Pestañas

I Domingo de Cuaresma Año C

La tentación, oportunidad más que peligro
P. Fernando Armellini

Introducción
          Del análisis de los textos bíblicos emerge un dato curioso: los impíos nunca son tentados por Dios; la tentación es un privilegio reservado de los justos. Ben Sira, autor del libro de Eclesiástico, recomienda al discípulo: “Prepárate para la prueba…Acepta todo cuanto te sobrevenga, aguanta la enfermedad y la pobreza, porque el oro se prueba en el fuego y los elegidos en el horno de la pobreza” (Eclo, 2,1.4-5). Las desgracias y fracasos ponen a dura prueba la fidelidad al Señor, pero también la fortuna y el éxito pueden constituir una amenaza para la fe.
           La tentación ofrece la oportunidad de dar un salto hacia adelante, de mejorar, de purificarse, de consolidar las decisiones de fe. Lleva consigo también el riesgo del error: “Porque la fascinación del vicio ensombrece la virtud –afirma el autor del libro de la Sabiduría– el vértigo de la pasión pervierte una mente sin malicia (Sab 4,12). La tentación, sin embargo, no es una provocación al mal, sino un estímulo al crecimiento, un paso obligado para llegar a la madurez.
           Pablo asegura: “Dios es fiel y no permitirá que sean probados por encima de sus fuerzas” (1 Cor 10,13).
           El autor de la Carta a los Hebreos nos recuerda otra verdad consoladora: Jesús ha experimentado nuestras mismas tentaciones, “no es insensible a nuestra debilidad…. Como él mismo sufrió la prueba, puede ayudar a los que son probados. (Heb 4,15; 2,18)
          * Para interiorizar el mensaje, repetiremos: “Señor, no te pedimos que nos libres de las dificultades y de las tentaciones, sino que nos ayudes a salir maduro de ellas”.

Primera Lectura: Deuteronomio 26,4-10
Dijo Moisés al pueblo: El sacerdote agarrará de tu mano la canasta, la pondrá ante el altar del Señor, tu Dios, 5y tú recitarás ante el Señor, tu Dios: Mi padre era un arameo errante: bajó a Egipto y residió allí con unos pocos hombres; allí se hizo un pueblo grande, fuerte y numeroso. 6Los egipcios nos maltrataron y nos humillaron, y nos impusieron dura esclavitud. 7Gritamos al Señor, Dios de nuestros padres, y el Señor escuchó nuestra voz; vio nuestra miseria, nuestros trabajos, nuestra opresión. 8El Señor nos sacó de Egipto con mano fuerte, con brazo extendido, con terribles portentos, con signos y prodigios, 9y nos trajo a este lugar y nos dio esta tierra, una tierra que mana leche y miel. 10Por eso traigo aquí las primicias de los frutos del suelo que me diste, Señor. Y lo depositarás ante el Señor, tu Dios; te postrarás ante el Señor, tu Dios.– Palabra de Dios

