buscar la extraviada hasta encontrarla? 5Al encontrarla, se la echa a los hombros contento, 6se va a casa, llama a amigos y vecinos y les dice: Alégrense conmigo, porque encontré la oveja perdida. 7Les digo que, de la misma manera habrá más fiesta en el cielo por un pecador que se arrepienta que por noventa y nueve justos que no necesiten arrepentirse. 8Si una mujer tiene diez monedas y pierde una, ¿no enciende una lámpara, barre la casa y busca con mucho cuidado hasta encontrarla? 9Al encontrarla, llama a las amigas y vecinas y les dice: Alégrense conmigo, porque encontré la moneda perdida. 10Les digo que lo mismo se alegrarán los ángeles de Dios por un pecador que se arrepienta. – Palabra del Señor

          En el evangelio de esta semana nos vienen propuestas las así llamadas “parábolas de la misericordia”. La tercera, la del hijo prodigo, ha sido ya comentada en el domingo cuarto de Cuaresma. Hoy nos limitaremos a comentar las dos primeras: la de la oveja descarriada y la de la moneda, dos historias aparentemente fáciles de interpretar. Parece como si Jesús las hubiera narrado para invitar a sus discípulos a salir en busca de los pecadores (los ladrones, los corrompidos, los adúlteros…), o bien para conmoverlos y provocar su deseo volver al redil.
          En realidad, el motivo principal es otro y, para descubrirlo, es necesario saber quiénes eran los destinatarios de las tres parábolas. El versículo introductorio no deja lugar a dudas: “Todos los recaudadores de impuestos y los publicanos se acercaban para escuchar. Los fariseos y los doctores murmuraban: Éste recibe a pecadores y come con ellos. Él les contestó con la siguiente parábola…” (vv. 1-3).
          Los destinatarios, pues, no son discípulos, no son pecadores, sino los fariseos y los doctores de la ley. Los rabinos recomendaban: “No se asocie el hombre con los impíos, ni siquiera para convencerles a seguir la Ley de Dios”. Estaba por tanto prohibido aceptar una invitación para comer en casa de publicanos y pecadores. Pero Jesús “se comportaba” todavía peor: no solo aceptaba las invitaciones de esta gente poco recomendable, sino que los recibía en su propia casa (“recibe a pecadores”).
          Los escribas y fariseos no hubieran tenido nada que decir si Jesús hubiera invitado a pecadores que, después de prolongados ayunos, oraciones y penitencias, se hubieran arrepentido y enmendado. También ellos, los fariseos y escribas recorrían mar y tierra para conseguir un prosélito (cf. Mt 23,15). Lo que no comprendían era aquel comportamiento suyo de amigo de pecadores que seguían comportándose como tales (vv. 1-2). Lo acusaban de organizar fiestas para ellos. A un cierto punto, piden a Jesús una explicación.
          Según la opinión de fariseos y escribas, cada banquete reflejaba y, en cierto modo anticipaba, la gran cena que sería preparada con ocasión de la venida el reino de Dios, donde no habría puestos para malvados e impíos, sino solamente para los justos. ¿Sabía esto Jesús?, ¿Fingía ignorarlo? ¿Quería desafiar la tradición de los rabinos?
          Las tres parábolas son la respuesta, la autodefensa de Jesús. No las cuenta para convencer a los pecadores sino para ayudar a los justos a revisar sus ideas. En cada una de las tres parábolas se habla de “alegría” (de la que no todos participan), y de una casa celebrando una “fiesta” (a la que no todos están dispuestos a entrar). ¿Quiénes son los que están dentro y los que se quedan fuera?
          Los pecadores son las “monedas” y “las ovejas perdidas” y, sin embargo –y esta es la sorpresa– ahora se encuentran todos alrededor de Jesús (subrayamos este todos que aparece en el primer versículo. Viven en casa con él, están haciendo fiesta, participan al banquete del reino. Los “justos”, por el contrario, están fuera y corren el riesgo de seguir fuera si no cambian de manera de pensar, si no se dan cuenta de lo que está sucediendo, si no entienden la novedad que Dios está revelando. Es desde esta óptica desde la que hay que leer las parábolas.
          La oveja descarriada (vv. 4-7). Desde sus orígenes Israel ha sido un pueblo de pastores; no sorprende, por tanto, que en la Biblia se hable con mucha frecuencia de corderos, ovejas, cabras (más de quinientas veces) y que muchos textos bíblicos empleen el lenguaje pastoril para describir la bondad, la ternura, las atenciones de Dios para con su pueblo. Baste recordar el célebre Salmo: “El Señor es mi pastor, nada me falta” (Sal 23,1), o la escena conmovedora del regreso de los exiliados de Babilonia: “Como un pastor que apacienta el rebaño, su brazo lo reúne, toma en brazos los corderos y hace recostar a las madres” (Is 40,11).
