Deja los bienes y obtendrás el
Bien
P. Fernando Armellini
Introducción
Elegido
como árbitro de la competición musical entre la flauta de Pan y la lira de
Apolo, el rey Midas había atribuido la victoria a la primera. Sólo un tonto,
uno con la sensibilidad musical de un asno podría dar un juicio tan
desquiciado. Le crecieron orejas de burro y se convirtió en símbolo del hombre
descerebrado.
Un día, Dionisio, agradecido por un favor recibido, le permitió expresar un deseo, prometiéndole cumplirlo. Midas, sin reflexionar y guiado por su necedad proverbial, pidió que todo lo que tocara se convirtiera en oro, y así sucedió pero desde entonces, ya no pudo comer ni beber.
Un día, Dionisio, agradecido por un favor recibido, le permitió expresar un deseo, prometiéndole cumplirlo. Midas, sin reflexionar y guiado por su necedad proverbial, pidió que todo lo que tocara se convirtiera en oro, y así sucedió pero desde entonces, ya no pudo comer ni beber.
De
estos mitos solamente se ríe quien no se da cuenta que reflejan nuestra
realidad y denuncian nuestras decisiones insensatas.
Somos nosotros quienes, entre el
sonido de la lira de Apolo, símbolo de la armonía, el equilibrio de las
pasiones, la moderación, y la melodía de la flauta, un instrumento de seducción
y de estímulo para los excesos, preferimos esta última.
El frenesí insaciable de oro, la
codicia de los bienes, la idolatría del dinero son fuentes de preocupación,
ansiedad y afán; ahogan y hacen la vida imposible pero, aun así, siguen siendo
considerados por muchos como objetivos por los que vale la pena vivir. Todo lo
que se toca –la profesión, la investigación científica, las amistades, la
familia y, a veces, hasta la misma religión es apreciado… si produce oro. Ésta
es la locura.
“El hombre de orejas de burro” era
considerado por los sabios de la antigüedad como un “loco” y así ha sido
juzgado por Jesús quienes hacen de la acumulación de bienes el sentido de su
existencia (cf. Lc 12,20).
*
Para interiorizar el mensaje, repetiremos: “Yo no quiero jugarme la vida por
los bienes, sino por el Bien”.
Primera
Lectura: Sabiduría 7,7-11
7Supliqué y se me concedió la prudencia,
invoqué y vino a mí el espíritu de Sabiduría. 8La preferí a cetros y
tronos, y en comparación con ella tuve en nada la riqueza; 9no la
equiparé a la piedra más preciosa, porque todo el oro a su lado es un poco de
arena, y, junto a ella, la plata vale lo que el barro; 10la quise
más que a la salud y la belleza y me propuse tenerla por luz, porque su
resplandor no tiene ocaso. 11Con ella me vinieron todos los bienes
juntos, en sus manos había riquezas incontables. – Palabra de Dios
La
inteligencia, la capacidad de descubrir los misterios de la ciencia y la
tecnología, la riqueza, la salud, la belleza, el poder, pueden ser heredados de
los propios padres. La sabiduría no. La sabiduría que nos lleva a tomar
decisiones sensatas y nos abre la puerta a la plenitud de la vida, no procede
de los hombres, sino del cielo, es un regalo de Dios.
Salomón nos dice sobre su origen:
“También yo soy un hombre mortal, igual que todos, modelado en arcilla, en el
vientre materno fue esculpida mi carne… gracias al semen de mi padre y del
placer que acompaña al sueño. Al nacer, también yo respiré el aire común…
estrené mi voz llorando, igual que todos” (Sab 7,1-3).
Ya de pequeño era un niño
extraordinario, poseedor de dotes excepcionales, pero le faltaba la cualidad
más importante, que ningún hombre puede dar, la sabiduría. La lectura de hoy
explica cómo la obtuvo: “Supliqué y se me concedió” (v. 7).
