Pestañas

XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario– Año A

Parece prudencia, pero es cobardía

Fernando Armellini

 Introducción

Jesús ha aconsejado ser “prudentes como serpientes” (Mt 10,16) y, sin embargo, su comportamiento y sus palabras parecen muy distantes de lo que comúnmente se entiende por prudencia: ha lanzado invectivas contra los escribas y fariseos (cf. Mt 23) e ironizado sobre su tendencia a endosar “largos vestidos” (cf. Mc 12,38), ha confrontado a los saduceos desmontando sus convicciones teológicas (cf. Mt 22,23-33), ha llamado “zorro” a Herodes (cf. Lc 13,32) y lanzado ráfagas de críticas contra los reyes que “visten ropas suntuosas” y “habitan en lujosos palacios” (cf. Mt 11,8). Violaba el sábado, frecuentaba gente de mala fama e impura, llamaba “serpientes y raza de víboras” a los guías espirituales del pueblo (cf. Mt 23,33) y aseguraba que los publicanos y las prostitutas les precederían en el reino de los cielos (c. Mt 21,31)… ¿Qué clase de prudencia es esta?

Existía una alternativa: no moverse de Nazaret y limitarse a trabajar con la sierra y el martillo, mantener la boca cerrada y solo abrirla para adular; ignorar las muchedumbres hambrientas, cansadas y a la deriva “como ovejas sin pastor” (cf. Mt 6,34); cerrar el corazón a la compasión frente al hombre con la mano rígida y resignarse al hecho de que, a veces, un hombre cuente menos que una oveja (cf. Mt 12,12); taparse los oídos para no escuchar el grito de los leprosos (cf. Lc 17,13) y dejar que la adúltera fuera lapidada (cf. Jn 8,5).

La prudencia de Dios no es la prudencia de los hombres, una excusa para el pasotismo, o indiferencia, la inercia, el desinterés. Es preferible correr el riesgo de equivocarse por amor que renunciar a luchar por los grandes valores; es mejor ver la semilla de la palabra rechazada por un terreno baldío –como le sucedió a Pablo en el Areópago de Atenas (cf. Hch 17,32-34)– que enterrarla, por miedo, envuelta en el silencio.

 * Para interiorizar el mensaje, repetiremos: “Es puro gozo dejarse envolver, sin miedo, en los proyectos del Señor”.

 

Primera Lectura: Proverbios 31,10-13.19-20.30-31

10Una mujer hacendosa, ¿quién la encontrará? Vale mucho más que las perlas. 11Su marido confía en ella y no le falta nunca nada. 12Le trae ganancias y no pérdidas todos los días de su vida. 13Adquiere lana y lino, sus manos trabajan a gusto. 19Extiende la mano para hilar y con sus dedos fabrica el tejido. 20Abre sus palmas al necesitado y extiende sus manos al pobre. 30Engañosa es la gracia, fugaz la hermosura, la mujer que respeta al Señor merece alabanza. 31Felicítenla por el éxito de su trabajo, que sus obras la alaben en la plaza. – Palabra de Dios


“Cuatro características se encuentran en las mujeres: son golosas, curiosas, holganzas y celosas. Son también quejosas y locuaces”. Así se expresaban los rabinos en tiempos de Jesús y, entre bromas y en serio, añadían: “cuando Dios creó el mundo, tenía a disposición diez cestos de palabras, las mujeres agarraron nueve y los hombres uno”.

Bromas semejantes (algunas de mal gusto) se encuentran en los proverbios de todos los pueblos y no hay que extrañarse de encontrarlos también en la Biblia. Hay textos en el Antiguo Testamento en que la mujer aparece como “seductora, charlatana, celosa, curiosa, vanidosa” (cf. Eclo 25,12-36); son un reflejo de la mentalidad del tiempo.

La lectura de hoy propone un pasaje en que, por el contrario, se elogia a la mujer. De la mujer perfecta se asegura que tiene un valor inestimable; en comparación, las perlas –tan apreciadas en la antigüedad– aparecen despreciables y viles (v. 10).