           “Llevarás a la casa del Señor, tu Dios, las primicias de tus frutos” (Ex 23,19). Esta era la disposición de la Torah y, de acuerdo con ella, en primavera, al comienzo de la cosecha de la cebada, la primera gavilla se llevaba al templo y era ofrecida al Señor (cf. Ex 23,16). Siete semanas después de la cosecha del trigo, se celebraba la fiesta de Pentecostés y también en esta ocasión se presentaban a Dios las primicias (c. Ex 34,22), pero no de todos los frutos del campo, sino solamente de las siete especies que era como el símbolo de la tierra de Israel: trigo, cebada, uva, higos, granadas y dátiles (cf. Dt 8,8).
           Con este rito se proclamaba que Dios era el dueño de la tierra y de cuanto ésta produce. Además de esta oferta pública, existía una privada celebrada por cada núcleo familiar. Es a ésta a la que se refiere la lectura de hoy.
           Cuando los frutos comenzaban a despuntar en los árboles, el campesino señalaba con una cinta los primeros y, apenas maduraban, los ponía en un cesto. Después, acompañado de toda la familia, lo llevaba al templo. Al entregarlo al ministro del Señor, decía: reconozco que estos frutos no me pertenecen, son un regalo del Señor, han crecido en la tierra que él me ha dado (cf. Dt 26,1-3).   
           Es en este punto que comienza nuestra lectura: el sacerdote tomaba el cesto y lo colocaba delante del altar del Señor, después invitaba al campesino a hacer su profesión de fe. Lo ayudaba recitando en voz alta, en hebreo, cada versículo del Credo y el peregrino repetía, palabra por palabra, lo que oía.
          Algunos piensan que el Credo es una especie de elenco de verdades abstractas que es necesario admitir si no queremos ser tachados de herejes.
           En cambio, si preguntáramos a un israelita cuál es su fe, éste nos responderá con un relato. Comenzará diciendo: “Mi padre, Jacob, era un arameo errante” y continuará narrando la historia de su pueblo y las gestas realizadas por el Señor en favor de ellos.
           La parte central de la lectura de hoy (vv. 5-9), contiene, en síntesis, justamente esta historia de salvación. En ésta, aparecen claramente dos contrastes.
           El primero, entre la situación de los orígenes de Israel (…de un “arameo errante”, sin tierra, sin seguridad, sin patria) y la realidad actual: la de un próspero campesino que viene al templo con su familia, celebra serenamente la fiesta, ofrece los frutos de sus campos y se alegra porque la cosecha promete ser abundante. La indigencia se ha convertido en prosperidad.
           El segundo contraste está entre la condición de esclavitud y la de libertad. En tierra extranjera, Israel ha sido oprimido, maltratado, humillado, ahora vive en tierra propia, libre y feliz.
           La pregunta surge espontanea: ¿Quién ha hecho posible este prodigioso cambio? En su profesión de fe, el propio israelita da la respuesta: “El Señor vio nuestra miseria, nuestros trabajos, nuestra opresión; El Señor nos sacó de Egipto con mano fuerte, con brazo extendido, con terribles portentos, con signos y prodigios, y nos trajo a este lugar y nos dio esta tierra, una tierra que mana leche y miel” (vv. 8-9)
           Con la ceremonia de las primicias y con la proclamación de la profesión de fe, los israelitas reconocen que Dios ha sido fiel a sus promesas y que sus vidas dependen completamente de su generosidad. Todo lo que poseen es regalo suyo.
          ¿Dónde terminaban las primicias ofrecidas por el campesino?
            Quizás la primera respuesta que nos viene a la mente sea esta: terminaban en manos del sacerdote que oficiaba el rito.  
          Es una lástima que nuestra lectura termine aquí en el v. 10 y no continúe con los siguientes versículos que nos dan la verdadera respuesta. Los frutos eran entregados a “los representantes de Dios”, los pobres. Se ofrecían a los levitas, a los forasteros, a los huérfanos y a las viudas (cf. Dt 26,11-12). La fiesta podía considerarse bien celebrada y agradable a Dios, solamente después de que los necesitados e indigentes habían podido saciarse. Antes de dejar en santuario donde había ofrecido sus primicias, el campesino era invitado a proclamar también ante el Señor, su Dios, esta fórmula: “He apartado de mi casa lo consagrado: se lo he dado al levita, al emigrante, al huérfano, a la viuda, según el precepto que me diste” (Dt 26,13).
           Hay un hecho que puede ser verificado por todos: los lugares de oración (no importa de qué religión) ejercen una fuerza de atracción irresistible para los pobres. Casi por instinto éstos parecen percibir que quien se acerca a Dios se vuelve solidario y generoso con el necesitado.   
           Este pasaje ha sido escogido como apertura de la Cuaresma porque Dios llama todas las personas a la conversión y lleva a cabo una transformación prodigiosa en quien se fía de él.
           No ha sido fácil para Israel creer en el Señor. Más de una vez ha sido tentado y ha caído, llegando a añorar la situación de esclavitud en que había vivido en Egipto. Decían los rabinos: “No solo fue necesario sacar a los hebreos de Egipto; también fue necesario sacar a Egipto del corazón de los Hebreos”.
           No obstante, aquellos que se fían del Señor, han constatado y pueden dar testimonio de que cuando él invita a salir de una tierra es siempre para introducirlos en una mejor. 

Salmo 90, 1-2. 10-11. 12-13. 14-15
R. Acompáñame, Señor, en la tribulación.

Tú que habitas al amparo del Altísimo,
que vives a la sombra del Omnipotente,
di al Señor: «Refugio mío, alcázar mío,
Dios mío, confío en ti.» R.

