Pestañas

Solemnidad de todos los santos

Caminad en el Amor 
P. Fernando Armellini

 

Introducción

En el pasado, los santos han disfrutado de una tremenda popularidad: las iglesias estaban llenas de sus estatuas y recurrir a ellas era tal vez más común que acudir a Dios. Había un santo para camioneros, para estudiantes, para artículos perdidos, para enfermedades de los ojos e incluso para un dolor de garganta. Fueron considerados una especie de intermediarios que tenían la función de “suavizar” el impacto de un Dios considerado demasiado grande y demasiado lejos, un poco inaccesible y algo extraño a nuestros problemas.

Hoy la tendencia a recurrir al santo para pedirle a él o a ella que presente a Dios una solicitud se está desvaneciendo. Nos dirigimos cada vez más al Señor, directamente, con la confianza de los niños. Los santos, también María, son correctamente considerados como hermanas y hermanos que, con sus vidas, indican un camino para seguir a Cristo y nos invitan a rezar todo el tiempo, junto con ellos, al único Padre.

La palabra ‘santo’ indica la presencia en ciertas personas de una fuerza divina y benéfica que permite que uno se destaque, que se distancie de lo imperfecto, lo débil, lo efímero. Entre las personas que aparecieron en este mundo, solo Cristo ha poseído la plenitud de esta fuerza de bondad y solo él puede ser declarado santo, mientras cantamos en la Gloria: “Tú solo eres santo”.

Pero nosotros también podemos elevarnos a él y ser partícipes de su santidad. Él vino al mundo para acompañarnos hacia la santidad de Dios, hacia el objetivo inalcanzable que nos ha mostrado: “Sean perfectos como su Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48).

Sus primeros discípulos fueron identificados por varios nombres. Se llamaban “galileos”, “nazarenos” y en Antioquía, “cristianos”. Se trataba de algunas denominaciones peyorativas: “galileos” era sinónimo de “insurgentes”; “nazarenos” se refería a la aldea despreciada de donde venía su maestro; “cristiano” significa “ungido”, es decir, seguidores de un autodenominado “ungido del Señor” que terminó en la cruz.

Estos no fueron los títulos que emplearon entre ellos. Se calificaron a sí mismos como “hermanos”, “creyentes”, “los discípulos del Señor”, “los perfectos”, “personas del camino” y … “santos”.

Pablo escribió sus cartas “a todos los santos que viven en la ciudad de Filipos …” (Fil 1,1); “A los santos que están en Éfeso …” (Ef 1,1); “A los santos y fieles hermanos y hermanas en Cristo que viven en Colosas …” (Col 1,2); “A todos los santos en toda Acaya” (2 Cor 1,1); “A todos los favoritos de Dios en Roma y que están llamados a ser santos …” (Rom 1,7). No escribió a los santos en el cielo, sino a personas reales que vivían en Filipos, Éfeso, Corinto, Colosas y Roma. Eran los santos.

Un santo es cada discípulo, ya sea que él o ella esté en el cielo con Cristo o que todavía viva como peregrino en esta tierra.

En los templos ortodoxos, los santos que están en el cielo están pintados a lo largo de las paredes a la altura de los ojos, de pie, como los resucitados mencionados por el vidente del Apocalipsis (Ap 7,9). Es la forma en que uno quiere recordar a todos los participantes en la celebración que los santos en el cielo, aunque pueden ser contemplados solo con los ojos de la fe, continúan viviendo junto a los santos de la tierra. Son parte de la comunidad llamada a dar gracias al Señor.

 * Para interiorizar el mensaje, repetiremos: “Santo es tu familia, oh Señor, en el cielo y en la tierra”.

 

Primera Lectura: Apocalipsis 7,2-4,9-14

7,2Vi otro ángel que subía desde oriente, con el sello del Dios vivo, y gritaba con voz potente a los cuatro ángeles encargados de hacer daño a la tierra y al mar: 3No hagan daño a la tierra ni al mar ni a los árboles, hasta que no sellemos en la frente a los servidores de nuestro Dios. 4Oí el número de los marcados con el sello: ciento cuarenta y cuatro mil de todas las tribus de Israel. 9Después vi una multitud enorme, que nadie podía contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua: estaban delante del trono y del Cordero, vestidos con túnicas blancas y con palmas en la mano. 10Gritaban con voz potente: La victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero. 11Todos los ángeles se habían puesto en pie alrededor del trono, de los ancianos y de los cuatro vivientes. Se inclinaron con el rostro en tierra delante del trono y adoraron a Dios 12diciendo: Amén. Alabanza y gloria, sabiduría y acción de gracias, honor y fuerza y poder a nuestro Dios por los siglos de los siglos. Amén. 13Uno de los ancianos se dirigió a mí y me preguntó: Los que llevan vestiduras blancas, ¿quiénes son y de dónde vienen? Contesté: Tú lo sabes, señor. 14Me dijo: Éstos son los que han salido de la gran tribulación, han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero. – Palabra de Dios