Pero también la mujer puede constituir un peligro, puede transformarse en seductora. Es fácil –amonesta el libro del Eclesiástico– caer en las redes de la cortesana y quemarse en la boca de la cantante (cf. Eclo 9,3-4). ¿Cómo podemos distinguir una mujer de valor de la encantadora y hechicera? ¿Qué características nos permiten reconocerla? He aquí la lista.

Ante todo, es una esposa de carácter, su marido confía en ella. Le reporta felicidad y no le falta nunca nada (vv. 10-12). Es hacendosa (vv. 13.19). No está nunca mano sobre mano, no pierde el tiempo en conversaciones insulsas y frívolas, se preocupa de que la casa todo esté ordenado y cada uno satisfecho y feliz. No se preocupa solo del marido y de los hijos, quiere que también los criados estén bien vestidos ya alimentados.

La laboriosidad de la mujer era también resaltada por los rabinos: “la mujer –admitían– trabaja siempre aun cuando habla. No es habitual de la mujer estar sentada en casa sin hacer nada”.

La tercera cualidad: tiene un gran corazón. No se encierra en el dulce nido familiar que ha logrado construir, sino que se da cuenta de lo que ocurre alrededor y, frente a las necesidades de quien es menos afortunado que ella, se conmueve, corre en su ayuda, comparte los bienes con los más pobres (v. 20).

La cuarta y última característica: es religiosa, devota, fiel a los mandamientos de Dios (v. 30). Decían los rabinos: “La preocupación de una mujer es solo para su belleza”. La mujer ideal de la que habla la lectura, desmiente este estereotipo: no tiene ligado el corazón a la vanidad, se interesa por lo que realmente merece la pena en la vida.

 Hay muchas mujeres así? El pasaje de hoy comienza con una pregunta provocativa: “Una mujer hacendosa ¿quién la podrá encontrar? (v. 10). Podemos responder sin temor a equivocarnos, que sí, que existen muchas, y es significativo el hecho de que la liturgia de este domingo, para hablarnos de laboriosidad, dedicación y compromiso, haya escogido asociar estas virtudes a la mujer. Es una invitación a reflexionar.

 

Salmo 127, 1-2. 3. 4-5
R/. Dichoso el que teme al Señor.
 
Dichoso el que teme al Señor
y sigue sus caminos.
Comerás del fruto de tu trabajo,
serás dichoso, te irá bien. R/.
 
Tu mujer, como parra fecunda,
en medio de tu casa;
tus hijos, como renuevos de olivo,
alrededor de tu mesa. R/.
 
Esta es la bendición del hombre
que teme al Señor.
Que el Señor te bendiga desde Sion,
que veas la prosperidad de Jerusalén
todos los días de tu vida. R/.
 

Segunda Lectura: 1 Tesalonicenses 5,1-6

5,1Acerca de fechas y momentos no hace falta que les escriba; 2porque ustedes saben exactamente que el día del Señor llegará como ladrón nocturno, 3cuando estén diciendo: qué paz, qué tranquilidad; entonces, de repente, como los dolores del parto le vienen a la mujer embarazada, se les vendrá encima la destrucción, y no podrán escapar. 4A ustedes, hermanos, como no viven en tinieblas, no los sorprenderá ese día como un ladrón. 5Todos ustedes son ciudadanos de la luz y del día; no pertenecemos a la noche ni a las tinieblas. 6Por tanto, no durmamos como los demás, sino vigilemos y seamos sobrios. Los que duermen lo hacen de noche.  – Palabra de Dios

 

Habíamos mencionado ya el domingo pasado las tensiones e inquietudes que había en Tesalónica porque se había difundido la creencia de que el fin del mundo y el regreso del Señor eran inminentes. Deseosos de una clarificación al respecto, los tesalonicenses habían encargado a Timoteo y Silvano preguntar a Pablo si podía darles indicaciones precisas a cerca del tiempo en sucederían estos acontecimientos.

