Las misteriosas razones del corazón
P. Fernando Armellini
Introducción
Perder
la cabeza por alguien significa, en lenguaje, popular enamorarse. El impuso de
amar no niega lo racional, sino lo sobrepasa, abre horizontes, remonta el vuelo
hacia un mundo de insospechadas emociones.
La fe es una elección ponderada, Jesús
lo advierte a aquellos que quieren convertirse en discípulos suyos: “Si uno de
ustedes pretende construir una torre ¿No se sienta primero a calcular los
gastos, a ver si tiene para terminarla? (Lc 14,28). Pero es también un fiarse
completa e incondicionalmente de Dios, un impulso de entrega hacia él que
requiere, por consiguiente, despojarse de este mundo y de su lógica, es un
perder la cabeza.
Francisco de Asís, presentándose
desarmado durante la Cruzada al Sultán de Egipto, fue objeto de burla y tomado
por loco por los cruzados. No estaba loco, simplemente seguía una lógica
distinta, estaba enamorado de Cristo y creía verdaderamente en el Evangelio.
En lenguaje del AT este perder la cabeza
es presentado con la imagen del duermevela o del sueño. Durante el sueño de
Adán es creada la mujer (cf. Gn 2,21); cuando el torpor se apodera de Abrahán,
el Señor viene a establecer un pacto con él (primera lectura de hoy); en el
monte de la Transfiguración los tres discípulos contemplan la gloria del Señor
cuando son vencidos por el sueño (Evangelio de hoy). Parece como si el
debilitarse u ofuscamiento de las facultades del hombre sea premisa necesaria
para las revelaciones e intervenciones de Dios.
Es verdad: solo quien pierde la cabeza
por Cristo puede creer que muriendo por amor se llega a la vida.
* Para interiorizar el mensaje,
repetiremos: “He confiado mi vida al Señor ¿A quién temeré?”.
Primera
Lectura: Génesis 15,5-12.17-18
5Y
el Señor a Abrán, y le dijo:–Mira al cielo; cuenta las estrellas si puedes. Y
añadió:–Así será tu descendencia. 6Abrán creyó al Señor y el Señor
se lo tuvo en cuenta para su justificación. 7El Señor le dijo:–Yo
soy el Señor que te saqué de Ur de los caldeos para darte en posesión esta
tierra. 8Él replicó:–Señor mío, ¿cómo sabré que voy a poseerla? 9Respondió
el Señor:–Tráeme una novilla de tres años, una cabra de tres años, un carnero
de tres años, una tórtola y un pichón de paloma. 10Abrán los trajo y
los partió por en medio colocando una mitad frente a otra, pero no descuartizó
las aves. 11Los buitres bajaban a los cadáveres y Abrán los
espantaba. 12Cuando iba a ponerse el sol, un sueño profundo invadió
a Abrán y un terror intenso y oscuro cayó sobre él. 17El sol se puso
y vino la oscuridad; una humareda de horno y una antorcha ardiendo pasaban
entre los miembros descuartizados. 18Aquel día el Señor hizo alianza
con Abrán en estos términos:–A tus descendientes les daré esta tierra, desde el
río de Egipto al gran río Éufrates. – Palabra de Dios
El
sueño de todos los nómadas del desierto es poseer una tierra donde el agua no
haya que sacarla de los pozos, sino que caiga del cielo; una tierra donde
lluvias regulares y abundantes permitan cultivar campos de trigo, viñas,
árboles frutales; una tierra donde establecerse con su propia familia y vivir
en paz, donde “se sentará cada uno bajo su parra y su higuera, sin sobresaltos”
(Mc 4,4).
Abrahán es uno de estos nómadas: ha
salido de un país lejano, ha estado moviéndose por muchos años de un lugar a otro
como un caminante sin meta. Es viejo y no tiene hijos. Su vida se precipita
hacia un final de fracaso total. Un día, sin embargo, recibe la revelación del
Señor que le promete lo que él ha siempre deseado y no ha sido capaz de
conseguirlo: una tierra (vv. 17.19) y una descendencia numerosa como las
estrellas del cielo (v. 5).
¿Cómo es que Dios ha tomado la
iniciativa de hacer estas promesas a Abrahán? ¿Por qué a él y no a otros? ¿Era
acaso el mejor hombre de la tierra?
Los rabinos del tiempo de Jesús
–convencidos de que el Señor concede favores solo a aquellos que los merecen–
sostenían que Abrahán se había ganado las bendiciones de Dios por haber
practicado la misericordia y la justicia.
