Pestañas

XVII Domingo del Tiempo Ordinario, Año A


La alegría de descubrir un tesoro
P. Fernando Armellini

Introducción
        El arqueólogo Carter se quedó momentáneamente sin palabras, estupefacto, casi paralizado, cuando, habiendo introducido una luz a través de una apertura de la tumba inviolada de Tutankhamón, vislumbró el tesoro más rico jamás descubierto. Ansiosos de saber qué había visto, los tres amigos que estaban con él le interrogaban con insistencia. Carter pudo solamente articular estas palabras: “cosas maravillosas, cosas maravillosas”. Si no hubiera sido por este tesoro de Tutankhamón, del faraón de la XVIII dinastía, muerto a los 19 años, apenas si recordaríamos hoy su nombre.
        Salomón vivió en el lujo: “Acumulé oro y plata, tesoros y propiedades; me procuré cantantes y coristas, y lo que más deleita a los hombres, vinos y mujeres” (Ecl 2,8), pero no fue esto lo que le hizo famoso.

        “Tesoro” es el epíteto más recurrente en boca de los enamorados. No se puede vivir sin tener el corazón ligado a un tesoro; ni siquiera Dios puede dejar de tener su tesoro, de hecho: “escogió Jacob para sí, Israel es su propiedad” (Sal 135,4). El tesoro de los sabios es la sabiduría: “Conseguir la sabiduría vale más que extraer perlas. No la iguala el topacio de Etiopía, ni con el oro más puro se valora” (Job 28,18-19). Los rabinos dedicaban tiempo y energía a la sabiduría porque está escrito: “medítala día y noche” (Jos 1,8) y comentaban: “Si encuentras una hora que no sea ni de día ni de noche, dedícala a otras ciencias”.      
        En la búsqueda del tesoro se puede uno engañar, porque es fácil dejarse llevar por lo que reluce, confiar en lo que no es fiable ni tiene consistencia: “No se hagan tesoros en la tierra donde la polilla y la herrumbre los echan a perder, y donde los ladrones rompen los muros y los roban. Acumulen tesoros en el cielo, donde ni las polillas ni la herrumbre los echan a perder, ni hay ladrones para romper los muros y robar” (Mt 6,19-21).
        En la vida hay que comprometerse con algo que nos llene, nuestra vida es una inversión que tenemos que realizar, no existe otra alternativa. Es necesario escoger un tesoro sobre el cual poner todo nuestro empeño, pero ¿cuál?
 * Para interiorizar el mensaje, repetiremos: “Enséñanos a contar nuestros días y alcanzaremos la sabiduría del corazón”.

Primera Lectura: 1 Reyes: 3,5.7-12
 5En Gabaón el Señor se apareció aquella noche en sueños a Salomón, y le dijo: –Pídeme lo que quieras. 7: Señor, Dios mío, tú has hecho a tu siervo sucesor de mi padre, David; pero yo soy un muchacho que no sé valerme. 8Tu siervo está en medio del pueblo que elegiste, un pueblo tan numeroso que no se puede contar ni calcular. 9Enséñame a escuchar para que sepa gobernar a tu pueblo y discernir entre el bien y el mal; si no, ¿quién podrá gobernar a este pueblo tuyo tan grande? 10Al Señor le pareció bien que Salomón pidiera aquello, 11y le dijo: –Por haber pedido esto, y no haber pedido una vida larga, ni haber pedido riquezas, ni haber pedido la vida de tus enemigos, sino inteligencia para acertar en el gobierno, 12te daré lo que has pedido: una mente sabia y prudente, como no la hubo antes ni la habrá después de ti. – Palabra de Dios