 ¡Cuánto sufrimiento, lágrimas, decepciones en la vida de una persona! ¿Por qué tantos abusos, violencia e injusticia en el mundo? Cuatro capítulos del Apocalipsis están dedicados a este angustiante problema (Ap 5–8). Es la sección de los siete sellos.

En manos del Señor sentado en un trono, dijo el vidente, está el libro en el que se registra la historia de la humanidad, con todos los dramas que siempre afligen. También contiene la respuesta a los inquietantes acertijos del mal y el dolor: pero desafortunadamente, el libro está “sellado con siete sellos” que nadie puede romper. Por lo tanto, los diseños misteriosos de Dios siempre permanecerán velados.

Ante vidente del Apocalipsis, que llora inconsolablemente, aparece un anciano que dice: “Deja de llorar, el León de la tribu de Judá, la raíz de David ha ganado. Él abrirá el rollo y sus siete sellos”.

He aquí, el Cordero asesinado rompe, uno por uno, los sellos y desentraña los acertijos. Nuestro pasaje cuenta lo que sucede después de la ruptura del sexto sello. Cuatro espíritus celestiales, ubicados en los cuatro rincones del mundo, liberarán los vientos que devastan la tierra y el mar. Entonces, un ángel, sosteniendo el sello del Dios vivo, asciende del oriente y ordena que se detenga. No todos deben perecer. Aquellos que están con la marca de los siervos del Señor serán salvos (Ap 7,1-4).

Los elegidos, los salvados son ciento cuarenta y cuatro mil. Es un número simbólico. Se compone de 12x12x1000 y no indica, como creen erróneamente, los mormones, sino todo el pueblo de Dios que vive en esta tierra, los cristianos que, por el sello del bautismo, se cuentan en las filas de los elegidos.

No son los privilegiados; no son aquellos que se han salvado de las pruebas y tribulaciones que afligen a otras personas. Sin embargo, están exentos del poder del abismo; pertenecen al Señor y están en una nueva condición, la de alguien que participa de la santidad de Dios. Habiendo comprendido los designios del Señor en el mundo, contemplan, desde una perspectiva diferente, lo que está sucediendo en la tierra; miran desde arriba, desde el cielo, todos los eventos y los leen con los ojos de Dios.

Están preocupados, sí, como todos, por las dificultades a través de las cuales deben pasar, pero no están disturbados. Para ellos, las enfermedades, el dolor y las traiciones no son derrotas y absurdos sino momentos de maduración y crecimiento. La muerte no es una broma sino un nacimiento que marca el comienzo de la segunda parte de la vida, la mejor vida. Es el Cordero que fue asesinado quien, con su vida cortada por el odio, pero entregado por amor, les ha revelado que Dios vuelve a entrar en los eventos más absurdos con su plan de salvación.

Después de esta primera visión que presenta a la comunidad de santos que, en esta tierra, son un signo de la ciudad celestial, apareció una gran multitud que nadie podía contar, gente de toda raza, lengua, pueblo y nación. Se paran ante el trono del Cordero, vistiendo túnicas blancas y con las palmas en las manos (v. 9).

El vestido blanco es un símbolo de alegría y nueva vida que se revela en su plenitud, sin ninguna mancha de pecado. Las palmas son el signo de la victoria que han logrado con su fidelidad a Cristo. ¿Quiénes son? Esta es la comunidad de santos en el cielo, compuesta por aquellos que han completado la peregrinación en la tierra y han entrado en la condición de los benditos. Han soportado la tribulación y la persecución y, como el Cordero dieron sus vidas por amor. La gente los consideraba vencidos, pero Dios los proclamó ganadores y les entregó la palma (v. 14).

Los versículos que siguen, que no forman parte de nuestra lectura, describen el destino que les espera: nunca más sufrirán hambre o sed o serán quemados por el sol o cualquier viento abrasador. Porque el Cordero cerca del trono será su Pastor y los llevará a manantiales de agua que da vida (vv. 16-17). Cristo, el Cordero inmolado, los reconocerá como corderos de su rebaño porque confiaban en él; lo siguieron en el regalo de la vida.