Es ésta una suposición gratuita. La
Biblia no hace referencia a ninguna buena obra de Abrahán y presenta la llamada
y las promesas como un don gratuito de Dios. Abrahán tuvo un solo mérito,
posterior, no anterior a la llamada: “creyó al Señor y el Señor se lo tuvo en
cuenta para su justificación” (v. 6).
Es la primera vez que se dice en la
Biblia que un hombre ha tenido fe en Dios.
El verbo que nosotros traducimos por
creer, en hebreo significa apoyarse en un fundamento sólido, estable, seguro.
No indica una adhesión intelectual a algunos dogmas, sino la confianza total y
sin condiciones que damos a una persona. Una imagen expresiva puede ser la de
la esposa: cuando ésta afirma que “cree en su marido”, quiere decir que se fía
ciegamente de él, que tiene depositada en él toda su esperanza, que ha puesto
en sus manos su futuro, su misma vida.
Abrahán ha oído la voz de Dios y se ha
abandonado en sus brazos, ha creído en él, seguro de no ser traicionado. Esta
es la fe que Dios “le tuvo en cuenta para su justificación”. Es una afirmación
importante que será retomada también por Pablo (cf. Rom 4,3; Gál 3,6).
Significa que Dios ha considerado justo a Abrahán, no porque éste haya hecho
obras virtuosas y meritorias, sino porque el Patriarca ha establecido una
relación justa con el Señor: se ha fiado de sus palabras, de sus promesas, ha
permanecido firme cuando las apariencias podrían haberle inducido a pensar lo
contrario.
La lectura describe la respuesta del
Señor a esta fe: después de haber hecho su promesa, Dios realiza un ritual para
sancionarla.
Entre los pueblos antiguos de
Mesopotamia los pactos solemnes se estipulaban con una ceremonia: se tomaba un
animal (un buey, cabrito u oveja) y se descuartizaba; a continuación, los que
comprometían con un juramente de fidelidad pasaban por medio a los pedazos de carne,
pronunciado esta fórmula: “Si traiciono el pacto, que me hagan pedazos como a
este animal”.
En la segunda parte de la lectura (vv.
9-17) Dios corrobora sus palabras con el cumplimiento de este rito de alianza.
Todo sucede en una misteriosa visión. Después de haber hecho la promesa, Dios
ordena a Abrahán sacrificar a los animales y colocar sus carnes a ambos lados
de un sendero; como una llama de fuego, Él pasa entre las víctimas.
Nótese bien: solo Dios cumple el rito
de la alianza, Abrahán no pasa entre las carnes de los animales. La promesa de
Dios es absolutamente incondicional, no pide nada a cambio. Sabe que no puede
pedir nada porque los hijos del patriarca serán frecuentemente infieles e
incrédulos. Durante el Éxodo llegarán incluso a pensar que el Señor los haya
conducido al desierto para hacerlos desaparecer (cf. Nm 14,1-9).
Las promesas de Dios al hombre son siempre
gratuitas. Los profetas presentan a Dios siempre y en toda circunstancia como
el esposo fiel, aunque la esposa le traicione (cf. Is 54,5-10). Su amor no se
rinde ante ninguna traición.
Salmo
26, 1. 7-8a. 8b-9abc. 13-14
R. El Señor es mi luz y mi salvación.
El Señor es mi luz y mi salvación,
¿a quién temeré?
El Señor es la defensa de mi vida,
¿quién me hará temblar? R.
Escúchame, Señor, que te llamo,
ten piedad, respóndeme.
Oigo en mi corazón:
«Buscad mi rostro.» R.
Tu rostro buscaré, Señor,
no me escondas tu rostro;
no rechaces con ira a tu siervo,
que tú eres mi auxilio. R.
Espero gozar de la dicha del Señor
en el país de la vida.
Espera en el Señor, sé valiente,
ten ánimo, espera en el Señor. R
Segunda
Lectura: Filipenses 3,17–4,1
17Hermanos, sigan mi ejemplo y
pongan la mirada en los que siguen el ejemplo que yo les he dado. 18Muchos
–se lo decía frecuentemente y ahora se lo digo llorando– viven como enemigos de
la cruz de Cristo: 19su destino es la perdición, su dios es el
vientre, su honor lo que es vergonzoso, su mentalidad es terrena. 20Nosotros,
en cambio, somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos recibir al Señor
Jesucristo; 21él transformará nuestro cuerpo mortal, haciéndolo
semejante a su cuerpo glorioso, con el poder que tiene para dominar todas las
cosas. 1Por eso, hermanos queridos y añorados, ustedes, amados míos
que son mi alegría y mi premio, sigan así fieles al Señor. – Palabra de Dios
Cuando
oímos hablar de los “enemigos de Cristo”, quizás pensemos en los ateos, en los
miembros de sectas fanáticas, en quienes se comportan de modo disoluto. En el
relato de la carta de Pablo que hoy leemos, los enemigos de Cristo son
identificados con un grupo de cristianos de la comunidad de Filipo. De éstos,
dice el Apóstol: “su dios es el vientre, su honor lo que es vergonzoso, su
mentalidad es terrena” (v. 19).
