Pestañas

Miércoles de Ceniza

 Cuaresma: Tiempo de ayuno para alimentarnos de la palabra
Fernando Armellini

 

Introducción

 “No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Dt 8,3). Con estas palabras tomadas del Deuteronomio, Jesús rechaza la propuesta del maligno que le sugiere de empeñar todas sus energías y capacidades en producir pan.

        El hombre tiene necesidad de alimento, pero, justamente cuando se ha saciado, toma conciencia de que hay en él inquietudes más profundas.

          Pensar que sea posible aplacar la necesidad de infinito y de lo eterno replegándose sobre la realidad de este mundo, es una dramática ilusión: la belleza se marchita, “niñez y juventud son efímeras” (Ecl 11,10); los bienes de este mundo prometen el paraíso en la tierra, pero después llega el momento en que son requisados o confiscados. Sabemos que todo va a terminar así, sin embargo, nos parece natural continuar a confiar en las realidades efímeras para la realización de nuestra vida.

          Cuando tomamos conciencia de la caducidad de este mundo y nos interrogamos sobre el sentido de nuestra existencia, cuando entramos en diálogo con el Señor, es entonces cuando realizamos el salto cualitativo que nos convierte realmente en personas. Para los musulmanes, justamente o no, quien no alza su mirada al cielo, quien no establece una relación íntima con Dios, no es persona.

          La búsqueda de alimento y de refugio, la pulsión instintiva de prolongar nuestra especie, la sed de placer, son “apetitos” que tenemos en común con los animales. Solo cuando experimentamos la necesidad íntima de otro alimento, es cuando se manifiesta en nosotros lo específico del ser humano. Consciente de ello, el profeta Amós anunciaba: “Miren que llegan días –oráculo del Señor– en que enviaré hambre al país: no hambre de pan y sed de agua, sino de oír la Palabra del Señor” (Am 8,11).

          La Cuaresma es un tiempo privilegiado para adentrarse en nosotros mismos, para hacer crecer lo divino que llevamos dentro de nosotros. Es el tiempo para escuchar la palabra de Dios. No es una escucha superficial, distraída, temerosa de que el mensaje penetre demasiado profundamente en la mente y en el corazón, provoque turbación y exija cambios radicales de dirección en nuestra vida.

 * Para interiorizar el mensaje, repetiremos: “Tu Palabra, Señor, es alimento para la vida que me has dado”.

 

Primera Lectura: Joel 2,12-18

     Ahora dice el Señor: 2,12Vuelvan a mí de todo corazón, con ayuno, llantos y lamentos. 13Desgarren su corazón y no sus vestiduras, y vuelvan al Señor, su Dios, porque él es bondadoso y compasivo, lento para la ira y rico en fidelidad, y se arrepiente de tus amenazas. 14¡Quién sabe si él no se volverá atrás y se arrepentirá, y dejará detrás de sí una bendición: la ofrenda y la libación para el Señor, su Dios! 15¡Toquen la trompeta en Sión, prescriban un ayuno, convoquen a una reunión solemne, 16reúnan al pueblo, convoquen a la asamblea, congreguen a los ancianos, reúnan a los pequeños y a los niños de pecho! ¡Que el recién casado salga de su alcoba y la recién casada de su lecho nupcial! 17Entre el vestíbulo y el altar lloren los sacerdotes, los ministros del Señor, y digan: “¡Perdona, Señor, a tu pueblo, no entregues tu herencia al oprobio, y que las naciones no se burlen de ella! ¿Por qué se ha de decir entre los pueblos: Dónde está su Dios?”. 18El Señor se llenó de celos por su tierra y se compadeció de su pueblo. – Palabra de Dios

 

          Una de las calamidades más temidas por los antiguos era la plaga de langostas. Empujadas por el viento abrasador del desierto, llegaban en bandadas y dondequiera que se posaban no dejaban vestigio alguno de vegetación. Al principio de su libro, el profeta Joel describe de modo dramático este flagelo que ha golpeado su tierra: “Convierte mi viñedo en desolación, reduce las higueras a astillas…. Destruido el suelo, hace duelo la tierra…. Están defraudados los labradores, se quejan los viñadores…porque no hay cosecha en los campos” (Jl 1,7-11).