En la lectura de hoy el Apóstol responde: no es posible saberlo (v. 1) y da la razón: “porque ustedes saben exactamente que el día del Señor llegará como ladrón nocturno, cuando estén diciendo: qué paz, qué tranquilidad; entonces, de repente, como los dolores de parto que le vienen a la mujer embarazada se les vendrá encima…” (vv. 2-3).

No vale la pena –concluye– investigar para descubrir el día y la hora de la venida del Señor. Lo que importa es no dejarse atrapar por las tinieblas del mal. Los cristianos no deben correr este peligro porque, desde el día de su bautismo, se han convertido en hijos de la luz; es imposible que se vean sorprendidos, como le sucede a quien está sumido en la obscuridad y aturdido por el sueño (vv. 4-6).

 

Evangelio: Mateo 25,14-30

25,14Es como un hombre que partía al extranjero; antes llamó a sus sirvientes y les encomendó sus posesiones. 15A uno le dio cinco monedas de oro, a otro dos, a otro uno; a cada uno según su capacidad. Y se fue. 16Inmediatamente el que había recibido cinco monedas de oro negoció con ellas y ganó otras cinco. 17Lo mismo el que había recibido dos monedas de oro, ganó otras dos. 18El que había recibido una moneda de oro fue, hizo un hoyo en tierra y escondió el dinero de su señor. 19Pasado mucho tiempo se presentó el señor de aquellos sirvientes para pedirles cuentas. 20Se acercó el que había recibido cinco monedas de oro y le presentó otras cinco diciendo: Señor, me diste cinco monedas de oro; mira, he ganado otras cinco. 21Su señor le dijo: Muy bien, sirviente honrado y cumplidor; has sido fiel en lo poco, te pongo al frente de lo importante. Entra en la fiesta de tu señor. 22Se acercó el que había recibido dos monedas de oro y dijo: Señor, me diste dos monedas de oro; mira, he ganado otras dos. 23Su señor le dijo: Muy bien, sirviente honrado y cumplidor; has sido fiel en lo poco, te pondré al frente de lo importante. Entra en la fiesta de tu señor. 24Se acercó también el que había recibido una moneda de oro y dijo: Señor, sabía que eres exigente, que cosechas donde no has sembrado y reúnes donde no has esparcido. 25Como tenía miedo, enterré tu moneda de oro; aquí tienes lo tuyo. 26Su señor le respondió: Sirviente indigno y perezoso, si sabías que cosecho donde no sembré y reúno donde no esparcí, 27tenías que haber depositado el dinero en un banco para que, al venir yo, lo retirase con los intereses. 28Quítenle la moneda de oro y dénsela al que tiene diez. 29Porque al que tiene se le dará y le sobrará, y al que no tiene se le quitará aun lo que tiene. 30Al sirviente inútil expúlsenlo a las tinieblas de fuera. Allí será el llanto y el crujir de dientes.  – Palabra del Señor

 

La dureza del dueño con el tercer siervo parece excesiva. Podría, según nosotros, haberse mostrado más comprensivo porque su servidor, además de atemorizado, podría haberse sentido minusvalorado. Es con esta óptica que, en los primeros siglos de la iglesia, alguien retocó la parábola y la concluyó así: el tercer siervo no era un deshonesto, tenía solamente miedo, por eso el dueño se limitó a amonestarlo con dulzura. Había también un cuarto siervo a quien también se le entregaron los talentos, éste, sin embargo, se dio a la buena vida, derrochó el dinero con prostitutas y con flautistas; el dueño lo hizo encarcelar. Ninguno, sin embargo, fue tratado sin piedad.

Quien ha modificado así el relato no ha entendido que Jesús no intentaba dar una lección moral sobre la honestidad y la manera de gestionar el dinero, sino sobre el empeño en hacer fructificar los tesoros que tiene cada persona. En cuanto a la presunta poca estima del dueño por el tercer siervo, hay que tener en cuenta que un talento en aquellos tiempos era una suma para nada despreciable, equivalía al salario que un trabajador durante veinte años.