La cita bíblica hace referencia al
famoso sueño de Gabaón en la montaña donde el Señor se apareció a Salomón en un
sueño durante la noche, y le dijo: “Pide lo que quieras que te lo daré”.
Salomón respondió: “Yo soy un muchacho que no sé valerme… enséñame a escuchar para
que sepa gobernar a tu pueblo” (1 R 3,4-15).
La educación, la cultura, la
erudición son proporcionadas por profesores y tutores, la capacidad de
discernir lo bueno de lo malo se puede obtener sólo a través de la oración, del
encuentro con Dios en la montaña donde Él se revela. Si se permanece en la
llanura, si no se eleva el corazón a Dios para escuchar su palabra, queda uno a
merced de los pensamientos de los hombres, carentes de prudencia (v. 7).
En la segunda parte de la lectura
(vv. 8-10) Salomón hace el elogio de la sabiduría divina que le fue concedida
por el cielo y, comparándola con las criaturas más fascinantes, concluye: todo
lo que los hombres aprecian, piedras preciosas, oro, plata, es nada en su
comparación (v. 8), son un puñado de arena, fango (v. 9); la salud, la belleza
física (cantada por todo un libro de la Biblia, el Cantar de los Cantares), la
posesión de reinos, cetros y tronos no tienen ni punto de comparación con la
sabiduría (vv. 9-10). Ni siquiera la luz, la más espléndida de las criaturas,
se puede comparar con ella, porque la sabiduría “es más bella que el sol, y que
todas las constelaciones, comparada a la luz del día, sale ganando” (Sab
7,29).
¿Es
verdad que para conseguir la sabiduría debe uno renunciar a todo lo que es
hermoso en la creación?
El
autor del libro de la Sabiduría no muestra desprecio alguno por los bienes
temporales, es más, está convencido de que son muy buenos y por esta razón los
compara con la sabiduría. Todo lo que Dios ha creado es bueno y hermoso, pero
es para conseguir estos bienes que es necesaria la sabiduría.
En
la última parte de la lectura (v. 11) Salomón reconoce que, justamente por
haber elegido la sabiduría, el Señor le ha dado todos los otros dones.
La
sabiduría es una esposa encantadora. Quién se une a ella por amor, no vuelve
los ojos a otras sabidurías, por más seductoras que sean; quien la introduce en
su casa, hará un descubrimiento sorprendente: como dote traerá consigo todo
bien.
El
que se hace sabio, el que aprende a dar a las criaturas su justo valor y toma
decisiones de acuerdo con el plan de Dios, no pierde nada, lo gana todo:
obtiene la verdadera alegría.
Salmo 89,
12-13. 14-15. 16-17
R: Sácianos de tu misericordia, y toda nuestra vida será alegría y
jubilo.
para que adquiramos un corazón sensato.
Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo?
Ten compasión de tus siervos.
Por la mañana sácianos de tu misericordia,
y toda nuestra vida será alegría y júbilo;
danos alegría por los días en que nos afligiste,
por los años en que sufrimos desdichas.
Que tus siervos vean tu acción
y sus hijos tu gloria.
Baje a nosotros la bondad del Señor
y haga prósperas las obras de nuestras manos.
Segunda
Lectura: Carta a los hebreos 4,12-13
12 La Palabra de Dios es viva y eficaz y más
cortante que espada de dos filos; penetra hasta la separación de alma y
espíritu, articulaciones y médula, y discierne sentimientos y pensamientos del
corazón. 13No hay criatura oculta a su vista, todo está desnudo y
expuesto a sus ojos. A ella rendiremos cuentas. – Palabra de Dios
Las conversaciones vacías no producen nada, no
transforman el corazón humano. La palabra de Dios es completamente diferente, y
el autor de la lectura de hoy enumera sus características.
Es
viva y eficaz. Una vez salida de la boca del Señor siempre produce algún
efecto, ya que posee en sí la vida y el poder de Dios. El profeta Isaías la
compara con la lluvia que no cae nunca inútilmente, no regresa al cielo sin
haber fecundado la tierra (cf. Is 55,10 -11).