          Es en este contexto donde viene colocado el pasaje que nos introduce en el tiempo cuaresmal.

          ¿Por qué, –se preguntan los israelitas– nos vemos afligidos por semejante desventura? ¿Es un castigo? ¿Una represalia de Dios, resentido porque nos hemos olvidado de él?

          Las desgracias, y una de ellas es la plaga de langostas, son acontecimientos dolorosos que ocurren, pero nunca son enviados por Dios. Provocan desconcierto y angustia; no obstante, si estos momentos tristes son vividos a la luz de la palabra de Dios, pueden convertirse en momentos de gracia. El profeta ayuda al pueblo a leer la desgracia que les ha golpeado como una invitación a la conversión.

          La tierra, dice, ha sido invadida por la langosta porque ustedes se han refugiado en los bienes de este mundo. El bienestar, la prosperidad, la abundancia, la riqueza, han tendido una trampa fatal a vuestra fe.

          Antes de introducir al pueblo en la tierra prometida, Moisés le ha puesto en guardia contra esta peligrosa tentación: “Cuídate de no olvidar al Señor…. No sea que cuando comas hasta hartarte, cuando te edifiques casas hermosas y las habites, cuando críen reses y ovejas, aumenten tu plata y tu oro y abundes de todo, te vuelvas engreído y te olvides del Señor, tu Dios” (Dt 8,12-14).

          Joel invita a los israelitas a reconocer que los bienes materiales les han hecho perder la cabeza. Habían llegado al extremo de no pensar en otra cosa que estar bien, enriquecerse, buscar el lujo y darse a la buena vida. La desgracia de las langostas les ha demostrado cuán efímera era la riqueza en la que confiaban y cómo puede desaparecer de un momento a otro. El grano, el mosto y el aceite son preciosos, pero ¡ay de aquél que los elija como el único fin de su existencia!

          La experiencia de Israel es una lección también para nosotros, seducidos tantas veces por las promesas de plena felicidad que pregonan los bienes de este mundo. Cuando nos replegamos sobre las realidades materiales, considerándolas como un absoluto, terminamos siempre por quedarnos solos, desilusionados, en condiciones de muerte y, por compañeros, solo el llanto, el lamento y la amargura del pecado.

 

          ¿Qué hacer?


          La apasionada y afligida invitación del Señor que, por boca de su profeta, ha dirigido a los israelitas es válida también para nosotros: “¡Vuelvan a mí con todo el corazón!” (v. 12). La Cuaresma es el tiempo del regreso a la casa del Padre. Se regresa a casa solamente cuando estamos seguros de ser acogidos por alguien que nos ama. Si permanecemos obstinadamente aferrados a la imagen de Dios que nos es muy familiar porque entra dentro de nuestros esquemas, es decir, la imagen del Omnipotente que mantiene las distancias; promulgas órdenes y prohibiciones; exige respeto; es la imagen de un Dios siempre pronto para castigar, y claro nunca volveremos a él con espontaneidad y de buena gana.

          La primera conversión cuaresmal que debemos hacer, o sea la más urgente e indispensable es, la corrección de la imagen de Dios con la que estamos familiarizados, creada por nuestra mente y que no proviene de la palabra de Dios.

          El Dios de la Biblia no es aquel que repaga con castigos (¡Te has hecho daño…y yo te remato!), sino el que recupera, sana las heridas que el hombre, pecando, se ha hecho.

          He aquí cómo nos lo presenta hoy el profeta Joel: “Es compasivo y clemente, paciente, lento a la ira y rico en misericordia y se arrepiente de las amenazas” (v. 13).