¿Cuál es su pecado? Las expresiones
usadas nos llevan a pensar en la sensualidad, en la búsqueda desenfrenada de
los placeres de la comida y el sexo. En realidad, Pablo probablemente se
refiera al error de quien reduce la fe a la observancia de prácticas
tradicionales como la circuncisión, la abstención de ciertos alimentos, los
ayunos y privaciones extenuantes. Se trata –como el Apóstol comenta con
sarcasmo– de comportamientos todos que hacen referencia… al vientre.
A este punto nos preguntamos si para
“ser amigos de la cruz de Cristo”, es necesario sufrir, mortificarse, hacer
sacrificios, renunciar a todo lo placentero.
Mortificarse significa hacerse morir y
nosotros queremos vivir, no morir. La muerte, en todas sus manifestaciones,
siempre nos parece un mal. Pero no todo lo que a nosotros nos parece vida, lo
es realmente. Los amigos de la cruz de Cristo están llamados a renunciar a lo
que no es vida.
Pablo declara que esta es la única
elección sabia: “nosotros somos ciudadanos del cielo” (v. 20) y nos espera la
“transformación de nuestro cuerpo mortal” (v. 21). Fiel al pensamiento bíblico,
el Apóstol no habla de aniquilamiento del cuerpo –como sostenía la filosofía
griega– sino de una metamorfosis de toda la persona en conformidad con el
cuerpo glorioso de Cristo.
Se equivocan, por tanto, quienes miran
a esta tierra como si fuera la morada definitiva, y hacen del “vientre” su
dios. En este mundo el hombre es un extranjero, un nómada, como Abrahán.
Evangelio:
Lucas 9,28b-36
28Ocho días después de estos
discursos, tomó a Pedro, Juan y Santiago y subió a una montaña a orar. 29Mientras
oraba, su rostro cambió de aspecto y su ropa resplandecía de blancura. 30De
pronto dos hombres hablaban con él: eran Moisés y Elías, 31que
aparecieron gloriosos y comentaban la partida de Jesús que se iba a consumar en
Jerusalén. 32Pedro y sus compañeros tenían mucho sueño. Al
despertar, vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con él. 33Cuando
éstos se retiraron, dijo Pedro a Jesús:—Maestro, ¡qué bien se está aquí. Vamos a armar tres chozas: una para ti, una
para Moisés y una para Elías –no sabía lo que decía–. 34Apenas lo dijo, vino una nube
que les hizo sombra. Al entrar en la nube, se asustaron. 35Y se
escuchó una voz que decía desde la nube:—Éste es mi Hijo elegido. Escúchenlo. 36Al
escucharse la voz, se encontraba Jesús solo. Ellos guardaron silencio y por
entonces no contaron a nadie lo que habían visto. – Palabra del Señor
Este
pasaje ha sido interpretado por algunos como una breve anticipación de la
experiencia del paraíso, concedida por Jesús a un número restringido de amigos
para prepararles a soportar la dura prueba de su pasión y muerte.
Hay que estar siempre muy atentos
cuando nos acercamos a un texto evangélico porque lo que a primera vista parece
el relato de crónica de un acontecimiento, puede revelarse, después de una
examen más detenido, un texto denso de teología redactado según los cánones del
lenguaje bíblico. El relato de la transfiguración, referido de manera casi
idéntica por Mateo, Marcos y Lucas, es un ejemplo esclarecedor.
Hoy nos detendremos sobre algunos
detalles significativos que solamente se encuentran en la versión de
Lucas.
Solo este evangelista especifica la
razón por la que Jesús sube a la montaña: para orar (v. 28). Jesús solía
dedicar mucho tiempo a la oración. No sabía desde el principio cómo se
desarrollaría su vida, no conocía el destino que le esperaba, lo fue
descubriendo gradualmente, a través de las iluminaciones que recibía durante la
oración.
Es en uno de esos momentos
particularmente intensos que Jesús se da cuenta que ha sido llamado a salvar a
los hombres no a través del triunfo, sino de la derrota.
