La impaciencia del hombre y la calma de Dios
P. Fernando Armellini
Introducción
La obra de la creación se inició
separando la luz de las tinieblas (cf. Gn 1,4); el firmamento fue puesto para
separar las aguas que están por encima del cielo de aquellas que se encuentran
en la tierra (cf. Gn 1,6-7); Dios dijo: “Que existan astros en el firmamento
del cielo para separar el día de la noche” (Gn 1,14). Al término de estas
separaciones, el autor sagrado comenta: “Y vio Dios todo lo que había hecho: y
era muy bueno” (Gn 1,31).
Desde aquel día, el hombre –quizás por
el miedo inconsciente a que los opuestos puedan fundirse de nuevo y
desencadenar el caos– se ve instintivamente llevado a erigir vallas y a
establecer separaciones: entre buenos y malos, entre puros e impuros, entre
santos e impíos, entre amigos y enemigos de Dios. Algunos textos de la Biblia,
interpretados superficialmente, parecen aprobar semejantes distinciones: “Sean
para mí santos, porque yo, el Señor, soy santo y los he separado de los demás
pueblos para que sean míos” (Lv 20,26).
En el mundo bueno salido de las manos
de Dios, la presencia del mal sigue siendo un enigma, un elemento de disgusto y
desconcierto que el hombre no soporta e, impaciente como los siervos de la
parábola, se pregunta: “¿De dónde viene la cizaña?”. Después, se suele dejar
llevar por el frenesí de resolver inmediatamente las tensiones que sufre y
termina por recurrir a remedios que son peores que los males a combatir: se
convierte en despiadado e intolerante consigo mismo y con los demás, castiga de
manera cruel, desencadena guerras santas y es presa fácil de la “ira del hombre
(que) no realiza la justicia de Dios” (Sant 1,20).
Comete así dos errores: no acepta
serenamente la realidad de este mundo en el que el bien y el mal están
destinados a convivir, y confunde el tiempo del crecimiento con el tiempo de la
cosecha.
* Para interiorizar el mensaje,
repetiremos: “La presencia del mal en el mundo no pone en peligro el éxito del
reino de Dios”.
Primera Lectura:
Sabiduría 12,13.16-19
2,13Además, fuera de ti, no hay otro dios al cuidado de
todos, para que puedas mostrar que no juzgas injustamente; 16Porque
tu poder es el principio de la justicia y el ser dueño de todos te hace
perdonarlos a todos. 17Ante el que no cree en la perfección de tu
poder despliegas tu fuerza, y confundes la imprudencia de aquellos que la
conocen; 18pero tú, dueño de tu fuerza, juzgas con moderación y nos
gobiernas con mucha indulgencia; hacer uso de tu poder está a tu alcance cuando
quieres. 19Actuando así, enseñaste a tu pueblo que el hombre justo
debe ser humano, e infundiste a tus hijos la esperanza, porque dejas
arrepentirse a los que pecan. – Palabra de Dios
La Sabiduría es el último libro del
Antiguo Testamento que se ha escrito. Su autor, un judío de Alejandría de
Egipto, quizás estuviera aún vivo cuando Jesús nació.
Hacía siglos que la mayoría de los
israelitas estaban dispersos por el mundo. En cada ciudad del imperio romano,
los judíos constituían una comunidad a parte: tenían sus sinagogas, sus
rabinos, sus tribunales, sus fiestas, sus tradiciones. No contraían matrimonio
con los paganos y tomaban todas las precauciones para no dejarse corromper por
las costumbres de los otros pueblos, para no dejarse influenciar por su moral y
prácticas religiosas.
Algunos de estos israelitas de la así
llamada diáspora, habían alcanzado un buen tenor de vida en el extranjero,
ejercitaban profesiones bien remuneradas, pero la mayoría vivía con estrecheces
y eran víctimas de discriminación. Estos, se preguntaban: ¿Por qué nosotros, a
pesar de ser fieles a la ley de Dios, somos humillados y oprimidos, mientras
que los idólatras prosperan? ¿Por qué Dios tolera que suframos insolencias e
injusticias? Nuestros padres nos han contado que en tiempos antiguos el Señor
realizaba signos y prodigios en favor de su pueblo, ¿cómo es que ahora no
interviene? ¿Ha disminuido quizás su fuerza?
En el pasaje de hoy el autor responde
a estas preguntas. La fuerza de Dios –asegura– es siempre la misma, es decir,
infinita, pero no la usa para castigar, sino solamente para el bien del hombre.