No se te acercará la desgracia,
ni la plaga llegará hasta tu tienda,
porque a sus ángeles ha dado órdenes
para que te guarden en tus caminos. R.

Te llevarán en sus palmas,
para que tu pie no tropiece en la piedra;
caminarás sobre áspides y víboras,
pisotearás leones y dragones. R.

Se puso junto a mí: lo libraré;
lo protegeré porque conoce mi nombre,
me invocará y lo escucharé.
Con él estaré en la tribulación,
lo defenderé, lo glorificaré. R.


Segunda Lectura: Romanos 10,8-13
La Escritura dice: La palabra está cerca de ti, en tu boca y tú corazón. Se refiere a la palabra de la fe que proclamamos: 9si confiesas con la boca que Jesús es Señor, si crees de corazón que Dios lo resucitó de la muerte, te salvarás. 10Con el corazón creemos para ser justos, con la boca confesamos para obtener la salvación. 11Así lo afirma la Escritura: Quien cree en él no quedará confundido. 12Ya no hay diferencia entre judíos y griegos; porque es el mismo el Señor de todos, generoso con todos los que lo invocan. 13Todo el que invoque el nombre del Señor se salvará. – Palabra de Dios

          Israel ha tenido, dice Pablo al comienzo de la lectura, la oportunidad de alcanzar la salvación por estar cerca de la palabra del Evangelio; la ha oído de los mismos labios de Cristo y de los apóstoles. Desafortunadamente, no ha comprendido que su éxodo hacia la libertad aún no había concluido, se ha cansado de seguir al Señor, se ha parado. Solo una primicia de este pueblo ha comprendido y ha seguido a Cristo (cf. Rom 11,16).
           A éstos, se les pide confesar su fe, cuya formulación que todo lo incluye es ésta: Jesús es el Señor.
           Es ésta la primera fórmula usada como “Credo” en la iglesia primitiva. Pablo lo ha dejado ya escrito en la primera carta a los corintios: “Nadie puede decir ¡Señor Jesús! si no es movido por el Espíritu Santo” (1 Cor 12,3). Solo quien es animado por el Espíritu puede proclamar que un condenado, un derrotado es el Salvador del mundo. Esta fórmula ha sido conservada en el “Gloria” que cantamos todos los domingos: ¡Solo tú el Señor, Jesucristo!  
           La fe en Jesucristo –continúa Pablo– debe ser proclamada de dos modos: con el corazón y con la lengua.
           Con el corazón significa: con la adhesión de la vida. La fe en Cristo debe llevar a decisiones basadas en principios y valores completamente nuevos.
           Después, es necesaria la profesión de fe con la boca. La boca está estrechamente ligada al corazón. Lo ha dicho Jesús: “De la abundancia del corazón habla la boca” (Lc 6,45). Quien se resista o incluso se avergüence de proclamar la propia fe, quiere decir que su relación con Cristo es solamente superficial.
           Quien proclama el Credo junto a los hermanos, toma conciencia de pertenecer a un único pueblo de creyentes que constituyen como la primicia de las criaturas: “nos dio vida mediante el mensaje de la verdad para que fuéramos los primeros frutos de la creación” (Sant 1,18). Y no solamente esto, sino que está obligado a considerar sin sentido toda distinción entre “judío y griego”. La única profesión de fe derriba todas las barreras creadas por las diferencias de raza, de cultura, de condiciones sociales y económicas, de temperamento y de carácter. 

Evangelio: Lucas 4,1-13
En aquel tiempo, Jesús, lleno de Espíritu Santo, se alejó del Jordán y se dejó llevar por el Espíritu al desierto, 2donde permaneció cuarenta días, siendo tentado por el Diablo. En ese tiempo no comió nada, y al final sintió hambre. 3: El Diablo le dijo: –Si eres Hijo de Dios, di a esta piedra que se convierta en pan. 4 Le respondió Jesús: –Está escrito: No sólo de pan vive el hombre. 5Después lo llevó a un lugar muy alto y le mostró en un instante todos los reinos del mundo. 6El Diablo le dijo: –Te daré todo ese poder y su gloria, porque a mí me lo han dado y lo doy a quien quiero. 7Por tanto, si te postras ante mí, todo será tuyo. 8Le replicó Jesús: –Está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, a él solo darás culto. 9Entonces lo condujo a Jerusalén, lo colocó en la parte más alta del templo y le dijo: –Si eres Hijo de Dios, tírate abajo desde aquí, 10porque está escrito: Ha dado órdenes a sus ángeles para que te cuiden 11y te llevarán en sus manos, para que tu pie no tropiece en la piedra. 12Le respondió Jesús: –Está dicho: No pondrás a prueba al Señor, tu Dios. 13Concluida la tentación, el Diablo se alejó de él hasta otra ocasión. – Palabra del Señor