Esta página ha sido escrita para inculcar fuerza en las comunidades cristianas de Asia Menor quienes, a fines del primer siglo, se sintieron tentados a negar a su Maestro debido a la persecución. La perspectiva de compartir con él la bienaventuranza del cielo fue alentarlos a aferrarse a su fe y seguir con paciencia y perseverancia al Cordero asesinado.

 

Salmo 23, 1-2. 3-4ab. 5-6

R/. Esta es la generación que busca tu rostro, Señor.

Del Señor es la tierra y cuanto la llena,
el orbe y todos sus habitantes:
él la fundó sobre los mares,
él la afianzó sobre los ríos. R/.

¿Quién puede subir al monte del Señor?
¿Quién puede estar en el recinto sacro?
El hombre de manos inocentes y puro corazón,
que no confía en los ídolos. R/.

Ese recibirá la bendición del Señor,
le hará justicia el Dios de salvación.
Este es el grupo que busca al Señor,
que busca tu rostro, Dios de Jacob. R/.

 

Segunda Lectura: 1 Juan 3,1-3

3,1Miren qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre: que nos llamamos hijos de Dios y realmente lo somos. Por eso el mundo no nos reconoce, porque no lo reconoce a él. 2Queridos, ya somos hijos de Dios, pero todavía no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando aparezca, seremos semejantes a él y lo veremos como él es. 3Todo el que tiene puesta en Jesucristo esta esperanza se purifica, así como él es puro. – Palabra de Dios

 La vida de Dios que el cristiano recibe en el bautismo es una realidad espiritual, misteriosa. Para describirlo, Jesús, hablando con Nicodemo, emplea una comparación. Es como el viento, dice, no se ve; nadie sabe de dónde viene ni a dónde va. Sin embargo, sabemos que existe; se siente; notamos los efectos. La vida divina en el hombre no puede ser verificada por los sentidos, pero los signos de su presencia son inconfundibles. Los que la han abrazado se convierten en un nuevo hombre guiado por un espíritu que no es de este mundo.

El pasaje de la carta de Juan comienza con una exclamación de alegría: ¡Mira qué amor nos ha dado el Padre para que nos llamen hijos de Dios, y lo seamos! (v. 1).

En la mente semítica, los niños no solo dieron continuidad a la vida biológica del padre, sino que se creía que lo hacían realmente presente. Para esto, se esperaba que el padre sea reconocible en ellos: su apariencia física y características faciales, por supuesto, pero sobre todo por la integridad moral, la lealtad a Dios y los aspectos más significativos de su carácter.

En el mundo, un verdadero cristiano posee la presencia de lo divino y, como cualquier niño, reproduce la apariencia del Padre que está en el cielo. El resultado, dice Juan, es que aquellos que no conocen a Dios ni siquiera pueden reconocer a los niños que fueron generados por él (v. 1). Los hijos de Dios toman decisiones en sintonía con los pensamientos y sentimientos del Padre; se parecen, son diferentes de los demás, son “santos”. No es sorprendente, entonces, que no sean comprendidos por aquellos que se enfocan solo en las realidades de la tierra.

Esta verdad también es recordada por Pablo a los cristianos de Corinto. Los discípulos del Señor, dijo, tienen la sabiduría de evaluar este mundo que es incompatible con los criterios de juicio de las personas. Es “una sabiduría misteriosa y divina que ningún gobernante de este mundo jamás conoció … El hombre natural no comprende las cosas del Espíritu de Dios, porque son una locura para él y no lo puede entender” (1 Cor 2,6-14).

Después de recordar a los cristianos la dignidad de su filiación divina, incluso ahora, somos hijos de Dios, el autor de la carta los invita a contemplar el destino radiante que les espera: lo que seremos aún no ha sido revelado (v. 2). La presente condición no es definitiva. Un velo, hecho de nuestra realidad terrenal mortal, nos impide darnos cuenta de lo que realmente somos. Un día, este velo será eliminado y luego contemplaremos a Dios tal como es y entenderemos lo que ya somos hoy.

En el vientre de la madre, el niño recibe comida y vida de la madre, y sin embargo, aunque depende completamente de ella, no puede ver su rostro. Solo después del nacimiento será capaz de mirar y abrazar tiernamente a quien lo generó.