          No basta saber que Dios nos ama, que nos espera, que nos colmará de bienes, que no nos echará en cara ni castigará nuestros errores. Solo hay que tener el coraje de decidirnos a iniciar el camino de regreso hacia él; sabiendo, sin embargo, que encontraremos dificultades, rupturas dolorosas, decisiones radicales que tomar. Por eso la Cuaresma es un tiempo de austeridad, de entrenamiento a la renuncia, a las privaciones, al despojamiento de todo lo que hace pesado y lento nuestro caminar.

          El acercamiento a Dios se verá acompañado –explica de hecho Joel– por “el ayuno, el llanto, el luto” (v. 12). No estamos solos, sin embargo, en el camino hacia la conversión. A nuestro lado encontraremos tantos hermanos y hermanas que recorren la misma senda, que nos animan con sus palabras y con sus ejemplos, se unen a nosotros en la “asamblea solemne” (vv. 15-16) y, con los ministros del Señor, piden con nosotros a Dios: “Perdona Señor a tu pueblo” (v. 17).

          La lectura no nos relata la respuesta de Dios a las oraciones de su pueblo, pero la profecía de Joel continúa: “No temas, tierra; alégrate y haz fiesta…. Los campos se llenan de grano, rebosarán las bodegas vino y aceite; les compensaré los años en que devoraban la langosta, el saltamontes, la oruga y el gusano…. Comerán hasta saciarse y alabarán al Señor su Dios que hizo prodigios por ustedes” (Jl 2,21.24-26).

          El pecado ha destruido nuestra vida, nos ha dejado secos y esqueléticos como el campo devorado por las langostas. Pero no será el pecado a decir la última palabra, será la misericordia de Dios. Él trasformará el desierto en un jardín. La Cuaresma es tiempo de esperanza y de gozosa expectación: a pesar de nuestros rechazos, de nuestras debilidades, de nuestras indecisiones, Dios guiará nuestros pasos hasta el encuentro con él.

 

Segunda Lectura: 2 Corintios 5,20-21; 6,1-2

     5,20Hermanos: Nosotros somos, entonces, embajadores de Cristo, y es Dios el que exhorta a los hombres por intermedio nuestro. Por eso, les suplicamos en nombre de Cristo: Déjense reconciliar con Dios. 21A aquel que no conoció el pecado, Dios lo identificó con el pecado en favor nuestro, a fin de que nosotros seamos justificados por él. 6,1Y porque somos sus colaboradores, los exhortamos a no recibir en vano la gracia de Dios. 2Porque él nos dice en la Escritura: En el momento favorable te escuché, y en el día de la salvación te socorrí. Este es el tiempo favorable, este es el día de la salvación. – Palabra de Dios

 

          En la primera lectura, la invitación a la conversión –tema central de la Cuaresma– nos llega con estas palabras: “Conviértanse a mí de todo corazón” (Jl 2,12). Para Joel, la conversión es un camino de regreso que tenemos que recorrer. Quien se ha adentrado por senderos no buenos, es invitado a dar marcha atrás. Quien ha recorrido la senda que lleva al templo de los ídolos –que para nosotros son el dinero, el éxito, los placeres a toda costa– deben abandonarla y “regresar” a Dios.

          En la segunda lectura, Pablo retoma el tema, pero con otra imagen, habla de la reconciliación. También su exhortación es apasionada: ”¡Déjense reconciliar con Dios!” Él ve el pecado como un desacuerdo, un estado de enemistad, una deformación de relaciones entre Dios y el hombre. Esta hostilidad debe ser superada, es necesario restablecer la armonía.

          La experiencia dolorosa con los cristianos de Corinto a los que está escribiendo, le ha sugerido a Pablo la imagen de la reconciliación. Algunos meses antes, los corintios le habían ofendido gravemente, llegando hasta expulsarlo de la comunidad.

          No se trataba de una banal incomprensión, de un desacuerdo causado por fútiles motivos. Se trataba del mismo mensaje evangélico que el Señor les anunció por boca de Pablo y que los corintios cuestionaban y rechazaban. Esta es la razón por la que el apóstol amonesta a los corintios: “Somos embajadores de Cristo y es como si Dios hablase por nosotros” (v. 20). No es posible reconciliarse con Dios sin estar de acuerdo con sus apóstoles, con aquellos que son sus portavoces.