Dejemos claro inmediatamente el significado de los talentos. Se ha difundido la idea –difícil de quitar– de que los talentos se refieren a las cualidades naturales que cada uno ha recibido de Dios, cualidades que no deben permanecer ocultas sino desarrolladas y puestas al servicio de los demás. Esta interpretación está en desacuerdo con cuanto viene dicho en el v. 15, donde los talentos son entregados “a cada uno según su capacidad”.  Talentos y dones de la persona no son la misma cosa.

 

Veamos los personajes. Vienen presentados en la primera parte de la parábola (vv. 14-15).

El protagonista es un rico señor oriental que debiendo partir para un largo viaje, confía sus haberes a los siervos más fiables. Conoce sus capacidades, actitudes, competencias y, en base a ellas, establece cuanto debe confiar a cada uno. Este señor representa claramente a Cristo quien, antes de dejar este mundo, ha consignado todos sus bienes a los discípulos.

El dueño no da ninguna indicación sobre la manera de administrar los talentos, dando así una señal de total confianza en la inteligencia, perspicacia y sagacidad de sus siervos, y de respeto a su libertad

Definamos en qué consisten estos bienes. Se trata de todo aquello que Jesús ha entregado a la iglesia: el evangelio, es decir, el mensaje de salvación destinado a transformar el mundo y a crear una humanidad nueva; su Espíritu que “renueva la faz de la tierra” (Sal 104,30) y también a Sí Mismo en los sacramentos; y además, su poder de curar, de perdonar, de reconciliar con Dios.

Los tres siervos representan a los miembros de las comunidades cristianas. A cada uno de ellos les ha sido confiada una tarea a desarrollar con el fin de que esta riqueza del Señor dé fruto. Conforme al propio carisma (cf. 1 Cor 12,28-30), cada uno está llamado a producir amor. Es el amor, en realidad, la ganancia, el fruto que el Señor pretende.

La segunda parte de la parábola (vv. 16-18) describe el diverso comportamiento de los siervos: dos son emprendedores, dinámicos, lanzados, mientras que el tercero es timorato e inseguro.

El tiempo que los tres siervos tienen a disposición es el que va desde la Pascua a la venida de Cristo al final de la historia de este mundo; es el tiempo en el que la iglesia organiza su vida, crece, se desarrolla, se empeña en favor del hombre, en espera del regreso de su Señor.

Mateo quiere estimular a sus comunidades a un examen de conciencia. Las invita a preguntarse, ante todo, si son conscientes del tesoro que tienen entre las manos, si todos “los talentos” son empleados lo mejor posible o si alguno ha sido escondido bajo tierra, si hay aspectos de la vida eclesial descuidados, si algún ministerio languidece.

En la tercera parte de la parábola (vv. 19-30) asistimos a la rendición de cuentas. La escena, inicialmente tranquila y serena, se vuelve sombría y termina –como frecuentemente ocurre en el evangelio de Mateo– de forma dramática. Veámosla.

Se presentan los dos primeros siervos quienes, con orgullo justificado, declaran al dueño haber doblado sus haberes. En el pasaje paralelo del evangelio de Lucas, los dos siervos parecen reconocer que un resultado tan sorprendente se debe, más que a sus esfuerzos, a la bondad del capital: “Tu dinero –dicen– ha producido… (Lc 19,16.18). En Mateo, sin embargo, se ponen de relieve la habilidad y los méritos personales: “yo he ganado… (vv. 20-22). La recompensa que reciben es la alegría de su Señor, la felicidad que nace de estar en sintonía con Dios y su proyecto.

Después aparece el que, aun no siendo el protagonista, resulta el personaje principal de la parábola, el tercer siervo. “Señor, sabía que eres exigente, que cosechas donde no has sembrado y reúnes sonde no has esparcido. Como tenía miedo, enterré tu bolsa de oro; aquí tienes lo tuyo”.