En este mundo, una persona vive el período de gestación en anticipación del momento de la entrega. Está ubicado en el seno de Dios, que es padre y madre. “En él, vivimos, nos movemos y existimos”—Pablo recuerda a los atenienses (Hch 17,28), pero no podemos ver su rostro. Sin embargo, cuando aparezcamos en la gloria, sabemos que seremos semejantes a él, porque entonces lo veremos tal como es (v. 2).

 

Evangelio: Mateo 5,1-12

5,1Al ver a la multitud, subió al monte. Se sentó y se le acercaron los discípulos. 2Tomó la palabra y comenzó a enseñarles del siguiente modo: 3Felices los pobres de espíritu, porque el reino de los cielos les pertenece. 4Felices los afligidos, porque serán consolados. 5Felices los desposeídos, porque heredarán la tierra. 6Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. 7Felices los misericordiosos, porque serán tratados con misericordia.8Felices los limpios de corazón, porque verán a Dios. 9Felices los que trabajan por la paz, porque se llamarán hijos de Dios. 10Felices los perseguidos por causa del bien, porque el reino de los cielos les pertenece. 11Felices ustedes cuando los injurien y los persigan y los calumnien [falsamente] de todo por mi causa. 12Alégrense y pónganse contentos porque el premio que les espera en el cielo es abundante. De ese mismo modo persiguieron a los profetas anteriores a ustedes. – Palabra del Señor

 El hombre ha experimentado siempre una profunda necesidad de encontrarse con Dios, de interrogarlo, de conocer sus pensamientos, de descubrir sus designios. Pero ¿dónde encontrarlo? ¿Dónde poder tener una cita con Dios? En tiempos antiguos se pensaba que el lugar ideal era la cumbre de los montes, especialmente de aquellos montes considerados como lugares sagrados. Israel también pensaba así. Abrahán, Moisés y Elías han tenido sus experiencias religiosas más fuertes “en el monte”.

Mateo coloca el primer discurso de Jesús en un monte, identificado por la devoción cristiana con la colina que domina Cafarnaún. Las religiosas que custodian el lugar lo han transformado en un oasis de paz, de recogimiento, de reflexión, de oración. Paseando bajo los árboles majestuosos, envueltos en el susurro de las hojas movidas por la brisa que desciende de las cumbres nevadas del Líbano, contemplando desde lo alto el lago, tantas veces surcado por la barca de Jesús y sus discípulos, uno se siente naturalmente impulsado a elevar la mirada al cielo y el pensamiento a Dios.

Por más sugestiva que sea esta experiencia, el monte del que habla Mateo no hay que entenderlo en sentido geográfico, sino en su significado teológico. Más que un lugar concreto, el “monte” es cualquier lugar o momento en que nos abrimos a la palabra de Dios.

Podemos visualizar la escena: Jesús abandona la llanura. Es como si abandonara la tierra donde se mueven las personas “normales” que siguen la lógica de este mundo, es decir, aquellas que se rigen por la “sabiduría” y la astucia mundana, esa “sensatez” maligna que lleva a razonar así: “la salud lo es todo”; “lo que cuenta es el éxito”; “dichoso aquel que posee una abultada cuenta bancaria”; “feliz quien puede viajar, divertirse, quien no se priva de ningún placer”; “a mí lo que me interesa es el sexo”; “¿sacrificarse, practicar renuncias en favor de los demás? !Ni pensarlo!”.

¿Podrá llegar a ser una “persona realizada” quien hace suyas semejantes propuestas de vida? ¿Qué piensa Dios de todo esto?

Para no correr el riesgo de desperdiciar nuestra existencia es necesario también conocer la opinión de Dios. Subamos hoy, pues, con Jesús al monte para escuchar sus propuestas de felicidad, de éxito, de bienaventuranza. Serán propuestas desconcertantes, incluso insensatas para quienes tienen la mente absorbida por las propuestas sugeridas por la “sabiduría” de este mundo. Escuchémosle y tratemos de comprenderle.

 

Bienaventurados los pobres de espíritu.

Es casi imposible enumerar las diversas interpretaciones de esta bienaventuranza. Algunos la han banalizado sosteniendo que se refiere a los miserables, a los pordioseros, a los mendigos. Serían éstas las personas ideales en que Dios se complace y, por tanto, habría que dejarlas en las condiciones en que viven; es más, todos tendríamos que llegar a ser como ellas. Se trata evidentemente de una interpretación absurda, desviada, contraria a todo el resto del Evangelio. La comunidad cristiana ideal no es aquella en que todos son indigentes, sino aquella en la que “no hay ya ningún pobre” (Hch 4,34).

