Pestañas

3 Domingo de Tiempo Ordinario – Año C


Tu palabra: Alegría de mi corazón, luz para mis pasos
Fernando Armellini

Introducción

El Dios de Israel “lo dijo y existió” (Sal 33,9). Los ídolos Tienen boca, pero no hablan” (sal 115,5). Por esto son incapaces de socorrer, de proteger, de realizar prodigios.
           Las palabras del hombre pueden ser “discursos vacíos” (Job 16,3), la de Dios es, por el contrario, “viva y eficaz” (Heb 4,12). Es como la lluvia y la nieve que descienden del cielo y no regresan sin haber regado la tierra, sin haberla fecundado y hecho germinar (cf. Is 55,10).
           No actúa de modo mágico, sin embargo, está dotada de una energía irresistible y, cuando cae en un terreno fértil, cuando viene escuchada con fe, produce efectos extraordinarios: “¡Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen!” (Lc 11,28).
          El lugar privilegiado para esta escucha es el encuentro comunitario.

 
           En “el día del Señor”, el Resucitado dirige su palabra a la comunidad reunida. El cristiano que no siente la necesidad interior de unirse a los hermanos para escuchar con ellos la voz de Maestro, puede estar seguro de que algo no funciona en su relación con Cristo.
           Ya en los primeros siglos se repetía insistentemente: “No antepongan a la palabra de Dios las necesidades de su vida temporal, antes bien, en los domingos, dejando aparte todo lo demás, apresúrense a correr a la iglesia, pues ¿qué justificación podrá presentar a Dios quien no acude en este día a la asamblea para escuchar la palabra de salvación?” (Didascalia, II, 59,2-3).
           Si se han infiltrado entre los fieles el desinterés, el desafecto, la desgana de participar en las asambleas dominicales, no hay que culpar solamente a los laicos. Ciertas homilías improvisadas, pobres de contenido espiritual, aburridas, e incluso deprimentes, tienen una buna parte de la culpa. Las lecturas de hoy son para todos una invitación a la reflexión y a la revisión de nuestra relación personal con la palabra de Dios.

* Para interiorizar el mensaje, repetiremos: “Lámpara para mis pasos tu palabra, luz para mi camino”.


Primera Lectura: Nehemías 8,2-4a.5-6.8-10

2El sacerdote Esdras trajo el libro de la ley ante la asamblea, compuesta de hombres, mujeres y todos los que tenían uso de razón. Era a mediados de septiembre. 3En la plaza de la Puerta del Agua, desde el amanecer hasta el mediodía, estuvo leyendo el libro a los hombres, a las mujeres y a los que tenían uso de razón. Toda la gente seguía con atención la lectura de la ley. 4Esdras, el sacerdote, estaba de pie sobre un estrado de madera, que habían hecho para el caso. 5Esdras abrió el libro a la vista de todo el pueblo, pues se hallaba en un puesto elevado y cuando lo abrió, toda la gente se puso en pie. 6Esdras bendijo al Señor, Dios grande, y todo el pueblo, levantando las manos, respondió: Amén, amén. Después se inclinaron y adoraron al Señor, rostro en tierra. 8Leían el libro de la ley de Dios traduciéndolo y explicándolo para que se entendiese la lectura. 9El gobernador Nehemías, el sacerdote y letrado Esdras y los levitas que instruían al pueblo, viendo que la gente lloraba al escuchar la lectura de la ley, le dijeron: Hoy es un día consagrado al Señor, su Dios. No estén tristes ni lloren. 10Después añadió: Ya pueden retirarse, coman bien, beban vinos generosos y envíen porciones a los que no tienen nada, porque hoy es día consagrado a nuestro Dios. No ayunen, que al Señor le gusta que estén fuertes. – Palabra de Dios