Hacia la mitad de su evangelio, Lucas
comienza a revelar las primeras señales de fracaso: las multitudes, primero
entusiastas, abandonan a Jesús; hay quienes lo toman por un exaltado, como un
subversivo; sus enemigos comienzan a tramar su muerte. Es comprensible, pues,
que él se interrogue sobre el camino que el Padre quiere que recorra. Por esto
“subió a una montaña para orar”.
Durante la oración su rostro “cambió
de aspecto” (v. 29). Este esplendor es signo de la gloria que envuelve a quien
está unido a Dios. También el rostro de Moisés resplandecía cuando entraba en
diálogo con el Señor (cf. Éx 34,29-35).
Todo auténtico encuentro con Dios deja
alguna huella visible en el rostro humano. Después de una celebración de la
Palabra vivida intensamente, todos regresamos a casa más felices, más serenos,
más buenos, más sonrientes, más dispuestos a ser tolerantes, comprensivos,
generosos; salimos con caras más relajadas que parecen reflejar una luz
interior.
La luz sobre el rostro de Jesús indica
que, durante la oración, ha comprendido y hecho suyo el proyecto del Padre; ha
comprendido que su sacrificio no terminaría con la derrota sino con la gloria
de la resurrección.
Durante la experiencia espiritual de
Jesús, aparecen dos personajes: Moisés y Elías (vv. 30-31). Son el símbolo de
la Ley y de los profetas y representan al AT. Todos los libros sagrados de Israel
tienen como objetivo conducirnos a dialogar con Jesús, están orientados hacia
él. Sin Jesús, el AT es incomprensible, pero también Jesús, sin el AT,
permanece un misterio. En el día de Pascua, para hacer comprender a sus
discípulos el significado de su muerte y resurrección, Jesús recurrirá al AT:
“Comenzando por Moisés y siguiendo por
todos los profetas, les explicó lo que toda la Escritura se refería a
él” (Lc 24,27).
También Marcos y Mateo introducen a
Moisés y Elías, pero solamente Lucas recuerda el tema de su diálogo con Jesús:
hablaban de su éxodo, es decir del paso de este mundo al Padre. La luz que le
ha desvelado a Jesús su misión ha venido de la Palabra de Dios contenida en el
AT. Es allí que él ha descubierto que el Mesías no estaba destinado al triunfo,
sino a la derrota, que tenía que sufrir mucho, ser humillado, rechazado por los
hombres, como se dice del siervo del Señor (cf. Is 53).
Los tres discípulos, Pedro Santiago y
Juan, no comprenden nada de lo que está sucediendo (vv. 32-33). Son invadidos
por el sueño. Es difícil pensar, aunque alguno así lo haya hecho, que los
discípulos se adormentaran por la subida fatigosa a la montaña o porque la
escena se desarrollara de noche (v. 37). No lo pide el contexto.
Caigamos en la cuenta de un detalle:
en los pasajes del evangelio que hacen alguna referencia a la pasión y muerte
de Jesús, estos tres discípulos son siempre víctimas del sueño. También en el
huerto de los Olivos se dejan vencer por el sueño (cf. Mc 14,32-42; Lc 22,45).
Es extraño que siempre en los momentos cruciales sientan esa irresistible
necesidad de adormentarse.
El sueño es frecuentemente usado por
los autores bíblicos en sentido simbólico. Pablo, por ejemplo, escribe a los
romanos: “Ya es hora de despertar del sueño…la noche está avanzada, el día se
acerca” (Rom 13,11-12). Con esta llamada urgente, el Apóstol quiere sacudir a
los cristianos del torpor espiritual, invitándoles a abrir la mente para
comprender y asimilar la propuesta moral del Evangelio.
En nuestro relato, el sueño indica la
incapacidad de los discípulos de entender y aceptar que el Mesías de Dios deba
pasar a través de la muerte para entrar en su gloria.
Cuando Jesús realiza prodigios, cuando
la multitud le aclama, los tres apóstoles se muestran bien despiertos; pero
cuando Jesús comienza a hablar del don de la vida, de la necesidad de ocupar el
último puesto, de convertirse en siervos, no quieren entender, lentamente
cierran los ojos y se quedan dormidos…para continuar soñando con aplausos y
triunfos.
Las tres tiendas son el detalle más
difícil de explicar (incluso el evangelista anota que ni siquiera Pedro, que es
el que ha hablado, sabía lo que estaba diciendo).
Quien construye una tienda o cabaña en
un lugar lo hace con la intención de quedarse allí, al menos por un tiempo.