Otros piensan que los “pobres de espíritu” son aquellos que, aun poseyendo bienes materiales, no están apegados a ellos. Hay quien cree que los pobres son bienaventurados porque dejarán pronto de serlo. Entre tantas posibles interpretaciones, las hipótesis serias, sostenidas por diferentes y óptimos estudiosos, son al menos una docena. ¿Cuál es la justa?

Sabemos lo que significa ser pobre, es decir, no poseer cosa alguna. ¿Sabemos, sin embargo, lo que significa de espíritu? Frente a la riqueza, Jesús nunca ha mostrado actitud de desprecio. Para él, incluso la “riqueza deshonesta” se convierte en buena cuando es distribuida entre los pobres (cf. Lc 16,9). No obstante, aunque no la haya nunca condenado, Jesús la ha considerado siempre como un obstáculo peligroso para entrar en el reino de los cielos (cf. Mt 19,23). A quien quería seguirlo, le ha pedido la renuncia a todos los bienes: “quien no renuncie a sus bienes no puede ser mi discípulo” (Lc 14,33).

Es, pues, en este contexto de exigencia irrenunciable de dejar todo y de compartir con los pobres lo que se posee, donde hay que leer y entender esta bienaventuranza.

Jesús no exalta la pobreza como tal. Añadiendo lo específico de espíritu, aclara que no todos los pobres son bienaventurados. Deben considerase tales solamente aquellos quienes por decisión libre se despojan de todo. Pobres de espíritu son aquellos que deciden no tener nada para sí mismos y de poner todo a disposición de los demás.

Pero, atención: pobre según el evangelio no es aquel que nada posee, sino quien no retiene nada para sí, que no es lo mismo. Quizás algunos ejemplos nos puedan ayudar a comprenderlo. El propietario de una gran empresa puede ser rico o pobre. Será rico si utiliza todo lo que gana de su actividad empresarial en satisfacer sus caprichos y los de sus familiares. Es pobre (aun poseyendo grandes capitales) si vive de manera digna; no derrocha nada en cosas superfluas; gestiona su riqueza preocupándose de las necesidades de los más débiles; invierte su dinero para crear nuevos puestos de trabajo…

Quien ha alcanzado una posición social de prestigio es rico si se comporta con arrogancia y altivez; humilla a los menos afortunados; piensa solamente en sí mismo. Si, por el contrario, pone su capacidad y sus dotes al servicio de los demás, si está disponible para quien tenga necesidad de su ayuda es pobre de espíritu.

Aunque sea miserable, una persona puede no ser “pobre de espíritu”. No lo es si se maldice a sí mismo y a los otros; si intenta mejorar su posición social por medio de la violencia, la zancadilla y el engaño; si piensa liberarse en solitario, desinteresándose de los demás; si sueña llegar a ser rico o suplantar a los que ya lo son.

La pobreza voluntaria, la renuncia al uso egoísta de los bienes que se poseen (inteligencia, buen carácter, conocimientos, títulos académicos, posición social, dinero, tiempo libre…) no es asunto de libre opción o consejo reservado solo al algunos con vocación de héroes o para quienes quieren ser más perfectos que los demás. Es una exigencia para todo cristiano, pues esto es justamente lo que nos distingue como cristianos.

Hay que tener en cuenta que la promesa que acompaña a esta bienaventuranza no se refiere a un futuro lejano; no asegura la entrada en el paraíso después de la muerte, sino que anuncia una alegría inmediata: de ellos es el reino de los cielos. Desde el momento en que se decide ser y permanecer pobre, se entra “en el reino de los cielos”, en el mundo nuevo inaugurado por Cristo.

Esta bienaventuranza no significa un mensaje de resignación sino de esperanza. No habrá ya ningún necesitado cuando todos se conviertan en “pobres de espíritu”, cuando todos pongan los bienes que han recibido de Dios a disposición y servicio de los hermanos, al igual hace el mismo Dios quien, poseyendo todo, es infinitamente pobre: no retiene nada para sí, es don total, es amor sin límites.

 

Bienaventurados los que sufren.

El sufrimiento no es cosa buena. Dios no se complace en el dolor de los hombres; no es él quien envía desventuras y tribulaciones. Definitivamente Dios no quiere que las personas sufran.