          He aquí una indicación preciosa para nuestro itinerario cuaresmal. La reconciliación con Dios no se realiza mediante ritos purificatorios y prácticas ascéticas, sino a través de la adhesión al mensaje que nos transmiten los embajadores de Dios, los anunciadores de su palabra (cf. Rom 10,14.17).

          En la última parte de la lectura (6,1-2), parafraseando un texto de Isaías (cf. Is 49,8) Pablo apela a la urgencia de la reconciliación con Dios: “Éste es el tiempo favorable, éste es el día de salvación” (6,2). La Cuaresma es una oportunidad que se nos ofrece para rectificar hoy, sin dilación, nuestra relación con el Señor.

 

Evangelio: Mateo 6,1-6.16-18

           Jesús dijo a sus discípulos: 6,1Tengan cuidado de no practicar su justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos: de lo contrario, no recibirán ninguna recompensa del Padre que está en el cielo. 2Por lo tanto, cuando des limosna, no lo vayas pregonando delante de ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles, para ser honrados por los hombres. Les aseguro que ellos ya tienen su recompensa. 3Cuando tú des limosna, que tu mano izquierda ignore lo que hace la derecha, 4para que tu limosna quede en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará. 5Cuando ustedes oren, no hagan como los hipócritas: a ellos les gusta orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las calles, para ser vistos. 6Les aseguro que ellos ya tienen su recompensa. 16Tú, en cambio, cuando ores, retírate a tu habitación, cierra la puerta y ora a tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará. 17Cuando ustedes ayunen, no pongan cara triste, como hacen los hipócritas, que desfiguran su rostro para que se note que ayunan. Les aseguro que con eso, ya han recibido su recompensa. 18Tú, en cambio, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lava tu rostro, para que tu ayuno no sea conocido por los hombres, sino por tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará. – Palabra del Señor

 

          La necesidad de sentirnos estimados y valorados ha sido puesta en nuestro corazón por el buen Dios y es un precioso estímulo para ocupar activamente nuestro puesto al interno de la comunidad.

          La exclusión, la falta de reconocimiento, las indiferencias son percibidas como una condena a la marginación. Si los otros no nos consideran, no somos nadie, es como si no existiésemos. De la legítima alegría que nos procura la aprobación de los hombres, podemos caer en la idolatría de la propia imagen, en la búsqueda afanosa de visibilidad a toda costa, hasta el punto de convertirnos en esclavos del qué dirán y de vivir en función de la apariencia y exhibición.

          Las primeras palabras que Jesús nos dirige al comienzo de la Cuaresma son para ponernos en guardia contra el peligro de actuar por vanagloria (v. 1).

          Si no debemos buscar la admiración de los hombres, ¿cuál debe ser, entonces, el objetivo de nuestras acciones?

          La recompensa. En el pasaje de hoy Jesús hace referencia hasta siete veces a la recompensa reservada a quien se comporte de acuerdo con sus enseñanzas. La idea de la recompensa era uno de los pilares de la religiosidad farisaica: el hombre piadoso, enseñaban los rabinos, acumula méritos delante de Dios con la observancia de los mandamientos y preceptos, y será premiado con bendiciones y bienestar; el impío, por su parte, “se endeuda” y pagará sus culpas en esta o en la otra vida.

          Era ésta una convicción teológica fundada en textos del Antiguo Testamento y compartida por todos. Rabí Akiba, uno de los rabinos más famosos, la explicaba a sus discípulos a finales del siglo II d.C.: “Cuando veo que el vino de mi amo no se vuelve ácido; que su lino no se enmaraña; su aceite no se pudre; su miel no se queda rancia, yo me entristezco porque él está recibiendo toda la recompensa de sus buenas obras en este mundo. Pero cuando lo veo en el dolor, me alegro porque está ahorrando bienes que le serán entregados en el mundo futuro”.