Esta es su justicia: tener misericordia de todos. Su dominio es universal,
extendiéndose sobre justos e injustos; no puede querer bien solo a algunos (v.
16).
Los hombres emplean la fuerza para
infundir temor y respeto, para subyugar a los más débiles y forzarlos a
permanecer sometidos. Dios, por el contario, a pesar de ser el dueño de la
fuerza, no la usa para imponer su soberanía; no recurre a castigos y
escarmientos o a la venganza, sino que se muestra con todos, aun con los
malvados, manso e indulgente (vv. 17-18).
Conmovedoras son las dos razones que,
en el último versículo (v. 19), explican el sorprendente comportamiento de
Dios: es paciente, en primer lugar, porque quiere enseñar a su pueblo que: el justo
debe amar a los hombres. Existen, sí, acciones innobles e infames, pero ningún
hombre es despreciable, todos merecen ser amados. La segunda razón: Dios no
interviene con escarmientos ni castigos porque no quiere la muerte del malvado,
sino que: “se convierta de su conducta y viva” (Ez 18,23); por eso deja siempre
la puerta abierta a la posibilidad del arrepentimiento (v.19). Quien espera una
intervención suya punitiva, está simplemente proyectando en Dios sus propios
instintivos vengativos.
Salmo 85, 5-6. 9-10. 15-16a
R/. Tú, Señor, eres bueno y clemente.
Tú, Señor, eres bueno y clemente,
rico en misericordia con los que te invocan.
Señor, escucha mi oración,
atiende la voz de mi súplica. R/.
Todos los pueblos vendrán
a postrarse en tu presencia, Señor;
bendecirán tu nombre:
«Grande eres tú, y haces maravillas;
tú eres el único Dios». R/.
Pero tú, Señor,
Dios clemente y misericordioso,
lento a la cólera, rico en piedad y leal,
mírame, ten compasión de mí. R/.
Segunda Lectura:
Romanos 8,26-27
8,26De ese modo el Espíritu nos viene a socorrer en nuestra
debilidad. Aunque no sabemos pedir como es debido, el Espíritu mismo intercede
por nosotros con gemidos que no se pueden expresar. 27Y el que
sondea los corazones sabe lo que pretende el Espíritu cuando suplica por los
consagrados de acuerdo con la voluntad de Dios. – Palabra de Dios
¿Qué hay que hacer para orar? Si fuera
suficiente repetir fórmulas, sería sencillo. Jesús ha dicho, sin embargo, que
la oración de sus discípulos no debe ser de este tipo: “Cuando ustedes recen,
no sean charlatanes como los paganos, que piensan que por mucho hablar serán
escuchados” (Mt 6,7).
En la lectura de hoy, Pablo reconoce
cándidamente que: nosotros no sabemos orar, que no tenemos idea de qué se deba
pedir a Dios y nuestras invocaciones son, a menudo, tentativas de hacer adherir
el Señor a nuestros proyectos.
El Espíritu Santo viene en socorro de
nuestra debilidad y nos sugiere las palabras que debemos dirigir al Padre (v.
26). Rezar es abrir la mente y el corazón a su luz y disponerse a cumplir su
voluntad en cada instante de la vida. Quien nos ofrece la luz de Dios y nos da
la fuerza de seguirla es el Espíritu, aquel que: “lo escudriña todo, incluso
las profundidades de Dios” (1 Cor 2,10) y nos hace partícipes de sus misterios.
Los pensamientos del Señor, sin embargo, son incomprensibles para la sabiduría
de este mundo (cf. 1 Cor 2,3-7), por eso Pablo los define como “gemidos que no
se pueden expresar”.
La oración que viene del Espíritu es
siempre escuchada porque concuerda con los deseos de Dios: no busca doblegar la
voluntad de Dios a la nuestra, sino que propicia nuestra conversión a la suya
(v.17).
Evangelio: Mateo
13,24-43
13,24Les contó otra parábola: El reino de los cielos es como
un hombre que sembró semilla buena en su campo. 25Pero, mientras la
gente dormía, vino su enemigo y sembró cizaña en medio del trigo, y se fue. 26Cuando
el tallo brotó y aparecieron las espigas, también apareció la cizaña. 27Fueron
entonces los sirvientes y le dijeron al dueño: Señor, ¿no sembraste semilla
buena en tu campo? ¿De dónde le viene la cizaña? 28Les contestó: Un
enemigo lo ha hecho. Le dijeron los sirvientes: ¿Quieres que vayamos a
arrancarla? 29Les contestó: No; porque, al arrancarla, van a sacar
con ella el trigo. 30Dejen que crezcan juntos hasta la cosecha.