Cuando Jesús declara bienaventurados a los “afligidos”, emplea un término bien conocido para quienes están familiarizados con la Biblia. En el libro de Isaías se habla de los “afligidos”, es decir, de aquellos que no tienen casa donde refugiarse ni campos que cultivar porque la heredad de sus padres les ha sido usurpada por extranjeros; los que se ven obligados a ponerse al servicio de propietarios sin escrúpulos; los que tienen que sufrir injusticias, abusos y humillaciones (cf. Is 61,7).

A estas personas con el corazón destrozado, que se sientan en la ceniza y se visten de luto (cf. Is 61,3), el profeta dirige un mensaje de esperanza. Dios está a punto de intervenir, asegura Isaías, de cambiar radicalmente la situación eliminando las causas del luto: “alegrará a los afligidos de Sión; les dará una corona en vez de la ceniza; el aceite de los días alegres en lugar del atuendo de luto y cantos de felicidad en vez de duelo” (Is 61,3).

En la sinagoga de Nazaret Jesús se aplica a sí mismo esta profecía (cf. Lc 4,21). Ha venido a dar cumplimiento a las profecías de Dios. Los “afligidos”, aquellos que experimentan profundo dolor frente a una sociedad todavía dominada por la injusticia, aquellos que se sienten insatisfechos y esperan de Dios la salvación, serán consolados. La venida del Reino ha comenzado ya a eliminar todas las situaciones causantes del dolor y de las lágrimas.

 

Bienaventurados los mansos, pacientes y humildes de corazón.

El adjetivo “manso” sugiere la idea de una persona resignada; que no reacciona ante las provocaciones; que acepta pasivamente y sin lamentarse las injusticias. ¿Es, pues, esta persona que huye de todo conflicto (quizás por debilidad de carácter) la que es proclamada bienaventurada? Ciertamente no.

El término “manso” usado por Jesús, está tomado del Antiguo Testamento, en concreto del Salmo 37. En este texto son llamados “mansos” aquellos que han sido privados de sus derechos, de su libertad, de sus bienes. Son pobres porque los poderosos les han arrebatado el campo, la casa, los pocos ahorros que tenían e incluso les han quitado hijos o hijas. Soportan injusticias sin ni siquiera poder protestar. No se resignan, pero rechazan recurrir a la violencia para restablecer la justicia. No se dejan guiar por la ira, no alimentan sentimientos de odio ni de venganza. Confían en Dios y esperaban la venida de su reino.

Jesús se ha presentado como “manso” el paciente y humilde de corazón (cf. Mt 11,29; 21,5) no en el sentido de “débil, tímido, pusilánime”. Ha vivido conflictos dramáticos, pero los ha afrontado con las disposiciones de corazón que caracterizan a los “mansos”: ha rechazado el recurso a la violencia, ha sido paciente y tolerante, se ha convertido en siervo de todos.

¡Bienaventurados aquellos quienes, frente a las injusticias, asumen la misma actitud de Jesús! Estos recibirán de Dios la posesión de una tierra nueva; estrenarán una nueva condición donde florecerán las relaciones humanas pacíficas, donde ya no habrá más abusos ni violencias que caracterizan a un mundo todavía a merced de las patéticas “bienaventuranzas” de la “llanura”.

Todos conocemos situaciones semejantes a las descritas en el Salmo 37. Sabemos que en este mundo abunda la prepotencia y la injusticia a las que hay que poner fin. Queremos dejar en herencia a nuestros hijos “una tierra” nueva, mejor que la tierra en que vivimos. Por desgracia, el ansia de justicia conduce a veces cultivar pensamientos y actitudes impropias de los “mansos”. Jesús recuerda a sus discípulos que la herencia de la “tierra” ha sido prometida a los mansos, no a los violentos.

 

Bienaventurados lo que tienen hambre y sed de justicia.

El hambre y la sed son las necesidades más apremiantes que el hombre experimenta. Con esta ansia incontenible es como los discípulos de Cristo deben buscar “la justicia”. Pero ¿de qué justicia se trata? ¿De la que se administra en nuestros tribunales? ¿Son, por tanto, bienaventurados aquellos que se alegran cuando a un criminal le viene impuesto el merecido castigo?