          Todos los años, en la primera semana de Cuaresma, la liturgia quiere que reflexionemos sobre las tentaciones de Jesús. Presenta la manera como el Maestro las ha afrontado para que también nosotros las podamos reconocer y superar.
           Leyendo el pasaje del evangelio de hoy, se tiene la impresión de que la experiencia de Jesús no nos pueda ayudar mucho: sus tentaciones son demasiado diferentes de las nuestras; son extrañas, incluso extravagantes. ¿Quién de nosotros cedería a la solicitud de postrarnos ante Satanás? ¿Quién lo tomaría en serio si nos propusiera transformar una piedra en pan o si nos insinuara tirarnos por una ventana? No, nuestras tentaciones son más serias, mucho más difíciles de vencer y, además, no duran solamente una jornada sino que nos acompañan durante toda la vida.  
           Esta dificultad nace de la falta de comprensión del “género literario”, es decir, del modo usado por el autor para comunicar su mensaje. El Evangelio de hoy no es la crónica fiel, redactada por un testigo ocular, del desafío entre Jesús y el diablo, al que ni Lucas ni nadie ha asistido. El relato es, en realidad, una lección de catequesis y quiere enseñarnos que Jesús ha sido sometido a la prueba no solo con tres, sino “con toda clase de tentaciones”, como afirma claramente el texto (v. 13).
           Para decirlo simple y claramente: no estamos ante el relato de tres episodios aislados, esporádicos de la vida de Jesús, sino de tres parábolas en las que, a través de imágenes y referencias bíblicas se afirma que Jesús ha sido tentado en todo como nosotros, con una sola diferencia: él nunca ha sido vencido por el pecado (Heb 4,15). Estas tres escenas son la síntesis simbólica de la lucha contra el mal que él sostuvo a lo largo de toda su vida.   
          Quizás alguno quede desconcertado ante la idea de que Jesús haya tenido dudas como nosotros, que haya encontrado dificultades en el desarrollo de su misión, que solo gradualmente haya descubierto el proyecto del Padre. Nos da incluso miedo rebajarlo a nuestro nivel. Dios, sin embargo, no ha sentido aversión por nuestra debilidad, sino que la ha hecho suya y, en nuestra carne mortal, ha vencido al pecado.
           Antes de proceder al examen de estas tres “parábolas”, hagamos otra premisa.
           A diferencia de Mateo que dice que Jesús fue tentado al final de los cuarenta días de ayuno (cf. Mt 4,2), Lucas afirma que la tentación ha acompañado a Jesús durante todo el tiempo transcurrido en el desierto. Con esta referencia al desierto y al número cuarenta Lucas intenta relacionar la experiencia de Jesús con la de Israel sometido a la prueba durante el Éxodo. Él repite la experiencia de su pueblo: “Dios te ha hecho recorrer estos cuarenta años por el desierto…para ponerte a la prueba y conocer tus intenciones, y ver si eres capaz o no de guardar sus preceptos” (Dt 8,2). A diferencia de Israel, Jesús, al final de sus “cuarenta años”, saldrá del “desierto” plenamente victorioso; el mal se verá obligado a admitir su total impotencia frente a él.
           Consideremos ahora las tres escenas en las que se condensan todas las pruebas superadas por Jesús.