Si nuestras comunidades permanecen siempre
lo mismo, si la vida de nuestras familias no mejora, esto se debe a que la
palabra anunciada por los predicadores, catequistas y padres no es ni viva ni
eficaz, no es la palabra de Dios, sino sólo la sabiduría de los hombres.
También es aguda y penetrante, más
que una espada afilada; es dura e inflexible, no se deja doblegar por vientos
de nuevas doctrinas y penetra inexorable hasta lo más íntimo de quien la
escucha. No es una pluma que acaricia, ni una muleta donde apoyarse para ir
tirando incluso en situaciones de parálisis espiritual.
Finalmente es juez de toda acción. La
palabra que deja tranquilos y calma, que no molesta, que le permite convivir
con malos hábitos, manías, animosidad, resentimientos, no es palabra de Dios.
Evangelio:
Marcos 10,17-30
17En aquel tiempo, cuando Jesús se puso en
camino, llegó uno corriendo, se arrodilló ante él y le preguntó: Maestro bueno,
¿qué debo hacer para heredar vida eterna? 18Jesús le respondió: ¿Por
qué me llamas bueno? Nadie es bueno fuera de Dios. 19Conoces los
mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no jurarás en
falso, no defraudarás, honra a tu padre y a tu madre. 20Él le
contestó: Maestro, todo eso lo he cumplido desde mi juventud. 21Jesús
lo miró con cariño y le dijo: Una cosa te falta: ve, vende cuanto tienes y
dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; después sígueme. 22Ante
estas palabras, se llenó de pena y se marchó triste; porque era muy rico. 23Jesús
mirando alrededor dijo a sus discípulos: Difícilmente entrarán en el reino de
Dios los que tienen riquezas. 24Los discípulos se asombraron de lo
que decía. Pero Jesús insistió: ¡Qué difícil es entrar en el reino de Dios! 25Es
más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja que para un rico entrar
en el reino de Dios. 26Ellos llenos de asombro y temor se decían:
Entonces, ¿quién puede salvarse? 27Jesús los quedó mirando y les
dijo: Para los hombres es imposible, pero no para Dios; porque para Dios todo
es posible. 28Pedro entonces le dijo: Mira, nosotros hemos dejado
todo y te hemos seguido. 29Jesús le contestó: Les aseguro que todo
el que deje casa o hermanos o hermanas o madre o padre o hijos o campos por mí
y por la Buena Noticia 30ha de recibir en esta vida cien veces más
en casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y campos, en medio de las
persecuciones, y en el mundo futuro la vida eterna. – Palabra del Señor
Marcos
ha colocado las condiciones más exigentes de la moral cristiana en la sección
central de su Evangelio, no antes, porque sólo pueden ser entendidas por quien
ha tomado la decisión de seguir a Cristo con el don de la vida. El domingo
pasado Jesús ha hablado de la indisolubilidad del matrimonio, ahora pone a los
discípulos frente a la necesidad de renunciar a todos los bienes para poder
seguirle.
En la primera parte de la lectura
(vv. 17-22) entra en escena un joven rico que cae de rodillas ante Jesús y le
pregunta: “Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?” (v.
17). El comportamiento de este hombre es verdaderamente único, parece un
enfermo que se acerca a Jesús para implorar la gracia de la curación.
Por la lectura nos enteramos de que
es una persona justa y que es consciente de haber llevado una vida intachable.
Sin embargo, siente una preocupación profunda, una pena íntima e indefinida que
le hace sufrir como si fuera una enfermedad espiritual. Busca a Jesús porque ha
intuido que sólo de un maestro excepcional como él le puede venir la palabra
que comunica serenidad y esperanza.