 

¿En qué sentido habla Jesús de recompensa?

           En el evangelio se alude frecuentemente al “premio” reservado a los justos y también al “castigo” que caerá sobre los malvados: “El Hijo del Hombre ha de venir con la gloria de su Padre y acompañado de sus ángeles. Entonces, pagará a cada uno según su conducta” (Mt 16,27), e invita a acumular “tesoros en el cielo donde no roe la polilla ni destruye la herrumbre, donde los ladrones no abren brechas ni roban” (Mt 6,20).

          A primera vista, esta forma de recompensa nos cae bien pues está en perfecta sintonía con nuestro modo de entender “la justicia”, pero ¿está conforme con el evangelio?

          Jesús ha enseñado a dar la vida de modo gratuito y desinteresado. ¿Tiene sentido, entonces, actuar en vista al premio? Hacer el bien para acumular méritos ¿no es, quizás, un cálculo egoísta? La religión de méritos ¿no reduce Dios a un administrador, a un comerciante, o peor a un contable?

          La recompensa a la que se refiere Jesús no es un puesto mejor y más elevado en el paraíso, sino la grande capacidad de amar, la unión más íntima, la semejanza más nítida con el rostro del Padre. El “premio” es la alegría de amar de un modo gratuito, como lo hace Dios, es la pertenencia, ya desde ahora, a su “Reino”.

          Se puede ser hijos de Dios como recién nacidos (cf. 1 Pe 2,1-2) o como quienes ya han recorrido mucho camino hacia la inalcanzable meta que es la perfección del Padre que está en los cielos (cf. Mt 5,48). Para progresar en esta madurez, el evangelio nos propone al inicio de la Cuaresma tres prácticas ascéticas: la limosna, la oración y el ayuno. Constituían los pilares de la espiritualidad judía que Jesús presenta desde una nueva perspectiva, la suya.

 

La primera: la limosna

         En tiempos de Jesús, había en cada pueblo de Israel encargados de recoger y distribuir las ayudas a los pobres, huérfanos, viudas y forasteros. Esta institución caritativa tenía innegables méritos, sin embargo, se transformaba para muchos en una ocasión de exhibicionismo. Existía la costumbre de elogiar públicamente, durante la celebración litúrgica del sábado, a quien hubiera contribuido con una oferta generosa. Se le invitaba a ponerse de pie en medio de la asamblea; era presentado a todos como ejemplo y se le acompañaba al puesto de honor, junto a los rabinos.

          Jesús ha presenciado con frecuencia, y ciertamente con profundo desagrado, estos espectáculos y, de hecho, ha calificado de “hipócritas” (actores) a aquellos que se prestaban a actuar en esta comedia. No ha sentido indignación sino mucha pena porque, por un momento de vanagloria, estas personas –muy buenas, por otra parte– desaprovechaban una oportunidad preciosa de practicar el bien sin hacerse notar, como se comporta Dios, quien se esconde de tal manera que hace dudar hasta de su misma existencia.

          Más que de “limosna”, nosotros hoy hablamos de solidaridad, de compartir, de atención a las necesidades de los otros. El término “limosna” suena un poco arcaico, pero hay que conservarlo porque su significado es muy bello; deriva de una raíz verbal griega que quiere decir conmoverse, tener piedad, intervenir a favor de quien está necesitado porque se siente uno emotivamente envuelto en su problema. Si queremos profundizar un poco más en el sentido de la “limosna”, hay que tener presente que en la lengua hebraica no existe un término para definirla. Se la llama simplemente tzedakáh-justicia.

          Para un hebreo –y por tanto para Jesús– dar limosna no es dejar caer algunos céntimos en manos necesitadas, sino restablecer la justicia, reconocer que los bienes de este mundo no pertenecen al hombre sino a Dios. Quien posee más de lo que necesita porque lo ha tomado demás, debe entregarlo a quienes el Padre ha destinado que lo reciban.