          Hace cien años que el pueblo de Israel ha regresado del exilio de Babilonia, pero no ha logrado todavía reorganizar su vida. La anarquía es total: se cometen robos, abusos, acosos, violencia, contra los pobres. Para poner remedio a una situación que cada vez se hace más caótica, el gran rey de Persia, Artajerjes, de quien depende Palestina, envía a Jerusalén a Esdras, “sacerdote, letrado, especialista en los preceptos del Señor” (Esd 7,11).
           Éste se da cuenta inmediatamente de que los desórdenes son imputables a la falta de fidelidad a la ley de Dios. El pueblo no la observa porque no la conoce. ¿Qué hacer en estas circunstancias?
          El día de año nuevo, Esdras “trajo el libro de la ley ante la asamblea, compuesta por hombres y mujeres y por todos los que tenían uso de razón…y en la plaza de la Puerta del Agua y desde el amanecer hasta mediodía, estuvo leyendo el libro” (vv. 1-3). Hay que examinar en detalle la manera como Esdras organiza esta celebración. Él convoca en santa asamblea a todos los que son capaces de comprender y “desde el amanecer hasta el mediodía, estuvo leyendo el libro” (vv. 2-3). Nadie falta, ninguno busca excusas para permanecer en casa y ocuparse de sus propios asuntos.
           Esta respuesta unánime del pueblo es resaltada por el autor sagrado para inculcar la importancia de la escucha de la palabra de Dios. Israel es consciente de que, sin la participación regular en la asamblea comunitaria, la fe se debilita y termina por desaparecer. La preocupación de Esdras es la misma que ha movido a los pastores de la Iglesia de los orígenes a llamar la atención a sus fieles: “No faltemos a las reuniones como hacen algunos” (Heb 10,25).
           La liturgia de la palabra no se improvisa; Esdras lo sabe, de hecho la organiza a la perfección, sin dejarse un detalle. Escoge cuidadosamente el lugar del encuentro. La “puerta de las Aguas” se presta estupendamente para este fin porque está alejada del tumulto ruidoso de la ciudad, ofrece una buena acústica y permite acomodar a los oyentes en una especie de anfiteatro.
           Manda preparar una tribuna de madera para que el lector se encuentre en una posición elevada, sin que se vea obligado a contorsionarse y a continuos y fastidiosos movimientos de cabeza (v. 4). Selecciona también a lectores bien preparados y con buena voz.
           El rito comienza de modo solemne. Esdras, estando en alto, abre el libro con devoción e inmediatamente el pueblo se pone de pie para testimoniar la propia veneración por el texto sagrado, se pronuncia la bendición y el pueblo responde: “¡Amen, Amen!”. Todos, después, se arrodillan y se postran (vv. 5-7). Son gestos que crean un clima ideal para una “escucha religiosa” de la Palabra. Quien participa a la celebración, debe percibir, aun sensiblemente, que no se encuentra ante un libro, sino ante el Señor que habla. La posición del cuerpo, los gestos, las actitudes, tanto de los oyentes como del que preside, deben expresar este hecho y disponer a acoger el menaje que el Dios vivo dirige a su pueblo. Nadie debe molestar, alzarse cuando quiera, charlar. También el celebrante debe estar atento a no distraerse, a no confundir las páginas, a no hacer gestos sin sentido…La celebración de la Palabra, aunque despojada de todo fasto y pomposidad, tiene necesidad de un contexto sagrado, respetuoso y solemne.

          Finalmente, no basta la lectura.
           La palabra de Dios es eficaz en la medida en que viene comprendida; por esto, tiene necesidad de ser interpretada y explicada utilizando un lenguaje simple, comprensible a todos: a los intelectuales y a los ignorantes, a los cultos y a los analfabetos (v. 8). De ahí, la grave responsabilidad que tienen los que pronuncian la homilía. La de Esdras y de los levitas, obtiene óptimos resultados. El pueblo hace un serio examen de conciencia, reconoce no haber sido fiel a la ley de Dios y manifiesta con lágrimas el propio arrepentimiento.
           Le viene recordado al pueblo, sin embargo, que el día del encuentro con el Señor es siempre una fiesta (v. 10). La certeza de que Dios continúa a hablar, a acompañar y a guiar a su pueblo, es fuente de grande alegría y ésta se manifiesta también exteriormente con cantos, danzas y comida y bebidas más abundantes que de ordinario. 

Salmo 18, 8. 9. 10. 15

R. Tus palabras, Señor, son espíritu y vida.

La ley del Señor es perfecta
y es descanso del alma;
el precepto del Señor es fiel
e instruye al ignorante. R.

Los mandatos del Señor son rectos
y alegran el corazón;
la norma del Señor es límpida
y da luz a los ojos. R.

La voluntad del Señor es pura
y eternamente estable;
los mandamientos del Señor son verdaderos
y enteramente justos. R.

Que te agraden las palabras de mi boca,
y llegue a tu presencia el meditar de mi corazón,
Señor, roca mía, redentor mío. R.