También está preparado desde el punto
de vista teológico: no habla de “ganar, merecer, tener derecho a”, sino de
heredar la vida eterna. La herencia no se gana, no se recibe como premio, como
el salario por un trabajo, sino que es dada gratuitamente. Como todo israelita
piadoso, es consciente de que todo lo que se recibe de Dios es en “heredad”: la
tierra (cf. Sal 135,12), la ley (cf. Sal 119,111), las bendiciones, las
promesas (cf. Heb 6,12), el reino de Dios (cf. Mt 25:34), el Señor mismo, la
heredad de Israel (cf. Sal 16,5). Nada se da como recompensa por las buenas
acciones. Todo es regalo.
A pesar de entender que la vida
eterna es una heredad, le pregunta a Jesús qué le falta aún por hacer. Se da
cuenta de que no sólo debe esperar, sino que debe estar dispuesto porque el
Señor no obliga a nadie a aceptar su regalo.
Como solían hacer los rabinos, Jesús
responde con otra pregunta que puede parafrasearse así: Ya tienes un maestro
excepcional: Dios, te da instrucciones a través de las Escrituras. ¿Qué más
quieres? ¿Acaso no está escrito: “Todos serán enseñados por Dios” (Jn 6,45)?
Entonces, para ayudarlo en su búsqueda, le recuerda los preceptos que el Señor
ha revelado a su pueblo y que constituyen la condición mínima para el acceso a
la vida. Cita el Decálogo, pero de forma incompleta, omite los tres primeros
mandamientos, los relativos a Dios. Para él es suficiente el cumplimiento de
las obligaciones para con el hombre, de hecho, la única manera de expresar el
amor a Dios es compartir su proyecto en favor del hombre, como bien lo ha
comprendido el apóstol Juan: “Queridos, si Dios nos ha amado tanto, también
nosotros debemos amarnos unos a otros” (1 Jn 4,11).
La observancia de los mandamientos no
representa, sin embargo, ningún mérito, sino que es motivo de gratitud al
Señor, el único maestro bueno que ha dado a su pueblo la ley de la vida.
Reflexionaba el salmista: “Bienaventurado el hombre que teme al Señor, el que
se deleita en sus mandamientos” (Sal 112,1) y, con agudeza, los rabinos
comentaban: la alegría está “en sus mandamientos”, no en la recompensa que se
espera recibir. El bien hecho es su propia recompensa, como el mal castiga a
aquellos que lo cometen.
La respuesta de joven rico es
increíble. Declara, convencido, de haber guardado todos los mandamientos desde
que tenía uso de razón (v. 20). Juan nos asegura que “Si decimos que no hemos
pecado, nos engañamos y no somos sinceros” (1 Jn 1,8). Algunas dudas sobre la
afirmación del joven rico, por tanto, parecen razonables.
Con toda probabilidad el joven del
evangelio no sería exactamente una persona intachable, también debió haber
sucumbido a alguna debilidad, sin embargo, su juicio sereno y tranquilo
contiene un mensaje valioso: es una invitación a evaluar con cierto optimismo
la propia vida. Ante Dios –nos dice Juan– debemos tranquilizar nuestros
corazones “aunque la conciencia nos acuse, Dios es más grande que nuestra
conciencia y lo sabe todo” (1 Jn 3,20). La presencia de alguna falta no impide
que se considere buena, en su conjunto, una vida al amor. Angustiarse, sentirse
rechazados por Dios, autocastigarse porque uno no es perfecto no es un signo de
santidad, sino de orgullo. No es lícito llamar bueno a lo que es malo, pero
tampoco se puede ser cruel con uno mismo, de lo contrario terminaríamos
convirtiéndonos en crueles con los demás.
Los rabinos enseñaban que, para ser
justos, era suficiente guardar los mandamientos. Jesús, después de haber
escuchado la declaración del joven rico, “lo miró con cariño” (v. 21).