Cuando llegue el momento, diré a los cosechadores: Arranquen primero la cizaña,
y en atados échenla al fuego; luego recojan el trigo y guárdenlo en mi granero.
31Les contó otra parábola: El reino de los cielos se parece a una
semilla de mostaza que un hombre toma y siembra en su campo. 32 Es
más pequeña que las demás semillas; pero, cuando crece es más alta que otras
hortalizas; se hace un árbol, vienen los pájaros y anidan en sus ramas. 33Les
contó otra parábola: El reino de los cielos se parece a la levadura: una mujer
la toma, la mezcla con tres medidas de harina, hasta que todo fermenta. 34Todo
esto se lo expuso Jesús a la multitud con parábolas; y sin parábolas no les
expuso nada. 35Así se cumplió lo que anunció el profeta: Voy a abrir
la boca pronunciando parábolas, profiriendo cosas ocultas desde la creación
[del mundo]. 36Después, despidiendo a la multitud, entró en casa.
Fueron los discípulos y le dijeron: Explícanos la parábola de la cizaña. 37Él
les contestó: El que sembró la semilla buena es el Hijo del Hombre; 38el
campo es el mundo; la buena semilla son los ciudadanos del reino; la cizaña son
los súbditos del Maligno; 39el enemigo que la siembra es el Diablo;
la cosecha es el fin del mundo; los cosechadores son los ángeles. 40Como
se junta la cizaña y se echa al fuego, así sucederá al fin del mundo: 41El
Hijo del Hombre enviará a sus ángeles que recogerán de su reino todos los
escándalos y los malhechores; 42y los echarán al horno de fuego.
Allí será el llanto y el crujir de dientes. 43Entonces, en el reino
de su Padre, los justos brillarán como el sol. El que tenga oídos que escuche.
– Palabra del Señor
Con
otras tres parábolas Jesús revela progresivamente el misterio del reino de los
cielos. La primera –la del grano y la cizaña (vv. 24-30)– viene acompañada,
como en la del sembrador de la pasada semana, de una explicación (vv. 36-43);
se trata de la homilía de un predicador del tiempo de Mateo que ha actualizado
el relato y lo ha aplicado a las necesidades de sus comunidades. A
continuación, vienen otras dos parábolas –la del grano de mostaza y de la
levadura– (vv. 31-33) que ponen de relieve la fuerza irresistible del bien. Los
versículos 34-35, retoman lo que se dice en los vv. 10-17 y aclaran las razones
por las que Jesús habla en parábolas. Examinemos las partes principales del
relato.
¿De dónde viene la cizaña? (vv.
24-30).
La existencia del mal, a la que el
hombre no ha podido dar nunca una explicación satisfactoria, constituye un
angustioso problema. A esto hay que añadir otro problema que afectaba
especialmente a los cristianos de las comunidades de Mateo: habían pasado ya
cincuenta años desde la muerte y resurrección de Jesús y, mirando alrededor,
comprobaban que, sí, había tantas cosas buenas en el mundo, pero que, sin
embargo, el mal no solo estaba también presente sino que continuaba a florecer
y crecer. ¿Cómo era posible que el reino de los cielos, inaugurado por Jesús,
no lograse un éxito total e inmediato?
La pregunta era embarazosa. Algunos la
formulaban en términos hirientes y provocativos: “Desde que murieron nuestros
padres, todo sigue igual que desde el principio del mundo” (2 Pe 3,4).
El enigma de la existencia del mal
exigía y exige una explicación y el evangelista la da’ con una parábola de
Jesús.
El primer personaje que entra en
escena es el dueño. Representa a Dios. Él es el que siembra o es, en todo caso,
el responsable de la calidad de la semilla, que viene definida como “buena” (v.
24). Este adjetivo no es banal, hace referencia a aquel estribillo repetido,
hasta diez veces, en el primer capítulo del Génesis: “Y Dios vio que era bueno”.
Todo lo que Dios había hecho era bueno: no en el sentido de que no ocurrieran
cataclismos y catástrofes naturales, de que no existiera el dolor, la
enfermedad y la muerte, sino que todo era bueno porque estaba perfectamente
adaptado y encauzado a la realización del proyecto del Señor.
La creación es buena, como es buena la
semilla de la palabra anunciada por Jesús.