          Es una mentira hablar de tuyo, de mío o de suyo y también de nuestro porque “del Señor es la tierra y cuanto la llena, el mundo y todos sus habitantes” (Sal 24,1). Los hombres son solamente comensales invitados a Su banquete. Es por esto que Jesús recomienda a sus discípulos de hacer la justicia en secreto: “que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha” (vv. 3-4).

          La autocomplacencia está fuera de lugar, de modo que el beneficiado no se avergüence ni se sienta endeudado con quien le ha hecho el bien, porque solamente le ha entregado lo que pertenece al Padre del cielo. Los Padres de la Iglesia habían comprendido bien esta verdad. Citemos uno entre tantos, San Ambrosio, quien decía al rico: “Acuérdate de que tu no das al pobre de lo tuyo, sino que le restituyes solamente lo que le es debido”.

 

La segunda práctica cuaresmal: la oración

           Hoy la oración está en crisis, no por mala voluntad de los fieles sino porque no es fácil comprender su valor y el modo de hacerla. ¿Cómo orar en Cuaresma? ¿Repitiendo con mayor frecuencia las oraciones que hemos aprendido?

    Jesús recomienda no ser “charlatanes como los paganos, que piensan que por mucho hablar serán escuchados” (Mt 6,7). Nos preguntamos también: ¿Por qué hacerle conocer lo que él ya conoce? “El Padre de ustedes sabe lo que necesitan antes de que se lo pidan” (Mt 6,8). ¿Por qué solicitar su intervención si él ya desea el bien del hombre? ¿Puede nuestra oración obligarle a cambiar de planes?

          En tiempos de Jesús, como hoy, había dos clases de oración, la pública y la privada. La oración pública se hacía el en templo, en las sinagogas y en las plazas, dos veces al día. A las nueve de la mañana y a las tres de la tarde, mientras en el templo se ofrecía el sacrificio, todo judío piadoso, dondequiera que se encontrara, se volvía hacia Jerusalén y se unía espiritualmente al rito que se estaba celebrando en el templo.

          Jesús no condena esta práctica a la que también él se ha mantenido fiel, pero pone en guardia contra el peligro de “perder la recompensa”, es decir, de hacerla ineficaz y arruinarla con la ostentación. Después, se detiene en el otro tipo de oración, aquella privada, la que se hace en la propia habitación, a puertas cerradas, en la intimidad con el Padre “que ve en lo secreto”. Esta oración no es una repetición de fórmulas ni tampoco un elenco de peticiones. Es un diálogo con Dios, no para convencerlo a hacer nuestra voluntad y convertir en realidad nuestros sueños, sino para ser introducidos en sus pensamientos, interiorizar sus designios y recibir de él la fuerza para desarrollar el trabajo que nos ha sido asignado en la construcción de su Reino.

          Oración es, sobre todo, escucha, apertura del corazón para acoger los proyectos de Dios y para no frustrar lo que él espera de nosotros. Requiere tiempos largos y necesita de ambientes que favorezcan la concentración, la meditación y el recogimiento.

          Jesús sabía orar y sabía elegir los lugares adecuados, como nos recuerdan los evangelistas: “Muy de madrugada, cuando todavía estaba obscuro, se levantó, salió y se dirigió a un lugar despoblado, donde estuvo orando (Mc 1,35); “Después de esto (despedir a la gente), subió al monte a orar” (Mc 6,46); “Jesús se retiraba a lugares solitarios para orar” (cf. Lc 5,16); “Se subió a una montaña a orar y se pasó toda la noche orando a Dios” (Lc 6,12)…

          Este tipo de oración siempre obtiene “su recompensa” porque mantiene los pensamientos y las acciones del hombre en sintonía con aquellos de Dios.

 

La tercera práctica: el ayuno

           El ayuno existe en todas las religiones como expresión de luto y de dolor y va acompañado frecuentemente de gestos como la renuncia al cuidado del propio cuerpo, dormir en tierra, rociarse de polvos y cenizas, vestirse de cilicio o saco (tela oscura y áspera tejida generalmente con pelo de cabra o de camello, era un símbolo de profunda tristeza y lamentación).