No es ésta, ciertamente, la justicia de la que debemos estar hambrientos. Muchas veces esta justicia no es otra cosa que retribución, venganza, represalia, crueldad, sadismo, alegría de ver sufrir a quien ha hecho el mal. Jesús está hablando de otra justicia, la de Dios. Dios es justo no porque retribuye según los méritos de cada uno, sino porque con su amor “hace justos” a los malvados. Es justo porque “quiere que todos se salven y lleguen a conocer la verdad” (1 Tim 2,4).

La expresión: “se ha hecho justicia”, significa en nuestro lenguaje común que el culpable ha sido castigado, “ajusticiado”. Para Dios, “se ha hecho justicia” quiere decir que un malvado se ha convertido en justo. Su justicia es siempre, sola y únicamente “salvación”, es la recuperación del que hace el mal cometiendo el pecado. Quien experimenta esta hambre y esta sed, “será saciado”. Compartirá la alegría misma de Dios “que no quiere que nadie se pierda” (Jn 6,39), “¿Acaso quiero yo la muerte del malvado—oráculo del Señor—y no que se convierta de su conducta y que viva?” (Ez 18,23).

 

 Bienaventurados los que hacen obras de misericordia.

Esta bienaventuranza parece inserirse en la contraposición entre magnanimidad y el deseo de castigar al culpable. Se presenta como una invitación a hacer prevaler siempre el perdón y la compasión. Es éste ciertamente uno de los aspectos de la “misericordia”. “Sean compasivos como es compasivo el Padre de ustedes. No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados. Perdonen y serán perdonados” (Lc 6,36-37). Todo esto, sin embargo, no agota la riqueza del término bíblico “misericordia”.

En la Biblia, “misericordia”, más que un sentimiento de piedad, es una acción en favor de quien tiene necesidad de ayuda. El ejemplo más claro es del samaritano, de quien dice el texto griego que ha hecho misericordia a un hombre agredido por los bandidos (cf. Lc 10,37).

Los rabinos del tiempo de Jesús enseñaban que Dios es misericordioso porque hace obras de misericordia, y especificaban: “Dios vistió a los desnudos (cuando cubrió con hojas a Adán y Eva, cf. Gn 3,21), así ustedes deben vestir a los desnudos. Dios visitó a los enfermos: lo hizo con Abrahán cuando sufría a causa de la circuncisión; también cuando visitó a la estéril Sara (cf. Gn 18,1); así deben ustedes visitar a los enfermos. Dios confortó a los que estaban de luto: cuando lo hizo con Isaac después de la muerte de su padre; así ustedes deben consolar a los que están de luto. Dios dio sepultura a los muertos: fue Dios quien dio sepultura a Moisés (cf. Dt 36,6), así ustedes deben dar sepultura a los muertos”.

Misericordiosos son los que, como Dios, hacen obras de misericordia; son aquellos que se comprometen a que las personas necesitadas encuentren siempre lo que necesitan. Son bienaventurados porque en el mundo nuevo, en el Reino ya presente, encontrarán siempre quien les tienda la mano cuando tengan necesidad de ayuda.

 

Bienaventurados los puros de corazón.

La pureza era una de las características más destacadas de la religiosidad judaica. Cualquier contacto con cultos paganos, con todo aquello que se relacionara con la muerte, debía ser evitado. De esta exigencia de pureza surgieron las prohibiciones, como las minuciosas disposiciones de los Rabinos; la vigilancia obsesiva; el esfuerzo continuo de mantenerse alejados de todo aquello percibido como contrario a la santidad de Dios. Puesto que las transgresiones eran inevitables, los judíos se veían obligados a realizar incesantemente ritos de purificación: abluciones, aspersiones, lavados, sacrificios (cf. Mc 7,3-4).

A Jesús no le interesaban estas prácticas exteriores, su preocupación eran la lealtad y la rectitud. No hay nada de externo al hombre que pueda contaminarlo: “¿No ven que lo que entra por la boca pasa al vientre y después es expulsado fuera del cuerpo? En cambio lo que sale de la boca brota del corazón; eso sí que contamina al hombre. Porque del corazón salen las malas intenciones, adulterios, fornicación, robos, blasfemia. Esto es lo que hace impuro al hombre y no el comer sin lavarse las manos” (Mt 15,17-20).

Los puros de corazón son bienaventurados porque tienen un comportamiento ético que concuerda con la voluntad de Dios, son aquellos que tienen el corazón íntegro sin divisiones porque son aquellos que no aman contemporáneamente a Dios y a los ídolos.