El segundo personaje es el enemigo:
representa la lógica de este mundo, la mentalidad antievangélica. El enemigo
llega de noche, cuando todos duermen y siembra la cizaña, una graminácea muy
semejante al grano, que crece hasta alcanzar los 60 centímetros y produce una
espiga de granos negruzcos; sus raíces se mezclan con las del trigo y es muy
difícil arrancarlas sin arrancar también el trigo.
Cuando las mentes están entorpecidas
por el sueño y el hombre se abandona a la disipación y a la frivolidad, es ese
justamente el momento en que el enemigo encuentra la manera de introducirse en
el campo para sembrar el mal. Basta un descuido y uno termina por adecuarse a
la moral corriente, por asimilar los principios de este mundo. No es fácil, en
un primer momento, caer en la cuenta de lo sucedido; el mal, de hecho, se
enmascara frecuentemente como “ángel de luz” (cf. 2 Cor 11,14). Es solamente después,
a la hora de los resultados, cuando nos damos cuenta del germen de muerte que
ha penetrado en la mente y en el corazón. He aquí la razón por la que Pablo
recomienda: “Ya es hora de despertar del sueño: ahora la salvación está más
cerca que cuando abrazamos la fe. La noche está avanzada, el día se acerca”
(Rom 13,11-12).
El tercer personaje –que nos resulta
simpático porque nos representa muy bien– son los siervos. Su reacción, mezcla
de estupor y desconcierto, frente a la constatación de la presencia de la
cizaña, es la que nosotros experimentamos cuando nos damos cuenta de la
presencia del mal en el mundo, en la comunidad cristiana, en cada hombre. El
diálogo entablado con el dueño es conmovedor: muestra el interés de los siervos
por el campo, su empeño por la producción. No parecen extraños, sino miembros
de la familia.
Es en este punto donde se encuentra el
mensaje central de la parábola: la pasión y compromiso de los siervos por la
causa del bien, les lleva a proponer incluso una acción disparatada. Están
dominados por la impaciencia, por el ansia de desembarazarse inmediatamente de
la cizaña; no dudan, quieren intervenir de modo enérgico e inmediato.
El dueño, por el contrario, no pierde
el control, mantiene la calma. No se extraña de lo sucedido, no comparte la
inquietud de sus siervos. En su respuesta (que ocupa más de un tercio del
relato) viene presentada la perspectiva de Dios: en este mundo, el bien y el
mal no se pueden separar, están destinados a crecer juntos, y así hasta el fin.
Pero, ¿por qué no se pueden acelerar
los tiempos? Si Dios es omnipotente ¿por qué no elimina inmediatamente todo
rastro del mal? Respuesta: porque no es omnipotente de la manera como nosotros
imaginamos el poder. La Biblia nunca le atribuye este título, lo llama potente
(cf. Lc 1,49) o pantokrátor (cf. Ap 1,8), que no significa “aquel que puede
hacer lo que quiera”, sino “aquel al quien nada se le escapa de las manos”. El
hombre es libre y Dios ha querido iniciar con él una “historia de amor”, de la
que podría incluso salir derrotado. Su proyecto contempla la presencia del mal,
que viene aceptada serenamente como un componente de la vida. Creer que él es
el pantokrátor quiere decir alimentar la convicción que él conducirá hábilmente
esta “historia de amor” con cada hombre y que, la última palabra, la decisiva,
será siempre la suya.
La presencia de la cizaña, sea que se
encuentre en nosotros o en los demás, fastidia enormemente. Nos cuesta admitir
que no” (Ecl 7,20). Quisiéramos abandonarnos a la ilusión de ser perfectos,
tener una confirmación de la elevada imagen que tenemos de nosotros mismos. El
mal no puede ser justificado, cierto, pero Jesús nos exhorta a considerarlo con
los ojos serenos y pacientes de Dios.
El sorprendente crecimiento del reino
de los cielos (vv. 31-35).
A la parábola del grano y de la cizaña
siguen otras dos, breves, llamadas “gemelas” porque contienen el mismo mensaje:
la desproporción entre el pequeño, insignificante comienzo y el inesperado,
fantástico resultado final. Un granito de mostaza, casi invisible, da origen a
un arbusto capaz de llegar a los cuatro metros de altura; pocos gramos de
levadura hacen fermentar cincuenta kilos de harina. ¡El contraste es enorme!