          En tiempos de Jesús, el ayuno se consideraba altamente meritorio: servía para reparar los pecados, para suscitar la piedad de Dios alejando sus castigos, para conjurar calamidades. Había adquirido tal importancia en Israel que en el imperio romano circulaba el dicho: “Ayunar como un judío”. Los más devotos y piadosos llegaban hasta abstenerse completamente del alimento, desde el alba hasta el atardecer, dos veces por semana, el lunes y el jueves (cf. Lc 18,12); cada maestro daba disposiciones precisas sobre este punto.

          Estando así las cosas, sorprende el escaso relieve que en el Nuevo Testamento se da al ayuno. San Pablo nunca menciona el ayuno en sus cartas, y Jesús lo hace solamente en dos ocasiones: una, para justificar a sus discípulos que no lo practican (cf. Mt 9,14); la otra –la que encontramos en el evangelio de hoy– para indicar las disposiciones que caracterizan el verdadero ayuno.

          La comunidad cristiana es consciente de tener al Esposo consigo “todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28,20), por tanto, no ayuna “como los hipócritas que desfiguran la cara” (v. 16). El ayuno del discípulo tiene un significado completamente diverso: no es expresión de luto ni de dolor, sino de alegría por la presencia en el mundo del reino de Dios.

          El cristiano ayuna “perfumándose la cabeza y lavándose el cuerpo”. No hace ostentación de ningún esfuerzo, no desea que se note su sacrificio. Está contento al saber que con su renuncia puede ver la alegría del pobre al que ayuda. Este ayuno se destaca y diferencia del de los fariseos y se coloca en la línea de los profetas que habían condenado severamente el falso ayuno.

          ¡Basta!, han dicho los profetas, de llamar ayuno y día agradable al Señor al “doblar la cabeza como un junco y acostarse sobre estera y ceniza” mientras ayunan entre peleas y disputas hacen su propio interés y maltratan a sus servidores, dando puñetazos sin piedad (Is 58,3-5).

          El ayuno agradable a Dios consiste en: “abrir las prisiones injustas, hacer saltar los cerrojos de los cepos, dejar libres a los oprimidos, romper con toda forma de esclavitud. Compartir el pan con el hambriento, hospedar al pobre sin techo, vestir al que se ve desnudo” (Is 58,6-7). “Practicar justicia y fidelidad; que cada uno trate a su hermano con amor y misericordia. No opriman a la viuda ni al huérfano, al extranjero ni al pobre, que nadie piense en hacer maldades contra su prójimo” (Zac 7, 9-10).

          El ayuno verdadero produce siempre gestos de amor hacia el prójimo. La comida que sobra no se debe conservar para el día siguiente, debe ser distribuida inmediatamente a quien tiene hambre.

          El Pastor Hermas, un libro muy leído por los cristianos del siglo II, explica así la relación entre ayuno y caridad: “He aquí cómo debes practicar el ayuno: durante el día de ayuno comerás solamente pan y agua; después, calcularás cuánto habrías gastado por tu comida en ese día y ofrecerás ese dinero a una viuda, a un huérfano o a un pobre; así tú te privas de algo de manera que tu sacrificio sirva para que alguien se sacie. Él rezará por ti al Señor. Si ayunas de esta manera, tu sacrificio será agradable a Dios”.

          El Papa León Magno, del 440 al 461, en una homilía a los cristianos de Roma recomendaba: “Nosotros prescribimos el ayuno recordándoles no solo la necesidad de abstinencia, sino también de hacer las obras de misericordia. De esta manera, lo que ahorren de los gastos ordinarios se transformará en alimento para los pobres”.

          Este ayuno obtiene siempre su “recompensa”: aleja el corazón de los bienes de este mundo; hace olvidar el propio interés; crea amor y ganas de compartir y nos abre las puertas del reino de Dios.