La imagen que este siervo se ha hecho de su Señor, a pesar de ser aterradora, no viene corregida sino, es más, reconfirmada. Mateo se sirve de ella para indicar lo importante que es para Cristo el bien del hombre, cuánto le apremia que venga instaurado en el mundo su reino. “La ira del Señor” es una expresión bíblica con la que se quiere resaltar su amor incontenible.

En la reprensión que el dueño dirige al siervo holgazán, está el mensaje central de la parábola: la única actitud inaceptable es la falta de compromiso, el temor al riesgo. Probablemente no todas las operaciones económicas de los otros dos habrían sido exitosas, sin embargo, viene condenado solamente el que se ha dejado paralizar por el miedo.

En las comunidades de Mateo habría discípulos negligentes y perezosos como los sigue habiendo en nuestras comunidades. Hay cristianos dinámicos y emprendedores que se empeñan en dar un nuevo rostro a la catequesis, a la liturgia, a la pastoral, que se dedican con pasión al estudio de la palabra de Dios para captar su significado auténtico y profundo, que son generosos y activos, que, a veces, cometen errores por exceso de celo apostólico y no siempre aciertan con las decisiones justas que hay que tomar. Otros cristianos, por el contrario, son perezosos y tienen miedo de todo. Se limitan a repetir de manera monótona y tediosa los mismos gestos, las mismas frases hechas, no estudian, les da fastidio si alguien propone interpretaciones nuevas, ni siquiera se preguntan si ciertos cambios son queridos por el Espíritu; solamente se sienten seguros dentro de lo que siempre se ha dicho y hecho en el pasado; cualquier impulso hacia el futuro, cualquier conquista del hombre les aterroriza; no vibran con los grandes valores de la libertad y la fraternidad. Tienen miedo.

Increíble, pero cierto: el temor a Cristo nos puede paralizar. Una cierta espiritualidad del pasado incitaba a la acción, pero recomendaba, sobre todo, no cometer pecados mortales, mantenerse en gracia de Dios, permaneciendo fieles a mandamientos y preceptos; los trasgresores eran amenazados con penas terribles. Esta espiritualidad favorecía al tercer tipo de siervos, es decir, a los cristianos que para evitar el pecado jugaban siempre sobre seguro. No querían arriesgar, porque quien arriesga se compromete, se expone inevitablemente al riesgo de equivocarse.

Quien se ha hecho portavoz de este miedo, inconscientemente contribuye a la falta de amor, a la esterilidad en el bien, al letargo espiritual.

El “talento” de la Palabra de Dios, por ejemplo, fructifica solo cuando se capta su verdadero significado, cuando se la traduce en un lenguaje comprensible para el hombre de hoy, cuando se la aplica a la vida y situaciones concretas de la comunidad; de otra forma, se queda en un capital muerto, no produce ningún cambio, no remueve las conciencias, no cuestiona a nadie.

El castigo para los que hacen improductivos los talentos del Señor es la privación de su alegría. No es la condena al infierno, sino a la triste realidad de no pertenecer hoy al reino de Dios.

¿Qué tiene hacer quien reúsa el compromiso, quien no tiene el coraje de hacer fructificar los bienes del Señor? No debe continuar ocupando inútilmente un cargo o un puesto de responsabilidad, sino que debe entregar su ministerio al banco, es decir, a la comunidad para que ésta provea a confiar este servicio a otro que esté dispuesto a desarrollarlo con empeño, porque los hermanos necesitan que todos los ministerios se desarrollen.

La conclusión de la parábola –“al que tiene se le dará y le sobrará, y al que no tiene se le quitará aun no que tiene”–, es un proverbio popular que refleja, de hecho, un dato fácilmente verificable: la riqueza tiende a acumularse y el rico a ser siempre más rico. Aplicado a esta parábola, el proverbio quiere significar que con las riquezas del reino de Dios sucede la misma cosa: las comunidades generosas y atentas a los signos de los tiempos, progresan y adquieren siempre más vitalidad, mientras que las que prefieren replegarse sobre sí mismas envejecen, decaen y nadie se maravillará si un día desaparecen.