No se trata de una invitación a gozar
del prestigio presente y pregustar los futuros triunfos de la iglesia que,
iniciada con un grupo poco cualificado de pescadores y con personas impuras y
pecadoras, se ha convertido en una estructura temida, apreciada, capaz de
hacerse notar y de imponerse. Tampoco es un anuncio de la progresiva e
irresistible cristianización de todo el mundo.
Como la parábola precedente que
exhortaba a la paciencia y a la confianza, estas dos son una invitación al
optimismo que surge de la certeza de que en el Espíritu y en la palabra de
Cristo –aunque insignificantes a los ojos del mundo– está presente la fuerza
irresistible de Dios.
El evangelista concluye con una
reflexión sobre el objetivo que ha querido lograr Jesús con estas parábolas:
desvelar el proyecto que, desde el principio de la creación, Dios tiene sobre
el mundo (vv. 34-35).
La aceptación serena del mal no
significa falta de compromiso (vv. 36-43).
La escena cambia. Jesús no está ya en
la barca sino en casa y no se dirige a la multitud, sino a un grupo reducido de
discípulos. Así introduce el evangelista la explicación de la parábola.
Leyendo estos versículos, está claro
que el contexto narrativo ha cambiado completamente: los personajes ya no son
los mismos; la parábola se convierte en alegoría; la semilla no es ya la propuesta
del reino y la cizaña el anti-reino, sino que ahora parecen ser los individuos
buenos y malos; el campo no es el mundo sino el reino del hijo del hombre; el
mensaje, sobre todo, no es el mismo: antes, el dueño invitaba a aceptar
serenamente la existencia del mal junto al bien y recriminaba la intolerancia
de los siervos, ahora, también el dueño parece dejarse llevar del frenesí de
“recurrir al fuego” (v. 42).
Se trata, como hemos referido antes,
de una catequesis dirigida a la comunidad de Mateo, a finales del siglo I.
Después de los primeros decenios de gran fervor, es probable que los cristianos
se hubieran relajado un poco y que no se tomaran ya muy en serio los
compromisos de su bautismo. ¿Qué hacer? El evangelista ha sentido la necesidad
de sacudir sus conciencias, de llamar su atención sobre la seriedad de la vida,
y lo ha hecho sirviéndose del lenguaje de los predicadores de su tiempo. El
evangelista era judío, hablaba a judíos y, para hacerse comprender, tenía el
fácil recurso, como así ha hecho, de recurrir a imágenes bíblicas,
comprensibles para su gente: el fuego, los hornos ardientes, el llanto, el
rechinar de dientes, la siega, los ángeles, los diablos…. Se trata de metáforas
impresionantes, empleadas comúnmente por los rabinos del tiempo y que, hoy día,
no se pueden repetir sin añadir las correspondientes aclaraciones.
No es correcto derivar de ellas
conclusiones referentes al fin del mundo y al juicio de Dios, porque Mateo no
estaba dando informaciones sobre el asunto; no intentaba describir lo que
sucederá en el futuro a los pecadores, sino que estaba dirigiendo un
llamamiento apasionado y apremiante a sus cristianos.
Una cosa es cierta, quien hace el mal
arruina su propia vida. En cuanto al futuro, más que universalizar la alegoría (en
la que la exuberante fantasía oriental ha cargado ciertamente las tintas) es
mejor quedarse con lo que afirma la Escritura de modo explícito al respecto; es
decir, que Dios es padre y “quiere que todos se salven” (1 Tm 2,4) y “Dios no
envió su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve
por medio de él” (Jn 3,17).
¿Y el fuego? Dios conoce un único
fuego: su Espíritu que desciende sobre los apóstoles en Pentecostés (cf. Hch
2,3), otorgado por el Resucitado en el día de Pascua como fuerza destructora
del pecado (cf. Jn 20,22-23). Es éste el fuego al que aludía Jesús: “¡Vine a
traer fuego a la tierra, y ¡cómo desearía que ya estuviera ardiendo!” (Lc
12,49). Es la llama irresistible que quemará –esta es la ¡Estupenda noticia!–
todo rastro de cizaña en el corazón del hombre, dejando solo el buen grano, el
único que será admitido al reino futuro.
En el momento de la siega, serán
recogidos y arrojados al fuego “todos los escándalos y todos los hacedores de
maldad”. No es una amenaza de castigo, sino un anuncio gozoso: el fuego de
Dios, su Espíritu, hará desaparecer un día toda forma de mal. En el reino de
los cielos, llegado a su cumplimiento, no habrá ya nadie que cometa iniquidad.