Jesús, por el contrario, está siempre de camino: debe realizar un “éxodo” –dice
el Evangelio de hoy– y los discípulos son invitados a seguirle. Las tres
tiendas quizás indiquen el deseo de Pedro de quedarse para perpetuar la alegría
experimentada en un momento de intensa oración con el Maestro.
Para comprenderlo mejor, podemos
recurrir a nuestra experiencia: después de haber dialogado largamente con el
Señor nos cuesta regresar a la vida ordinaria. Los problemas y dramas concretos
que debemos afrontar nos asustan. Sabemos, sin embargo, que la escucha de la
palabra de Dios no lo es todo. No se puede uno pasar toda la vida en la iglesia
o en la casa de retiros espirituales; es necesario salir para encontrarse y
servir a los hermanos, ayudar a quien sufre, acercarnos a quienes tienen
necesidad de amor. Después de haber descubierto en la oración la senda a
recorrer, hay que ponerse a caminar con Jesús que sube a Jerusalén para dar la
vida.
La nube (v. 34), especialmente cuando se
posa sobre la cima de un monte, indica según el lenguaje bíblico, la presencia
invisible de Dios. La referencia a la nube es frecuente en el AT, sobre todo en el Éxodo: Moisés entra en
la nube que cubre el monte (cf. Éx 24,15-18), la nube desciende sobre la tienda
del encuentro y Moisés no puede entrar porque en ella está presente el Señor
(cf. Éx 40,34).
Pedro, Santiago y Juan son
introducidos en el mundo de Dios y allí reciben la iluminación que les hará
comprender el camino del Maestro: el conflicto con el poder religioso, la
persecución, la pasión y la muerte. Intuyen al mismo tiempo que ese será
también su destino… y tienen miedo.
De la nube sale una voz (v. 35): es la
interpretación de Dios de todo lo que le ocurrirá a Jesús. Para los hombres será
un derrotado, para el Padre será el “elegido”, el siervo fiel en quien se
complace.
Agradable al Señor es quien sigue las
huellas de este siervo fiel. Escúchenlo –dice la voz del cielo– aun cuando
parezca proponer caminos demasiado difíciles, sendas demasiado estrechas,
elecciones paradójicas y humanamente absurdas.
Al término del episodio (v. 36), Jesús
se queda solo. Moisés y Elías desaparecen. Este detalle indica la función del
AT: llevar a Jesús, hacer comprender a Jesús. Al final, todos los ojos deben
fijarse solo en él.
No es fácil creer en la revelación de
Jesús y aceptar su propuesta de vida. No es fácil seguirle en su “éxodo”.
Fiarse de él es muy arriesgado: es verdad que promete una gloria futura, pero
lo que el hombre experimenta aquí y ahora es la renuncia, el don gratuito de sí
mismo. La semilla arrojada en tierra está destinada a producir mucho fruto,
pero hoy, lo que le espera es la muerte. ¿Cuándo y cómo podrá ser asimilada
esta sabiduría de Dios tan contraria a la lógica del hombre?
La respuesta viene dada en el detalle,
aparentemente superfluo, con que se inicia el Evangelio de hoy. El episodio de
la transfiguración viene colocado por Lucas ocho días después de que Jesús haya
hecho el dramático anuncio de su pasión, muerte y resurrección, ocho días
después de haber presentado las condiciones para quien quiera seguirle:
“niéguese a sí mismo, cargue con su cruz cada día” (Lc 9,22-27).
El octavo día tiene para los
cristianos un significado preciso: es el día después del sábado, el día del
Señor, el día en que la comunidad se reúne para escuchar la Palabra y partir el
pan (cf. Lc 24,13).
Y esto es lo que quiere decir Lucas
con la referencia al octavo día: cada Domingo los discípulos que se reúnen para
celebrar la Eucaristía, suben “a la montaña”, ven el rostro transfigurado del
Señor, es decir Resucitado, comprenden en la fe que su “éxodo” no ha concluido
con la muerte y oyen de nuevo la voz del cielo que les dirige la invitación:
“¡Escúchenlo!”.
Pedro, Santiago y Juan, después de
bajar de la montaña, “guardaron silencio y por entonces no contaron a nadie lo
que habían visto” (v. 27). No podían hablar de lo que no habían comprendido: el
éxodo de Jesús no se había cumplido todavía. Nosotros hoy, saliendo de nuestras
iglesias, podemos, por el contrario, anunciar a todos lo que la fe nos ha hecho
comprender: quien da la vida por amor entra en la gloria de Dios.