Segunda Lectura: 1 Corintios 12,12-31

12Como el cuerpo, que siendo uno, tiene muchos miembros, y los miembros, siendo muchos, forman un solo cuerpo, así también Cristo. 13Todos nosotros, judíos o griegos, esclavos o libres, nos hemos bautizado en un solo Espíritu para formar un solo cuerpo, y hemos bebido un solo Espíritu. 14El cuerpo no está compuesto de un miembro, sino de muchos. 15Si el pie dijera: Como no soy mano, no pertenezco al cuerpo, no por ello dejaría de pertenecer al cuerpo. 16Si el oído dijera: Como no soy ojo, no pertenezco al cuerpo, no por ello dejaría de pertenecer al cuerpo. 17Si todo el cuerpo fuera ojo, ¿cómo oiría?; si todo fuera oído, ¿cómo olería? 18Dios ha dispuesto los miembros en el cuerpo, cada uno como ha querido. 19Si todo fuera un solo miembro, ¿dónde estaría el cuerpo? 20Ahora bien, los miembros son muchos, el cuerpo es uno. 21No puede el ojo decir a la mano: No te necesito; ni la cabeza a los pies: No los necesito. 22Más aún, los miembros del cuerpo que se consideran más débiles son indispensables, 23y a los que consideramos menos nobles los rodeamos de más honor. Las partes menos presentables las tratamos con más decencia; 24ya que las otras no lo necesitan. Dios organizó el cuerpo dando más honor al que menos valía, 25de modo que no hubiera división en el cuerpo y todos los miembros se interesaran por igual unos por otros. 26Si un miembro sufre, sufren con él todos los miembros; si un miembro es honrado, se alegran con él todos los miembros. 27Ustedes son el cuerpo de Cristo, y cada uno en particular, miembros de ese cuerpo. 28Dios ha querido que en la Iglesia haya en primer lugar apóstoles, en segundo lugar profetas, en tercer lugar maestros, luego vienen los que han recibido el don de hacer milagros, después el don de sanaciones, el don de socorrer a los necesitados, el de gobierno, y el don de lenguas diversas. 29¿Son todos apóstoles?, ¿son todos profetas?, ¿son todos maestros?, ¿todos hacen milagros?, 30¿tienen todos el don de sanar?, ¿hablan todos lenguas desconocidas?, ¿son todos intérpretes? 31Ustedes, por su parte, aspiren a los dones más valiosos. Y ahora les indicaré un camino mucho mejor. – Palabra de Dios

          Para mostrar a los Corintios que los dones del Espíritu Santo no deben llevar a la competencia y a la rivalidad, sino a la humildad, Pablo introduce esta imagen muy conocida en la antigüedad: la comunidad es como un cuerpo humano, compuesto de muchos miembros, cada uno de ellos con su propia función. Todas las partes del cuerpo son importantes, ninguna puede ser despreciada, ninguna puede sustituir a otra.
           Este paragón era usado para convencer a los súbditos y a los esclavos a someterse y servir a sus dueños. Pablo lo emplea de modo completamente diferente: se sirve de él para explicar que todos los miembros de una comunidad se encuentran al mismo nivel y gozan de la misma dignidad. Si hay que establecer una jerarquía –dice– se debe otorgar el mayor respeto a los más débiles, privilegiar a los más pobres (vv. 22-24).
           En la última parte de la lectura (vv.28-30) viene presentada una escala de valor de los carismas. Quizás sorprenda el hecho de que “gobernar” ocupe solamente el penúltimo puesto. El último –como era de esperar– es para el “don de lenguas”.
           ¿Cuáles son los carismas más importantes? Un peldaño por encima de los demás están los relacionados con el anuncio de la Palabra: los apóstoles, los profetas y maestros (cf. Rom 12,6-8; 1 Cor 12,8-10; Ef 4,11). Esto no significa que los agraciados por este carisma merezcan mayor respeto, tengan derecho a privilegios, títulos honoríficos, besamanos, inclinaciones…. Es el ministerio en sí el que es más importante. No hay duda de que anuncio de la Palabra ocupa el primer puesto, porque es la palabra la que hace nacer y alimenta la fe y la vida de la comunidad (cf. Rom 10,17).


Evangelio: Lucas 1,1-4; 4,14-21

1Ya que muchos emprendieron la tarea de relatar los sucesos que nos han acontecido, 2tal como nos lo transmitieron los primeros testigos presenciales y servidores de la palabra, 3también yo he pensado, ilustre Teófilo, escribirte todo por orden y exactamente, comenzando desde el principio; 4así comprenderás con certeza las enseñanzas que has recibido.14Impulsado por el Espíritu, Jesús volvió a Galilea, y su fama se extendió por toda la región. 15Enseñaba en sus sinagogas, y era respetado por todos. Jesús fue a Nazaret, donde se había criado, y según su costumbre entró un sábado en la sinagoga y se puso en pie para hacer la lectura. 17Le entregaron el libro del profeta Isaías. Lo abrió y encontró el texto que dice: 18El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido para que dé la Buena Noticia a los pobres; me ha enviado a anunciar la libertad a los cautivos y la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos, 19para proclamar el año de gracia del Señor. 20Lo cerró, se lo entregó al ayudante y se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos fijos en él. 21Él empezó diciéndoles: Hoy, en presencia de ustedes, se ha cumplido este pasaje de la Escritura. – Palabra del Señor