        No fueron tranquilos ni felices los últimos años del reino de David: levantamientos, revueltas, intentonas para destronarlo. En las intrigas para hacerse con el poder, hasta tres de sus hijos perecieron de muerte violenta. Los desórdenes continuaron hasta que Salomón logró imponerse y afianzarse en el poder. No fue un guerrero como su padre pues no quedaban ya enemigos contra quienes combatir. Fue un hombre de paz; heredó un gran reino que debía ser gobernado con justicia y equidad… y así lo gobernó.
        Fue un hábil político, un gran constructor, un hombre riquísimo, pero lo que le dio verdadera fama fue su sabiduría. En el Antiguo Testamento su nombre, que significa “paz”, “prosperidad”, es citado cerca de trescientas veces. De todo el mundo acudían a Jerusalén para conocerle y escucharle. La visita más célebre fue la de la reina de Sabá quien, llena de admiración por su sabiduría, exclamó: “¡Es verdad lo que me contaron en mi país de ti y tu sabiduría! Yo no quería creerlo; pero ahora que he venido y lo veo con mis propios ojos, compruebo que no me habían contado ni siquiera la mitad. En sabiduría y riquezas superas todo lo que yo había oído.  ¡Dichosa tu gente, dichosos los cortesanos, que están siempre en tu presencia aprendiendo de tu sabiduría! ¡Bendito sea el Señor, tu Dios, que, por el amor eterno que tiene a Israel, te ha elegido para colocarte en el trono de Israel y te ha nombrado rey para que gobiernes con justicia!” (1 Re 10,6-9).
        ¿De dónde le venía tanta sabiduría? Nos lo dice la lectura de hoy. Antes de iniciar su gobierno, Salomón peregrinó al santuario de Gabaón para ofrecer sacrificios. Durante la noche, el Señor se le apareció en sueños y lo invitó a expresar un deseo; cualquier cosa deseada le sería concedida. No pidió nada para sí: ni riqueza, ni salud, ni la victoria contra los enemigos (v. 11).
        Era jovencísimo cuando David, a sugerencia de Betsabé, la esposa de Uría que se convirtió después en su favorita, lo había designado como su sucesor. Salomón era consciente de su inexperiencia y de cuán fácil es para quien gobierna dejarse corromper por el frenesí del poder y cometer así errores e injusticias. Pidió a Dios: “Enséñame a escuchar para que sepa gobernar a tu pueblo y discernir entre el bien y el mal” (v. 9). Fue escuchado. El Señor le concedió sabiduría e inteligencia como nadie la tuvo antes de él ni la tendrá después (v. 12).
        Este fue el comienzo de su buena fortuna: “Y te daré también lo que no has pedido: riquezas y fama mayores que las de rey alguno” (v. 13). Todos los demás bienes le vinieron de la sabiduría. “Cuando la reina de Sabá vio la sabiduría de Salomón, la casa que había construido, los manjares de su mesa, toda la corte sentada a la mesa, los camareros con sus uniformes sirviendo, las bebidas, los holocaustos que ofrecía en el templo del Señor, se quedó asombrada” (1 Re 10,4-5).
        Si nos encontráramos frente a la lámpara de Aladino y pudiéramos expresar un deseo probablemente no pediríamos “un corazón capaz de escuchar la voz del Señor”. Y la razón es que no poseemos la sabiduría de Salomón: no hemos entendido que la “sabiduría de Dios” no solamente no exige la renuncia a ningún bien verdadero, sino que es la fuente de todo bien.

Salmo 118, 57 y 72. 76-77. 127-128. 129-130

R/. ¡Cuánto amo tu ley, Señor!

Mi porción es el Señor;
he resuelto guardar tus palabras.
Más estimo yo la ley de tu boca
que miles de monedas de oro y plata. R/.

Que tu bondad me consuele,
según la promesa hecha a tu siervo;
cuando me alcance tu compasión,
viviré, y tu ley será mi delicia. R/.

Yo amo tus mandatos
más que el oro purísimo;
por eso aprecio tus decretos
y detesto el camino de la mentira. R/.

Tus preceptos son admirables,
por eso los guarda mi alma;
la explicación de tus palabras ilumina,
da inteligencia a los ignorantes. R/.