Marcos se complace en el recuerdo de
las miradas de Jesús: de indignación contra los fariseos (cf. Mc 3,5), las
dirigidas a sus oyentes (cf. Mc 3,34), la multitud alrededor de él (cf. Mc
5,32), los discípulos (Mc 10,23), al desorden que reina en el templo (cf. Mc
11,11). Mira al hombre rico con afecto, con satisfacción, porque lo ve
preparado para dar el salto cualitativo e inmediatamente le propone la
exigencia definitiva: “Ve, vende cuanto tienes y dáselo a los pobres y tendrás
un tesoro en el cielo; después sígueme” (v. 21).
Los
rabinos hablaban a menudo de las arcas del cielo en las que se conservan los
tesoros acumulados por los justos en la tierra. Enseñaban: “Los justos esperan
con placer el final y dejan esta vida sin miedo. De hecho, tienen con Dios un
tesoro de obras”. Jesús retoma esta imagen para resaltar la inconsistencia de
los bienes de este mundo y para mostrar cómo usarlos según Dios. Podríamos
parafrasear así su propuesta: “Despójate de todos los bienes que tienes, no los
tires a la basura, sino dáselo a aquellos que lo necesiten; permanecerás pobre
y Dios será su tesoro”.
No se trata de otro mandamiento más,
sumado a los del Decálogo, sino de la invitación a dejarse guiar por una lógica
totalmente nueva. Pide la renuncia de cualquier uso egoísta no sólo del dinero,
sino de todos los bienes recibidos de Dios: inteligencia, salud, belleza, el
tiempo a nuestra disposición. No pueden ser discípulos suyo si no desprenden el
corazón de lo que poseen. Insensato es el que celosamente se aferra los bienes
hasta que llegue, ineludiblemente, el momento de la expropiación.
Incluso los filósofos cínicos han
predicado el desapego radical de la propiedad. Crates, discípulo de Diógenes,
se había deshecho de sus considerables riquezas arrojándolas al mar. Frente a
los bienes de este mundo, Jesús asume una actitud completamente diferente. No
los desprecia, no invita a destruirlos, sino indica como valorizarlos:
dándoselos a los pobres. No pide dar algo en caridad, sino renunciar a todo.
¿Cómo
hacer viable esta necesidad?
Para obviar esta invitación de Jesús
se ha recurrido a una ingeniosa solución, explicando que no se trata de una
condición necesaria para ser discípulo, sino de un consejo reservado a algunos
héroes. Los cristianos estarían pues repartidos en dos clases: una es la de los
“perfectos”, los que hacen voto de pobreza, para adherirse plenamente a lo que
Jesús ha mandado; los otros, los “simples cristianos”, pueden seguir poseyendo
sus bienes, resignándose a seguir siendo “imperfectos”.
Esta solución es un pobre truco para
escapar al requerimiento que Jesús dirige, no a un pequeño grupo de
“perfectos”, sino para cualquier persona que quiera ser su discípulo.
El ideal del cristiano no es la
miseria, el hambre, la desnudez, sino el compartir fraterno de los bienes que
Dios ha puesto a disposición de todos. El pecado no es hacerse rico, sino
enriquecerse en solitario. En el Evangelio de los Nazarenos, un libro apócrifo
del siglo II d.C., este episodio está reflejado, pero con la adición de algunos
detalles curiosos. Tras la petición del Maestro, “el rico empezó a rascarse la
cabeza; no quedó contento. El Señor comentó: muchos de tus hermanos, los hijos
de Abrahán, se revuelven en la miseria y mueren de hambre, mientras que tu casa
está llena de todo bien y no hay nada para ellos”.
En Marcos la historia termina
amargamente: el joven rico decide quedarse con sus posesiones; no tiene el
coraje de fiarse de la propuesta de Jesús, no se siente capaz de correr el
riesgo, tiene miedo de perderlo todo y se aleja triste. Se aflige porque no
podía separarse de los bienes. No se ha dado cuenta de que el corazón del
hombre está hecho para el amor infinito y mientras permanezca esclavo de las
cosas no puede sino estar decepcionado y descontento.