          La primera tentación: “Di a esta piedra que se convierta en pan” (vv. 3-4).
           El relato de las tentaciones viene inmediatamente después del bautismo de Jesús, que ha sido ya comentado el día de la “fiesta del bautismo del Señor”. Habíamos puesto de relieve entonces, el hecho de que Jesús, el justo, el santo, no ha comenzado su misión denunciando a los pecadores, no se ha limitado a darles indicaciones, manteniéndose a distancia, como hacían los fariseos. Ha ido a bautizarse junto a los pecadores en el punto más bajo de la tierra, se ha mezclado con ellos, se ha hecho uno de tantos, ha decidido recorrer junto a ellos el camino que conduce a la liberación.
           Compartir nuestra condición humana, sin embargo, no es tarea fácil. Prueba de ello, es la primera tentación con la que Jesús se han enfrentado, no una sola vez sino durante toda su vida: servirse del propio poder divino para huir de las dificultades que los demás seres humanos encontramos. Nosotros tenemos hambre, enfermamos, nos cansamos, tenemos que estudiar para aprender, podemos ser engañados, golpeados por la desgracia u oprimidos por las injusticias. Pues bien, él podía haberse librado de todas estas dificultades…y, en esta primera tentación, el diablo le invita a hacerlo; le propone no exagerar en su afán quererse identificar con los seres humanos; le sugiere hacer algún milagro para provecho personal.  Si Jesús le hubiera escuchado, habría renunciado a ser uno de nosotros, no hubiera sido realmente hombre, habría solamente pretendido serlo.
           Jesús ha comprendido lo diabólico de este proyecto; ha usado, sí, el poder de hacer milagros, pero nunca en provecho propio, siempre en favor de los demás. Ha trabajado, ha sudado, ha sufrido el hambre, la sed, ha pasado noches de insomnio, no ha querido privilegios. El momento culminante de esta tentación ha sido la cruz, donde fue invitado, de nuevo, a hacer un milagro, descendiendo de ella, pero Jesús no respondió al desafío. Si hubiera realizado el prodigio, si hubiera rechazado la “derrota”, Jesús se hubiera convertido en un triunfador a los ojos de los hombres, pero en un derrotado ante Dios.  
           Esta tentación nos acosa sutilmente también a nosotros. Se presenta, ante todo, como una invitación a replegarnos egoístamente sobre nosotros mismos sin pensar en los demás, a rechazar el comportamiento solidario asumido por Cristo.
           Se cede a esta tentación cuando usamos las capacidades que Dios nos ha dado para satisfacer nuestros propios caprichos y no para ayudar a los hermanos; cuando nos adecuamos a la mentalidad corriente de “arreglárselas cada uno por su cuenta”, de pensar solo a los propios intereses.
           Jesús ha preferido ser pobre y derrotado con los demás, a ser rico y vivir bien en solitario.
           En esta primera escena, viene identificado y denunciado el modo erróneo con que el hombre se relaciona con las realidades materiales. Es diabólico el uso egoísta de los bienes, acumular para sí, vivir del trabajo de los otros, buscar el placer a toda costa, derrochar en lujos y en lo superfluo cuando a los otros les falta lo necesario.
           A la propuesta del diablo, Jesús responde refiriéndose a un texto de la Escritura: “El hombre no vive solo de pan” (Dt 8,3). Solamente quien considera la propia vida a la luz de la palabra de Dios es capaz de dar a las realidades de este mundo su propio valor. No hay que destruirlas, despreciarlas, rechazarlas, pero tampoco convertirlas en ídolos. Son solo criaturas. ¡Dios nos libre de hacer de ellas un absoluto!

           La segunda tentación: “Te daré todo ese poder y su gloria, porque a mí me lo han dado y lo doy a quien quiero” (vv. 5-8). Parece un poco exagerado lo que el diablo afirma. Y sin embargo, es verdad: la lógica que rige el mundo, la que regula las relaciones entre las personas no es la del sermón de la montaña (cf. Mt 5–8), no es la de las Bienaventuranzas (cf. Lc 6,20-26), sino la opuesta, la del maligno (cf. Jn 12,31; 14,30; 16,11).
           La primera tentación denunciaba la manera equivocada de relacionarnos con las cosas, ésta nos ayuda a desenmascarar el modo diabólico con que podemos relacionarnos con las personas, con nuestros semejantes.
           La elección está entre dominar o servir, entre competir o ser solidarios, entre sobresalir o considerarse siervos. Esta elección se manifiesta en toda actitud y en todas las circunstancias de la vida: quien se ha forjado un buen nivel cultural o ha alcanzado una posición de prestigio, puede ayudar a crecer a los menos afortunados; pero también puede servirse de sus logros para humillar a los menos dotados. Quien tiene poder o es rico, puede servir a los más pobres, favorecer a los menos afortunados; pero también pueda darse a la buena vida en plan de gran señor. El ansia de poder es tan irrefrenable que, incluso el pobre, viene tentado de dominar a quien es más débil que él.
           La autoridad es un carisma, es un don de Dios a la comunidad para que cada uno pueda encontrar en ella su puesto y ser feliz. El poder, por el contrario, es diabólico, aunque sea ejercido en nombre de Dios. Dondequiera que una persona humana sea dominada, dondequiera que se luche para prevalecer sobre los demás, dondequiera que alguien se vea obligado a arrodillarse o inclinarse ante a un semejante suyo, allí está actuando la lógica del maligno. 
           A Jesús no le faltaban dotes para sobresalir, para escalar todos los peldaños del poder religioso y político. Era inteligente, lúcido, valiente, atraía a las gentes. Ciertamente hubiera sido un hombre de éxito…pero con una condición: hubiera tenido que “adorar a satanás”, es decir, hubiera tenido que adecuarse a los principios de este mundo: ser competitivo, recurrir a la violencia, pisotear a los demás, aliarse con los poderosos y emplear sus métodos. Su elección ha sido la opuesta: se ha hecho siervo.