          Haciendo suyo un procedimiento literario en uso entre los autores clásicos de su tiempo, Lucas comienza su obra con un prólogo (cf. Lc 1,1-4). Es una introducción en la que, sin citar su propio nombre, se presenta a sí mismo, declara el objetivo que se ha propuesto y expone los criterios que seguirá en la composición del Evangelio.
           Escribe unos cincuenta años después de los hechos y, único entre los evangelistas, dice expresamente que no pertenece al grupo de aquellos que han conocido personalmente a Jesús de Nazaret.
           La pregunta surge espontánea: ¿se podrá uno fiar de lo que cuenta? Ésta es en síntesis su respuesta: cualquiera puede hablar de Jesús aunque no haya sido testigo directo de los hechos con tal de ser fiel a la tradición. Aclaremos esto
           Estamos en los años 80 d.C. y el Evangelio ha sido ya anunciado en todo el imperio romano; han surgido comunidades por doquier; muchos, también, han comenzado a poner por escrito los dichos de Jesús, los episodios de su vida. ¿Qué ha dado origen a este movimiento religioso de éxito tan grande?
           Han ocurrido –dice Lucas– acontecimientos entre nosotros (v. 1). No sueños, no doctrinas, filosofías, no revelaciones exotéricas, sino hechos, acontecimientos reales que han tenido por protagonista a un hombre: Jesús de Nazaret. De lo que él ha dicho y enseñado hay testigos oculares que, como dirá Juan: “hemos visto con nuestros ojos y han palpado nuestras manos” (1 Jn 1,1) y se han convertido después en “ministros de la Palabra”. Nótese bien: no en “propietarios”, “señores”, sino en “siervos de la Palabra” (v. 2). No inventores de historias, no embrollones ávidos de dinero, sino personas que han dedicado toda su vida al anuncio fiel de lo que han visto y oído y que incluso han preferido morir ante que traicionar el mensaje recibido del Maestro.
           Muchos se han puesto manos a la obra para presentar un relato de estos acontecimientos. También Lucas se ha decidido a escribir sobre el asunto. No lo hace para desacreditar la obra de quienes lo han precedido, sino para preparar un relato ordenado del que sus comunidades tienen necesidad.
           ¿Qué método ha seguido? Ha realizado una investigación minuciosa de todos los hechos. Ha contactado a los primeros testigos; y así, todos los creyentes que lean cuanto ha  escrito, podrán tener la certeza de fundar su fe sobre afirmaciones sólidas, Con claridad y decisión, dice haber sido guiado por una única preocupación: la de trasmitir fielmente lo que sido consignado a los “ministros de la Palabra”. No inventa nada, ha establecido la veracidad de los hechos desde el principio, es decir, desde la “infancia” de Jesús (v. 3).   
          El objetivo que persigue es dar bases sólidas a la fe de los cristianos de sus comunidades (v. 4). Las verdades de fe no pueden ser demostradas con pruebas inexpugnables, sin embargo, la adhesión a Cristo no tiene nada que ver con creencias  facilonas, no es una ingenua elección hecha por personas ignorantes y dispuestas a aceptar acríticamente cualquier fabula.   