El
grano de trigo, una vez sembrado, brota, crece y produce la planta y la espiga;
este proceso no se puede alterar, ya que pertenece a la naturaleza de la
semilla. El hombre está hecho a imagen de Dios y en su corazón siente,
incontenible, la exigencia de infinito. Aunque reprimido, silenciado, olvidado,
este deseo resurge y ninguna criatura es jamás capaz de satisfacerlo.
La
historia no ha terminado, pero no es difícil de reconstruir lo que sigue.
El joven rico no era un novato,
movido por el entusiasmo de un momento; había crecido alimentando profundas
convicciones religiosas, por lo que no es probable que, después de reunirse con
Jesús, se haya abandonado al libertinaje, haya comenzado a transgredir los
mandamientos. Seguiría sin duda siendo una persona justa, llevando una vida
piadosa impecable… pero no llegó a ser un cristiano, no pudo dar el salto de
calidad.
La segunda parte de la lectura (vv.
23-27) se refiere a las consideraciones de Jesús sobre el peligro de la
riqueza: es el mayor impedimento para quienes quieren ser discípulos del
Maestro. La riqueza tiene el poder de seducción de un dios, ya que cada vez que
se recurre a ella, responde dando lo que se le pide. Constituye un obstáculo
casi insalvable para los que quieren entrar en el reino de los cielos. “Es más
fácil –asegura Jesús– que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico
entre en el reino de Dios”.
Algunos han tratado de interpretar
esta extraña imagen explicando que no se trata de un camello, sino de una
cuerda gruesa (las dos palabras son muy similares en griego), o que el ojo de
la aguja aludía a una pequeña puerta en la ciudad de Jerusalén. Es mejor
mantener la imagen paradójica utilizada por Jesús que nos habla de una decisión
imposible (v. 27). El desprendimiento de todo lo que se posee exige un acto de
generosidad que sólo un milagro de Dios puede ayudar a lograrlo.
Los discípulos a los que el Maestro
se dirige no son ricos, pero se quedan perplejos ante sus palabras. Han
comprendido que incluso los pobres deben despojarse de todo, lo que no consiste
en dar mucho o poco, sino ofrecer todo lo que somos y tenemos, por muy poco que
sea.
En la última parte (vv. 28-31) se
enumeran las personas y las cosas de las que el discípulo está llamado a
desprenderse. Acerca de esta doble lista, colocada la primera en boca de Pedro
y la segunda en la de Jesús, nos damos cuenta de que la inesperada presencia de
los miembros de la propia familia entre los bienes de los que hay que
desprenderse.
Es fácil confundir el amor con el
apego morboso. Hay un egoísmo personal, pero también hay un egoísmo más sutil,
que puede revestirse en la virtud, y es el egoísmo de la familia. Aquellos que
piensan sólo en sí mismos, en su esposa y sus hijos siguen siendo egoístas, no
son capaces de mirar más allá del umbral de su propia casa. No pueden ser
felices porque han atrofiado su corazón, reprimiendo el amor universal para el
que fueron creados.
Entre
las personas a las que uno tiene que renunciar no está incluida su esposa. La
razón es que ni Pedro ni los otros apóstoles han renunciado a su matrimonio.
Ellos no han roto los lazos con sus familias; esto no hubiera sido justo ni
humano. Cuando, por razones apostólicas, han tenido que viajar y cambiar de
residencia, siempre han actuado de acuerdo con sus esposas quienes, por lo
general, han accedido a acompañarlos (cf. 1 Cor 9,5). El compromiso con el
evangelio no se puede colocar en oposición a los deberes para con la familia.
Es
significativo, por último, que entre las cosas centuplicadas que recibe el
discípulo, no aparece el padre. Ya en este mundo el amor generoso será
recompensado con el ciento por uno en casas, hermanos, hermanas, madres, hijos
y campos, pero no en “padres”. De hecho, en la comunidad cristiana no deben
existir “padres” porque todos son hermanos; el único Padre es el que está en
los cielos (cf. Mt 23,9).