Segunda Lectura: Romanos: 8,28-30
28Sabemos que Dios dispone todas las cosas para el bien de los que le aman, de los llamados según su designio. 29A los que escogió de antemano los destinó a reproducir la imagen de su Hijo, de modo que fuera él el primogénito de muchos hermanos. 30A los que había destinado los llamó, a los que llamó los hizo justos, a los que hizo justos los glorificó. – Palabra de Dios

        Es fácil creer que Dios existe y que ha creado el mundo; es más difícil creer en su providencia y, no obstante los signos aparentemente contradictorios con que nos encontramos cada día, concluir que Él, a pesar de todo, llevará a buen término su proyecto. Las palabras con que comienza la lectura son una invitación a la esperanza: nada de lo que acontece escapa a la mirada amorosa de Dios, nada lo toma por sorpresa. Él hace que “todo contribuya al bien” y a la realización de la salvación (v. 28).
        En la segunda parte del pasaje (vv. 29-30) vienen recordadas las etapas del camino que lleva a la salvación. Viene, en primer lugar, la predestinación eterna: Dios escoge a aquellos que están destinados a convertirse en hijos suyos; después está la llamada: a través de la predicación, a quienes han sido predestinados les viene anunciado el evangelio y la invitación a recibirlo. A la llamada sigue la justificación, es decir, la transformación interior que tiene lugar en el bautismo. Finalmente viene la glorificación, el momento en que se manifiesta la nueva condición de hijos e hijas de Dios.
        De todo este proceso, la etapa que nos deja un poco desconcertados es la primera: la predestinación. ¿Significa, acaso, que Dios escoge a algunos y rechaza a otros? Absolutamente no; pues antes de ser llamados a la salvación, las personas, todas sin excepción, son amadas por el amor eterno de Dios. Naturalmente, solo una parte de ellas tendrá la fortuna de llegar a conocer el Evangelio y de recibir el bautismo; pero Dios quiere que también todas las demás personas se salven (cf. 1 Tim 2,4).

Evangelio: Mateo 13,44-52
44El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en un campo: lo descubre un hombre, lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, vende todas sus posesiones para comprar aquel campo. 45El reino de los cielos se parece a un comerciante de perlas finas: 46al descubrir una de gran valor, va, vende todas sus posesiones y la compra. 47El reino de los cielos se parece a una red echada al mar, que atrapa peces de toda especie. 48Cuando se llena, los pescadores la sacan a la orilla, y sentándose, reúnen los buenos en cestas y los que no valen los tiran. 49Así sucederá al fin del mundo: vendrán los ángeles y separarán a los malos de los buenos 50y los echarán al horno de fuego. Allí será el llanto y el crujir de dientes. 51¿Lo han entendido todo? Le responden que sí, 52: y él les dijo: –Pues bien, un letrado que se ha hecho discípulo del reino de los cielos se parece al dueño de una casa que saca de su tesoro cosas nuevas y viejas. – Palabra del Señor