          También Jesús recurre frecuentemente a estas imágenes. Viendo al gran gentío que lo seguía –dice Marcos– “se compadeció porque eran como ovejas sin pastor” (Mc 6,34). En el evangelio de hoy, retoma la misma imagen y narra una parábola que contiene bastantes detalles extraños; por ejemplo: el comportamiento del pastor es poco realista, abandona en el desierto a noventa y nueve ovejas y corre de casa en casa, llama a amigos y vecinos, organiza una fiesta por un incidente más bien banal. A continuación, hay una evidente desproporción entre la parte del relato que se refiere al hallazgo de la oveja y la parte dedicada a la fiesta que ocupa casi la mitad de la parábola.
          Estos detalle extraños son los que nos orientan hacia el verdadero significado de la parábola. Los rabinos enseñaban: “El Señor se alegra por la resurrección de los justos y goza por la ruina de los impíos”. Jesús da un vuelco a esta catequesis oficial y anuncia cuáles son los verdaderos sentimientos de Dios. Él –dice– se alegra no por la destrucción, sino por la resurrección de los impíos: “Habrá más fiesta en el cielo por un pecador que se arrepienta que por noventa y nueve justos que no necesitan arrepentirse” (v. 7). “El Padre del cielo no quiere que se pierda ni uno solo de estos pequeños” (Mt 18,14) y organiza una fiesta para gente que no se la merecen.
          La doctrina de la justa retribución era un punto no negociable de la teología rabínica. Jesús la rechaza abiertamente, mostrando que la ternura y la bondad de Dios se dirigen no a quienes se lo merecen sino a quienes lo necesitan. Los fariseos se sorprenden de que Jesús no haga referencia a ningún castigo, a ninguna reprensión (algunos pastores rompían la pata de la oveja que tenía la costumbre de alejarse del rebaño), y de que no se presuponga ningún gesto de buena voluntad y de arrepentimiento por parte del pecador.
          La recuperación de la oveja perdida es todo ello obra de Dios, quien solamente quiere el bien del que ha errado. No debe ser esto una invitación a hacernos pecadores para ser más queridos por Dios, sino a reconocernos como tales ante Él. Los “justos”, además de poner orden en sus propias vidas (porque todos somos pecadores y es difícil, a veces, definir quién lo es más y quién lo es menos), deben corregir, sobre todo, la idea que tienen de Dios. Las críticas que escribas y fariseos lanzan contra Jesús, las normas de separación que imponen, son fruto de la imagen falsa de Dios enraizada en sus mentes. Una imagen peligrosa porque impide participar en la fiesta. Las noventa y nueve ovejas permanecen en el desierto y solo la descarriada llega a casa porque se ha dejado llevar por el pastor. Es una peligrosa imagen, sobre todo, porque está al origen del fanatismo, de la intolerancia, del rigorismo y del alejamiento de Dios. Para ayudar al pecador a “dejarse encontrar” es necesario decirle –como hace Jesús– la verdad sobre Dios.
          Hacerle comprender que Dios no es un juez a quien hay que temer, sino un amigo que ama siempre sin condiciones, cuya mayor alegría es poder abrazar, ver feliz y libre a quien se ha precipitado en un abismo de muerte.
          La moneda perdida (vv. 8-10). Los rabinos solían repetir dos veces sus enseñanzas más importantes para que se imprimieran mejor en la mente de sus discípulos. Es ésta la razón por la que Jesús narra la segunda parábola que contiene un mensaje casi idéntico a la precedente. Encontramos en ella las mismas incongruencias: la explosión de alegría descontrolada de la mujer que encuentra la moneda y la fiesta que organiza a la que invita a amigas y vecinas.
          Hay, sin embargo, un elemento nuevo con respecto a la parábola de la oveja perdida: la descripción minuciosa y viva de la preocupación de la mujer, de su esfuerzo, de su paciencia y perseverancia en la búsqueda de la pequeña moneda: “Enciende una lámpara, barre la casa y busca con mucho cuidado hasta encontrarla” (v. 8). Es la imagen de Dios que no se resigna a perder ni una sola de sus criaturas (el número diez es símbolo de la entera humanidad) y que no se sienta a la mesa del banquete eterno hasta que el último de sus hijos no haya regresado a casa.
          Las tres parábolas ponen de relieve aspectos complementarios de la conversión. Las dos primeras hacen resaltar cómo la iniciativa de la conversión no viene del hombre, sino de Dios, que sale en busca de quien se ha perdido. La parábola del “hijo pródigo” (cf. Lc 15,11-32) subraya el respeto que Dios tiene por la libertad del hombre. El Padre no fuerza a sus hijos a permanecer en casa y tampoco les obliga a regresar: sabe esperar.