           La tercera tentación es la más peligrosa porque atenta contra la relación del hombre con   
Dios. La propuesta diabólica viene basada nada menos que en la Biblia: “Si eres hijo de Dios, tírate abajo desde aquí, porque está escrito…” (vv. 9-12). La más sutil de las astucias del maligno es presentarse con rostro cautivador, asumir un talante devoto, servirse de la misma palabra de Dios (deformada y propuesta de manera aberrante) para extraviarnos.
           El objetivo máximo del maligno no es el de provocar alguna que otra caída moral, fragilidad o debilidad, sino la de minar la base de nuestra relación con Dios. Este objetivo se consigue cuando, en la mente del hombre, se insinúa la duda acerca de la fidelidad de Dios a sus promesas, la duda de que cumpla su palabra, de que nos asegure su protección, de que no nos abandone después de habernos mostrado su confianza. De esta duda nace la necesidad de “tener pruebas”. En el desierto, el pueblo de Israel, extenuado por el hambre, la sed, la fatiga, ha cedido a la tentación y exclamado: “¿Está o no está con nosotros el Señor? (Ex 17,7). Ha provocado a su Dios diciendo: si está de nuestra parte, si realmente nos acompaña con su amor ¡que se manifieste dándonos una señal, haciendo un milagro!
           Jesús no ha cedido a esta tentación, no ha dudado nunca del amor y de la fidelidad de su Padre; ni siquiera en el momento más dramático, en la cruz, frente al absurdo de todo lo que le estaba sucediendo, se ha sentido abandonado por él.
           Cuando Dios no realiza nuestros sueños, enseguida comenzamos con nuestras quejas: “¿Dónde está Dios? ¿Existe de verdad? ¿Vale la pena continuar a creer en él si no interviene para favorecer a quien le sirve?”. Y si Dios no nos da la prueba de amor que le exigimos, nuestra fe corre el riesgo de venirse abajo.
           Dios no ha prometido a sus fieles evitarles dificultades y tribulaciones. No ha prometido librarlos milagrosamente de la enfermedad y de dolor; ha prometido, eso sí, darles la fuerza para no salir derrotados de las pruebas. Es impensable que Dios nos trate de manera diferente a como ha tratado a su propio Hijo unigénito. 
           El relato de hoy termina con una anotación: “Concluida la tentación el Diablo se alejó de él hasta otra ocasión” (v. 13).
Lucas habla de toda clase de tentaciones, por tanto, las tres escenas que ha narrado deben ser interpretadas como síntesis de todas las tentaciones. Representan de manera sistemática la manera errónea de relación con tres realidades: con las cosas, con las personas, con Dios.
           El evangelista deja entrever, desde el principio de su Evangelio, el momento en que la
tentación se manifestará en toda su violencia y dramatismo: en la cruz.
           El diablo no se ha alejado definitivamente, se ha retirado a la espera del tiempo fijado. Se hablará de él y de sus artimañas seductoras más adelante, en el momento de la pasión, cuando entrará en Judas y lo inducirá a la traición (cf. Lc 22,3). Ésta será la manifestación del imperio de las tinieblas (cf. Lc 22,53), imperio que justamente cuando estaba a punto de cantar victoria, será derrotado.