        Con frecuencia los arqueólogos encuentran bajo el pavimento de las habitaciones cajas o vasijas con monedas. Probablemente fueron enterradas por los propietarios antes de una huida precipitada. Ante la inminencia de una guerra o invasión enemiga, todos procuraron esconder a toda prisa lo que tenían de valioso y que no podían llevárselo consigo con la esperanza de poder recuperarlo un día, una vez pasado el peligro. Los dueños verdaderos muchas veces no regresaban y las casas eran ocupadas por otros que no sospechaban la riqueza que yacía bajo sus pies.
        En tiempos de Jesús se fantaseaba mucho acerca de tesoros descubiertos al azar. Se narraba que algunos pobres jornaleros quienes, durante la dura tarea de preparar con el arado un campo del que no eran propietarios, se topaban accidentalmente con un obstáculo, se inclinaban para ver y he aquí la aparición de un ánfora rebosante de monedas, gemas, joyas y piedras preciosas. La fantasía popular gustaba de estos sueños de inesperados golpes de fortuna.
        La primera parábola del evangelio de hoy (v. 44) retoma una de estas historias: por pura suerte un jornalero agrícola descubre en el campo en que estaba trabajando un tesoro y lo esconde de nuevo; después, va, vende todo lo que posee y compra el campo.
Es probable que muchos se paren a discutir sobre el comportamiento moral de este hombre y la licitud de la operación financiera llevada a cabo, pero no es éste el punto en cuestión. El hecho de que el tesoro, después de descubierto, haya sido inmediatamente escondido, ha atraído siempre la curiosidad de los comentaristas. Este detalle, aparentemente superfluo e ilógico es, sin embargo, precioso: nos lleva a suponer que el jornalero, atraído por el inconfundible destello de un objeto de oro, haya inmediatamente intuido la posibilidad de inmensas riquezas bajo los surcos que abría en la tierra y, no queriendo perderse ni la más mínima parte, haya decidido comprar todo el campo.
        Estas consideraciones nos introducen ya en la parábola: el tesoro del que habla Jesús es el reino de los cielos, la condición nueva en la que entra quien acoge la propuesta de las bienaventuranzas. Tiene un valor incalculable y solo es descubierto, poco a poco, por quien está decidido a jugarse la propia vida en su búsqueda.
        El hecho de que este tesoro sea hallado por pura casualidad indica su gratuidad: Dios nos lo ofrece sin ningún mérito por nuestra parte; no es un premio por nuestras buenas obras.
        Existe un comportamiento a asumir frente a este don. Quien lo descubre no puede albergar dudas, perplejidad, vacilaciones. Si se duda se pierde un tiempo precioso; la ocasión favorable puede escaparse de las manos y no presentarse más. Hay que decidirse con urgencia, la elección no se puede postergar. No puede uno faltar a la cita con el Señor.
        Después es necesario jugárselo todo. No se pide que se renuncie a alguna cosa, sino concentrar todos los pensamientos, toda la atención, los propios intereses, todo nuestro esfuerzo sobre el nuevo objetivo.
        El tesoro—como sucederá también con la perla—no se adquiere para ser revendido y volver a la posesión de los bienes de antes, sino para poseerlo en substitución de cuanto, hasta aquel momento, había dado sentido a la vida. El descubrimiento del reino de Dios lleva consigo un cambio radical. Es éste el significado de la decisión de “vender todas las posesiones para comprar el campo”.
        Es esto justamente lo que sucedió con Pablo, el judío irreprensible y fanático, convencido de que la Torá era el tesoro que le habría conseguido la salvación. Un día, camino de Damasco, encontró a Cristo y, desde entonces, todo lo que antes para él era ganancia, fue considerado como pérdida. “Lo que para mí era ganancia lo consideré, por Cristo, pérdida. Más aún, todo lo considero pérdida comparado con el bien supremo de conocer a Cristo Jesús mi Señor; por él doy todo por perdido y lo considero basura con tal de ganarme a Cristo” (Fil 3,7-8).  
Un cambio tal provoca sorpresa, maravilla, estupor. Quien no ha descubierto este mismo tesoro, no logra prepararse para conseguirlo, no encuentra una explicación que justifique la novedad de vida de quien ha entrado en el reino de Dios.
        Quien ha visto al jornalero vender todo para comprar el campo, debe haber pensado que se había vuelto loco: la tierra árida y pedregosa de Palestina no justificaba semejantes sacrificios. Solo él sabía lo se traía entre manos, solo él sabía que estaba concluyendo el negocio de su vida.
        Quien conocía a Pablo—el rabino escrupuloso observante de la ley—e improvisadamente lo ha visto abandonar sus seguridades para jugárselo todo por un hombre ajusticiado, lo ha considerado un loco: “Pablo, tú estás loco—le dice el procurador Festo. Tu mucha cultura te ha trastornado” (Hch 26,24). El apóstol, por el contrario, ha encontrado el bien más precioso, “Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los paganos” (1 Cor 1,23).