No tiene un corazón puro aquel que sirve a dos patrones, aquel que tiene una conducta que no coincide con la fe que profesa, aquel que ama a Dios, pero mantiene en su corazón el rencor hacia el hermano, aquel que no comete acciones malas pero que comete adulterio en su corazón (Mt 5,28).

Los puros de corazón son bienaventurados porque a ellos, y solo a ellos, les será concedida una profunda experiencia de Dios.

 

Bienaventurados aquellos que se comprometen por la paz.

Entre las obras de misericordia más recomendadas por los rabinos del tiempo de Jesús, la más meritoria era poner paz, reconstruir la armonía entre las personas. Toda obra dirigida a restablecer la paz—se decía—atrae sobre el hombre las bendiciones de Dios.

Es bienaventurado ciertamente quien, sin recurrir a la violencia y al uso de las armas, se empeña con todas sus fuerzas en poner fin a las guerras y conflictos; es bienaventurado quien, mediando entre adversarios y personas en conflicto, intenta convencerles a que dialoguen y lleguen así a la concordia y la paz.

En la Biblia, la palabra “paz” (Shalom) no significa solamente ausencia de guerra. Indica un bienestar total; implica la armonía con Dios, con los demás y con uno mismo; la prosperidad, la justicia, la salud, la alegría.

Los “constructores de paz” son aquellos que se empeñan en hacer que esta vida rebosante de bienes, se derrame también sobre excluidos y marginados. A estos constructores de paz se les reserva la más bella de las promesas: Serán considerados hijos de Dios.

 

Bienaventurados los perseguidos a causa de la justicia.

Hay sufrimientos, tribulaciones y males que son ajenos a la voluntad humana, que golpean de improviso, sin avisar. Hay otros, sin embargo, que necesariamente acompañan a ciertas decisiones. Jesús no ha engañado a sus discípulos; les ha dicho claramente que quien se pone de parte de la “justicia de Dios”, pagará cara su elección. No ha prometido una vida fácil, cómoda, llena de éxitos; no ha asegurado los aplausos y el consenso de los hombres. Ha repetido con insistencia que la adhesión a su persona lleva consigo la persecución: “No está el discípulo por encima del maestro, ni el sirviente por encima de su señor. Si al dueño de casa lo han llamado Belcebú, ¡cuánto más a los miembros de su casa!” (Mt 10,24-25).

El Antiguo Testamento habla frecuentemente de la persecución de los justos. En los Salmos nos encontramos con el justo que pide a Dios: “Sálvame de mis perseguidores y líbrame” (Sal 7,2). “¿Cuándo juzgarás a mis perseguidores?…Sin causa me persiguen, socórreme” (Sal 119,84.86). Jeremías fue acosado, calumniado, encerrado en una cisterna.

Hubiéramos deseado encontrar ya en el Antiguo Testamento una bienaventuranza en referencia a los perseguidos y, sin embargo, nada. Estos son elogiados por su firmeza y rectitud; se les promete un futuro y glorioso destino (cf. Sab 2-5), pero nunca fueron proclamados bienaventurados.

En el Antiguo Testamento la persecución es considerada un mal y el hombre que la sufre no puede ser considerado feliz mientras ésta dure. Será bienaventurado solo a partir de la intervención de Dios que ponga fin a sus tribulaciones.

En el Nuevo Testamento, la perspectiva cambia. Quien sufre por su fidelidad al Señor es proclamado bienaventurado en el momento y por el hecho mismo de ser perseguido. La persecución no es un signo de fracaso, sino de éxito. Es motivo de alegría en cuanto prueba que la decisión tomada ha sido la justa, es decir, aquella conforme a la “sabiduría de Dios”.

Es inevitable que aquellos que se comprometen a instaurar una sociedad alternativa basada en la lógica “del monte”, sean perseguidos. Esas personas ponen en crisis las instituciones en que los fuertes prevalecen sobre los débiles, los ricos sobre los pobres, los privilegiados sobre los desfavorecidos, los dueños sobre los siervos. Los opresores saben que la venida del Reino amenaza su posición, por eso arremeten con violencia contra cualquiera que luche contra la corrupción, la arrogancia, la pobreza, la injusticia, la discriminación.

Jesús ha sugerido cómo comportarse en momentos de persecución: “Pero yo les digo: amen a sus enemigos y recen por sus perseguidores” (Mt 5,44). A su vez, Pablo recomienda: “Bendigan a aquellos que les persiguen” (Rom 12,14). La única fuerza capaz de quebrar la espiral de la violencia es aquella del amor y d