          Existen óptimas razones para creer y Lucas quiere exponerlas.
           Una palabra también sobre Teófilo. Era costumbre entre los autores clásicos dedicar sus obras a quienes las costeaban. Los pergaminos eran caros y para un evangelio eran necesarias las pieles de veinte cabritos; había que remunerar también a los calígrafos quienes, aunque cobraban poco más que un jornalero, eran lentos en su trabajo; finalmente, también el autor del libro tenía que vivir. Un admirador de Lucas, Teófilo, probablemente un cristiano acomodado del Asia Menor, habría cargado con todos los costes. En señal de gratitud, el evangelista menciona su nombre tanto en el prólogo del Evangelio, como en el de los Hechos de los Apóstoles.   
           Tres capítulos separan la segunda parte del pasaje de hoy (Lc 4,14-21) de la primera. Estamos en el comienzo de la vida pública de Jesús en su tierra, Galilea y el episodio narrado –que Mateo y Marcos lo colocan hacia la mitad de sus evangelios– constituye para Lucas la obertura programática, la síntesis de toda la actividad de Jesús.
           Es sábado y la gente va a la sinagoga para orar y escuchar las lecturas y la explicación de la palabra de Dios. Un rabino organiza el encuentro, pero todo judío adulto puede presentarse o ser invitado a leer y comentar las Escrituras. Hacer una homilía era bastante fácil: bastaba haber aprendido de memoria las explicaciones y comentarios de los grandes rabinos y referir sus opiniones. Nadie es tan presuntuoso como para aventurarse a añadir la propia interpretación. Como solía hacer, Jesús se une a su pueblo y se ofrece a hacer de lector.
           La liturgia comienza con la recitación del Shemá –la profesión de fe del israelita piadoso–, continúa con las diez y ocho bendiciones que introducen la parte central de la celebración, la lectura de los dos pasajes de la Escritura: el primero sacado del Pentateuco (la Torah) y el otro de los Profetas. Quien lee el segundo texto, por lo general, pronuncia también la homilía. El clima es de recogimiento y oración, la gente está bien dispuesta a la escucha de la palabra de Dios y Jesús aprovecha la ocasión para lanzar su mensaje (16).
           Lucas resalta minuciosamente algunos detalles, no por escrúpulo histórico, sino para transmitir mensajes teológicos. 
           El primer detalle es aparentemente superfluo: Jesús abre el volumen que le ha sido consignado. El evangelista quiere hacer comprender a sus lectores que, sin Cristo, el texto sagrado es un libro cerrado; los oráculos de los profetas y todos los libros del Antiguo Testamento permanecen incomprensibles. Solo Él puede darles un sentido. Hecha la lectura, Jesús enrolla el volumen, lo consigna al sirviente y se sienta; los ojos de todos están fijos en él. Los rabinos explicaban la Palabra de Dios estando sentados. Si se subraya que Jesús asume esta posición es para decir que él se ha convertido en el Maestro. Es una invitación a fijar nuestros ojos en él y no en ningún otro. Los libros santos del Antiguo Testamento tienen el objetivo de conducir a él y, realizada esta finalidad, pueden ser enrollados.
           El texto elegido está tomado del profeta Isaías: “El Espíritu del Señor está sobre mí, me ha ungido para que dé la Buena Noticia a los pobres; me ha enviado a anunciar la libertad a los cautivos y la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos y para proclamar el año de gracia del Señor” (vv. 17-19).
           ¿Quién es el hombre encargado para llevar este mensaje gozoso a los pobres? ¿De quién está hablando Isaías? El profeta se refiere a un personaje que, alrededor de 400 años antes de Cristo, fue enviado por Dios a consolar a los Israelitas que habían regresado del exilio de Babilonia.
           Vivían en una situación dramática que hemos descrito en la explicación de la primera lectura: los ricos explotaban a los pobres, los ricos no pagaban a sus trabajadores, los fuertes dominaban a los débiles (cf. Is 56,10–52,2).
           En este contexto histórico, un hombre poseído por el Espíritu del Señor es enviado a proclamar “el año de gracia”, “el jubileo”, el tiempo en que son condonados todos los delitos, puesto fin de toda forma de esclavitud y restablecida la justicia.  

          Hoy –comienza a decir Jesús– se ha cumplido este pasaje de la Escritura” (v. 21)
           No comenta el texto del profeta, sino que proclama su realización. Hoy comienza el año de gracia, la fiesta sin fin para todos, porque a todos, en nombre de Dios, les ha sido anunciada la salvación, gratuita y sin condiciones.
           El término hebreo usado por Isaías para indicar la liberación de los prisioneros es deror que significa: liberar de todo lo que impide correr con soltura. Hoy la palabra de Jesús comienza a liberar no solo de las enfermedades –que son el signo de una disminución de la vida– sino de todos los impedimentos morales y sicológicos que bloquean, entorpecen y no permiten avanzar y crecer, inhiben los arrebatos de amor. La maraña de pasiones incontroladas que hacen que nos repleguemos sobre nosotros mismos a la búsqueda de nuestro propio interés, el frenesí del poseer y del éxito…todo esto son cadenas. Hoy estos cepos comienzan a ser destruidos.
           La fuerza irresistible que los rompen es la del Espíritu Santo (v. 14) que actúa en Jesús no solo cuando éste realiza curaciones prodigiosas, sino también y sobre todo, cuando su palabra potente destruye los lazos diabólicos que envuelven y mantienen al hombre en estado de esclavitud (cf. Lc 4,36).