        Sin embargo, tanto los vecinos del jornalero como los correligionarios de Pablo, tenían ante sus ojos una prueba de que ambos estaban actuando con plena lucidez y convicción: la alegría. Quien ha comprendido que tiene entre manos un inesperado e increíble tesoro, no puede menos de estar lleno de alegría: “desbordo de gozo” (2 Cor 7,4), asegura el apóstol. “El Señor me llenó de alegría” (Fil 4,10); “El reino de Dios es gozo“ (Rom 14,17). Es decir, quien observa el rostro radiante de quien ha descubierto el reino de Dios, debería intuir que ha vislumbrado, como el arqueólogo Cárter, “cosas maravillosas”.
        La segunda parábola (vv. 15-16) es considerada como gemela de la precedente y contiene el mismo mensaje. Se diferencia por algunos detalles significativos: el protagonista, en primer lugar, no es un pobre jornalero, sino un rico comerciante que da vueltas por el mundo con un objetivo bien preciso: encontrar perlas.
        En la antigüedad, las perlas eran tan apreciadas como lo son hoy los diamantes. Venían pescadas en el Mar Rojo, en el Golfo Pérsico y en el océano Índico. En la época imperial eran consideradas como los objetos más preciosos, hasta el punto de convertirse en referentes simbólicos. Afrodita, la diosa del amor y de la belleza, era venerada como la diosa de las perlas; a un niño muy amado se le decía “perla”. De un hombre sabio se decía que tenía una boca de la que salían perlas; las 12 puertas del cielo—escribe el vidente del Apocalipsis—“son 12 perlas; cada puerta está formada por una sola perla” colosal, maravillosa (Ap 21,21). Teniendo este gran prestigio, Jesús las ha escogido como imagen del tesoro inestimable que Él ofrecía: el reino de Dios.
        A diferencia del jornalero que encuentra fortuitamente un tesoro, el comerciante descubre la perla después de una extenuante búsqueda. El comportamiento del comerciante es la imagen de la persona que busca apasionadamente aquello que pueda dar sentido a su vida y llenar de gozo sus días.
        Las dos parábolas, sin embargo, se complementan: el reino de Dios, por un lado es don gratuito, por otro es también fruto del esfuerzo humano.
        La tercera parábola (vv. 47-50) retoma el tema del grano y la cizaña, introducido el domingo pasado. La imagen está tomada de la pesca en el lago de Tiberíades donde se empleaban grandes redes arrastraderas que capturaban peces buenos, pero también peces no comestibles o impuros (cf. Lev 11,10-11). En la playa los pescadores procedían a la separación. Así—dice Jesús—acontece en el reino de los cielos.
        Según la mentalidad de los antiguos, el mar era el reino de las fuerzas diabólicas, enemigas de la vida. A los discípulos se les confía la misión de “ser pescadores de hombres”, arrebatándolos al poder del mal. Pasiones incontenibles, egoísmos, concupiscencias, les azotan como olas impetuosas que, como una vorágine, los arrastran al abismo. El reino de los cielos es una red que los saca afuera, les hace respirar, los lleva hacia la luz, hacia la salvación.
        En esta red no vienen arrastrados solamente los buenos y virtuosos, sino todos, sin distinción. El reino de Dios aquí en la tierra no se presenta en estado puro; en la comunidad cristiana se admite serenamente, junto al bien, la presencia del mal y del pecado. Ninguno, aunque sea impuro, debe sentirse excluido o marginado. Este es el tiempo de la misericordia y de la paciencia de Dios que “no quiere que ninguno se pierda sino que se arrepientan” (2 Pe 3,9).
        Ciertamente, llegará el momento de la separación y Mateo, como suele hacer, habla de ello sirviéndose del lenguaje dramático de los predicadores de su tiempo; emplea las imágenes con las que en la Biblia viene descrita la destrucción de los enemigos del pueblo de Israel (cf. Ez 30; cap. 38 y 39): Los justos entrarán en la paz y los malvados serán castigados en una prisión de fuego.
        En la literatura rabínica se habla a menudo de este juicio de Dios, no para amenazar con el castigo eterno a los pecadores, sino para resaltar la importancia del tiempo presente y la urgencia de las decisiones que hay que tomar hoy: todo momento desperdiciado está definitivamente perdido y los errores cometidos en este mundo tendrán consecuencias eternas. La eventualidad de disipar, de malgastar la propia existencia orientándola sobre “tesoros” equivocados, no es una posibilidad remota. Sin embargo, al final, la separación no se hará entre buenos y malos, sino entre el bien y el mal: solo el bien entrará en el cielo; todas las negatividades serán aniquiladas… por el fuego del amor de Dios.
        El discurso de Jesús concluye con la pregunta: ¿Han comprendido?, y con la referencia a la labor del escriba (vv. 51-52). La pregunta va dirigida a los discípulos, a aquellos que han encontrado el tesoro y la perla preciosa. El reino de los cielos que ahora poseemos ha sido preparado a lo largo del Antiguo Testamento (las cosas viejas) y se ha realizado en Cristo (las cosas nuevas). Los cristianos estamos invitados a darnos cuenta, a tomar conciencia, a través del estudio de las santas escrituras del inmenso don que hemos recibido de Dios.